SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA
TEXTOS
Comentario sobre el profeta Ageo
El Templo antiguo y el nuevo:
La venida de nuestro Salvador en el tiempo fue como la edificación de un templo sobremanera glorioso; este templo, si se compara con el antiguo, es tanto más excelente y preclaro cuanto el culto evangélico de Cristo aventaja al culto de la Ley o cuanto la realidad sobrepasa a sus figuras. Con referencia a ello, creo que puede también afirmarse lo siguiente: El Templo antiguo era uno solo, estaba edificado en un solo lugar y sólo un pueblo podía ofrecer en él sus sacrificios. En cambio, cuando el Unigénito se hizo semejante a nosotros, como el Señor es Dios: él nos ilumina, según dice la Escritura, la tierra se llenó de templos santos y de adoradores innumerables, que veneran sin cesar al Señor, del universo con sus sacrificios espirituales y sus oraciones. Esto es, según mi opinión, lo que anunció Malaquías en nombre de Dios, cuando dijo: Desde el oriente hasta el poniente es grande mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrecerá incienso a mi nombre y una oblación pura.
En verdad, la gloria del nuevo templo, es decir, de la Iglesia, es mucho mayor que la del antiguo. Quienes se desviven y trabajan solícitamente en su edificación obtendrán, como premio del Salvador y don del cielo, al mismo Cristo, que es la paz de todos, por medio de quien tenemos acceso al Padre en un solo Espíritu; así lo declara el mismo Señor, cuando dice: En este sitio daré la paz a cuantos trabajen en la edificación de mi templo. De manera parecida, dice también Cristo en otro lugar: Mi paz os doy. Y Pablo, por su parte, explica en qué consiste esta paz que se da a los que aman, cuando dice: La paz de Dios, que está por encima de todo conocimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. También oraba en este mismo sentido el sabio profeta Isaías, cuando decía: Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. Enriquecidos con la paz de Cristo, fácilmente conservaremos la vida del alma y podremos encaminar nuestra voluntad a la consecución de una vida virtuosa.
Por tanto, podemos decir que se promete la paz a todos los que se consagran a la edificación de este templo, ya sea que su trabajo consista en edificar la Iglesia en el oficio de catequistas de los sagrados misterios, es decir, colocados al frente de la casa de Dios como mistagogos, ya sea que se entreguen a la santificación de sus propias almas, para que resulten piedras vivas y espirituales en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado. Todos estos esfuerzos lograrán, sin duda, su finalidad y quienes actúen de esta forma alcanzarán sin dificultad la salvación de su alma.
(14; Liturgia de las Horas)
Comentario sobre el evangelio de San Juan
La unidad en Cristo:
Todos los que participamos de la carne sagrada de Cristo alcanzamos la unión corporal con él, como atestigua san Pablo, cuando dice, refiriéndose al misterio del amor misericordioso del Señor: El misterio que no fue dado a conocer a las pasadas generaciones ahora ha sido revelado por el Espíritu a los santos apóstoles y profetas: esto es, que los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y copartícipes de las promesas divinas, en Cristo Jesús.
Y si somos unos para otros miembros de un mismo cuerpo en Cristo, y no sólo entre nosotros mismos, sino también para aquel que está en nosotros por su carne, ¿por qué, entonces, no procuramos vivir plenamente esa unión que existe entre nosotros y con Cristo? Cristo, en efecto, es el vínculo de unidad, ya que es Dios y hombre a la vez. Siguiendo idéntico camino, podemos hablar también de nuestra unión espiritual, diciendo que todos nosotros, por haber recibido un solo y mismo Espíritu, a saber, el Espíritu Santo, estamos como mezclados unos con otros y con Dios. Pues, si bien es verdad que tomados cada uno por separado somos muchos, y en cada uno de nosotros Cristo hace habitar el Espíritu del Padre y suyo, este Espíritu es uno e indivisible, y a nosotros, que somos distintos el uno del otro en cuanto seres individuales, por su acción nos reúne a todos y hace que se nos vea como una sola cosa, por la unión que en él nos unifica.
Pues, del mismo modo que la virtualidad de la carne sagrada convierte a aquellos en quienes actúa en miembros de un mismo cuerpo, pienso que, del mismo modo, el único e indivisible Espíritu de Dios, al habitar en cada uno, los vincula a todos en la unidad espiritual.
Por esto nos exhorta también san Pablo: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos por mantener la unidad del espíritu, con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo y lo invade todo. Al estar en cada uno de nosotros el único Espíritu, estará también, por el Hijo, el único Dios y Padre de todos, uniendo entre sí y consigo a los que participan del Espíritu. Y el hecho de nuestra unión y comunicación del Espíritu Santo, en cierto modo, se hace también visible ya desde ahora. Pues, si, dejando de lado nuestra vida puramente natural, nos sometimos de una vez para siempre a las leyes del espíritu, es evidente para todos nosotros que -por haber dejado nuestra vida anterior y estar ahora unidos al Espíritu Santo, y por haber adquirido una hechura celeste y haber sido en cierta manera transformados en un nuevo ser— ya no somos llamados simplemente hombres, sino también hijos de Dios y hombres celestiales, por nuestro consorcio con la naturaleza divina.
Por tanto, somos todos una sola cosa en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; una sola cosa por la identidad de condición, por la asimilación que obra el amor, por la comunión de la carne sagrada de Cristo y por la participación de un único y Santo Espíritu.
(11, 11; Liturgia de las Horas)
Cristo se va para que pueda venir el Espíritu Santo:
Habían sido ya cumplidos los designios de Dios sobre la tierra; pero era del todo necesario que fuéramos hechos participes de la naturaleza divina de aquel que es la Palabra, esto es, que nuestra vida anterior fuera transformada en otra diversa, empezando así para nosotros un nuevo modo de vida según Dios, lo cual no podía realizarse más que por la comunicación del Espíritu Santo.
Y el tiempo más indicado para que el Espíritu fuera enviado sobre nosotros era el de la partida de Cristo, nuestro Salvador.
En efecto, mientras Cristo convivió visiblemente con los suyos, éstos experimentaban —según es mi opinión— su protección continua; mas, cuando llegó el tiempo en que tenía que subir al Padre celestial, entonces fue necesario que siguiera presente, en medio de sus adictos, por el Espíritu, y que este Espíritu habitara en nuestros corazones, para que nosotros, teniéndolo en nuestro interior, exclamáramos confiadamente: «Padre», y nos sintiéramos con fuerza para la práctica de las virtudes y, además, poderosos e invencibles frente a las acometidas del demonio y las persecuciones de los hombres, por la posesión del Espíritu que todo lo puede.
No es difícil demostrar con el testimonio de las Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que el espíritu transforma y comunica una vida nueva a aquellos en cuyo interior habita.
Samuel, en efecto, dice a Saúl: Te invadirá el Espíritu del Señor, te convertirás en otro hombre. Y San Pablo afirma:
Y todos nosotros, reflejando como en un espejo en nuestro rostro descubierto la gloria del Señor, nos vamos transformando en su propia imagen, hacia una gloria cada vez mayor, por la acción del Señor, que es Espíritu. Porque el Señor es Espíritu.Vemos, pues, la transformación que obra el Espíritu en aquellos en cuyo corazón habita. Fácilmente los hace pasar del gusto de las cosas terrenas a la sola esperanza de las celestiales, y del temor y la pusilanimidad a una decidida y generosa fortaleza de alma. Vemos claramente que así sucedió en los discípulos, los cuales, una vez fortalecidos por el Espíritu, no se dejaron intimidar por sus perseguidores, sino que permanecieron tenazmente adheridos al amor de Cristo.
Es verdad, por tanto, lo que nos dice el Salvador:
Os conviene que yo vuelva al cielo, pues de su partida dependía la venida del Espíritu Santo.(10; Liturgia de las Horas)
El Espíritu Santo, derramado sobre todos los hombres:
El Hacedor del universo determinó instaurar con admirable perfección todas las cosas en Cristo y restituir la naturaleza humana a su estado primitivo; para este fin prometió darle en abundancia, junto con los demás bienes, el Espíritu Santo, condición necesaria para reintegrarla a una pacífica y estable posesión de sus bienes.
Así pues, habiendo establecido el tiempo en que había de bajar sobre nosotros el Espíritu Santo, esto es, en el tiempo de la venida de Cristo, lo prometió diciendo: En aquellos días
-a saber, en los del Salvador-, derramaré mi Espíritu sobre toda carne.Por consiguiente, cuando llegó el tiempo de tan gran munificencia y liberalidad -y puso a nuestra disposición en el mundo al Unigénito hecho carne, es decir, a aquel hombre nacido de mujer de que hablan las Escrituras-, nuestro Dios y Padre nos dio también el Espíritu, y Cristo fue el primero en recibirlo, como primicias de la naturaleza restaurada. Así lo atestigua Juan Bautista Con aquellas palabras:
Vi al Espíritu Santo bajar del cielo y posarse sobre él.Se afirma de Cristo que recibió el Espíritu en cuanto que se hizo hombre y en cuanto que convenía que lo recibiera el hombre; y, del mismo modo -aunque es Hijo de Dios Padre, engendrado de su misma sustancia ya antes de la encarnación, más aún, desde toda la eternidad-, no pone objeción al escuchar a Dios Padre que proclama, después que se ha hecho hombre:
Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy.De aquel que era Dios, engendrado por el Padre desde toda la eternidad, dice que lo ha engendrado hoy, para significar que en su persona hemos sido adoptados como hijos, ya que toda la naturaleza está incluida en la persona de Cristo, en cuanto que es hombre; en el mismo sentido se afirma que el Padre comunica al Hijo su propio Espíritu, ya que en Cristo alcanzamos nosotros la participación del Espíritu. Precisamente por esto se hizo hijo de Abraham, como está escrito, y fue semejante en todo a sus hermanos.
Por lo tanto, el Unigénito recibe el Espíritu Santo no para sí mismo, ya que él lo posee como algo propio y en él y por él se comunica a los demás, como ya dijimos antes, sino que lo recibe en cuanto que, al hacerse hombre, recapitula en sí toda la naturaleza para restaurarla y restituirle su integridad primera. Es fácil, pues, de comprender, por lógica natural y por el testimonio de la Escritura, que Cristo recibió en su persona el Espíritu, no para sí mismo, sino más bien para nosotros, ya que por él nos vienen también todos los demás bienes.
(5, 2; Liturgia de las Horas)
Enrique Moliné
Cristo nos
trae el Espíritu Santo
(Comentario al Evangelio de San Juan, 5, 2)
Cuando Aquél que había dado la vida al universo decidió—con
una obra verdaderamente admirable—recapitular en Cristo todas
las cosas y reconducir la naturaleza del hombre a su dignidad
primitiva, reveló que nos concedería luego, entre otros dones, el
Espirita Santo. No era posible que el hombre tornase de otra
manera a la posesión duradera de los bienes recibidos. Así
pues, Dios estableció el tiempo en que descendería a nosotros el
Espíritu, y éste fue el tiempo de la venida de Cristo. Así lo
anunció, diciendo: en aquellos dios—es decir, en el tiempo de
nuestro Salvador—, derramaré mi Espíritu sobre toda carne (Jis,
1).
De este modo, cuando sonó la hora espléndida de la
misericordia divina, y vino a la tierra entre nosotros el Hijo
unigénito en la naturaleza humana, hombre nacido de mujer
según la predicción de la Sagrada Escritura, Dios Padre
concedió de nuevo el Espíritu. Lo recibió en primer lugar Cristo,
como primicia de la naturaleza humana totalmente renovada. Lo
atestigua Juan cuando declara: he visto al Espíritu descender del
cielo y posarse sobre Él (Jn 1, 32).
Cristo recibió el Espíritu como hombre y en cuanto era
conveniente que el hombre lo recibiese. El Hijo de Dios,
engendrado por el Padre y consustancial a Él, que existía ya
antes de nacer como hombre—más aún, absolutamente anterior
al tiempo—, no se considera ofendido porque el Padre, después
de su nacimiento en la naturaleza humana, le diga: Tú eres mi
Hijo, hay te he engendrado (Sal 2, 7).
El Padre afirma que Aquél que es Dios, engendrado por Él
antes del tiempo, es engendrado hoy, queriendo significar que
en Cristo nos acogía a nosotros como hijos adoptivos. Cristo, en
efecto, al hacerse hombre, ha asumido en sí toda la naturaleza
humana. El Padre tiene su propio Espíritu y lo da de nuevo al
Hijo, para que nosotros lo recibamos de Él como riqueza y fuente
de bien. Por este motivo ha querido compartir la descendencia
de Abraham, como se lee en la Escritura, y se ha hecho en todo
semejante a nosotros, hermanos suyos.
El Hijo unigénito, por tanto, no recibe el Espíritu para sí mismo.
El Espíritu es Espíritu del Hijo, y está en Él, y es dado por medio
de Él, como ya se ha dicho. Pero como, al hacerse hombre, el
Hijo asumió en sí toda la naturaleza humana, ha recibido el
Espíritu para renovar completamente al hombre y devolverlo a su
primitiva grandeza.
* * * * *
Dios te salve, María...
M/ALABANZAS/CIRILO-A
(Encomio a la Santa Madre de Dios)
Dios te salve, María, Madre de Dios, Virgen Madre, Estrella de
la mañana, Vaso virginal.
Dios te salve, María, Virgen, Madre y Esclava: Virgen, por
gracia de Aquél que de ti nació sin menoscabo de tu virginidad;
Madre, por razón de Aquél que llevaste en tus brazos y
alimentaste con tu pecho; Esclava, por causa de Aquél que tomó
forma de siervo. Entró el Rey en tu ciudad, o por decirlo más
claramente, en tu seno; y de nuevo salió como quiso,
permaneciendo cerradas tus puertas. Has concebido
virginalmente, y divinamente has dado a luz.
Dios te salve, María, Templo en el que Dios es recibido, o más
aun, Templo santo, como clama el Profeta David diciendo: santo
es tu templo, admirable en la equidad (Sal 64, 6).
Dios te salve, María, la joya más preciosa de todo el orbe; Dios
te salve, María, casta paloma; Dios te salve, María, lámpara que
nunca se apaga, pues de ti ha nacido el Sol de justicia.
Dios te salve, María, lugar de Aquél que en ningún lugar es
contenido; en tu seno encerraste al Unigénito Verbo de Dios, y
sin semilla y sin arado hiciste germinar una espiga que no se
marchita.
Dios te salve, Maria, Madre de Dios, por quien claman los
profetas y los pastores cantan a Dios sus alabanzas, repitiendo
con los ángeles el himno tremendo: gloria a Dios en lo más alto
de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad
(Lc 2, 14).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien los ángeles
forman coro y los arcángeles exultan cantando himnos altísimos.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien los Magos
adoran, guiados por una brillante estrella.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien es elegido el
ornato de los doce Apóstoles.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien Juan, estando
aún en el seno materno, saltó de gozo y adoró a la Luminaria de
perenne luz.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien brotó aquella
gracia inefable de la que decía el Apóstol: la gracia de Dios,
Salvador nuestro, ha iluminado a todos los hombres (Tit 2, 11).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien resplandeció la
luz verdadera, Jesucristo Nuestro Señor, que en Evangelio
afirma: Yo soy la Luz del mundo (Jn 8, 12).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien brilló la luz
sobre los que yacían en la oscuridad y en la sombra de la
muerte: el pueblo que se sentaba en las tinieblas ha visto una
gran luz (Is 9, 2). ¿Y qué luz sino Nuestro Señor Jesucristo, luz
verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo?
(Jn 1, 29).
Dios te salve. María, Madre de Dios, por quien en el Evangelio
se predica: bendito el que viene en el nombre del Señor (Mt 21,
9); por quien la Iglesia católica ha sido establecida en ciudades,
pueblos y aldeas.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien vino el
vencedor de la muerte y exterminador del infierno.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien se ha mostrado
el Creador de nuestros primeros padres y Reparador de su
caída, el Rey del reino celestial.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien floreció. y
resplandeció la hermosura de la resurrección.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien las aguas del
río Jordán se convirtieron en Bautismo de santidad.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien Juan y el
Jordán son santificados, y es rechazado el diablo.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien se salvan los
espíritus fieles.
Dios te salve, María, Madre de Dios: por ti las olas del mar, ya
aplacadas y sedadas, llevaron con gozo y suavidad a los que
son, como nosotros, siervos y ministros.
* * * * *
Madre de Dios
(Homilía pronunciada en el Concilio de Efeso)
Dios te salve, María, Madre de Dios, tesoro veneradísimo de
todo el orbe, antorcha inextinguible, corona de virginidad, cetro
de recta doctrina, templo indestructible, habitación de Aquél que
es inabarcable, Virgen y Madre, por quien nos ha sido dado
Aquél que es llamado bendito por excelencia, y que ha venido en
nombre del Padre.
Salve a ti, que en tu santo y virginal seno has encerrado al
Inmenso e Incomprehensible. Por quien la Santísima Trinidad es
adorada y glorificada, y la preciosa Cruz se venera y festeja en
toda la tierra. Por quien exulta el Cielo, se alegran los ángeles y
arcángeles, huyen los demonios. Por quien el tentador fue
arrojado del Cielo y la criatura caída es llevada al Paraíso. Por
quien todos los hombres, aprisionados por el engaño de los
ídolos, llegan al conocimiento de la verdad. Por quien el santo
Bautismo es regalado a los creyentes, se obtiene el óleo de la
alegría, es fundada la Iglesia en todo el mundo, y las gentes son
movidas a penitencia.
¿Y qué más puedo decir? Por quien el Unigénito Hijo de Dios
brilló como Luz sobre los que yacían en las tinieblas y sombras
de la muerte. Por quien los Profetas preanunciaron las cosas
futuras. Por quien los Apóstoles predicaron la salvación a los
gentiles. Por quien los muertos resucitan y los reyes reinan, por
la Santísima Trinidad.
¿Quién de entre los hombres será capaz de alabar como se
merece a María, que es digna de toda alabanza? Es Virgen y
Madre, ¡oh cosa maravillosa! Este milagro me llena de estupor.
¿Quién ha oído decir que al constructor de un templo se le
prohiba habitar en él? ¿Quién podrá ser tachado de ignominia
por el hecho de que tome a su propia Esclava por Madre?
Así, pues, todo el mundo se alegra (...); también nosotros
hemos de adorar y respetar la unión del Verbo con la carne,
temer y dar culto a la Santa Trinidad, celebrar con nuestros
himnos a María, siempre Virgen, templo santo de Dios, y a su
Hijo, el Esposo de la Iglesia, Jesucristo Nuestro Señor. A Él sea la
gloria por los siglos de los siglos. Amén.
* * * * *
Fe en la palabra de Dios
(Comentario al Evangelio de San Juan, 4, 2)
Altercaban entre sí lo judíos, ¿cómo puede éste darnos a
comer su carne? (/Jn/06/52/CIRILO).
Está escrito: todos (los dichos de mi boca) son claros para los
inteligentes, y rectos para los que encuentran la ciencia (Pro 8,
9); mas para los necios, aun lo más fácil se torna oscuro. El
oyente inteligente, en efecto, guarda en el tesoro de su alma las
enseñanzas más evidentes, sin admitir ninguna duda sobre ellas.
Si algunas le parecen difíciles, las examina con diligencia y no
cesa de buscar su explicación. En este afán por alcanzar lo
bueno, me recuerdan a los perros de caza que son buenos
corredores: dotados por la naturaleza de un olfato extraordinario,
andan siempre dando vueltas en torno a los escondrijos de las
piezas que buscan. Pues ¿acaso las palabras del profeta no
invitan al sabio a hacer lo mismo, cuando dice: busca con toda
diligencia y habita junto a mi? (Is 21, 12).
Conviene que el que busca lo haga con diligencia, es decir,
poniendo en ello toda la tensión del alma, y no pierda el tiempo
en vanos pensamientos. Cuanto más dura sea la dificultad, tanto
mayor ha de ser el ánimo y el esfuerzo que hay que poner y con
el que hay que luchar para conquistar la verdad escondida. En
cambio, el espíritu rudo y perezoso, si hay algo que no alcanza a
comprender, enseguida se muestra incrédulo y rechaza como
adulterino todo lo que supera su entendimiento, llevado por su
necia temeridad a una extrema soberbia. Porque el no querer
ceder ante nadie en las propias opiniones, ni pensar que hay
algo superior a la propia inteligencia, ¿no es esto en realidad lo
que acabamos de decir?
Si examinamos la naturaleza del hecho, encontraremos que
ésta fue la enfermedad en que cayeron los judíos; porque
debiendo recibir diligentemente las palabras del Salvador, cuya
virtud divina y extraordinario poder —manifestados por los
milagros—los llenaban de admiración, y debiendo recapacitar
sobre las cosas difíciles que oían y ver la manera de
entenderlas, salen neciamente con aquel cómo, refiriéndose a
Dios, como si ignorasen que su modo de hablar era
tremendamente blasfemo. Dios tiene poder para hacer todas las
cosas sin esfuerzo alguno; pero como ellos eran hombres
animales—como escribe San Pablo—, no percibían las cosas
que son del Espíritu de Dios (I Cor 2, 14), sino que pensaban
que aquel venerable misterio era una necedad.
Tomemos, pues, ejemplo de aquí, y enmendemos nuestra vida
en las mismas cosas que a otros hacen caer, para tener una fe
libre de curiosidad en la recepción de los divinos misterios. Y
cuando se nos enseñe algo, no respondamos con aquel cómo,
porque es palabra de los judíos y causa de la última
condenación (...). Haciéndonos prudentes con la necedad de los
otros para buscar lo que nos conviene, no usemos ese cómo en
las cosas que Dios hace; por el contrario, procuremos confesar
que el camino de sus propias obras es para Él perfectamente
conocido.
Asi como nadie conoce la naturaleza de Dios y, sin embargo,
es justificado el que cree que existe y que es remunerador de los
que le buscan (Heb 11, 6), así también, aunque ignore el modo
en que Dios realiza las cosas en particular, si confía a la fe el
resultado y confiesa que Dios, superior a cuanto existe, lo puede
todo, recibirá un premio no despreciable por su recta manera de
pensar. Por eso, queriendo el mismo Señor de todos que
nosotros tengamos esta disposición de ánimo, dice por el
profeta: no son mis pensamientos como los vuestros, ni mis
caminos son como vuestros caminos, dice el Señor; sino que
como dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los
vuestros, y vuestros pensamientos de los míos (Is 55, 89).
Porque el que nos supera tan grandemente en sabiduría y
poder, ¿cómo no va a obrar cosas admirables y superiores a
nuestra capacidad?
Quiero añadir a esto una comparación que me parece
apropiada. Los que ejercen entre nosotros las artes mecánicas,
muchas veces dicen que van a realizar una obra maravillosa,
cuyo modo de llevarse a cabo escapa ciertamente a la
perspicacia de los oyentes antes de que la vean; pero confiando
en el arte que ellos tienen, lo aceptamos por fe incluso antes de
que hagan el experimento, y hasta nos avergonzamos de poner
resistencias. ¿Cómo, pues, habrá quien diga que no son reos de
crimen gravísimo los que se atreven con su incredulidad a no dar
fe a Dios, artífice supremo de todas las cosas, sino que se
atreven a preguntar el cómo en lo que Dios hace, aun después
de conocer que Él es el dador de toda sabiduría y después de
haber aprendido por la divina Escritura que es Todopoderoso?
Y si persistes, ¡oh judío!, en repetir ese cómo, yo, a mi vez,
imitando tu insensatez, te preguntaré: ¿cómo saliste de Egipto?
¿Cómo se convirtió en serpiente la vara de Moisés? ¿Cómo se
llenó la mano de lepra y después volvió a su primer estado,
según está escrito? ¿Cómo el agua se convirtió en sangre?
¿Cómo atravesaste por medio del mar como por tierra seca?
(Heb 11, 29; cfr. Ex 14, 21). ¿Cómo aquella agua amarga de
Mara se volvió dulce por medio del madero? ¿Cómo salió agua
para ti de las entrañas de la roca? ¿Cómo por tu causa cayó
maná del cielo? ¿Cómo se detuvo el Jordán? ¿Cómo sólo por el
clamor cayeron los inexpugnables muros de Jericó?... ¿Y todavía
seguirás repitiendo aquel cómo? Pues estarás ya atónito por los
muchos milagros en los que, si preguntas el cómo, echarás por
tierra la fe de la divina Escritura, los escritos de los santos
profetas y, ante todo, los mismos libros de Moisés.
Por consiguiente, mejor sería que, creyendo en Cristo y
asintiendo con diligencia a sus palabras, se esforzasen en
aprender el modo de la Eucaristía, sin preguntar
inconsideradamente: ¿cómo puede éste darnos a comer su
carne?(Jn 6, 52).
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