SAN GERMÁN DE CONSTANTINOPLA


Nació en Constantinopla o en sus inmediaciones, en una fecha 
incierta entre el año 634 y el 654. Hacia el 705 fue nombrado 
obispo de Cicico, metrópoli de la provincia eclesiástica del 
Helesponto. En el 715 fue nombrado Patriarca de Constantinopla, 
donde permaneció hasta el 729. Durante la crisis iconoclasta se 
opuso a la política de León lIl el Isáurico. El emperador intentó 
obligar a Germán a firmar un decreto contra el culto de las 
imágenes. Pero el anciano patriarca, repitiendo las razones que 
anteriormente había expuesto y su profesión de fe, se negó a 
obedecer las órdenes imperiales. Luego, despojándose de las 
insignias de su dignidad patriarcal, pronunció una frase que estaba 
destinada a gozar de fama imperecedera en la tradición oriental: 
«si yo soy Jonás, arrójame al mar; pero sin un concilio ecuménico, 
oh soberano mío, no me es posible establecer una nueva 
doctrina». Presionado fuertemente por el emperador renunció a su 
sede y se recluyó en Platanión, donde transcurrieron los últimos 
años de su vida. Murió en el año 733, siendo casi centenario. 

El conocimiento actual de la producción literaria de San Germán 
permite afirmar que abarca casi todos los campos de la literatura 
religiosa: teológico, histórico, litúrgico, homilético y epistolar. Entre 
sus homilías destacan las siete que predicó con ocasión de las 
principales fiestas de la Santísima Virgen. Los sermones rebosan 
de la sublimidad y la grandeza del mundo divino. Sin embargo, a 
pesar de su perfección y de su extrema superioridad, el Cielo no 
se encuentra distante de la tierra: Dios, a través de María, se 
abaja hasta el hombre para atraerlo a si. Por eso, se comprende 
bien que el punto central de la teología mariana de San Germán 
sea la Maternidad divina de la Santísima Virgen. En estrecha 
relación con él, aparecen las demás prerrogativas, entre las cuales 
las más importantes son la inmunidad de Maria frente al pecado 
original, su Asunción al Cielo y su misión de Medianera de la 
gracia. 

LOARTE

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MADRE DE LA GRACIA
(Homilía sobre la zona de Santa María) 1

Oh Tú, completamente casta, totalmente buena y 
misericordiosísima Señora, consuelo de los cristianos, el más 
seguro refugio de los pecadores, el más ardiente alivio de los 
afligidos: no nos dejes como huérfanos privados de tu socorro. 
¿En quién nos ampararemos si somos abandonados lejos de ti? 
¿Qué sería de nosotros, Santa Madre de Dios, que eres aliento y 
espíritu de los cristianos? Así como la respiración es señal cierta 
de que nuestro cuerpo posee la vida, así también tu santísimo 
nombre, incesantemente pronunciado por la boca de tus siervos 
en todo tiempo y lugar, es no sólo signo, sino causa de vida, de 
alegría y de auxilio para nosotros. Protégenos bajo las alas de tu 
bondad, auxílianos con tu intercesión, alcánzanos la vida eterna, 
Tú que eres la Esperanza de los cristianos, esperanza nunca 
frustrada. Nosotros somos pobres en las obras y en los modos 
divinos de actuar; pero, al contemplar las riquezas de benignidad 
que Tú nos muestras, podemos decir: la misericordia del Señor 
llena toda la tierra (Sal 32, 5). 

Estando lejos de Dios por la muchedumbre de nuestros 
pecados, por medio de ti le hemos buscado; y, al encontrarle, 
hemos sido salvados. Poderoso es tu auxilio para alcanzar la 
salvación, oh Madre de Dios; tan grande que no hay necesidad de 
otro intercesor cerca del Señor. A ti acude ahora tu pueblo, tu 
herencia, tu grey, que se honra con el nombre de cristiano, porque 
conocemos y tenemos experiencia de que recurriendo 
insistentemente a ti en los peligros, recibimos abundante respuesta 
a nuestras peticiones. Tu munificencia, en efecto, no tiene límites; 
tu socorro es inagotable; no tienen número tus dones. 

Nadie se salva, oh Santísima, si no es por medio de ti. Nadie sino 
por ti se libra del mal, oh Inmaculada. Nadie recibe los dones 
divinos, oh Purísima, si no es por tu mediación. A nadie sino por ti, 
oh Soberana, se le concede el don de la misericordia y de la 
gracia. Por eso, ¿quién no te predicará bienaventurada?, ¿quién 
no te ensalzará?, ¿quién no te engrandecerá con todas las fuerzas 
de su alma, aunque nunca sea capaz de hacerlo como te 
mereces? Te alaban todas las generaciones porque eres gloriosa 
y bienaventurada, porque has recibido de tu divino Hijo maravillas 
sin cuento y admirables. 

¿Quién, después de tu Hijo, se interesa como Tú por el género 
humano? ¿Quién como Tú nos protege sin cesar en nuestras 
tribulaciones? ¿Quién nos libra con tanta presteza de las 
tentaciones que nos asaltan? ¿Quién se esfuerza tanto como Tú 
en suplicar por los pecadores? ¿Quién toma su defensa para 
excusarlos en los casos desesperados? 

En virtud de la cercanía y del poder que por tu maternidad has 
conseguido de tu Hijo, aunque seamos condenados por nuestros 
crímenes y no osemos ya mirar hacia las alturas del cielo, Tú nos 
salvas—con tus súplicas e intercesiones—de los suplicios eternos. 
Por esta razón, el afligido se refugia en ti, el que ha sufrido la 
injusticia acude a ti, el que está lleno de males invoca tu asistencia. 
Todo lo tuyo, Madre de Dios, es maravilloso, todo es más grande, 
todo sobrepasa nuestra razón y nuestro poder. 

También tu protección está por encima de toda inteligencia. Con 
tu parto has reconciliado a quienes habían sido rechazados, has 
hecho hijos y herederos a quienes habían sido puestos en fuga y 
considerados como enemigos. Tú, diariamente, extendiendo tu 
mano auxiliadora, sacas de las olas a quienes han caído en el 
abismo de sus pecados. La sola invocación de tu nombre ahuyenta 
y rechaza al malvado enemigo de tus siervos, y guarda a éstos 
seguros e incólumes. Libras de toda necesidad y tentación a los 
que te invocan, previniéndoles a tiempo contra ellas. 

Por esto acudimos diligentemente a tu templo. Cuando estamos 
en él, parece como si nos encontrásemos en el mismo Cielo. 
Cuando te alabamos, tenemos la impresión de estar cantando a 
coro con los ángeles. ¿Qué linaje de hombres, aparte de los 
cristianos, ha alcanzado tal gloria, tal defensa, tal patrocinio? 
¿Quién no se llena inmediatamente de alegría, tras levantar 
confiadamente los ojos para venerar tu cinturón sagrado? ¿Quién 
se fue con las manos vacías, sin conseguir lo que imploraba, 
después de haberse arrodillado fervorosamente ante ti? ¿Quién, 
contemplando tu imagen, no se olvidó inmediatamente de sus 
penas? Es imposible expresar con palabras la alegría y el gozo de 
los que se reúnen en tu templo, donde quisiste que venerásemos 
tu cinturón precioso y las fajas de tu Hijo y Dios nuestro, cuya 
colocación en esta iglesia celebramos hoy. 

¡Oh urna de la que bebemos el maná del refrigerio quienes 
experimentamos el ardor de los males! ¡Oh mesa que sacia con el 
pan de vida a los que estábamos a punto de desfallecer a causa 
del hambre! ¡Oh candelabro que con su fulgor ilumina con intensa 
luz a quienes yacíamos en las tinieblas! Dios te ensalza con honor 
sobresaliente y digno de ti, y sin embargo no rechazas nuestras 
alabanzas, indignas y de poca calidad, pero ofrecidas con nuestro 
fervor y nuestro cariño más grande. 
No rehuses, oh alabadísima, los cantos de loor que salen de 
unos labios manchados, pero que se ofrecen con ánimo 
benevolente. No abomines de las palabras suplicantes 
pronunciadas por una indigna boca. Al contrario, ¡oh glorificada 
por Dios!, atendiendo al amor con que te lo decimos, concédenos 
el perdón de los pecados, los goces de la vida eterna y la 
liberación de toda culpa. 
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1. Según la tradición, en la iglesia de Constantinopla donde San 
Germán pronunció esta homilía se veneraban algunas reliquias muy 
valiosas, como el cinturón («zona») de la Virgen.