AMOR

Es la palabra clave de la fe cristiana y su contenido creíble. Sin el amor el cristianismo dejaría de existir y se convertiría en simple gnosis. La comprensión teológica del amor no parte de la experiencia humana del mismo, ya que ésta ha de considerarse, en todo caso, como demasiado limitada, en cuanto que está sujeta al límite y a la contradicción típica de la naturaleza creada; parte más bien del acontecimiento mismo de la revelación, que es en sí mismo amor. Efectivamente, la revelación de Dios se puede comprender a la luz del amor misericordioso, en el que Dios se da a la humanidad sin más razón que la de amar totalmente, sin posibilidad de recibir un intercambio coherente con su amor. Toda la historia de la revelación de Dios puede leerse a la luz de un amor que se expresa y se revela progresivamente hasta el don pleno y total de sí mismo.

El corazón de la concepción cristiana del amor es el misterio pascual. A partir de este centro es posible concretar la historia del amor divino. La cruz deja vislumbrar al mismo tiempo la libertad de Dios en su entrega por amor y el don pleno y total que lleva a cabo de sí mismo: " Nadie tiene poder para quitarme la vida; soy yo quien la doy por mi propia voluntad» (Jn 10,18). En la muerte del Hijo, Dios permite que se conozca el misterio de su amor dentro de la misma vida trinitaria. En efecto, la naturaleza de Dios es simple amor.

Entre los muchos atributos que se aplican a Dios en la Escritura, por primera y única vez la carta de Juan dirá que "Dios es amor» (1 Jn 4,8). El valor de esta expresión para la fe es enorme; tocamos aquí realmente la cima de la revelación, en cuanto que se afirma que este amor es origen y fin de la vida trinitaria de Dios y forma mediante la cual él se dirige a la humanidad.

A partir de este centro van tomando cuerpo las diversas expresiones de amor que pertenecen a la historia de la revelación. En primer lugar, se ve la creación como el salto de un Dios que ama. Mediante la creación, cada uno puede reconocer el amor con el que Dios se expresa (Rom 1,20) y comprender su existencia. Las vicisitudes que llevan a Israel a constituirse como pueblo deben leerse a la luz de un amor que escoge y elige, que defiende y libera, que protege y mantiene sus promesas. A pesar de las repetidas infidelidades del pueblo, Dios corresponde siempre a través del perdón y de la protección que definen la praxis de su amor. Los profetas hablan en varias ocasiones del amor de Dios a Israel a partir de la misma experiencia del amor conyugal. Oseas puede ser considerado como el autor que más manifiesta esta tendencia. El fue llamado por Yahveh para imprimir en su historia matrimonial el drama del amor genuino de Dios a su pueblo y las repetidas infidelidades de éste. No están lejos de esta perspectiva otros profetas, como Ezequiel y Jeremías. El primero utiliza más la categoría de la fidelidad de Yahveh a su promesa y su intención de renovar su alianza con el pueblo: el segundo, por su parte, recuperando el mismo lenguaje metafórico, afirma: «Con amor eterno te amo, por eso te mantengo mi favor» (Jr 31,36). De todas formas, en muchos aspectos esta etapa de la revelación del amor sigue estando marcada por una fuerte connotación, que podría definirse como «contractual» El Dios que ama es el que lleva a cabo una alianza y el que da una ley que ha de observarse so pena de perder su protección.

Será el acontecimiento de la encarnación el que, poniendo de relieve el compromiso mismo de Dios en primera persona, garantizará la expresividad plena de su amor. Aquí no hay ya mediaciones, sino que Dios se revela directamente a sí mismo. La comunidad cristiana, a la luz del acontecimiento pascual, se verá a sí misma como objeto de un amor peculiar por parte del Padre. En efecto, los creyentes, en virtud del amor con que son amados, pueden superar todas las dificultades y vencer incluso al enemigo último que se les presenta, la muerte: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros ?... Nada podrá separarnos del amor de Dios» (Rom 8.31 -39).

El amor de Dios se convierte en principio para la comunidad, que ha de vivir ese mismo amor con que es amada. Por tanto, el amor pasa a ser el signo expresivo que, durante siglos, tendrá que caracterizar a la vida de los cristianos. Constituye "el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio» (1 Jn 2,7-8) y que figura como condición para ser reconocidos como cristianos: «jMirad cómo se aman!», decían los paganos en los primeros tiempos de la Iglesia para reconocer a los creyentes: esta invitación debería escucharse de nuevo también en nuestros días.

El amor es también criterio para juzgar de la verdadera fe. A partir de las palabras tan claras de la carta de Santiago: «Tú tienes fe, yo tengo obras: muéstrame tu fe sin las obras, que yo por las obras te haré ver mi fe» (Sant 2, 18). a lo largo de toda la historia de la teología, hasta llegar a la encíclica de Juan Pablo II, Dives in misericordia, el amor se presenta como la norma última del obrar cristiano y como el fundamento de la fe. En efecto, existe una circularidad entre la fe y el amor que permite verificar siempre tanto la dinámica de la fe como el testimonio de los creyentes.

Ha sido santo Tomás de Aquino el que, más que los otros teólogos, ha tenido el mérito de organizar armónicamente la relación entre la fe y el amor: escribe efectivamente que « el amor es forma de la fe, en cuanto que a través del amor la fe alcanza su perfección» (11111, 4. 4). De cualquier forma, toda la teología de san Juan y de san Pablo es el fundamento para comprender esta circularidad, en la que siempre es el amor el que tiene la prioridad.

Finalmente, la expresión más significativa puede verse en el llamado «himno a la caridad» (1 Cor 13.1-13): «Sin la caridad no soy nada». El apóstol describe aquí el amor como la condición constitutiva del ser creyente y ve este amor en la persona del mismo Jesús. Todo será inútil en la vida creyente, incluso el acto supremo con que se decide a ofrecer su propia vida en el martirio, si queda situado fuera del horizonte del amor. En una palabra, el que no ama no puede creer que Dios se haya revelado y por tanto no puede pensar en realizarse a sí mismo.

El amor, en la comprensión cristiana, sigue estando en el centro del misterio. Esto significa que sólo podrá comprenderse a la luz de una revelación que sea capaz al mismo tiempo de expresarlo y de protegerlo. En efecto, el amor no se podrá definir nunca a través de un lenguaje que sepa expresarlo por completo: en ese mismo momento quedaría totalmente destruido. Sólo podrá concebirse y comprenderse cuando se muestre abierto y dinámico para expresar la totalidad de la persona, de tal manera que sepa poner en evidencia la presencia de la gratuidad y del don. Un amor que no fuese don no sería digno ni de Dios ni de la persona: por consiguiente, estaría siempre sometido al equívoco del egoísmo en sus formas más sutiles. Sólo cuando se accede al amor en el horizonte del ser amado es posible comprender que también uno está en disposición de amar.

R. Fisichella

 

Bibl.: H. U. von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 1971. G. Martelet. L.a existencia humana y el amor, DDB, Bilbao 1970; S. de Guidi, Amistad y amor, en DTI, 1, 370-399.