NUEVOS RESUCITADOS

 

Hoy es Pascua. Pero nadie resucita ya. Con los ojos anegados en tierra, en cansancio de siglos, miramos en derredor con suficiencia... a pique del XXI no hay panes multiplicados, no hay ciegos que recuperen la vista, no quedan Lázaros que se levanten. ¿O sí? ¿O sí y nadie lo había contado? Aquí cuatro que dicen que han resucitado. Una estudiante de Caminos que hoy es monja de clausura; un «yuppie» danés, forrado de pasta y mujeres, que se deslumbró con su secretaria católica; un misionero de 20 años, que interrumpió Pedagogía para marcharse a Chile y un cura de 29 que, cuando mira a las mujeres, recuerda «que la belleza es el reflejo de la Gloria de Dios». Para ellos la vida es Pascua. Una alegría serena que comenzó una tarde cualquiera, como aquella en Galilea, y que ilumina sus días. Son «Nuevos de Pascua»

-¿Monja de clausura? ¿Te das cuenta de que dejas todo por nada?

-Es difícil escuchar de la única hija algo que uno no entiende. Que no entiende y que se ve obligado a respetar... «porque era innegable que mi decisión me hacía feliz, y eso no se podía prohibir».

Sor Ana Jesús tiene veintiún años y es la más joven del convento de clarisas en el que ha decidido vivir para siempre. Es mucho más vivaracha de lo que la foto que tienen delante permite suponer. Ojos grandes, boca grande, sonrisa grande y gestos grandes para una niña que habla como una mujer y que nació, como ella misma dice, «en una familia que no había descubierto la fe».

A Ana le encantaba salir de copas, conducía un «golf», viajaba, estudiaba Ingeniería de Caminos en Madrid y jugaba tan bien al tenis que alguien sugirió que podría llegar a ser una campeona. «Pero viendo a Arancha (Sánchez Vicario) pensaba: «Está bien, ser la mejor, tener millones... pero no es suficiente». Tenía una enorme necesidad de amar y ser amada».

A través de su novio -con el que salió dos años y medio-, empezó a frecuentar una parroquia. «Había un grupo de amigos a los que sólo unía entre sí la fe. Cuando nos separábamos, no podía evitar decirme: es verdad. Ellos son más verdad que todo lo que me ha pasado».

Libre, al fin

Con ellos hizo una visita al convento. «Sentada frente a aquellas mujeres, oyéndolas hablar de su vida entre cuatro paredes, sentí derramarse sobre mí todo el amor y la misericordia que había buscado durante tanto tiempo. Hoy sigo experimentando lo mismo. Por extraño que parezca, ahora que me lo han quitado todo, que me han dado un hábito con el que, de espaldas, soy apenas una monja más, ahora soy verdaderamente la Ana que siempre he querido ser. Cristo, que siempre ha estado ahí, como un susurro, ha respetado mi camino y mi libertad y, como un esposo delicado y tierno, me ha abrazado finalmente».

-¿Y por qué no la labor social?

-Todas las vocaciones son loables, pero la nuestra es entregar la vida a Cristo y, a través de Él, al mundo entero. Estamos dedicadas al Amor, para ser testigos ante el mundo de que sólo Él colma la vida, y para llegar a todos, al sufrimiento y al corazón de cada hombre, a través de Él. Por eso la clausura no es un agobio: es la apertura más grande, la que tiene al mundo como horizonte. Yo estaba encerrada, y ahora me siento libre.

-¿Qué dijo tu familia?

-Mis padres no entienden la Iglesia. Se opusieron con todas sus fuerzas a mi decisión. Algo comprensible, puesto que, para ellos, el convento era la muerte en vida. La tensión fue tremenda en casa pero, a la vez, jamás me prohibieron nada, porque percibían que todo aquello les rebasaba. No podían dejar de ver que su hija era más feliz que en su vida habitual.

Ana Jesús, como ahora se llama, se levanta en mitad de la noche para rezar Maitines, amanece definitivamente a las siete menos cuarto, desayuna pan y leche, reza y trabaja en silencio la mayor parte del día y ha aprendido a vivir sin calefacción. «Humanamente es imposible. Hay días en los que, al escuchar el toque de Maitines, a las dos y cuarto de la mañana, no te levantarías... pero no lo haces por obligación: sólo te levantas por Cristo.

Ahora Ana es de Cristo (por eso he elegido como nombre el de Sor Ana Jesús) y Él no descansa a esas horas en que yo solía irme de marcha, y en que tanta gente desesperada busca inútilmente la alegría. En el silencio más denso, en la oscuridad más profunda, las monjas nos arrodillamos en la Iglesia frente al pequeño Sagrario iluminado, y contemplamos al Unico y, en El, al mundo entero. Es el momento en que damos la vida por los que viven sin darse cuenta de que la vida pasa».

Un amor enloquecido

-Muchos no te entienden...

-Yo no he venido al convento a «tener una experiencia de Dios» o a ser buena. Yo estoy aquí arrebatada por un amor enloquecido: el del que ama con locura al que lo injuria y lo mata. Esto es la Semana Santa. Y te aseguro que dejar una carrera para hacer trufas o fregar la escalera no es posible sino a cambio de algo muy real. Muy tangible.

Tangible, dice la pequeña Sor Ana Jesús. Y lo mismo afirma alguien bastante distinto a ella. Christian Harhoff, de 31 años, vive en un ático deslumbrante. Con una mezcla de muebles antiguos y lámparas modernas y una terraza volcada sobre los tejados del Madrid antiguo. Este rubio, bien consciente de su atractivo, nació en una excelente familia danesa.

A los dieciocho años comenzó a trabajar en una consultoría de marketing y a jugar en bolsa. De ahí a su primer «Morgan» (un coche antiguo inglés, para los profanos) apenas medió un paso.

Pero nada es eterno. En el verano del 88, con una brusca bajada de las cotizaciones, perdió todo su dinero. «Me vi colgadísimo, francamente, y decidí que era el momento de cambiar de aires». (Aquí Christian barbota una carcajada.)

A través de su padre buscó trabajo en España, aprendió el castellano duro pero completo que maneja y, con el tiempo, montó su propia empresa. «En el 92 -explica- contraté una secretaria que resultó «distinta». No era la mujer de familia rica, la chica perfecta que yo solía buscar, me llamó la atención por su extraordinaria humanidad. Natural- mente, yo pasaba de puntillas por encima de su cristianismo: para mí, la pobre era victima de una comedura de tarro».

Un «yuppie» en apuros

La vida empezó a cobrar matices desagradables. «Me di cuenta de que lo que hacía no me llenaba, y que era la insatisfacción lo que siempre me había impulsádo a buscar una solución instintiva, un coche, una mujer guapa, un viaje exótico. Un día en que comíamos juntos, percibí que la miraba de forma distinta que al resto de las chicas. «Oye -dije-, tengo la sensación de que, cuando te miro, estoy mirando más allá», y va ella y me responde: «Es porque estás empezando a mirar a Cristo», así, como si tal cosa. Estallé en carcajadas, literalmente».

En cualquier caso, Christian Harhoff acabó aceptando una invitación para pasar unas vacaciones con los amigos de su secretaria, del movimiento católico «Comunión y Liberación». «Eran jóvenes como yo, con las mismas dificultades y ambiciones, pero con una alegría que yo no tenía. Sin embargo, me sentía molesto y decidí marcharme aquella misma mañana». Instantes después se rompía un tobillo y tuvo que quedarse.

«Me cabreé extremadamente -les juro que utiliza este adverbio- ¡Ni siquiera había muletas en el hotel y yo, supermán, tenía que desplazarme apoyado en otros!». Días después mantuvo una conversación con un cura que, al despedirse, manifestó curiosidad por su futuro: «El Señor es grande -le dijo-, y Él sabrá qué quiere de ti: no he sido yo el que te ha buscado!». De aquella conversación, confiesa no haber entendido nada: «Cero». Pensó además que Dios no podia ser el fruto de una imposición mental. Que, si de verdad existía, se haría evidente. «De modo que decidí seguir tratando a estos nuevos amigos y, simultáneamente, continuar con mi vida de siempre».

Una frase «rara»

«Entonces empezó el drama» explica. «La gente empezó a importarme. Salía con mis amigas y, a la vez, adquiría conciencia de que me comportaba de forma egoísta con ellas. Por supuesto era incapaz de cambiar de vida».

Trescientos sesenta y cinco días después de aquellas vacaciones, caminando por la calle encontró la explicación a la frase que le había perseguido durante el año entero: «No era el cura el que me buscaba, en efecto, no eran los amigos: era Cristo mismo el que me buscaba a través de ellos. Por primera vez entendí que la libertad que había perseguido durante toda mi juventud era cien veces inferior a la de poder decir, simplemente, «sí, quiero»».

Lo demás se lo resumimos a los lectores, con ánimo de no aburrir en exceso. El danés comenzó a estudiar el catecismo y solicitó su ingreso en la Iglesia Católica (había sido luterano, al menos en teoría). El arzobispo de Madrid, monseñor Rouco, lo confirmó en la Almudena, el día de Pentecostés.

-¿Y en qué has cambiado?

-Puede parecer que en nada. Sigo saliendo con muchos de mis antiguos amigos, pero ahora es Cristo el fundamento de mi vida. En todo momento lo reconozco y puedo decirle «Tú». Durante años, los deseos fueron para mí una sucesión frenética de apetencias impuestas socialmente. Ahora tengo la posibilidad de elegir lo que percibo como más verdadero, lo que me hace más aIegre y más hombre. Muchos de mis amigos en Dinamarca, en Estados Unidos y aquí se han dado cuenta del cambio, y me buscan. Experimento diariamente la felicidad de reconocer que se cumple lo que siempre he deseado. He nacido de nuevo.

La de Emilio Pérez, sacerdote de 29 años en la parroquia de San Emilio, en el madrileño barrio de La Elipa, es una historia diferente. «Fue en casa donde aprendí la fe -explica con su cara de crío, llena de pecas y de ojos enormes y radiantes-, de la forma en que mis padres se trataban entre sí y nos trataban a mí y a mis dos hermanas».

«Mi padre disfrutaba con todo», dice con entusiasmo. Y recuerda cómo aprendió de él a mirar el vino al trasluz, en la copa, y disfrutar de su color. O cómo se interesaba por la Historia o lo llevaba de tapas por el Madrid viejo. «Cuando estaba en quinto de básica una trombosis lo desmoronó. Aquello me sacó de mi pequeño mundo ideal: no todo era bueno».

En los años siguientes fue expulsado del colegio y, en 1988, conduciendo, tuvo un accidente en el que murieron su madre y su tía. Circunstancias tan trágicas, sin embargo, no pudieron con él. «Había asistido, en los últimos tres años de vida de mi madre, al espectáculo de verla cuidando a mi padre con ternura, cuando ni siquiera nos reconocía ya. Domingo tras domingo, en aquel hospital, me vi forzado a buscar una respuesta ante esa dramática situación».

«Ven y verás»

Y fue, como en los otros casos, una compañía humana: «Mi madre me había llevado a la parroquia de San Jorge. Durante años yo había rezado a un Ser lejano: «Si existes —pedía- acuérdate de nosotros, porque parece que estamos abandonados de tu mano», pero allí encontré amigos capaces de escuchar, que me ofrecieron una respuesta: «Ven, vive con nosotros y verás»».

De esa amistad nació una alegría desbordante y la convicción, desde los 15 años, de querer ser sacerdote. «Supe -explica Emilio- que Cristo es todo y deseé que mi vida entera fuese para Él». Doce años más tarde se ordenaba en la Almudena.

«El cura es el amigo del hombre -prosigue-, es Cristo encarnado, que acompaña al hombre desde el nacimiento hasta la muerte. Me conmueve que yo, tan limitado, pueda hacer presente, ante hombres mucho mayores y maduros que yo, esto que no es de este mundo»

-Muchos sacerdotes se quejan de soledad;..

-Gracias a Dios yo no tengo esta experiencia. La fe en Jesucristo se da a través de la realidad de la Iglesia; en particular en la relación con una serie de amigos que me cuida de un modo tal que, a su vez, me permite abrazar el destino de los otros, en el confesionario, cuando se acercan a pedir ayuda a la Parroquia o en el tanatorio, y hacerles partícipes de lo que ellos me dan a mi.

-¿Y esto compensa de no poder abrazar a una mujer, de no tener hijos?

-Es que yo no vivo con la percepción de haber perdido nada (se sonríe). Lo mismo me preguntaba una amiga hace poco. Le contesté que, como Cristo está presente aquí y ahora, las mujeres que veo por la calle me encantan y me recuerdan la frase de San Agustín: «La belleza es el reflejo de la Gloria de Dios». Cuando las miro, no puedo dejar de decirme: «¡Y pensar que sólo son el reflejo! ¿Cómo serás entonces, Dios mío?».

La intuición que ha llevado a Emilio a su parroquia de La Elipa, arrastró a Ignacio Rivas, de apenas 20 años, a Chile. Había nacido en una familia profundamente católica, seguidora del Camino Neocatecumenal, y sin embargo, constata «que, llegado cierto momento, la fe de tus padres no te sirve». Como tantos adolescentes, atravesó unos años «donde no entendía por qué trabajar, estudiar o tener una familia, si después todo acaba en la muerte».

«Como unas Pascuas»

Tras el encuentro del Papa con los jóvenes, en Denver, durante una cita con el fundador del «Camino», Kiko Argüello, Ignacio escuchó algo que había oído mil veces, pero que esa vez le sonó nuevo: »Dios te quiere como eres». Aquel día, simplemente, supe que era verdad», afirma. «Aquello fue el comienzo de una gran alegría. Si Dios me amaba, hacer su voluntad podía dar sentido a la vida. Así lo he comprobado después. en personas enfermas que se abandonan en Sus manos, por ejemplo. ¿Cómo no contárselo a todos? A los 18 años, Ignacio se ofreció como misionero. Su edad daba qué pensar. Se le pidió que esperase, que hiciese una carrera, y así comenzó Pedagogía. Dos años después salía para Chile, «todavía tengo que volver para acabar mis estudios».

-¿Compensa dejarlo todo?

-Compensa. Aquí estoy madurando enormemente, como persona y como hombre de fe. Asisto a miles de milagros, desde matrimonios que se reconstruyen, a jóvenes que dejan la droga y abrazan la fe, y ya no puedo dudar de Dios.

-¿No tienes miedo de qué pueda ser de ti?

-Como el pueblo de Israel, también yo a veces me atemorizo, también quiero el pan «aquí y ahora». Es un combate. En ocasiones me digo: «Madre mía, qué locura, estoy loco y rodeado de locos». Y, sin embargo, veo que el Señor siempre responde y que me hace feliz día tras día. Estoy más contento que unas Pascuas.

Cristina LÓPEZ SCHLICHTING
ABC/DIARIO 12-3-98