ORÍGENES

 

DIOS

El hombre, por sí solo, no puede llegar a conocer a Dios.

Platón, maestro [acreditado] en cuestiones teológicas [dice] las siguientes palabras en el Timeo: «Es trabajoso encontrar al hacedor y padre de todo este universo, y es imposible que quien lo haya encontrado pueda darlo a conocer a todos» (Tim. 28c). Este texto es ciertamente admirable e impresionante: pero hay que considerar si la palabra divina no muestra mayor atención a lo que requieren los hombres cuando nos presenta al Logos divino, el que en el principio estaba en Dios, haciéndose carne, a fin de que este Logos, del que decía Platón que el que lo encontrare no lo podría dar a conocer a todos, pudiera hacerse asequible a todos. Platón puede decir que es cosa trabajosa encontrar al hacedor y padre de todo este universo, dando a entender al mismo tiempo que no es imposible a la naturaleza humana hallar a Dios de una manera digna o, por lo menos, más de lo que alcanza el vulgo. Pero si esto fuera verdad, Platón o algún otro de los griegos hubiera encontrado a Dios, y no hubieran dado culto, ni invocado, ni adorado a otro fuera de éL abandonándolo y asociándolo con cosas que no pueden asociarse con la majestad de Dios.

Por nuestra parte, nosotros afirmamos que la naturaleza no es en manera alguna capaz para buscar a Dios y hallarlo en su puro ser, a no ser que sea ayudada de aquel mismo que es objeto de la búsqueda. Llegan a encontrarlo los que después de hacer lo que está en su mano confiesan que necesitan de su ayuda, y él se manifiesta a los que cree conveniente, y en la medida en que una alma humana, estando aún en el cuerpo, puede conocer a Dios.

Además, al decir Platón que si uno hallare al hacedor y padre del universo sería imposible que lo diera a conocer a todos, no afirma que sea inexpresable e innominable, sino que, aun siendo expresable, sólo se puede dar a conocer a unos pocos... Pero nosotros afirmamos que no sólo Dios es inexpresable, sino también otros seres que son inferiores a él. Pablo se esfuerza por indicarlo cuando escribe: «Oí palabras inefables, que no es lícito al hombre pronunciar» (2 Cor 12, 4)...

También nosotros decimos que es difícil ver al hacedor y padre del universo: sin embargo, puede ser visto, no sólo según el dicho: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8), sino también según el dicho del que es «imagen del Dios invisible» (Col 1, 15): «El que me ve a mí, ve al Padre que me ha enviado» (Jn 14, 9). Nadie que tenga inteligencia dirá... que aquí se refiere a su cuerpo sensible, el que veían los hombres, pues en este caso habrían visto al Padre los que gritaron: «Crucifícalo, crucifícalo» (Lc 13, 21), lo mismo que Pilato, que tenía autoridad sobre lo que en Jesús había de humano (cf. Jn 19, 10). Esto no puede ser. Las palabras «el que me ve a mí, ve también al Padre que me ha enviado», no deben entenderse en su sentido material... El que ha comprendido cómo se ha de concebir el Dios unigénito, Hijo de Dios, primogénito de toda la creación, y cómo el Logos se hizo carne verá que es contemplando la imagen del Dios invisible como se llega a conocer al Padre y hacedor del universo.

Celso opina que a Dios se le conoce o bien por composición de varias cosas—a la manera de lo que los geómetras llaman síntesis—o por separación—análisis—de varias cosas, o también por analogia como la que usan los mismos geómetras: de esta suerte se llegaría por lo menos a los «umbrales del Bien» (Plat. Fileb. 64c). Sin embargo, cuando el Logos de Dios dice: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo revelare» (Mt 11, 27), afirma que Dios es conocido por cierta gracia divina, que no se engendra en el alma sin intervención de Dios, sino por una especie de inspiración. Lo más probable es que el conocimiento de Dios está por encima de la naturaleza humana, y esto explica que haya entre los hombres tantos errores acerca de Dios. Sólo por la bondad y amor de Dios para con los hombres, y por una gracia maravillosa y divina, llega este conocimiento a aquellos que la presciencia divina previó que vivirían de manera digna del Dios al que llegarían a conocer. Éstos son los que por nada renegarán de sus deberes religiosos para con él, aunque sean conducidos a la muerte por los que ignoran lo que es la religión e imaginan que es lo que no es, o aunque se les tenga por objeto de mofa.

Yo diría que Dios, al ver que los que alardean de haberle conocido y de haber aprendido de la filosofía lo que se refiere a él se muestran arrogantes y desprecian a los demás, y, sin embargo, casi como los incultos se entregan a los ídolos y a sus templos y a sus famosos misterios, «escogió lo necio del mundo», es decir a los más simples de los cristianos pero que viven con más moderación y pureza que los filósofos, «para confundir a los sabios» (cf. 1 Cor 1, 27), los cuales no se avergüenzan de dirigir la palabra a cosas inanimadas, como si fueran dioses o imágenes de los dioses. El que tenga entendimiento, ¿cómo no se reirá de aquel que, después de tantos y tan prolijos discursos filosóficos acerca de Dios o de los dioses, se queda en la contemplación de las estatuas y dirige a ellas su plegaria, o al menos la dirige por medio de la vista de ellas al dios que es conocido espiritualmente, imaginando que ha de levantarse hasta él a partir de lo que es visible y mero símbolo? El cristiano, en cambio, por muy ignorante que sea, tiene la convicción de que todo lugar es parte del universo, y de que todo el mundo es templo de Dios. Y así, orando en todo lugar, cerrados los ojos de los sentidos y abiertos los del alma, se levanta por encima del mundo todo: no se para ni ante la bóveda del cielo, sino que con su entendimiento llega hasta la región supraceleste (cf. Plat. Fedr. 247a-c), guiado por el espíritu de Dios. Y así, estando como fuera del mundo, dirige su oración a Dios, no sobre cosas triviales, pues ha aprendido de Jesús a no buscar nada pequeño, es decir, sensible, sino sólo las cosas grandes y verdaderamente divinas, que son los dones que Dios nos da para el camino que lleva a la felicidad que hay en él, por medio de su Hijo, que es el Logos de Dios... (cf. Oríg. De Oral. 16-17) 1.

El ser de Dios.

Dios «ni siquiera participa del ser»: porque más bien es participado que participa, siendo participado por los que poseen el Espíritu de Dios. Asimismo, nuestro Salvador no participa de la justicia, sino que siendo la Justicia, los que son justos participan de él. Lo que se refiere al ser requiere un largo discurso y no fácilmente comprensible, particularmente lo que se refiere al Ser en su pleno sentido, que es inmóvil e incorpóreo. Habría que inves- tigar si Dios «está más allá del ser en dignidad y en poder» (Plat. Rep. 509b) haciendo participar en el ser a aquellos que lo participan según su Logos, y al mismo Logos, o bien si él mismo es ser, aunque se dice invisible por naturaleza en las palabras que se refieren al Salvador: «El cual es imagen del Dios invisible» (Col 1, 15), donde la palabra «invisible» significa «incorpóreo». Habría que investigar también si el unigénito y primogénito de toda creatura ha de ser llamado ser de los seres, idea de las idas y principio, mientras que su Padre y Dios está más allá de todo esto 2.

Quiénes pueden ver a Dios 2a

Las cosas corporales e insensibles por sí mismas no hacen nada para ser vistas de otro, sino que el ojo ajeno las ve tanto si ellas quieren ser vistas como si no, cuando fija en ellas la mirada y las contempla. Porque, ¿qué puede hacer un hombre o cualquier otra cosa envuelta en un cuerpo material para no dejarse ver cuando está presente? Por el contrario, las cosas superiores y divinas aun estando presentes no se ven si ellas no quieren: el que sean vistas o no, depende de su voluntad. Fue gracia de Dios el dejarse ver de Abraham y de los demás profetas. No fue el ojo del alma de Abraham por sí mismo la causa de que viera a Dios, sino que Dios se dejó ver de un hombre justo que se había hecho digno de tal visión. No hay que entender esto únicamente de Dios Padre, sino también de nuestro Señor y Salvador y del Espiritu Santo, y aun, bajando a otro plano, de los querubines y serafines. Puede, en efecto, suceder que mientras nosotros estamos ahora hablando esté aquí presente un ángel, al que, sin embargo no podemos ver porque no merecemos tal visión. Pues aunque el ojo de nuestro cuerpo o de nuestra alma se ponga a mirarlo, si el ángel no se manifiesta por voluntad propia ni se deja ver, no lo verá el que quiero verlo. Así pues, dondequiera que está escrito «se apareció Dios», o, como en el pasaje que comentamos, «se apareció el ángel del Señor de pie a la derecha del altar del incienso» (Lc 1, 11), hay que entenderlo a la manera dicha. Tanto Dios como el ángel según quieran o no quieran son vistos o no por Abraham o por Zacarías. Hay que decir esto no sólo en lo que se refiere a este mundo, sino también en lo que se refiere al futuro: cuando dejemos este mundo no se aparecerán Dios y sus ángeles a todos, de suerte que el que dejó el cuerpo merezca inmediatamente ver los ángeles y el Espíritu Santo y nuestro Señor y Salvador y el mismo Dios Padre; sino que solo los verá aquel que tenga el corazón limpio (cf. Mt 5, 8) y que se haya mostrado digno de ver a Dios. Y aunque el que está limpio de corazón y el que todavía tiene alguna mancha estén en un mismo lugar, esta identidad de lugar no será ni ayuda ni obstáculo para la salvación: el que tenga el corazón limpio verá a Dios, y el que no lo tenga no verá lo que aquél puede ver. Y hay que pensar que sucedía algo semejante también con respecto a Cristo cuando se le pedía ver corporalmente: pues no has de pensar que todos los que le miraban veían a Cristo. Veían ciertamente el cuerpo de Cristo, pero a Cristo en cuanto era Cristo no le veían. Sólo le podían ver los que eran dignos de ver su grandeza. Los discípulos viéndole a él contemplaban la grandeza de su divinidad, Por esto, cuando Felipe habló y pidió: «Muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14, 8), le respondió el Salvador: «¿Tanto tiempo he estado entre vosotros y todavía no me conocéis? Felipe, el que me ve, ve al Padre.» Tampoco Pilato, que ciertamente veía a Jesús, podía ver al Padre; ni tampoco Judas el traidor. Porque ni Pilato ni Judas veían a Cristo en cuanto era Cristo, así como tampoco la multitud que le apretujaba. Sólo aquellos podían ver a Jesús que él mismo juzgaba dignos de que le vieran.

Trabajemos pues también nosotros para que ahora se nos aparezca Dios, pues nos lo promete la palabra sagrada de la Escritura: «Porque es hallado de los que no le tientan, y se manifiesta a aquellos que no desconfían de él» (Sab 1, 2). Y que en el mundo futuro no se nos oculte, sino que le veamos «cara a cara» (1 Cor 13, 12) y tengamos la esperanza de una vida buena y gocemos de la visión de Dios omnipotente, en Cristo Jesús y en el Espiritu Santo: de quien es la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amen 3.

El Dios incomprensible, dado a conocer por el Hijo.

Se dice en el salmo 17 que «Dios hizo de la tiniebla su escondrijo». Es una manera hebrea de explicar que lo que los hombres pueden concebir de Dios por sí mismos es oscuro e inconocible, porque él se oculta a los que no son capaces de soportar el resplandor de su conocimiento y a los que no pueden verlo como en una tiniebla: lo cual se debe, en parte, a la impureza de la inteligencia ligada a un cuerpo humano «de humillación» (FIp 3, 21), y en parte a su limitada capacidad para la comprensión de Dios. Para explicar que el conocimiento experimental de Dios se da raras veces a los hombres, y a muy pocos de ellos, se dice que Moisés entró «en la oscuridad donde estaba Dios» (Ex 20, 21). Y asimismo se dice de Moisés: «Sólo Moisés se acercará a Dios: los demás no se acercarán» (Ex 24, 2). Y también el profeta, para mostrar la profundidad de las doctrinas referentes a Dios—inasequible a los que no poseen el Espiritu que todo lo investiga, escrutando aun las profundidades de Dios (1 Cor 2, 10)— dijo: «Su manto es el abismo, que es como su vestido» (Sal 103, 6).

Igualmente nuestro Salvador y Señor, Logos de Dios, muestra la grandeza del conocimiento del Padre—al que sólo él concibe y conoce de manera adecuada por sus propios méritos, mientras que de manera derivada lo conocen los que han sido iluminados bajo la inspiración del mismo Logos divino—cuando dice: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo haya revelado» (Mt 11, 27). Nadie como el Padre que lo engendró puede conocer por sí mismo al que es increado y primogénito de toda creatura; ni nadie puede conocer al Padre, como el Logos viviente del mismo que es su Sabiduría y su Verdad. Por participación en aquel que apartó del Padre la llamada «tiniebla» en la que «había hecho su escondrijo», y el llamado «manto», el abismo, revelando con ello al Padre, es como conoce a éste cualquiera que llega a conocerle 4.

En qué sentido el hombre puede ser causa de gozo o de tristeza en los cielos.

Voy a decir una cosa que quizás os sorprenderá: parece que nosotros podemos ser causa de alegría y de gozo para Dios y sus ángeles. Los que estamos sobre la tierra somos ocasión de que haya gozo y exultación en el cielo si, mientras andamos sobre la tierra, nuestra vida está en los cielos: entonces es, sin duda, cuando hacemos surgir un día de gozo para las potestades celestes. Pero, de la misma manera que nuestras buenas obras y nuestro progreso en la virtud producen alegría y gozo para Dios y sus ángeles, así, pienso yo, nuestra mala vida puede ser causa de dolor y pena no sólo en la tierra, sino también en el cielo, y aun quizás pueda decirse que los pecados de los hombres llegan a causar dolor en el mismo Dios. ¿No es una voz de dolor la que dice: «Me arrepiento de haber creado al hombre sobre la tierra» (Gén 6, 8)? Y lo mismo puede decirse de la exclamación del Señor: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas...» (Mt 23, 37). Con todo, todos esos pasajes en los que se dice que Dios se lamenta, o se alegra, o siente odio o gozo, hay que entender que la Escritura los expresa en sentido metafórico, aplicando a Dios lo que es propio del hombre. Porque la naturaleza divina está lejos de todo afecto o pasión mudable, pues permanece sin mutación ni turbación en su suprema bienaventuranza... 5

Dios está sujeto a la pasión de amor para con los hombres.

PASION-DE-A: El Salvador ha bajado a la tierra por compasión para con el género humano. Se ha sometido a nuestras pasiones antes de sufrir en la cruz, aun antes de que se dignara tomar nuestra carne. Porque si no hubiera sufrido nuestras pasiones, no hubiera venido a participar de nuestra vida humana. ¿Cuál es esa pasión a la que desde un comienzo se ha sometido por nosotros? Es la pasión del amor (Caritatis est pássio). Aun el mismo Padre, el Dios del universo, ¿no sufre en cierta manera, estando lleno de longanimidad, de misericordia y de piedad? ¿Acaso no comprendes que cuando se ocupa de las cosas de los hombres está sufriendo de una pasión humana? «Porque el Señor tu Dios ha tomado sobre sí tu manera de ser, como un hombre toma sobre si a su propio hijito» (Dt 1, 31). Dios toma sobre sí nuestra manera de ser, como el Hijo de Dios toma sobre sí nuestras pasiones. El mismo Padre no es impasible. Si dirigimos a él nuestra oración, tiene piedad y compasión. Es que sufre pasión de amor... 6

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1. ORÍGENEs, Contra Celso, VII, 42-44.
2. Ibid. Vl, 64.
2a. Sobre las palabras: «Se apareció a Zacarías el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso», Lc 1, 11.
3. ORÍGENES, Hom. in Luc. I, 11.
4. C. Cels. Vl, 17.
5. Hom. in Num. XXIII, 2.
6. Hom. in Ezeq. 6, 6.