8. LA REVELACIÓN

 

            Hemos visto más atrás (cap. 5.2.) que el Nuevo Testamento reconoce tres tiempos de la revelación (los reconocimos al estudiar los “referentes reales” de la palabra apokaluptein [‘apokalüptein’]): un tiempo escatológico, otro actual -que prolonga y hace culminar lo que se venía revelando en el pasado de Israel- y otro pasado: se trata aquí de la revelación ya entregada a la Iglesia, para que la siga transmitiendo a todas las generaciones humanas a lo largo de la historia.

            En este capítulo veremos estos tres tiempos de la revelación, que analizaremos como un proceso de comunicación (tal como lo hemos descrito en el cap. 7.1.). Un tiempo en que se constituye o realiza la revelación, culminando en Jesucristo (8.2.), otro en que se transmite o actualiza, mediante la Iglesia, esa revelación de Dios en Jesucristo (8.3.), y el tiempo final de la consumación escatológica (8.4.). Empezaremos el capítulo con una consideración fundamental sobre el carácter histórico de la revelación (8.1.).

 

            8.1. El carácter histórico de la revelación bíblica

 

            Antes de entrar en el análisis de la historicidad de la revelación cristiana es conveniente recordar que la palabra “historia” tiene un doble sentido en castellano. Por un lado, significa los hechos del pasado, lo realmente acontecido. Es lo que algunos autores alemanes designan con la palabra “Geschichte”, que viene del verbo “geschehen”, acontecer. Por otro lado, “historia” es también la narración o el relato de los hechos, como cuando decimos: “un curso de historia de la Iglesia”. En alemán se puede usar para esto la palabra latina “Historie”; en castellano se ha estado aclimatando el neologismo “historiografía”.

            Ambos significados, sin embargo, no están totalmente separados; si lo estuvieran, no se justificaría el uso de una misma palabra para ambos; que no están separados se desprende del hecho que sólo tenemos acceso a los acontecimientos de la historia en los que no hemos tomado parte, gracias al relato que otros nos hacen. Pero no sólo esto. Tampoco tenemos acceso a los acontecimientos que hemos experimentado, pero que ya están en el pasado, sino gracias al recuerdo que de ellos hacemos, recuerdo que no es otra cosa que la narración interna de nuestra memoria, normalmente audiovisual. Esto nos deja en el umbral del tema de la necesaria actualización de la revelación histórica.

 

            a) La necesidad de una actualización de la revelación

 

            En la Sagrada Escritura asistimos a la constitución (o realización) de la revelación de Dios; el resto de la vida de la Iglesia es su actualización. ¿Por qué esta actualización?

            Captamos la necesidad de actualizar la revelación cuando nos damos cuenta del contraste entre su particularidad histórica, por un lado -particularidad que consiste en que la revelación se da en la historia de un pueblo particular y culmina en la biografía de un individuo humano de ese pueblo, Jesús de Nazaret-, y la intención salvífica universal de Dios, por otro.

 

1.

            La teología ha hablado a menudo de la revelación como cerrada con la muerte del último apóstol. Aunque la fórmula no se encuentre en las decisiones magisteriales tal cual, sí está la idea. Está involucrada en el hecho del canon de la Escritura (una lista cerrada de libros inspirados), sancionado en los Concilios de Florencia[1] y de Trento.[2] Y está, negativamente, en la siguiente proposición que se atribuye a los modernistas y que se condena en el decreto “Lamentabili” del Santo Oficio: “La revelación que constituye el objeto de la fe católica no quedó completa con los apóstoles”.[3]

            La idea de que la revelación se cerró con la muerte del último apóstol no hace más que expresar la verdad del efapax [‘efápax’] de la revelación, su carácter histórico de ser de una vez para siempre, intensificado por la decisión de Dios, al enviar a su Hijo, de comunicarse definitiva y totalmente a la humanidad. Aspecto que San Juan de La Cruz, polemizando con los que en su tiempo sentían apetito por las revelaciones privadas, subrayó al afirmar que Dios, luego de decirnos todo lo que tenía que decirnos en su Hijo Jesús, “se quedó como mudo”.[4] Idea que rubricó con su conducta, porque vivió personalmente lo que aquí afirma. En efecto, estando en Lisboa en 1585 en un Capítulo de su Orden, todos los capitulares iban a visitar a María de la Visitación, una monja dominica que, se decía, tenía los estigmas de Jesús y recibía revelaciones. Él no fue. A su regreso a su convento de Granada, los hermanos de la comunidad le preguntaban por esta monja. “Yo no la vi ni la quise ver” les contestó. Y añade la razón de fondo: “Porque me quejara yo mucho de mi fe, si entendiera había de crecer [ella] un punto con ver cosas semejantes”.[5]

            Que el cierre de la revelación se produzca con la muerte del último apóstol y no con la de Jesús, es también significativo. Esto expresa que no hay revelación sin recepción, que la revelación no es sólo la emisión por parte de Dios, sino que es el proceso de comunicación entre Dios que emite y el ser humano que recibe esa comunicación. De hecho, el receptor de la revelación emitida por Jesús fue la comunidad apostólica;[6]  una vez muerto el último de sus integrantes se acaba la posibilidad de seguir “recordando” nuevos hechos de Jesús, hasta ese momento olvidados.

            La particularidad de la revelación que se expresa en este aspecto de su cierre es inevitable, porque es inherente a una revelación hecha por encarnación.

 

2.

            Por otro lado, sin embargo, la revelación de Dios es universal en su intención, ya que “Dios quiere que todos los seres humanos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Esto, dicho en este texto lapidariamente, se desprende también del conjunto de la Escritura, en la que queda documentado el paso, no siempre fácil, desde cierto estrecho nacionalismo judío a la universalidad de las perspectivas cósmicas de la carta a los Efesios.[7]

            Es este contraste entre particularidad y universalidad el que obliga a actualizar la revelación ya realizada. Se plantea aquí una pregunta delicada. La actualización de la revelación, ¿es mera repetición de algo ya dado en el pasado? Para responder, tenemos que distinguir dos lados de la cuestión. Desde el punto de vista del emisor de la revelación, en esta actualización no ocurre nada constitutivamente nuevo, en el sentido que no se revela nada nuevo de Dios, como si le quedara algo por dar de sí, como si la revelación no estuviera ya cerrada; Dios se ha revelado ya entero en Jesús. Pero, por otro lado, que la revelación esté ya cerrada no significa que el resto de la historia de la humanidad sea mera repetición, sin ninguna novedad. La permanente actualización de la revelación es, por el contrario, fuente permanente de novedad por el lado del receptor, animado por el Espíritu, siempre nuevo, y enfrentado a desafíos históricos inéditos. De hecho, la revelación es, por decirlo de una manera inadecuada pero decidora, un “subproducto” de la salvación; así, hay novedad permanente al irse salvando cada vez gente nueva, que hasta ese momento no conocía el Evangelio, al ir entrando en comunión con Dios ya ahora en la historia. Se percibe bien esta novedad con ayuda de las ideas hermenéuticas que acabamos de exponer: la obra histórica de la revelación-salvación que culmina en Jesús sigue dando sus efectos en la historia; efectos que no le son extrínsecos sino que van desplegando su verdad, concretamente la fuerza de salvación universal que tiene la entrega de Jesús. Finalmente, también nuestro conocimiento de la revelación ya cerrada puede crecer constantemente; nuevas experiencias humanas en la historia nos sirven de prisma que refracta la luz de la revelación en la infinita variedad de sus colores; nuevos desafíos históricos nos obligan a sacar del tesoro de la revelación lo viejo y lo nuevo, a desplegar nuevas energías de la fe. Así, el cierre de la revelación no coarta nuestra creatividad, porque no encierra a la Iglesia en lo ya dado, sino que lo recibido es la fuerza que impulsa a los creyentes a enfrentar, con fidelidad creativa, las siempre cambiantes situaciones de la historia; así, hay permanente novedad, ya que hay a cada paso una nueva recepción de la comunicación de Dios, que va posibilitando una siempre nueva y cada vez más rica comprensión de lo ya dado en Jesucristo.

            La Iglesia es el medio de esta actualización de la revelación en la historia; una Iglesia que es histórica como la misma revelación.

 

3.

            Cuatro rasgos principales constituyen la historicidad de la revelación y de su actualización por medio de la Iglesia; se trata de que la revelación se da en la historia (sección “b”), tiene una historia (sección “c”),  contribuye a transformar la historia (sección “d”), y, sin embargo, trasciende la historia (sección “e”).

 

            b) La revelación se da en la historia de la humanidad

 

1.

            El mecanismo fundamental de la presencia de la revelación en la historia lo hemos visto ya al estudiar el Antiguo Testamento: la revelación se da en la historia mediante la dualidad de hechos y palabras, siempre referidos unos a otros. El porqué últimode esta dualidad es la estructura del ser humano. Como éste es el destinatario a quien va dirigida la revelación, Dios debe adaptarse a sus capacidades de recepción, para lograr establecer efectivamente la comunicación. Acabamos de ver que el ser humano está constituido por un centro interior encarnado en organismos que lo expresan en la exterioridad. Esta estructura implica una ambigüedad de fondo de todo lo humano, que la hemos encontrado en la primera parte en la formulación de Blondel: un ideal (que, ahora sabemos, brota del corazón) siempre inalcanzable (porque su realización es asunto de los organismos). Precisamente para levantar esta ambigüedad Dios recurre a hechos y palabras, que mutuamente se iluminan y precisan. Es lo que trata de decir el Antiguo Testamento con el término ‘dabar’ (palabra eficaz, que pone en la realidad el hecho que anuncia) y el Nuevo Testamento con rhma  [‘rema’].

 

            Esta estructura encarnatoria hace del ser humano un ser histórico (como hemos visto más atrás, 7.3.a). En efecto, el ser humano no existe pleno de una vez por todas, sino que se va haciendo en el tiempo, dando y recibiendo en su relación con las demás personas que encuentra en su camino. En esta interacción el ser humano no es una mónada leibniziana, un ente completamente cerrado en sí mismo y que contendría ya en sí todo su desarrollo posterior, al modo de una película ya filmada, pero que se va pasando poco a poco, y de tal manera que las películas de las diversas personas que interactúan coincidan (según la “armonía preestablecida” postulada por Leibniz, que hace de Dios el Gran Operador de un Multicine). El ser humano se hace a sí mismo interactuando realmente con los demás, lo que incluye también la relación con la cultura, de acuerdo a esa dialéctica de exteriorización/objetivación/ interiorización que hemos visto.

            Hablando a lo humano y extremando la expresión, podemos decir que, aunque Dios quisiera revelarse fuera de la historia, no podría. De hecho, esto es así porque Él ha querido revelarse a un ser que Él mismo ha hecho histórico. Esto permite ver el defecto de ciertas concepciones “epifánicas” de la revelación, que suponen que ésta puede ocurrir en un espacio extrahistórico -cultual, por ejemplo, o puramente interior-, de tal modo que la revelación no es tocada por el barro de la historia, pero tampoco puede transformar o modelar la historia de acuerdo al designio de Dios. (Esto no significa desconocer la necesidad de espacios cultuales. Pero esta necesidad radica en la estructura del ser humano, cuya interioridad debe expresarse en la exterioridad).

 

2.

            La Iglesia, medio fundamental de actualización de la revelación, está en la historia. Esto implica, en primer lugar, una distancia con respecto a los hechos reveladores. El tiempo es irreversible, los acontecimientos son rigurosamente irrepetibles; por lo tanto, la Iglesia postapostólica no puede ser contemporánea de la historia de revelación que ha culminado y se ha cerrado definitivamente en Jesús y con la muerte del último apóstol.

            Pero esta distancia se salva -hasta donde puede salvarse- gracias a la Escritura, el documento autorizado de la fe de la Iglesia apostólica, que -ella sí- fue contemporánea de los hechos reveladores. Junto con salvar la distancia, la Escritura la sella, al hacerla patente: el relato y el testimonio no son el hecho mismo. Sin embargo, la Escritura es inspirada; es decir, está escrita en colaboración entre miembros de la Iglesia apostólica y el Espíritu, que es el fruto maduro gestado en la historia de salvación-revelación que culmina en Jesús. Por eso, a la Escritura, en cierto sentido exterior a la persona, se añade necesariamente la acción interior del Espíritu, que pone al lector (o al oyente) en sintonía con la revelación de Dios narrada en la Escritura y le permite reconocerla como revelación de Dios a él, abriéndolo a acoger el Espíritu del Señor.

 

            Hay, pues, que distinguir dos momentos en la relación de la Iglesia con la Sagrada Escritura. Para la Iglesia postapostólica, la Escritura es norma de su fe; puede decirse que la Iglesia (postapostólica) está bajo la Escritura, en cuanto ésta es el testimonio de la realización histórica de la revelación; por lo tanto, la Iglesia no le puede quitar ni añadir nada.[8]

            Para la Iglesia apostólica, en cambio, la relación es diferente. Por un lado, ella también está bajo la Escritura, por cuanto ha recibido, de su raíz judía, lo que hoy conocemos como Antiguo Testamento; y lo ha recibido como Palabra de Dios, reconociendo que le debe obediencia. Sin embargo, la experiencia vivida con Jesús y la recepción, después de su Pascua, del Espíritu de Jesús, han permitido a la comunidad apostólica tener un principio de interpretación de esta Escritura que está por encima de ella. Si es verdad que el Antiguo Testamento da a la Iglesia apostólica muchos principios, categorías y criterios para interpretar la experiencia vivida con Jesús, esta experiencia refluye sobre el Antiguo Testamento y lo determina hermenéuticamente. Así, la Iglesia apostólica, aunque reconoce que el Antiguo Testamento es Palabra de Dios y por lo tanto normativo para su fe, sabe también que sólo desde Cristo se tiene la luz y la perspectiva adecuadas para reconocerlo como Palabra de Dios, de modo que, finalmente, el Antiguo Testamento está bajo Jesús y a su servicio. Por otro lado, la Iglesia apostólica ha producido -no sola, sino con la colaboración del Espíritu que inspira a sus autores- una parte decisiva de la Escritura, el Nuevo Testamento. Por ambas razones, entonces, porque el Antiguo Testamento es leído desde la experiencia pascual de Jesús y porque el Nuevo Testamento lo ha escrito la Iglesia apostólica, podemos afirmar que la Escritura es su fruto y, en cierto sentido, está bajo ella; no propiamente bajo la Iglesia apostólica, sino ambas -Escritura e Iglesia- bajo la revelación de Dios: la Iglesia apostólica, porque la ha recibido en plenitud; la Escritura, porque recoge fielmente la fe de la Iglesia apostólica y, por lo tanto, la revelación que la suscita.

            Así, la Sagrada Escritura es el testimonio de la fe de la Iglesia apostólica, fe que es normativa para toda la Iglesia postapostólica.

 

            Esto suscita de inmediato un problema. La Escritura es normativa, pero -como todo texto- debe ser interpretada. ¿Cómo asegurar una interpretación auténtica? El problema no es ajeno a la Escritura misma; por el contrario, ella misma es ya, en buena medida, interpretación. Esto se desprende de su carácter de relato testimonial de los hechos reveladores. En efecto, no es posible hacer un relato de hechos puros, no hay testimonio que no involucre la interpretación que el testigo hace de los hechos. Como, por otra parte, la Iglesia apostólica tiene clara conciencia de haber recibido un “evangelio”, cuyo contenido no puede cambiar a su arbitrio y cuyo sentido está fijado por lo que Dios ha querido hacer salvando en Jesús;[9] y el Nuevo Testamento cuenta ya con una grafh [grafé: Escritura] constituida (lo que para nosotros es el Antiguo Testamento), ha debido plantearse el problema de su interpretación. De hecho, en el Nuevo Testamento encontramos algunos principios para su adecuada interpretación; entre ellos, baste mencionar por ahora el que dice que no puede haber una interpretación privada de la Escritura, sino que ésta ha de ser hecha por la Iglesia.[10]

 

            c) La revelación tiene una historia

 

1.

            Afirmar que la revelación tiene una historia equivale a decir que la historia está, a su vez, en la revelación. Cuando se trata de la constitución de la revelación, este aspecto de la historicidad de la revelación lo encontramos expresado en la Sagrada Escritura de dos maneras principales.

             Por un lado está la estructura promesa/cumplimiento, que atraviesa toda la revelación. Se trata de una promesa multiforme, cuyo mismo cumplimiento va mostrando a la reflexión inspirada de los Profetas de Israel y luego de la Iglesia apostólica que hay en la Promesa más de lo que hasta ahora la historia permite realizar. Así, a cada cumplimiento parcial, la Promesa da un bote y alcanza mayor altura, alejándose en dirección de su cumplimiento escatológico, que la fe apostólica reconoce incoado en la resurrección de Cristo.[11]

            De aquí fluye una consecuencia importante para la interpretación de la Escritura. Las etapas anteriores de la revelación deben interpretarse siempre a la luz de ese término escatológico al que apuntan. Lo que, de paso, libera al lector actual de muchos “escándalos”, como son, por ejemplo, la orden dada por Yavé a Israel de pasar por el anatema a los enemigos vencidos[12] -mandato que queda superado en el de Jesús, de amar a los enemigos-,[13] o la manifiesta condescendencia del autor sagrado con acciones que a nuestros ojos son por lo menos de mal gusto, como puede ser el caso de las hijas de Lot.[14]

            Que los acontecimientos pasados de la historia de revelación deban interpretarse a la luz de su futuro, no es ningún capricho de Dios; responde simplemente a la estructura del ser humano. En efecto, tanto cada individuo como la misma comunidad humana se van construyendo en la historia, de tal modo que cada etapa anterior recibe su sentido pleno del término al que apunta, ese ideal de persona y de comunidad que se quiere realizar. Ideal que, en el caso de la revelación, es el final escatológico de la humanidad, que tiene lugar en la irrupción definitiva del Reinado de Dios.

 

            Por otro lado, esta dimensión de la historicidad de la revelación se expresa en la Escritura con la idea de tiempos especiales de salvación, en griego kairoi [‘kairói’].[15] Si la historia está atravesada por esta estructura de promesa y cumplimiento, es obvio que los tiempos del cumplimiento -sea éste parcial y, por lo tanto, todavía parcialmente promesa; sea definitivo- son cualitativamente distintos de los tiempos  de la espera, marcados por la promesa. Esto es lo que quieren decir estos ‘kairói’ de salvación, en los que se reconoce una intervención nueva de Dios en la historia humana. Es lo que se colige de la palabra de Jesús a los fariseos acerca del reconocimiento de los “signos de los tiempos”.[16]

            En esta misma línea hay que entender lo que dice el Evangelio de Juan acerca de la “hora” de Jesús,[17] que es la de su paso definitivo al Padre, y que marca el cumplimiento de la tarea salvadora y reveladora que el Padre le ha encomendado, como se desprende de la última palabra del Crucificado: “todo está cumplido” (Jn 19,30).

 

            Hablando a lo humano y forzando la expresión, podemos decir que aunque Dios quisiera revelarse entero de golpe, no podría. Pero esto no por una imposibilidad que se le impusiera a Dios como desde fuera, sino porque Él mismo ha decidido revelarse a un ser que creó para irse realizando en la historia.

 

            La tradición griega expresó este aspecto de la historicidad de la revelación con ayuda de dos categorías de su cultura, la “economía” y la “pedagogía”.

            La economía, traducida al latín como “dispensatio”, no tiene nada que ver con lo que hoy entendemos comúnmente por este término. La figura que está detrás es la del ecónomo de la casa griega. Ésta era normalmente una gran casa, pues vivían en ella los hijos casados, por lo tanto también los nietos, y una cantidad más o menos grande de esclavos, según la mayor o menor riqueza de la familia. En estas circunstancias, era necesario para la buena marcha de la vida cotidiana que alguien se hiciera cargo de procurar los bienes necesarios para la familia y de distribuirlos en el momento oportuno. El ecónomo ejercía esta imprescindible función. Cada día debía entregar a la cocina los alimentos para ese día; en los cambios de estación debía preocuparse de proporcionar a cada miembro de la familia y de la servidumbre la ropa adecuada. Así, el ecónomo era el hombre de la despensa y de las llaves.

            Los Padres griegos vieron a Dios como el sabio Ecónomo de la historia, que va entregando oportunamente a los seres humanos lo que van necesitando. Al designarlo con este nombre no hacen más que prolongar lo que ya Pablo había insinuado, al decir a los hombres de Listra que le quieren ofrecer un sacrificio, que Dios “siempre se dio a conocer por sus beneficios, mandándoles a ustedes desde el cielo estaciones fértiles, lluvias y cosechas, dándoles comida y alegría en abundancia” (Hech 14,17).

            La pedagogía se acerca más a la realidad que hoy designamos con esta palabra. La figura a la que refiere es la del pedagogo, un hombre capaz de adaptarse al niño que está formando, de manera de darle los contenidos que en cada momento es capaz de recibir, pero de tal modo que el niño se vaya haciendo capaz de recibir mayores y más altos contenidos.

            Al aplicar esta figura a Dios, los Padres griegos lo vieron como uno que se adapta sabiamente a la capacidad de su interlocutor, pero para ensanchársela y poderse así entregar a él cada vez más enteramente, hasta la plenitud final del ‘ésjaton’. Con esta idea, los Padres lograron situar sin escándalo las afirmaciones de la Escritura que repugnan a una conciencia cristiana madura.

 

2.

            La Iglesia, medio de la actualización de la revelación, tiene también una historia. Me refiero con esto no al hecho obvio que la Iglesia, en cuanto institución humana, tiene historia, sino a que la actualización de la revelación tiene historia; es decir, que la historia de la Iglesia no es un mero transmitir algo dado de una vez para siempre y que se trata de repetir en su identidad ya dada, sino que es una riqueza que siempre puede crecer, porque nunca está plenamente a la altura de la revelación de Dios en su Hijo Jesús. Es lo que se designa con el nombre de tradición que, teológicamente, es la acumulación de las actualizaciones históricas auténticas de la revelación.

 

            Hay que reconocer, de partida, que se trata de una palabra que no tiene hoy buena prensa. De hecho, el auténtico concepto teológico de tradición debe ser defendido en un doble frente, extrateológico e intrateológico.

            El prodigioso desarrollo científico-técnico de la modernidad nos ha acostumbrado a que lo nuevo es siempre mejor, que lo antiguo es lo ya obsoleto. ¿Quién de nosotros preferiría comprar un disco de 78 revoluciones en lugar de un “compact-disc” para rayo láser, pudiendo hacerlo? Así, la tradición y lo tradicional se nos ha convertido insensiblemente en lo viejo y caduco, que sólo puede sostenerse si se apoya en una fuerza externa, coactiva, en una autoridad impositiva.

            Pero también en el frente intrateológico nos ha tocado heredar un concepto de tradición inadecuado, lastrado con la polémica antiluterana desde el siglo XVI y con la intelectualización de los conceptos de revelación y fe, perceptible ya en la Escolástica barroca. La tradición ha sido entendida como fuente de transmisión oral de contenidos doctrinales distintos de los que se encuentran en la Escritura, puestos bajo la autoridad del magisterio episcopal y sobre todo papal.

            Pero la auténtica tradición de la Iglesia no es otra cosa que la actualización de la revelación, es decir, el hacer presente fielmente lo que constituye el núcleo de la revelación histórica: la entrega de Jesús por amor, la entrega de Dios mismo a nosotros en esa entrega de Jesús.

            He usado deliberadamente la palabra “entrega”, que conserva el doble sentido del griego paradosiV [‘parádosis’] (y del latín ‘traditio’, que es su traducción exacta, de donde viene en castellano ‘tradición’) y que no evoca en nosotros la idea de tradición. Doble sentido que se ha conservado en la cercanía fonética que tienen en castellano las palabras ‘tradición’ y ‘traición’. La entrega de Jesús es, en efecto, a la vez pasiva y activa. Es pasiva, por cuanto es entregado a la muerte, mediante la entrega (traición) de Judas Iscariote. Pero es sobre todo activa, por cuanto Jesús se entrega libremente, por amor. “Nadie me quita la vida, soy yo que, libre, la doy” dice Jesús en el Evangelio de Juan (Jn 10,18).

            Esta entrega libre de Jesús los Padres griegos la llamaron prwtoparadosiV [‘protoparádosis’], entrega primera, tradición originaria y originante. La tradición de la Iglesia no es otra cosa que la actualización de esta entrega de Jesús; entrega, a las sucesivas generaciones humanas, de esta tradición de Jesús. La Iglesia apostólica recibió la entrega de Dios en Jesús que constituye la revelación y, a su vez, la ha entregado a la Iglesia postapostólica; en ésta se mantiene viva esta entrega de generación en generación, a la manera de una carrera de postas en que cada corredor entrega al siguiente el “testimonio”. Podemos precisar: la tradición teológica tiene como forma la transmisión, la entrega a otros de un contenido; pero su contenido es la entrega misma de Jesús, la donación que Jesús hace de sí mismo, y que Dios ha querido que se siga llevando a cabo en el resto de la historia por medio de la Iglesia.

 

            Esta entrega o tradición envuelve toda la revelación, contiene todo lo que forma parte de la revelación, no sólo los aspectos doctrinales. Cuáles son esos otros aspectos, lo veremos en el párrafo que sigue (d). La reducción de la revelación a la enseñanza de las solas verdades (de fe y morales) -contenidas ciertamente en ella y como parte importantísima suya- se ha visto quizá favorecida por la difusión de una obra cuya intención era, en gran medida, la contraria. Me refiero al Enchiridion Symbolorum de Heinrich Denzinger quien, a mediados del siglo XIX, reunió en un volumen de fácil acceso las definiciones doctrinales realizadas por la Iglesia en el curso de su historia, hasta ese momento dispersas en documentos muchas veces inalcanzables. Pero el problema no es del llamado “Denzinger”, sino del espíritu posesivo de muchos que lo usan, confundiendo la revelación (del Dios siempre mayor) con las fórmulas doctrinales de autoridad (reducibles, cuando se las desprende del misterio de Dios al que apuntan, a meros conceptos enteramente sometidos al juego discursivo de nuestra razón).

 

            Hay que advertir, para terminar, que no todo lo que se da de hecho en la Iglesia es tradición. Hay también en ella el pecado de sus miembros individuales, que a veces cristaliza en “estructuras de pecado” presentes también en la organización eclesiástica humana.[18] Esto hace que entre la Sagrada Escritura y la Iglesia histórica postapostólica se dé una relación dialéctica. Por un lado, la Escritura ilumina críticamente la vida real de la Iglesia, reprochándole el pecado de sus miembros y de sus estructuras organizacionales e invitándola a la conversión continua. Por otro lado, sin embargo, la Iglesia, al vivir el Evangelio en las más diversas circunstancias, contribuye a iluminar la Escritura, como el rayo de luz que muestra, al pasar por el prisma, la inmensa riqueza de colores que escondía en su blancura inmaculada. Es lo que, en la teología de la misión (o Misionología), se ha tratado de expresar recurriendo al concepto de inculturación; desgraciadamente, la 4ª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, reunida en Santo Domingo en 1992, lo ha identificado con el de evangelización de la cultura, perdiendo así este importante aspecto de novedad del Evangelio en cada nueva inculturación.[19]

 

            La mezcla de tradición y de pecado, que hemos constatado que está presente en la Iglesia, vuelve a plantear el problema del correcto discernimiento, que no es otro que el de la autenticidad de cada actualización histórica de la revelación. ¿Qué criterios tenemos para discernir esto? ¿Quién garantiza en la Iglesia que se ha hecho el discernimiento adecuado?

 

            d) La revelación crea una historia nueva

 

1.

            La revelación al constituirse crea una historia nueva porque salva, es decir, propone y hace posible al ser humano vivir de una manera nueva, que consiste fundamentalmente en anticipar la meta escatológica, hasta donde ello es posible en las condiciones actuales de la historia. Esta anticipación es la tarea que se sigue del don de la revelación. Pero no se trata sólo de una consecuencia del don, que lo deja intocado; es, al mismo tiempo, una verificación de la autenticidad del don recibido de Dios, como se ve por la palabra de Jesús a los judíos que dudan acerca del origen divino de sus enseñanzas: “Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado. El que quiera hacer la voluntad de Dios verá si mi doctrina viene de Dios o si hablo yo por mi propia cuenta” (Jn 7,17).

            Cuál sea esa meta escatológica que se trata de anticipar lo podemos saber mirando a Jesús, en quien culmina la revelación. En sus parábolas del Reinado de Dios, sobre todo en aquellas llamadas “de contraste” (en las que aparece contrastado un final de plenitud con un comienzo insignificante, como en la del grano de mostaza, por ejemplo[20]), nos muestra Jesús el dinamismo transformador del Reinado de Dios, que se orienta -como se desprende del mandato del amor- en la dirección del más pleno amor.[21] En las sanaciones y exorcismos, muestra Jesús concretamente las anticipaciones de la meta escatológica, que consiste -como tendremos ocasión de ver con más detalle al hablar de los milagros de Jesús en cuanto signos de credibilidad (11.2.)- en la vida plena del ser humano.[22] Por último, en su acogida a los “pecadores” y en su rechazo a los “justos” (pecadores y justos no ante Dios, sino en el sistema clasificatorio de los fariseos),[23] expone Jesús sin palabras su ideal de relaciones humanas transparentes, logradas porque el juicio se deja enteramente en las manos de Dios, y con predilección por quienes tienen la vida amenazada o disminuida: enfermos, pobres, “pecadores”, niños.[24]

 

            Hablando a lo humano y extremando la expresión, podemos decir que aunque Dios quisiera revelarse en el solo sector religioso de la existencia humana, no podría. Y, de nuevo, no porque una imposibilidad venida de fuera se impusiera a Dios, sino porque Él ha creado al ser humano de tal modo que, cuando se le revela, lo pone en marcha, como a Abrahán, con toda su historia (representada en el relato bíblico por sus innumerables rebaños, servidores y parientes, que  parten con él), hacia la Tierra Prometida de la Escatología.[25]

            Aquí cabría el estudio de las relaciones entre la revelación de Dios, que pone la historia en marcha hacia su plenitud escatológica de gracia, y las utopías humanas, que son fuerzas que mueven la historia. Me limito a señalar una diferencia esencial: el Reinado escatológico de Dios no lo construimos nosotros, sino que lo establece soberanamente Dios. La plena toma de conciencia de esta realidad debería inmunizarnos contra la tendencia, tan frecuente actualmente, a hablar de la “construcción” del Reino de Dios; deberíamos hablar más bien de prepararlo, de acogerlo y de anticiparlo.

 

2.

            Así como la revelación, al realizarse, crea una historia nueva, así también la Iglesia, al actualizar la revelación, contribuye a crear una historia nueva. Y esto, al menos de dos maneras.

            De partida, ya por el hecho de constituirse como Iglesia, de ser lo que Jesucristo quiere que sea en el mundo, en plena fidelidad a su Evangelio. Este primer aspecto podríamos llamarlo actualización de la revelación “ad intra” (hacia adentro); tiene lugar cuando la Iglesia se constituye verdaderamente como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu, es decir, cuando es una comunidad humana que vive la comunión con Dios y entre los hermanos. Esta actualización de la Iglesia en su ser íntimo se hace, según el Nuevo Testamento, mediante tres funciones que se dan en la Iglesia, como prolongación de las correspondientes funciones de Cristo -Rey, Profeta y Sacerdote- y que constituyen los tres aspectos fundamentales del contenido de la tradición:

            -la función sacramental da origen a la tradición “real” (de “res”, cosa) o litúrgica, que actualiza el hecho revelador en su culminación que es la entrega de Cristo; prolonga en la historia a Cristo en cuanto Sacerdote (el que une a la humanidad con Dios);

            -la función profética o magisterial (de enseñanza) da origen a la tradición doctrinal o verbal, que transmite el relato de los hechos reveladores y presenta su interpretación autorizada; prolonga o hace presente en la historia a Cristo en cuanto Profeta (el que habla una Palabra de parte de Dios);

            -la función de gobierno o real (“real” ahora de “rex”, rey), que coordina las dos funciones anteriores (y también las de la actualización “ad extra”, que veremos en seguida), da origen, al interior de la Iglesia, a la tradición jerárquica, haciendo presente la fuerza y el poder del Cristo cabeza, que es Servidor;  y en la relación de la Iglesia con el mundo, hace presente el servicio cristiano del laicado a la construcción de un mundo más humano; ambas formas prolongan en la historia a Cristo en cuanto Rey (Mesías).

            Constituida mediante estas tres funciones, la Iglesia es sacramento, signo que irradia en la historia a Cristo mismo, cuerpo que lo hace presente (a la manera como nuestro cuerpo nos hace presentes en el aquí y el ahora).

 

            En segundo lugar, la Iglesia contribuye a hacer nueva la historia de la humanidad mediante el desempeño de la tarea que el Señor le ha encomendado para el mundo, la Evangelización. Se trata, aquí, de la actualización de la revelación “ad extra”, es decir, hacia afuera, para los de fuera; hay que tener presente que en los de fuera estamos incluidos -como hemos visto más atrás- todos los cristianos y la misma Iglesia, nunca totalmente evangelizados; al mismo tiempo, por las “semillas del Logos”, también los de fuera están en alguna medida dentro. Esta actualización “ad extra” se hace mediante otras dos funciones inseparables.

            Por un lado, el anuncio evangelizador del hecho de Cristo (en el cual se recapitulan tanto las etapas anteriores de la revelación histórica como la revelación por creación), anuncio que incluye el llamado a la conversión (y, por lo tanto, la denuncia de todo lo que impide al ser humano caminar por los caminos de Dios). Esta función es de toda la Iglesia y de todos sus miembros, pero es tarea específica de la jerarquía

            Por otro lado, el servicio, que es la realización del Evangelio en todos los aspectos de la vida humana, personal y social, individual y colectiva. Esta función se inspira en las acciones del Servidor Jesús, que siempre acompañó su proclamación de la inminente llegada del Reinado de Dios con signos concretos que lo anticipaban y hacían así creíble su palabra. Es una función de toda la Iglesia y de todos sus miembros, pero es tarea específica del laicado. Aquí se sitúa también la evangelización de la cultura.

 

            Es importante hacer aquí una precisión. La relación correcta entre estas dos formas de la actualización de la revelación -ambas indispensables e inseparables- es la que pone la constitución interna de la Iglesia al servicio de la evangelización, y no al revés, lo que convertiría la misión en proselitismo, haciendo de la misión un instrumento al servicio de la Iglesia, cuando en realidad en el designio de Dios ella es instrumento al servicio de la evangelización. Dicho con palabras de Michael Cook, no es que la Iglesia tenga una misión, sino que la misión tiene una Iglesia.[26] Esto no significa, claro está, que no debamos alegrarnos si, como fruto de la misión, hay gente que quiere ingresar a la Iglesia. La distinción entre proselitismo y misión es sutil, pero -como ocurre muchas veces en el dominio espiritual o del corazón- decisiva.

 

            Al actualizar la revelación mediante estos dos tipos de actividades de la Iglesia, hay que atender cuidadosamente tanto a la situación histórica de los destinatarios como a su horizonte cultural de comprensión; de otro modo se corre el riesgo de no transmitir auténticamente la revelación o de someter a los receptores a un indebido proceso de imposición cultural, como si debieran asumir como propia la cultura de los que les anuncian el Evangelio. Pero esta exigencia vuelve a plantear -en una tercera modulación- el problema de la garantía de una actualización adecuada de la revelación. Este último aspecto es de importancia decisiva, porque, so pretexto de atender a la cultura de los receptores, se puede estar adecuando el contenido de la revelación a las categorías de una cultura, en lugar de invitar a esa cultura a convertirse, ensanchando sus categorías a la medida del Evangelio. Y, a la inversa, puede suceder que, so pretexto de convertir una cultura al Evangelio, sólo se esté imponiendo a los evangelizados la cultura de sus evangelizadores.

 

            e) La revelación trasciende la historia

 

            Aunque, como acabamos de ver, la revelación de Dios está plenamente metida en la historia, sin embargo la trasciende, precisamente porque es revelación de Dios: Él no es sólo su sujeto agente, su emisor, sino, ante todo, el contenido que se revela, dado que se trata de su propia autocomunicación. La Ilustración y los diversos racionalismos han desconocido este aspecto crucial de la revelación y la han rebajado a la mera comunicación de verdades que el ser humano no podría alcanzar, sea porque todavía no se habría desarrollado suficientemente su capacidad intelectual (así piensa un ilustrado como Lessing en el siglo XVIII), sea porque se trata de verdades sobrenaturales, de suyo y siempre inalcanzables por la sola razón (así piensan la Escolástica barroca y la Neoescolástica).

            En el pensamiento cristiano, debido a influjos perniciosos de la cultura grecorromana, se ha tendido en ocasiones a identificar lo trascendente con lo separado, de modo que se ha entendido la trascendencia histórica como lo que está separado de la historia, lo que está fuera o más allá de lo que se aprehende como real. Pero hay otro modo de entender la trascendencia de Dios, más afín con el pensamiento bíblico; es trascendencia en la historia y no de la historia; trascendencia que impulsa a más de lo que se da en la historia, pero sin sacar de ella; que lanza, pero al mismo tiempo retiene. Así, al alcanzar a Dios personalmente en la historia, no se abandona lo humano ni la historia, sino que se ahonda en sus raíces y se hace más efectivamente presente lo que ya estaba de todos modos presente. Porque la trascendencia de Dios en la historia no tiene que ver con el eje presencia/ausencia sino cpon el eje necesidad/libertad; es decir, Diuos es trascendente no porque se ausenta del mundo y la hisytoria, sino porque se hace libremente presente en ellos, unas veces -como hemos visto- de un modo, otras de otro; unas veces con una intensidad mayor (en los “kairói”), otras con otra.[27]

            Dado que la revelación trasciende la historia, pero nosotros sólo la captamos dentro de ella, es indispensable en la teología el momento de teología negativa o apofática, que respeta el hecho de que el Dios que se nos revela en la historia es el “Deus semper maior”, el Dios que siempre supera nuestra capacidad de comprenderlo y la capacidad de la historia humana de expresarlo.

            Esta trascendencia de la revelación implica que Dios se nos revela ocultándose. No se trata de un mero juego ingenioso de palabras, sino de la verdad más honda de la revelación. Como se trata de la revelación de Dios -Él se revela a sí mismo-, es decir, del que es radicalmente distinto a nosotros e inaccesible, su revelación más que suprimir la distancia la hace más patente: lo que se revela al revelarse Dios es su divinidad, su ser otro, su distancia; pero se revela en el acto por el cual Él la suprime, al dársenos. Así, a medida que acogemos en la fe la revelación de Dios y nos vamos entregando a ella, crece nuestra conciencia al mismo tiempo de la divinidad de Dios, de su diferencia irreductible, y de su misericordia, que lo hace entregarse a su creatura humana, anulando la distancia. Y eso es precisamente lo que nos atrae hacia Él.

 

            También la Iglesia, en la exacta medida de su fidelidad a la revelación -esto es, en la medida en que la tradición actualiza la revelación sin pecado-, trasciende la historia. De aquí surge la necesidad de un amor lleno de respeto de los fieles por la Iglesia; un amor, sin embargo, que no incapacita para ver el pecado de sus miembros y de sus estructuras ni impide luchar por mejorarla; por el contrario, el amor es exigente y busca la perfección del amado.

 

            f) Conclusión

 

            Tres conclusiones quiero sacar de lo visto hasta aquí.

 

1.

            En primer lugar, la revelación se presenta en la historia con tres tiempos o momentos: el de la Promesa, que está concentrado en el Antiguo Testamento; el del cumplimiento definitivo en Jesucristo, que -como dice Pablo- es el Sí de Dios a sus promesas,[28] tiempo concentrado en el Nuevo Testamento; y el de la consumación escatológica, que todavía es, para nosotros, futuro.

            Aunque desde una perspectiva platónica, que no coincide con la idea bíblica de la historia, Orígenes sacó la consecuencia hermenéutica de estos tres tiempos, y la sacó de hermosa manera. Para él, el Antiguo Testamento es la sombra y la esperanza; el Nuevo Testamento es la realidad, pero en imagen (lo que él llama el Evangelio temporal); mientras que la escatología es la realidad del Evangelio eterno, en el encuentro con Dios cara a cara. Se reconoce fácilmente detrás el mito platónico de la caverna.

 

2.

            En segundo lugar, esta presencia de la historia al interior de la revelación de Dios trae consigo inevitablemente la necesidad del recuerdo, de la memoria;[29] y esto implica la tradición. De hecho, el pasado, que culmina en la revelación de Cristo, no se anula sino que -como hemos recordado para la realidad histórica del ser humano, con palabra de Ortega y Gasset- “se va enrollando a nuestra espalda”. Desconocer esto es fundamentalmente un error antropológico, muy propio de la modernidad, infatuada con el sueño de empezar cada vez todo de cero, de la nada, como si el ser humano fuera dios.

 

3.

            Por último, la acción reveladora de Dios pasa necesariamente por la conciencia de personas que son sus portadores en la historia. Los hechos salvadores -por ejemplo, el paso del mar durante el éxodo- deben ser mediados por seres humanos que expongan en la palabra profética su significado más profundo: es la tarea de Moisés para los acontecimientos del éxodo.[30] Esta vinculación de la revelación con la conciencia de los profetas culmina en el revelador por excelencia que es Jesús; en el Evangelio de Juan, cada uno de sus hechos salvadores (“signos” u “obras” los llama Juan) va acompañado de un discurso profético de Jesús, en el que se expone su sentido.[31]

 

            8.2. La revelación en su fase constitutiva como proceso de                          comunicación

 

            Nos detenemos en esta sección en tres aspectos que no hemos tocado aún al tratar de la historicidad de la revelación: la creación como medio de la revelación y su vinculación con la historia, Dios como emisor y contenido de la revelación, y la acción de Dios en el receptor de la revelación.

 

            a) La creación como medio de la revelación

 

1.

            La creación como tema de la teología debe estudiarse a fondo en el curso correspondiente. Aquí sólo nos interesa su aspecto revelador. De hecho, la revelación histórica, aun cerrada ya al culminar en Jesús y la comunidad apostólica, no anula ni hace superflua la revelación por creación, que sigue su curso.

            La creación es reveladora, porque es obra de la misma Palabra de Dios que se ha encarnado en Jesús de Nazaret, que se ha convertido así en Revelador y Revelación supremos, mostrando, de paso, que es el ser humano la creatura más reveladora.

            Una primera consecuencia podemos sacar desde ya: la creación entera es para nosotros Palabra de Dios, como lo dice el Salmista: “Los cielos cantan la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos...” (Sal 19[18],2-5). Aquí encuentra su raíz más profunda y duradera el respeto que debemos tener por la naturaleza y sobre todo por el ser humano; respeto que los problemas ecológicos y de atropello a los derechos humanos están haciendo tan actual en nuestros días.

 

2.

            Un texto fundamental de Pablo habla de este carácter revelador de la creación.[32] Vale la pena detenerse en él. Tres me parecen las afirmaciones principales que tienen que ver con nuestro tema.

            Para conocer a Dios por medio de las creaturas, no basta la inteligencia. Hace falta, sobre todo, una actitud del corazón, que debe reflejarse en la conducta. La actitud es reconocer a Dios como Dios, lo que supone un paso más allá del puro conocerlo. La conducta es doble: justicia y culto correcto. En esto Pablo es heredero de la predicación de los grandes Profetas de Israel, que permanentemente reprochaban al pueblo sus dos grandes pecados: la injusticia en las relaciones entre las personas y la idolatría en la relación con Dios.[33]

            Tanto la historia de la humanidad como las religiones que en ella se dan tienen también algo de revelación, a pesar del envilecimiento del hombre y, consiguientemente, de la naturaleza, que Pablo reconoce.[34] En efecto, para Pablo la historia de los paganos -que no es historia de salvación en sentido estricto- revela la cólera de Dios, que abandona a injustos e idólatras, entregándolos a la inmoralidad, a sus pasiones degradantes. Haciendo el camino inverso, podemos decir que la historia de inmoralidad, de maldad, de destrucción revela la ausencia de Dios, su cólera.

            Por último, también el mismo ser humano es portador de una revelación de Dios, cuando sigue lo que le dicta su conciencia moral, que es, para el pagano, equivalente a la Ley revelada por Dios a Israel por medio de Moisés.[35]

 

3.

            Aquí, en esta presencia de Dios en el pagano y en la historia de los pueblos se encuentra el fundamento de lo que ya Clemente de Alejandría reconoció: en la historia de los paganos se encuentran “semillas del Logos”. De aquí, entonces, el respeto incluso por las religiones de la humanidad, proclamado por el Concilio Vaticano II[36] y recordado recientemente, para el caso de América y sus religiones nativas, por Juan Pablo II.[37]

            Al hablar de esta revelación por creación, Pablo subraya una característica suya importante: se trata de una revelación universal, accesible a todo ser humano, sea judío o no. Así, la revelación por creación complementa, con su universalidad, la particularidad inevitable de la revelación histórica; a su vez, ésta hace concreta y de contornos precisos la imagen de Dios, porque en la historia bíblica Dios se revela en persona; mientras que, en la revelación por creación, la imagen de Dios queda vaga y confusa.

            Si Dios se revela por creación, entonces las religiones de la humanidad y las formas religiosas espontáneas -presentes sobre todo en el pueblo: religiosidad popular- pueden ser vías de encuentro verdadero con Dios. En el cristianismo oficial se han incorporado, a lo largo de los siglos, muchas de estas expresiones religiosas que vienen, no de la historia bíblica de revelación y salvación, sino de estas búsquedas “naturales” de encuentro con Dios. Pero una y otra vez, grupos de cristianos -sobre todo en el pueblo pobre- viven formas religiosas no oficiales, que a veces han sido reprimidas por las autoridades eclesiásticas, como ha ocurrido hasta hace poco con muchas de las expresiones de la religiosidad popular. La actitud pastoral correcta es la de un discernimiento atento de lo que en cada expresión concreta de religiosidad popular puede provenir de la revelación de Dios por creación, para contribuir a purificarla del pecado con el que puede estar mezclado.[38]

 

            En la teología se han usado dos  parejas de conceptos para expresar las dos formas de revelación por creación y por historia.

            La teología neoescolástica hablaba de revelación “general” para referirse a la revelación por creación, y de revelación “especial” para la histórica. Y mostraba su mutua referencia: la revelación general es el supuesto necesario de la especial, lo que significa que no podemos reconocer a Dios en la historia -si es que decide revelarse- si no conocemos al ser humano y al mundo. Por otro lado, la revelación especial es la plenitud de la general, lo que significa que tampoco podemos conocer plenamente al ser humano y al mundo, si no los conocemos en su meta escatológica revelada en Jesucristo, donde sabemos quién es en definitiva el ser humano, al saber qué quiere Dios con él.

            Karl Rahner ha propuesto otra terminología, inspirada en Kant. Él habla de revelación trascendental para referirse a la revelación por creación, y de revelación categorial para la histórica. Con ello quiere advertir que en el ser humano están las condiciones a priori de posibilidad de la recepción de la revelación de Dios (condiciones trascendentales, dadas con la realidad del ser humano mismo) y que la revelación, si Dios decide revelarse, debe tener en cuenta nuestras categorías.

            Creo que un soneto de Pedro Prado -gran poeta chileno, desconocido porque le tocó ser contemporáneo de los grandes: Huidobro, Neruda, Mistral- expresa admirablemente bien la relación entre esta revelación trascendental -la que tenemos en nosotros mismos por el hecho de haber sido creados por Dios para Él- y la revelación categorial, la que se da en la historia judeocristiana de salvación. El poeta se refiere a su amada, pero lo que él dice podemos trasponerlo para referirnos a Dios:

         “Sin saber yo de ti, tú ya eras mía;

al encontrarte, en ti reconociera

algo perdido que, en la tierra entera,

sin saber lo que fuese, perseguía.

         Desde la misma eternidad venía

cuán seguro y atento; se dijera

que sabía tan sólo que no era,

aquello que, un instante, parecía

         Así fui prosiguiendo mi jornada,

obediente al instinto y al destino;

curioso de una luz que sobrevino,

         me quedé con el alma deslumbrada,

reconociendo el bien que apetecía

con un terrible asombro de alegría”.[39]

 

4.

            Hay que advertir que no todos los teólogos están de acuerdo con esta valoración tan positiva de la naturaleza humana en cuanto reveladora. Hans Urs Von Balthasar, por ejemplo, al hablar de la valoración de las religiones precristianas dice que hay que situarse entre dos extremos: el enteramente negativo de Karl Barth, para quien toda religión es fruto de la desmesura humana que se opone a Dios, y el enteramente positivo que él atribuye a la teología trascendental que, a su juicio, deshistoriza la voluntad salvífica de Dios al suponer que Dios ya está, desde siempre, vuelto favorablemente al ser humano de manera trascendental, sea cual sea su religión.[40] Balthasar piensa que hay que completar la interpretación optimista de Rahner que hace de las religiones precristianas “im Heiligen Geist suchende Christologien”;[41] le faltaría la consideración del pecado, que hace de estas religiones a la vez mano que se alarga en dirección a la solución (inalcanzable) de la pregunta por el sentido del ser humano, y rechazo de la respuesta que Dios da en Cristo, porque al anticipar el ser humano esta respuesta cierra el espacio donde Dios podría regalar su respuesta. Balthasar concibe al ser humano como imagen de Dios; cada religión toma un aspecto verdadero suyo, pero lo absolutiza culpablemente, destruyendo así al ser humano. Su conclusión es que aunque las formas religiosas precristianas se acerquen mucho al misterio de Cristo en algún aspecto, en otro se alejan radicalmente de él. Porque a lo que Dios ha hecho en Cristo la humanidad precristiana por sus solas fuerzas -salvo en el Antiguo Testamento- no puede acercarse. Y si hay semillas del Logos en estas religiones, se trata de semillas que sólo podrán brotar en suelo cristiano, lo que implica que han de pasar por la conversión. Esto lleva a Balthasar a pensar que las religiones precristianas no tienen propiamente una función salvífica positiva, sino que se inscriben en un terreno especial -distinto de salvación y condenación, de gracia e ira de Dios-, que es el tiempo de la larga paciencia de Dios.

            A la postura de Balthasar se le pueden objetar dos cosas. Por un lado, en las religiones la humanidad precristiana no actúa por sus solas fuerzas, ya hay en ella acción de la gracia de Dios. Por otro lado, la Escritura no parece dar pie para un tercer espacio histórico, neutral respecto de la salvación y la condenación; en la Escreitura la paciencia de Dios es parte integral de su acción salvífica.

 

            b) Dios, emisor y contenido de la revelación

 

            La historia de las intervenciones reveladoras de Dios remite a Él de dos maneras: por un lado, es el emisor soberano, que nadie puede forzar a comunicarse. Por otro lado, es también el contenido, como se muestra en esa fórmula del Antiguo Testamento que suele acompañar a los hechos reveladores: “Yo, Yavé”,[42] a la que hace eco el “Yo soy” de Jesús en el Evangelio de Juan.[43]

            Dios en cuanto revelador aparece en la Escritura como el Dios trino. La iniciativa de la revelación es de Dios, el Padre. La revelación es un acto soberano suyo, por lo tanto libre, gratuito, absolutamente incondicionado.[44] Incluso la naturaleza, el conjunto de las creaturas, es testigo de esta soberana libertad de Dios. No podía ser de otro modo; lo revelado no son nociones acerca de Dios, que pudieran estar al alcance del ser humano por su propio esfuerzo, sino Dios mismo, su secreto personal, su misterio.

            La plena realización de esta iniciativa de Dios se da en el Hijo, que es, con toda su existencia, el Revelador: “Felices los ojos que ven y los oídos que oyen...”. Esto es así, porque Jesús es la Palabra encarnada, capaz de “contarnos” al Padre;[45] pero es, al mismo tiempo, el Hijo, que viviendo humanamente como hijo puede introducirnos en la relación filial con Dios. Si en Jesús culmina la revelación histórica de Dios, la culminación de la revelación que hace Jesús está, a su vez, en la cruz: ahí el Hijo se entrega sin reservas. La resurrección es el necesario reverso, la acogida que el Padre hace de su entrega.

            La recepción de la revelación requiere que el receptor humano sea puesto a la altura de Dios que se comunica; de ahí la acción del Espíritu Santo en el receptor (que veremos a continuación, en el párrafo c).

 

            Podemos concluir que Dios se ha revelado como trino en la historia de salvación y revelación que ha echado a andar para relacionarse con la humanidad. Se suele hablar de Trinidad “inmanente” para designar la realidad trina de Dios en sí mismo; y de Trinidad “económica” -usando “economía” en el sentido que le dan los Padres griegos- para referirse a la manifestación histórica del misterio íntimo de Dios. Sin embargo, la maravilla de la revelación es que, al darnos su Hijo, Dios se ha entregado por entero, sin reservas, a la humanidad, de modo que Trinidad económica e inmanente coinciden: Dios no se ha reservado nada para sí, se nos ha dado todo. Esto plantea una pregunta por la presencia de la historia en Dios mismo, un tema que se “quemó” al ser mal tratado por Hegel y los modernistas, pero que ha sido renovado por Walter Kasper y Bruno Forte entre otros; cosa que hay que estudiar con detalle en el curso sobre la Trinidad.

 

            c) La acción de Dios en el receptor de la revelación

 

            Dado que la revelación es el proceso de comunicación de Dios al ser humano, para que se dé revelación éste tiene que acogerla: es lo que ocurre en el acto de fe, en el que se completa la revelación.

            Según el testimonio de la Escritura, al hecho revelador que ocurre en la historia, en cierto sentido delante del ser humano, se une una acción de Dios en el corazón de las personas que asisten al hecho o a su posterior relato, para hacerlas capaces de recibir ese hecho como revelación de Dios. Es el caso de los “párvulos” a quienes Dios -en contraste con los sabios y entendidos- ha querido dar su revelación;[46] el caso de Pedro, llamado bienaventurado por Jesús, “porque no te ha revelado esto [el carácter mesiánico de Jesús] la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17). En el Evangelio de Juan Jesús afirma: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo atrae; y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los Profetas: ‘Serán todos enseñados por Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí” (Jn 6,44-45). Lidia, comerciante en púrpura, estaba  escuchando la predicación de Pablo sobre Jesús “y el Señor le abrió el corazón para que hiciera caso de lo que decía Pablo” (Hech 16,14). Juan habla en su primera carta del Espíritu de Dios que da testimonio de la revelación en el corazón de los creyentes.[47] Pablo habla de una iluminación de nuestro corazón.[48] De este último texto la teología medieval sacó la idea del “lumen fidei”: luz de la fe que es la que nos permite conocer el misterio de Dios. Como vimos en el capítulo 3, Rousselot habló de los “ojos de la fe”.

            Detrás de esta doble acción de Dios -en la historia y en el corazón de cada uno- está, una vez más, la estructura del ser humano, corazón y organismos. Al corazón corresponde la acción interna del “lumen fidei”, que abre la inteligencia espiritual y la hace capaz de captar el sentido divino de los hechos; a los organismos corresponde la acción histórica de Dios, que pone los acontecimientos reveladores. Pero ambas acciones constituyen, unidas, la única Palabra reveladora de Dios. Sólo que entre ambas no hay igualdad de nivel, pues lo interior queda -en este tiempo de la Iglesia, previo a la consumación escatológica- sometido a lo exterior, a la revelación objetiva ya realizada definitivamente en Cristo. Es lo que dice Pablo cuando se exalta contra los insensatos gálatas, que se han dejado desviar de esa revelación objetiva que él les ha transmitido, siguiendo quién sabe qué iluminados subjetivos: “Incluso si nosotros mismos o un ángel bajado del cielo les anunciara un evangelio distinto del que les hemos anunciado, ¡sea anatema!” (Gal 1,8).

 

            8.3. La Iglesia como medio auténtico de la actualización de la          revelación: Escritura, tradición, dogma, magisterio y                  “sensus fidelium”

 

            Hemos visto que la revelación, una vez realizada plenamente en Jesús, debe transmitirse a las sucesivas generaciones humanas, para que todos puedan acogerla en la fe. Este proceso de transmisión es el que he llamado “actualización”. La palabra no es plenamente satisfactoria. Se presta, de hecho, a un malentendido pertinaz, que la toma, en un sentido superficial, como el esfuerzo por hacer aparecer como actual algo que de suyo no lo es. El sentido que le doy a esta palabra es el sentido pleno que tiene etimológicamente: hacer que pase al acto algo que estaba sólo en potencia. Una vez realizada la revelación, lo que queda en potencia es la fe de cada ser humano posterior: si le llega noticia de esa revelación, podrá abrirse a ella en la fe. De eso se trata aquí.

            Nos referiremos en lo que sigue a la Escritura (sección “a”), la tradición (sección “b”), el dogma (sección “c”), el magisterio (sección “d”) y el “sensus fidelium” (sección “e”), tratando de aclarar la pregunta que surgió en cada una de las dimensiones de la historicidad de la Iglesia: ¿quién garantiza la autenticidad de la actualización histórica de la revelación en la Iglesia y cómo la garantiza?

            En esta sección no se trata de hacer Eclesiología, sino sólo de mostrar cómo la actualización de la revelación se hace por medio de la Iglesia. Podríamos decir que hacemos aquí una Eclesiología fundamental.

 

            a) Sagrada Escritura: inspiración, canon y hermenéutica

 

            Tres son los temas teológicos fundamentales que se plantean frente a la Sagrada Escritura: el canon, la inspiración y la hermenéutica (o reglas para la interpretación); los dos primeros se relacionan entre sí como corazón (inspiración) y organismo (canon).

 

            a1) El canon

 

1.

            La palabra “canon” viene del hebreo ‘qaneh’, caña o vara; pasó al griego como kanwn [‘kanón’] y de ahí fue transcrita al latín y al castellano. El paso al griego fue no por vía de la Escritura sino por contactos culturales normales; se la usó en la lengua cotidiana para significar la vara de medir o regla de medida; los epicúreos la usaron metafóricamente para designar un criterio de verdad.

            En el Nuevo Testamento aparece sólo en 4 versículos,[49] en un sentido que prolonga el de los epicúreos: es regla, medida o norma de la autenticidad de la fe. Pero el contexto muestra que no se trata de una autenticidad teórica sino práctica, porque se habla de las actitudes de fondo del creyente, que no se gloría en lo que puede hacer por cuenta propia sino en Dios.

            En la Iglesia de antes del Concilio de Nicea (año 325), se suele usar la expresión kanwn thV pistewV [‘kanón tes písteos’] (“regula fidei”: norma o regla de la fe) para designar los Símbolos de la fe (o Credos).

            A partir de Nicea, la palabra experimenta un ensanchamiento de su significado, al usarse para todo lo que, de alguna manera, obliga al creyente en nombre de la fe. Entre estas cosas que obligan al creyente están el Antiguo y el Nuevo Testamento, las decisiones de los grandes Concilios ecuménicos (sus “cánones”); más tarde también el derecho de la Iglesia que, para distinguirlo de la ley del Estado pasa a llamarse “ius canonicum”, derecho canónico; las listas de sacerdotes ordenados en una diócesis (los “canónigos”), el catálogo de los santos (“canonizar” es poner a uno en esa lista; la expresión aparece ya en el año 993); por último, también la oración eucarística (el “Canon” de la Misa), desde el tiempo del Papa San Gregorio Magno.

 

2.

            El “canon” de la Escritura es la lista de los libros que la Iglesia reconoce como “inspirados”, es decir, que contienen en forma autorizada el documento de la revelación histórica de Dios. A esta lista se llegó lentamente.

 

            Respecto del Antiguo Testamento hay dos cánones, el judío y el cristiano. El canon judío fue establecido en un encuentro de rabinos poco después de la destrucción del Templo de Jerusalén, el año 70 DC; encuentro conocido como Sínodo de Jabne, un lugar cerca de Jafa. Este canon consta de 24 libros escritos en hebreo; son sólo 24, pues los 12 “Profetas menores” cuentan como uno.

            El canon cristiano del Antiguo Testamento es el de la versión griega llamada de “Los LXX”. Consta de 45 libros, pues los Profetas menores cuentan cada uno, y están incorporados los libros llamados “deuterocanónicos” (palabra que significa “de la segunda lista”), escritos no en hebreo: Tobías, Judit, Ester, 1 y 2 Macabeos, Sirácida, Sabiduría, Baruc y algunos trozos del libro de Daniel.

            Este canon fue definido, junto con el del Nuevo Testamento, en 1442 en el Concilio de Florencia,[50] definición retomada en la cuarta sesión del Concilio de Trento, el 8 de Abril de 1546.[51] A ella se vuelve a aludir en el Concilio Vaticano I.[52]

            Anteriormente, otros Concilios habían expresado la certeza de la Iglesia de haber recibido las Escrituras, pero sin dar su lista; así en el Símbolo del Concilio de Toledo del año 400[53] y en el Concilio de Braga del año 561.[54] La lista de los libros recibidos en la Iglesia había aparecido ya en un Concilio de Roma del año 382,[55] en el Tercer Concilio de Cartago, del año 397[56] y en la Carta del Papa Inocencio I a Exuperio, Obispo de Toulouse, del 20 de Febrero del año 405.[57]

 

            En cuanto al canon del Nuevo Testamento, se conoce una lista -incompleta- de los libros que aceptaba el hereje Marción; otra lista incompleta es el “Canon de Muratori”, que proviene de la segunda mitad del s. II (fue descubierta por Muratori, que la editó en 1740): faltan Heb, Stgo, 1 y 2 Pe y 1 Jn. Hacia el año 400 ya se encuentra el canon actual, aunque hasta alrededor del 700 hay discusiones acerca del Apocalipsis.

 

3.

            Al canon se llegó por la aplicación de dos criterios. Por un lado, la procedencia apostólica; los libros inspirados deben ser escritos por un Apóstol o un discípulo suyo inmediato. El problema es que circulaban muchos escritos puestos bajo nombres de apóstoles, pero que eran manifiestamente no inspirados; por eso hubo de emplearse también el criterio del uso litúrgico de la Iglesia: mientras más antiguo su uso, más autoridad apostólica tenía un escrito. Aquí también se presentó un problema, el de hacer converger las tradiciones litúrgicas de las diferentes Iglesias, de modo que todas las Iglesias aceptaran lo que en cada una de ellas era ley.

            El significado teológico de la existencia de un canon escriturístico no es otro que la afirmación de que la revelación histórica está cerrada en su fase de constitución.

 

            a2) La inspiración

 

            En cuanto a la inspiración, revisemos los datos del problema, luego las dos teorías que han intentado dar cuenta teológica de este aspecto de la Escritura, para terminar con la exposición breve del pensamiento de Rahner.

 

1.

            Para el Antiguo Testamento es claro que los Profetas, incluido en ellos Moisés, hablan Palabra de Dios. Es lo que se expresa mediante la fórmula, tan frecuente en boca de los mismos Profetas, con que subrayan la procedencia divina de sus mensajes, “oráculo de Yavé”.

            En el Nuevo Testamento encontramos dos textos capitales. En 2Tim 3,16 encontramos la afirmación: “Toda escritura inspirada por Dios sirve para enseñar, reprender, corregir, educar en la justicia”. “Toda escritura” (pasa grafh [‘pasa grafé’]) parece indicar a la Escritura en su conjunto, más que a cada escrito en particular. “Inspirada por Dios” (qeopneustoV [‘theópneustos’]) puede entenderse en un sentido meramente pasivo: escritura que ha recibido el soplo de Dios, y así se la ha entendido habitualmente; pero puede también entenderse en un sentido activo: escritura exhaladora de Dios, idea que no está lejos de la forma como es vivida la Escritura en la Iglesia, que la considera Palabra viva de Dios. En este sentido activo, la Escritura sería como esas cerámicas perfumadas que hacían las Monjas Claras en el Chile colonial, que siglos después seguían exhalando perfume de rosas.

            El otro texto importante del Nuevo Testamento es 2Pe 1,21: “Nunca profecía alguna ha venido de voluntad humana, sino que movidos por el Espíritu Santo hablaron seres humanos de parte de Dios”, afirmación destinada en ese lugar a fundamentar que las predicciones de la Escritura no están a merced de interpretaciones personales. La Vulgata tradujo “movidos” (en griego feromenoi [‘ferómenoi’]) por “inspirati”, lo que hizo que este texto fuera muy usado en la teología medieval de la inspiración.

            Las afirmaciones del Magisterio se concentran en torno al canon (en los Concilios de Florencia y Trento, como acabamos de ver). El Vaticano I afirma que la Escritura Sagrada tiene a Dios como autor.[58]

 

2.

            Dos han sido las principales teorías teológicas que han tratado de dar razón de la inspiración.

            La llamada teoría de la inspiración verbal dominó casi sin contrapeso hasta los Tiempos Modernos. Se inspira en una idea de Filón de Alejandría, que veía al autor humano como flauta tocada por Dios, es decir, mero instrumento de Dios. La imagen se adecuó posteriormente a la materialidad de la tarea de escribir y se habló de un dictado de Dios, tomado por el autor humano como secretario. En algunos momentos se llegó a afirmar que hasta las vocales del texto hebreo están inspiradas (así, en la Ortodoxia luterana del siglo XVII).

            Sin embargo, esta teoría contradice afirmaciones expresas de los autores humanos de la Escritura, que hablan de su esfuerzo al escribir, de sus búsquedas, incluso de sus noches sin dormir.[59]

            Por eso, en el Renacimiento un jesuita, Leonhard Lessius (1554-1623), propone una nueva teoría, que va a ser conocida como de la inspiración real, por oposición a verbal. Cree Lessius que para que un escrito sea Escritura Sagrada no se requiere inspiración ni de las palabras ni de las ideas y afirmaciones que contiene; basta con que un libro hecho con arte humano reciba del Espíritu el testimonio de que en él no se contiene nada falso. Se trata, como se ve, de una “inspiratio subsequens”, inspiración subsiguiente, no antecedente a la acción de escribir.

            Si la teoría de la inspiración verbal exige demasiado, ésta exige demasiado poco, dando un campo casi exclusivo al autor humano. Esta insatisfacción llevó a Karl Rahner a elaborar una nueva teoría.[60]

 

3.

            Para Rahner, la inspiración de la Escritura hay que entenderla en el contexto de la fundación de la Iglesia por designio de Dios. Dios, en efecto, quiere la Iglesia de manera absoluta e incondicionada, con “predeterminación formal”, análoga a la de la gracia, que influye sobre la voluntad del ser humano para que éste libremente ponga el acto salvífico con seguridad. Dios quiere la Iglesia y la realiza en la historia de salvación, con un acto escatológico, es decir, ya no superable en la historia salvífica por una nueva realidad (salvo la manifestación escatológica final de Jesús).

            Esta voluntad de Dios respecto de la Iglesia se refiere especialísimamente a la Iglesia apostólica, en cuanto ésta es doblemente principio de la Iglesia: en cuanto es su inicio temporal y en cuanto es su principio fundante y orientador. Pero la Iglesia apostólica, igual que la postapostólica, está formada por seres pecadores, lo que implica que la Iglesia tiene que disponer de la capacidad de discernir en su propio interior lo que es acorde con la revelación de Jesucristo de lo que es desviación; de otro modo, mal podría ser ella principio orientador de la Iglesia postapostólica. Es aquí que aparece en la Iglesia la Escritura como elemento constitutivo suyo, que pone por escrito -y, por lo tanto, hace transmisible al futuro- la auténtica fe de la Iglesia, es decir, aquello por lo cual se constituye como Iglesia.

            La Iglesia apostólica es, así, origen de la Iglesia. Pero no como Dios, que es su origen originante, sino en cuanto origen a su vez originado. Y en cuanto tal origen, la Iglesia apostólica es también norma -pero norma normada, no normante, como Dios- de la Iglesia postapostólica. Dicho de otro modo, con la Iglesia apostólica nace la medida o norma de la Iglesia. Por eso, podemos concluir, Dios es el autor de la Sagrada Escritura, su inspirador; y esta inspiración es momento interno infaltable del llegar a ser Iglesia la Iglesia apostólica (“Urkirche” en alemán, Iglesia primordial). Se da aquí algo análogo al carácter sacramental de la Iglesia: ella es el sacramento primordial que contiene en sí los 7 sacramentos, queridos por Dios en el mismo acto por el que quiere a la Iglesia.

 

            De aquí Rahner saca tres consecuencias. En primer lugar, canon e inspiración se necesitan mutuamente. No hay canon sin inspiración, pues se trata precisamente de reconocer y de hacer la lista de los libros inspirados; pero tampoco hay inspiración sin canon: Dios inspira para ser acogido, no para quedarse Él solo con sus libros inspirados, sino para que la humanidad sepa que tales libros han sido inspirados por Él.

            En segundo lugar, el autor humano es verdadero autor, no mero instrumento; Dios también lo es, pero cada uno según un respecto distinto: Dios es autor de tal manera que posibilita y exige al autor humano. Es lo que expresa la idea de la predeterminación formal.

            Por último, la conciencia que se requiere que tenga el autor humano es sólo la de pertenecer a la Iglesia apostólica, primordial, y de expresar fielmente su fe. No se requiere que tenga conciencia de ser inspirado por Dios.

 

4.

            Un corolario de la inspiración es la inerrancia: la Sagrada Escritura no puede errar en lo que depende de Dios, pero sí en lo que depende del autor humano, es decir, en sus condicionamientos culturales, de los que Dios no lo saca. Esta correcta concepción de la inerrancia habría podido impedir el desgraciado “caso Galileo” a comienzos del siglo XVII; en todo caso, hemos llegado a esta concepción gracias a ese caso. Galileo mismo había visto que a la Escritura no le interesa decir cómo va -cómo se mueve- el cielo, sino cómo se va al cielo. Dios, en efecto, lo que hace es la salvación del ser humano, y eso  es lo que queda garantizado por su inspiración en la Escritura.

 

5.

            Un mérito grande de esta teoría de la inspiración de Rahner es haber cambiado el planteamiento del problema de la inspiración. Antes de él, en efecto, se tendía a situar la inspiración en el ámbito de la relación estrictamente individual del hagiógrafo -el escritor sagrado- con Dios, con lo que la concepción de la inspiración tendía a sicologizarse; inevitablemente, el problema que había que iluminar era el de la forma como el hagiógrafo recibía en su conciencia la inspiración y, bajo su impulso, componía su escrito. Rahner sitúa al hagiógrafo de lleno en el seno de la comunidad apostólica, en el sentido que concibe su escrito como expresión de la fe auténtica de esa comunidad, y en función de la pureza de esa fe, al servicio de ella. Así, el problema sicológico de la inspiración desaparece, absorbido en el problema de la formación de la Iglesia apostólica y de su capacidad de ser principio, no sólo temporal, de la Iglesia postapostólica. Lo que ahora está en primer plano en la inspiración no es, por lo tanto, la relación de Dios con el hagiógrafo individual, sino la voluntad salvífica universal de Dios, canalizada a través de la Iglesia.

            Sin embargo, puede volverse a plantear aquí, a propósito del carácter de principio de la Iglesia postapostólica que Rahner atribuye a la comunidad apostólica, la pregunta por la novedad u orginalidad que puede darse en la Iglesia postapostólica, pregunta ya planteada a propósito de la actualización de la revelación por medio de la Iglesia. Si la Iglesia apostólica es principio fundante y orientador de la Iglesia postapostólica, si es su norma de fe, ¿no queda disminuido el espacio de libertad de la Iglesia y los cristianos postapostólicos? La respuesta sería afirmativa, si se entendiera que la Iglesia postapostólica debe reproducir las mismas formas institucionales y las mismas conductas de la Iglesia apostólica; pero como se trata no de imitar servilmente sino de seguir las huellas, de dejarse orientar, la Iglesia postapostólica no debe reproducir imitativamente la vida de la Iglesia apostólica sino que, orientada por ella, debe hacer, en cada hoy y en cada aquí, lo que hizo, en su tiempo y en sus culturas, la Iglesia apostólica. De hecho, el Espíritu que anima a la Iglesia no es un espíritu mecánico de repetición, sino un Espíritu vivo y de vida siempre nueva, que la hace enfrentar creativamente los cambiantes desafíos de la historia, en fidelidad al Evangelio de Jesús. Por lo demás, la palabra inspirada de la Escritura, como hemos visto, es una palabra viva, que tiene fuerza transformadora, de modo que deja de ser la Palabra de Dios cuando se la pretende reproducir de manera meramente repetitiva. El acontecimiento salvífico que culmina y se concentra en Jesús, está documentado en la Escritura no sólo como información, sino con toda la fuerza performativa del kerygma apostólico, del Evangelio, que según Pablo es “fuerza (dunamiV) de Dios para salvación de todo el que cree” (Rom 1,16); es decir, es presencia real de la acción salvífica de Dios.

 

            a3) Hermenéutica bíblica

 

1.

            La Escritura, por ser el documento inspirado en que se expresa la fe de la comunidad apostólica -fe que es normativa para la Iglesia postapostólica-, tiene que ser el alma de la teología, como ha vuelto a recordar el Vaticano II.[61] El problema es cómo saber qué afirma la Escritura; es decir, el problema es el de la correcta hermenéutica bíblica.

            El problema hermenéutico no se plantea en el vacío. Desde la segunda mitad del siglo XVII se ha estado desarrollando un tipo de interpretación bíblica, basado en la exégesis científica histórico-crítica; primero en los ambientes protestantes (a pesar de que su fundador es el católico Richard Simon) y desde fines del siglo pasado tímidamente también en los ambientes católicos. Esta exégesis, que pretende establecer científicamente el significado de las afirmaciones de la Escritura, ha producido, de hecho, un cierto acorralamiento de la teología. Ésta estaba acostumbrada a interpretar teológicamente el texto bíblico, es decir, a utilizarlo en función de sus intereses; más concretamente, la llamada teología de los manuales, la teología neoescolástica, veía en la Escritura una especie de depósito de pruebas para demostrar las afirmaciones del sistema teológico escolástico. La exégesis histórico-crítica ha mostrado que ése no es el modo correcto de interpretar lo que la Escritura dice, y se ha erigido en el único intérprete auténtico, de validez científica. Sin embargo, en las tres últimas décadas empieza a abrirse camino otro modo, también científico, de establecer el significado de un texto; se trata de ciertos desarrollos que han tenido lugar en la Lingüística contemporánea y que se ha intentado aplicar al estudio de la Escritura.

 

2.

            La exégesis histórico-crítica considera el texto bíblico como un producto histórico-cultural. Por eso, lo sitúa en su contexto histórico y cultural y busca establecer tanto el significado cultural de las palabras y los temas que aparecen en la Escritura, como las referencias históricas que están en su trasfondo, referencias muy a menudo implícitas e inconscientes.

            En un segundo paso, la exégesis histórico-crítica intenta reconstruir la historia del texto de la Escritura tal como ha llegado hasta nosotros. Para el caso de los Sinópticos, por ejemplo, se han desarrollado al menos tres métodos, que recuerdo brevemente, en el orden inverso al de su aparición histórica:

            -La “Redaktionsgeschichte” o historia de la redacción estudia el trabajo del redactor final de cada Evangelio. Trabajo perceptible en la comparación de los tres sinópticos, que elaboran, cada uno a su manera, un material común, recibido de la tradición oral o quizá ya parcialmente escrita. Cada redactor no sólo ordena el material disponible, dándole unidad y estructura, sino que pule cada elemento de ese material y le da una formulación propia. Al hacer esto, procede de acuerdo a su particular teología y a sus preocupaciones pastorales.

            -La “Formgeschichte” o historia de las formas estudia el trabajo de elaboración que hicieron las distintas comunidades de la Iglesia apostólica, dando forma a lo que los apóstoles recordaban de los dichos y hechos de Jesús. La labor de dar forma a esos recuerdos se hizo en función de las distintas necesidades de la vida de la comunidad, cada una de las cuales constituye el “Sitz im Leben”, el asiento en la vida, de una de estas formas.

            -La “Traditionsgeschichte” o historia de la tradición, finalmente, estudia las etapas sucesivas por las que fue pasando el material de relatos de los Evangelios sinópticos en su período de transmisión oral, a partir del Jesús de Nazaret histórico.

 

            El problema para la teología -y también para la pastoral- se produce cuando los cultivadores de esta exégesis abandonan el estricto terreno de la ciencia, que es inevitablemente siempre hipotética, y caen en la abusiva ideologización de sus resultados. Es decir, cuando la exégesis, que trabaja directamente con el texto y lo estudia como producto histórico y cultural, se vuelve inconscientemente hermenéutica, que busca comprender la verdad vehiculada por el texto.

            Una muestra de esta ideologización es la idea -hoy felizmente abandonada por la inmensa mayoría de los exégetas- de que la teología debe trabajar no sobre el texto actual del Nuevo Testamento, en el que culmina la Escritura, sino sobre sus etapas más originarias; es decir, la idea de que hacer teología sobre la base de la Escritura significa hacerla a partir de la “ipsissima vox Jesu” (las palabras mismas tal como las dijo Jesús) y las “ipsissima facta Jesu” (los hechos tal como acaecieron). Dicho de otro modo, que hacer teología poniendo como centro la Escritura significa reconstruir el “Jesús histórico” según los métodos de la exégesis histórico-crítica, a partir del “Cristo de la fe” que nos entregan, en diversas formas, los escritos del Nuevo Testamento. Esta idea trae una inmediata consecuencia problemática para la pastoral. En efecto, si el sentido auténtico de la Escritura lo conoce sólo la exégesis histórico-crítica, entonces la inmensa mayoría de los fieles quedan supeditados en su fe, que también tiene que alimentarse sustancialmente de la Escritura, a la mediación del saber de los sabios, a los que deben obediencia.

            Dos me parecen ser los principales yerros de esta ideologización de la exégesis histórico-crítica. Por un lado, el desconocimiento de que la reconstrucción del “Jesús histórico” es inevitablemente hipotética. En efecto, como toda ciencia, los resultados de esta exégesis dependen de sus marcos de referencia culturales, entre los que están, por ejemplo, los instrumentos de reconstrucción del pasado (arqueología, datación mediante el Carbono 14, etc.), pero también ciertas representaciones culturales como la que hace de la Escritura un libro humano que puede y debe ser sometido a análisis como cualquier otro libro del pasado. Una consecuencia muy visible de este carácter hipotético de la exégesis histórico-crítica es la constante revisión  a que cada nuevo exégeta somete a los resultados ya adquiridos antes de él. Es verdad que en este proceso -que es el propio de toda ciencia moderna- se van decantando ciertas líneas gruesas que son admitidas por todos; pero eso vale sólo mientras no sea cuestionado el “paradigma” -para usar la expresión acuñada por Thomas Kuhn- de fondo que sustenta determinado tipo de hipótesis. Hay aquí problema, porque la fe y la teología no pueden basarse en hipótesis necesariamente fluctuantes, ni tampoco pueden depender de un cierto “magisterio” de los exégetas histórico-críticos, que no está contemplado ni en la Escritura ni en la tradición y que es de muy reciente data.

            Por otro lado (y quizá con esto topamos con el problema de fondo), la exégesis histórico-crítica participa del carácter reductor y dominador de la realidad, propio de las ciencias modernas. En efecto, reduce la realidad de la Escritura a su mera elaboración humana, desconociendo su inspiración y su vinculación orgánica con la tradición viva de la Iglesia, que incluye el magisterio episcopal y papal y los dogmas de la fe; en una palabra, esta exégesis científica desconoce la realidad decisiva de la presencia del Espíritu de Dios tanto en el proceso de puesta por escrito de la Escritura como en el de su interpretación en la Iglesia.

            Esta crítica no significa desconocer los numerosos y valiosísimos aportes de la exégesis histórico-crítica, que giran fundamentalmente en torno a la puesta de relieve del carácter histórico de la Escritura y, por lo tanto, también de la revelación y de la fe. Este aporte nunca será suficientemente reconocido.

 

3.

            La exégesis lingüística se basa en la obra del lingüista suizo francés Ferdinand De Saussure, cuyo Curso de Lingüística General fue publicado poco después de su muerte, en 1919. Su modo de enfrentar el fenómeno del lenguaje ha abierto un campo científico nuevo para el análisis de los textos. Algirdas Julien Greimas -al que hemos hecho referencia en el cap. 5- ha desarrollado sobre la base de De Saussure una semántica estructural, que ha empezado a ser aplicada a la Escritura por algunos exégetas de formación histórico-crítica, entre los cuales cabe mencionar al católico Jean Delorme y al protestante François Bovon.

            La idea fundamental de esta aproximación es que todo texto es un tejido que muestra, empleando hilos de diversos colores, una figura. Es, pues, en cierto sentido, un objeto autosuficiente, en cuanto una vez producido tiene vida propia, independiente de la situación histórico-cultural de su autor y de sus destinatarios primeros. Esta vida propia está, según estos exégetas, asegurada por el juego estructural de los significantes que vehiculan los significados y que incluyen buena parte de los supuestos históricos y culturales de la comunicación originaria. El juego de significantes y significados está estructurado no sólo fonética y gramaticalmente, sino también semánticamente e incluso a nivel de la praxis. (Sintaxis de los significantes, semántica de los significados y praxis de la comunicación son los tres niveles que se reconoce en toda comunicación lingüística).

 

            La lingüística estructural es también una ciencia moderna, reductora y dominadora. Se puede, pues, convertir también en ideología que acorrale a la teología y a los creyentes, haciéndolos depender del saber de estos nuevos sabios. Sin embargo, me parece que la perspectiva de la exégesis lingüística se adapta mejor a la teología y a la pastoral.

            En efecto, en esta perspectiva lo comunicado es el texto mismo, tal como lo tenemos hoy; para la teología, el texto de la Escritura es norma de la fe. La historia (siempre hipotética) de la producción del texto sólo es útil en la medida en que ayude a comprender mejor lo afirmado en el texto recibido por la Iglesia; es decir, en que permita hacer esa aplicación actual de la verdad de la cosa de la que el texto habla, para usar las expresiones de Gadamer. (Detrás de esta postura hay ciertamente una apuesta de fe: el texto actual es fiel a Jesús de Nazaret; es precisamente esa fidelidad la que está asegurada por la inspiración).

            Cuando se trata de la pastoral, en esta perspectiva se trataría de ayudar a los fieles a leer más inteligentemente el texto; ya no cabe la existencia de sabios que se adueñan de su significado. Así, los distintos tipos de fieles -los simples fieles, los exégetas, los teólogos y los pastores- se sitúan ante la Escritura básicamente como iguales. Esto puede favorecer el necesario diálogo de los creyentes en torno a la Escritura,[62] diálogo inagotable, ya que ella no entrega la plenitud de su sentido a una sola lectura, sino a la lectura plural de la Iglesia, difundida en el espacio y en el tiempo.

 

            Hay que reconocer que esta postura de inspiración lingüística se presta para caer en el peligro del fundamentalismo; es decir, en la actitud de los que desconocen la distancia histórica y cultural entre el lector y el texto, creyendo que dice lo que diría si el lector lo hubiese escrito en el momento de la lectura. Pero este riesgo se evita en buena medida gracias a la ayuda muy bienvenida de la exégesis histórico-crítica; pero también atendiendo simplemente al texto mismo, teniendo en cuenta todo lo que dice sobre cada tema, para evitar que la primera lectura de una palabra nos haga evocar el significado que ella tiene para nosotros hoy. Para dar un ejemplo, la palabra ekklhsia [ekklesía] no corresponde sin más al significado que hoy damos a “iglesia”, cosa que se desprende palmariamente de algunos textos del Nuevo Testamento.[63]

 

4.

            Concluyamos. Podemos aprovechar la distinción entre hermenéutica técnica y hermenéutica veritativa, expuesta más atrás (en 7.4.e). Esta distinción nos permite afirmar que los métodos de exégesis (histórico-crítico, lingüístico y muchos otros) se sitúan en el nivel de la hermenéutica técnica, que prepara el texto para la comprensión de la verdad de su mensaje. Por lo tanto, pueden ser útiles para la hermenéutica propiamente teológica, pero son enteramente relativos a ella y desde ella deben ser juzgados respecto de su (mayor o menor) utilidad.

            La hermenéutica teológica parte de la base de que la Sagrada Escritura es, en el fondo, un libro inspirado por el Espíritu de Dios. Esto implica que, para comprenderlo a fondo, debe ser leído desde la perspectiva de la fe, en una actitud creyente; dicho de otro modo, participando el lector del mismo Espíritu que inspiró a los escritores sagrados.

            Sin embargo, esta actitud creyente no autoriza a saltarse las mediaciones humanas de inteligencia del texto. No es la fe una vía alternativa de comprensión de la Escritura, porque el creyente lee como persona, recurriendo a sus capacidades de lectura, que quedan fecundadas por su fe, pero no suplantadas por ella. La “fe que busca comprender” -para usar la expresión  de Anselmo de Cantorbery- no puede no recurrir a los métodos y procedimientos humanos de interpretación de la Escritura, como no puede no recurrir a la elemental capacidad de leer o de escuchar la lectura hecha por otro; sólo que la fe da a los creyentes y a la Iglesia en su conjunto una nueva capacidad de discernimiento crítico, para acoger o rechazar y eventualmente transformar esos procedimientos humanos de lectura, comprensión e interpretación.

 

            Esto implica que no hay un método único y exclusivo para interpretar la Escritura, sino que los hay muchos, mejores y peores. Como no tenemos otro acceso a la verdad de la Escritura que pasando a través de una hermenéutica técnica (ya el mero leer o escuchar la lectura del texto es una primera base de tal hermenéutica), en teología debemos (no sólo podemos) emplearlos: cada uno de ellos aporta una nueva luz, porque ilumina un aspecto real de la verdad del mensaje bíblico.

            Sin embargo, hay que estar atentos a los riesgos de cada método, fundamentalmente al de su ideologización, que consiste en olvidar (consciente o inconscientemente) su carácter técnico y convertirse en hermenéutica teológica de la verdad. Así, cualquier método acorrala a creyentes y teólogos (e incluso a los Pastores), erigiéndose en la única fuente autorizada para conocer la verdad de la revelación. Piénsese, por ejemplo, en la exigencia de basar la teología en el Jesús histórico tal como es reconstruido (siempre hipotéticamente) por la exégesis histórico-crítica, o en el riesgo de fundamentalismo que acecha a la exégesis lingüística, por olvido de la distancia histórica y cultural entre el texto bíblico y nosotros.[64]

 

            b) Sagrada Escritura y tradición, ¿dos fuentes de la                         revelación?

 

1.

            El problema que evoco en el título de esta sección se plantea con toda su fuerza en la polémica con Lutero. La tradición ¿tiene una función no sólo actualizadora de la revelación ya acaecida sino también constitutiva, y no sólo formal sino material? Es decir, la tradición ¿no sólo es necesaria como vehículo que pone al alcance de cada nueva generación la revelación, sino que también aporta contenidos que no están en la Escritura? Dicho de otra manera, ¿la Escritura no es suficiente materialmente, no tiene todos los contenidos de la revelación? De hecho, Lutero niega el valor de la tradición de la Iglesia después del siglo V, y la considera como una decadencia y abuso farisaico, como una recaída en la Ley. Por otra parte, abre también la puerta a las sectas, al proclamar el libre examen de la Escritura, basado en que cada creyente tiene el Espíritu de Dios.

            Por otra parte, desde la Escolástica barroca se ha producido en la teología católica una reducción o por lo menos una concentración del concepto de revelación (y, por consiguiente, también del concepto de tradición) en lo doctrinal y conceptual, es decir, en lo formulable en proposiciones de claro contenido intelectual. Detrás está ciertamente el clima racionalista del comienzo de la modernidad.

            Basados en el texto del Concilio de Trento, que habla de la revelación como contenida en la Escritura y en la tradición,[65] los teólogos católicos postridentinos elaboraron la teoría de las dos fuentes de la revelación (que es entendida como revelación doctrinal). Así, para la teología católica que ha llegado hasta mediados de este siglo, era evidente que la Escritura no es materialmente suficiente y que la tradición añade verdades reveladas que no están en ella. El único ejemplo de estas verdades sólo de tradición que se ha podido encontrar ha sido el de la inspiración y el canon. De hecho, sin embargo, la teología católica se concentró en otro tema, visto muy pronto como de mayor importancia en la polémica contra Lutero: el del criterio de interpretación de la Escritura; la respuesta fue que ese criterio es el magisterio (episcopal y papal) de la Iglesia católica, prácticamente identificado con la tradición, como su órgano autorizado.

 

2.

            La solución al problema así planteado me parece que va por dos pistas. Por una parte, se trata de desbloquear el estrechamiento doctrinario que se ha producido en la comprensión de la revelación y la tradición, para recuperar su amplitud; hemos visto que la tradición de la Iglesia no es sólo doctrinal sino también sacramental y real.

            De hecho, entre los Padres del Concilio de Trento había al menos tres concepciones diversas de tradición, que confluyen en el texto aprobado por el Concilio.[66] Una es la del Cardenal Cervini. Según él existen tres principios de la revelación. En primer lugar, la Escritura. Bajo este nombre, él comprende el Antiguo Testamento. Luego está el Evangelio, que para él es el acontecimiento de Cristo, tanto en su forma escrita -es decir, los textos del Nuevo Testamento- como en su forma no escrita: ese mismo acontecimiento en cuanto inscrito en los corazones de los fieles. Por último, está la revelación del Espíritu en la Iglesia. A partir de aquí, Cervini define la tradición como la integración del Evangelio inscrito en los corazones de los fieles con la revelación del Espíritu en la Iglesia. Se trata de una concepción “pneumática” (espiritual) de la tradición, que reconoce la presencia activa del Espíritu de Dios en su Iglesia; es otra forma de expresar lo que en este curso hemos llamado la actualización de la revelación en la Iglesia y por medio de ella; pero que corre el riesgo de olvidar el ‘efápax’ de la revelación, su carácter de acontecimiento ocurrido de una vez para siempre.

            Una segunda concepción muy difundida en el aula conciliar concibe la tradición como las ‘institutiones vitae christianae’ y las ‘traditiones ceremoniales’ provenientes de los Apóstoles. Se trata de las instituciones, los usos y costumbres del cristianismo, que se supone han sido creados por los Apóstoles mismos, y han sido luego transmitidos de mano en mano (‘per manus traditae’), conservándose en la Iglesia católica gracias a una ininterrumpida sucesión y transmisión (‘continua successione in Ecclesia Catholica conservatas’, como se expresará el Concilio). En esta concepción, la tradición es el modo de existir, la encarnación de la Palabra de Dios en lo concreto de la vida cristiana cotidiana; es la encarnación que da consistencia a la Palabra. Su origen remonta a los Apóstoles, aunque se admite que hay variaciones en las particularidades concretas.

            Por último, una tercera corriente entiende la tradición como el conjunto de las fórmulas referidas a la fe, tal como se han ido expresando sobre todo en los Concilios. Es la tradición que hemos llamado doctrinal, cuyo objeto es todo lo que atañe a la fe y a la moral. Esta concepción y la anterior resguardan bien el ‘efápax’ de la revelación; pero corren el riesgo de “historizar” el concepto de tradición, es decir, de hacer creer que todo lo que actualmente se da en la Iglesia -todos sus usos y costumbres, doctrinales, morales, litúrgicos, canónicos, etc.- viene tal cual de los Apóstoles, lo que lleva a perder de vista el carácter vivo de la tradición: ésta ya no sería la actualización viviente de la revelación sino la mera repetición intacta de las formas recibidas.

 

            Una segunda pista para superar el problema de la mala concepción de las relaciones entre Escritura y tradición es reconocer el papel de la tradición en la comprensión de cualquier obra humana realizada en la historia; también, por lo tanto, de la revelación (y su actualización en la tradición de la Iglesia). En la recuperación del valor de la tradición han sido señeros en este siglo, paradójicamente, dos filósofos cristianos protestantes, Gadamer y Ricoeur. Han influido también los descubrimientos de la exégesis histórico-crítica (hecha mayoritariamente por protestantes), que han mostrado los procesos de tradición oral previos a la puesta por escrito de los libros bíblicos (sobre todo, Pentateuco y Evangelios sinópticos).

            Tenemos que concluir que Escritura y tradición se necesitan mutuamente, porque juntas constituyen la única fuente (exterior, objetiva) mediante la cual tenemos acceso a la revelación de Dios. Como ya hemos visto, sin embargo, deben ir ambas acompañadas de la acción interior del Espíritu de Dios, que hace al creyente capaz de captar la revelación de Dios en la Escritura y la tradición, como revelación de Dios, que procede de Él y lo revela a Él. Aunque inseparables, Escritura y tradición no son de idéntico nivel o valor; la supremacía la tiene la Escritura. Así lo reconoce el Concilio Vaticano II cuando afirma que la Escritura es Palabra de Dios y que la tradición la transmite.[67]

 

            Finalmente, analicemos críticamente el argumento básico de la teoría de las dos fuentes de la revelación, que consiste en que al menos la verdad sobre el canon y la inspiración de la Escritura no se encuentra en la Escritura sino en la tradición. De partida, es importante darse cuenta de que se trata de una sola verdad, puesto que -como hemos visto- la inspiración es el “corazón” y el canon el “organismo” de esta verdad sobre la autoría divina de la Escritura. Luego, con Rahner,[68] hay que advertir que se trata de un caso no sólo único, sino no universalizable, porque está exigido por la naturaleza misma de la Escritura como libro de la Iglesia apostólica, donde ella expresa y reconoce su fe auténtica. En efecto, la Escritura, como libro de la Iglesia apostólica, debe ir acompañada de la conciencia de la Iglesia respecto de su valor, conciencia que, por definición, no puede estar incluida en el mismo libro. Rahner presenta en apoyo de esta afirmación la analogía de la conciencia humana respecto de un objeto: va siempre acompañada de la conciencia de sí del que percibe el objeto, pero ambas conciencias se hallan en distinto nivel. Dicho en forma gráfica, si se hubiera de encontrar en la Escritura la afirmación de su propio carácter inspirado y la lista del canon, esto sólo podría hacerse mediante una página final añadida al texto bíblico. Pero, para saber que esa afirmación final es inspirada y, por ello, verdadera, se requeriría de una nueva página que afirmara que la anterior es inspirada, y así sucesivamente “ad infinitum”.

 

            La solución al problema de la adecuada relación entre Escritura y tradición me parece, finalmente, que pasa por un replanteamiento: hay que reconocer que la idea de fuentes de la revelación está mal planteada y nos mete en un callejón sin salida. La fuente única de la revelación es Dios mismo, pues sólo Él puede tomar la iniciativa libérrima de comunicarse personalmente a la humanidad. No existen, pues, a nivel objetivo, fuentes sino canales o formas de acceso a la única acción salvadora-reveladora de Dios. El centro de esos canales está constituido por la Escritura, en cuanto documento inspirado de la fe de la Iglesia apostólica; pero la Escritura nos llega, inevitablemente, por medio de una tradición que la transmite y la interpreta. A estos canales objetivos hay que añadir la acción del Espíritu, porque, para que tradición y Escritura sean acogidas subjetivamente como vehículos de la revelación de Dios, se requiere de la acción del Espíritu en los receptores.

 

            c) El dogma de fe y su evolución

 

            En la exposición de este tema sigo sobre todo el texto de Kern y Niemann,[69] incorporando con algún detalle las ideas de Walter Kasper.[70]

 

            c1) Dogma de fe

 

            Recorramos algunos hitos de la historia de la palabra dogma, antes de intentar una definición teológica de su significado.

 

1.

            La palabra ‘dogma’ no es castellana; ha sido transcrita tal cual del griego al latín y de éste al castellano. Viene del verbo dokein [‘dokéin’], que tiene dos significados. Uno es opinar, creer, pensar; de este significado salió el uso de dogma [‘dógma’] en la filosofía y la ciencia griega de la antigüedad: ‘dogma’ es cada una de las proposiciones u opiniones de una doctrina. El otro significado es parecer bien, decidir; de aquí salió el uso de ‘dogma’ en el ámbito político, donde se lo usa como edicto o decreto.

            En el Nuevo Testamento, el sustantivo ‘dogma’ aparece en sólo 5 lugares y en todos ellos tiene este segundo sentido. Significa un decreto imperial[71] o de la Ley de Moisés;[72] en un lugar significa decisión, y se refiere a la que tomaron los Apóstoles en el llamado Concilio de Jerusalén.[73] Poco antes, el texto de los Hechos ha usado el verbo ‘dokéin’ con este mismo sentido, para dos decisiones distintas aunque interrelacionadas: la decisión doctrinal y disciplinar acerca de no imponer la Ley de Moisés a cristianos venidos de la gentilidad, con excepción de esas cuatro cosas que sí les imponen, decisión tomada en conjunto con el Espíritu Santo,[74] y la decisión de enviar a dos hermanos con la carta que lleva esta primera decisión.[75] El resto del uso de ‘dokéin’ en el Nuevo Testamento es teológicamente irrelevante: significa simplemente opinar, parecer.

            En el tiempo que va de los Padres apostólicos al fin de la Edad Media, la palabra ‘dogma’ -que ha sido simplemente transcrita al latín- se usa también para la doctrina de Jesús y de los Apóstoles, retomando, por encima del Nuevo Testamento, el otro uso de ‘dogma’ en el mundo griego. Sin embargo, en Agustín se la usa sobre todo para designar las doctrinas de los herejes.

            Es en los Tiempos Modernos que la palabra adquiere el sentido teológico que va a durar hasta hoy. Influyen en este desarrollo dos hechos. Por un lado, el redescubrimiento del “Commonitorium” de Vicente de Lérins -olvidado durante la Edad Media debido a que polemizaba con Agustín, lo que lo hizo sospechoso de semipelagianismo-, que identifica estos tres términos: dogma, verdad revelada y depósito de la fe. Su redescubrimiento se hizo durante la polémica antiluterana, para la cual su testimonio servía.

            Por otro lado, está la elaboración teológica de Melchor Cano. Para él, el dogma se reconoce por tres características: es una verdad revelada, recibida por la Iglesia de mano de los Apóstoles, y definida (por un Concilio o un Papa) o sostenida unánime y constantemente por el “sensus fidelium”.

            El Concilio Vaticano I usa en dos oportunidades la palabra ‘dogma’. Una vez, en un sentido general,[76] otra vez referido expresamente a la infalibilidad pontificia.[77] Pero la idea de dogma elaborada por Cano está retomada en el Concilio cuando se refiere a las decisiones que toma la Iglesia en materia de fe y costumbres; estas decisiones pueden ser tomadas mediante juicio solemne (y se piensa en el Concilio ecuménico o en las decisiones papales “ex cathedra”) o mediante el ordinario y universal magisterio (que toma el lugar que en Cano tenía el “sensus fidelium”).[78]

 

2.

            El dogma está siempre bajo la revelación.[79] En efecto, cada dogma de fe es una expresión humana -por lo tanto, siempre condicionada culturalmente y deficiente- de un aspecto particular del misterio de Dios revelado en Cristo; misterio que nunca es plenamente objetivable en nuestras afirmaciones, debido a la trascendencia de Dios con respecto a nosotros. Esta trascendencia tiene dos aspectos. Por un lado, la trascendencia en el ser: Dios es de una manera que supera infinitamente la manera de ser nuestra. Por otro lado, la trascendencia de Dios tiene una dimensión que se inserta en el tiempo: lo que de Él ya se ha revelado en plenitud en Cristo es todavía para nosotros promesa escatológica, que sólo se nos hará patente en el último día, cuando lo veamos cara a cara.

            En cuanto expresión humana, el dogma debe ser interpretado, para comprenderlo y poderlo asimilar y afirmar libremente; es totalmente ajeno a la fe el repetir simplemente como papagayo afirmaciones que otro dice que son verdades de fe. La interpretación del dogma -en concreto, de las afirmaciones humanas en que se vierte- debe ser hecha de acuerdo al principio de la “analogia fidei” (analogía de la fe). Es decir, cada testimonio y cada expresión de la revelación viva en la Iglesia debe ser comprendido no aisladamente sino al interior del conjunto de todos esos testimonios y expresiones. Usando como ejemplo el armar un rompecabezas, cada pieza debe ser situada junto a las que corresponde, para dar la figura total y para entender qué parte de esa figura es cada pieza.

            Esto implica una serie de polaridades que hay que tener en cuenta y que giran en torno a la polaridad básica entre el dogma de la Iglesia y la revelación de Dios. Estas polaridades son las que se dan entre la letra (la formulación humana) y el espíritu (el misterio de Dios ahí expresado); entre la afirmación humana finita y el misterio infinito de Dios; y entre el recuerdo (que hace la Iglesia de la revelación ya ocurrida en Jesucristo) y la profecía (que apunta a la revelación escatológica aún pendiente). Por lo dicho, la afirmación del dogma ha de estar siempre abierta a la novedad de Dios y de su acción salvífica.

 

3.

            Detengámonos un momento a tratar de definir qué es un dogma de fe. Lo que hoy se conoce en teología como dogma de fe puede ser comprendido de dos maneras fundamentales, una amplia, la otra estricta.

            En la comprensión amplia, un dogma de fe se acerca a la idea medieval de “articulus fidei” (artículo de fe), expresión con que se designaba a cada una de las afirmaciones elementales que componen el Credo cristiano. Así, dogma en sentido amplio es cada una de las afirmaciones de la fe, pero también el conjunto de estas afirmaciones. Equivale a lo que en la teología moderna se ha llamado el “depósito de la fe”.

            Sin embargo, esta comprensión amplia de “dogma” se ha contagiado con el relente juridicista con que se ha presentado, desde la polémica antiluterana, la comprensión estrecha o estricta del dogma. En esta comprensión, “dogma” es una afirmación de fe revelada y por lo tanto verdadera, garantizada formalmente por la autoridad magisterial de la Iglesia. Esta comprensión es la que se hace presente en el Concilio Vaticano I cuando se dice que “deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio”.[80] En esta afirmación se halla contenida la conciencia de que el magisterio de la Iglesia no hace más que expresar lo que ha sido revelado por Dios; la Constitución del mismo Concilio sobre la infalibilidad del Papa lo dice explícitamente: “no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir el depósito de la fe”.[81]

 

4.

            Subrayemos el carácter histórico del dogma de fe. De hecho, cada dogma de fe que la Iglesia ha ido afirmando a lo largo de la historia tiene un marcado carácter histórico. Esto se ve al menos por las tres consideraciones siguientes.

            En primer lugar, cada dogma es el resultado de una experiencia que la Iglesia ha estado haciendo en un determinado momento de la historia; una experiencia en que habitualmente la fe se ve enfrentada a una herejía, a un error doctrinal. De aquí que el dogma tenga una función de dique, de barrera puesta al río de la fe para evitar que desagüe fuera del cauce que lo lleva al mar que es la plenitud escatológica de la revelación. Ni un dogma concreto ni el conjunto de las afirmaciones dogmáticas que la Iglesia ha hecho hasta hoy agotan, por lo tanto, el depósito de la fe; los dogmas no son el centro de la fe sino barreras laterales, pero necesarias para que la comunidad de los creyentes no pierda el rumbo.

            En segundo lugar, cada dogma es también anticipación de futuro. En efecto, al cerrar una salida equivocada, abre al futuro auténtico de la revelación de Dios, que las sucesivas generaciones de creyentes irán explorando poco a poco en su riqueza siempre inagotable.

            Finalmente, es un hecho que ha habido en la historia de la Iglesia una evolución o desarrollo del dogma. No sólo en el sentido que se han ido acumulando definiciones dogmáticas, sino sobre todo en cuanto cada afirmación dogmática y el conjunto de la revelación en sus testimonios (Sagrada Escritura, tradición, liturgia, vida de fe de los cristianos, etc.) va siendo comprendida y vivida por cada época de una manera nueva, diferente de la de épocas anteriores, con lo que la Iglesia se va enriqueciendo paulatinamente (sin descartar olvidos y pérdidas momentáneas). Ninguna época, sin embargo, podrá agotar la riqueza de la revelación, del Evangelio vivo en la Iglesia, que es Cristo presente por su Espíritu, que supera todo lo que podemos pensar y vivir.

 

5.

            Todo lo que he venido diciendo acerca del dogma se puede resumir en este doble carácter del dogma: es definitivo y, a la vez, provisorio.

            Es definitivo, por cuanto expresa lo que ya ha ocurrido en la resurrección de Jesucristo, en la que, como hemos visto, se recoge su muerte, su ministerio, su encarnación y, más atrás, la historia de Israel y la misma creación. La resurrección de Jesús es la victoria escatológica de Dios, el lugar en que se cumple definitiva y por ello irreversiblemente su designio de comunicarse personalmente por entero a la humanidad. El hombre Jesús de Nazaret resucitado es la plena comunicación personal de Dios, plenamente acogida por un ser humano.

            Por otro lado, el dogma es provisorio, porque esa resurrección de Jesús todavía no está asimilada total y definitivamente por las generaciones actuales y futuras de la humanidad; sobre todo, porque el Resucitado todavía no se nos ha manifestado cara a cara, en la plenitud de su gloria. Falta todavía, mientras peregrinamos en la historia, lo que podemos llamar la verificación escatológica del mensaje de la Iglesia, que va siendo expresado parcialmente en sus definiciones dogmáticas.

 

6.

            Una sistematización conceptual del dogma muestra en él cinco características esenciales: su contenido debe ser una verdad revelada; su forma, una proposición doctrinal -no, por ejemplo, una mera expresión de sentimientos o deseos-; su validez objetiva: se trata de una afirmación infalible de fe; su obligatoriedad subjetiva: es una regla de fe que obliga en conciencia a todos los creyentes (en el próximo párrafo, al hablar del Magisterio, tendremos que volver sobre esto); su modo de llegar a ser: el dogma es una constatación hecha por la Iglesia en el curso de su historia.

 

            c2) Evolución del dogma

 

1.

            Veamos primero cómo se plantea el problema de la evolución de los dogmas.

            Antes del siglo XVIII no se planteó. La conciencia de una identidad entre la Iglesia actual y la de los Apóstoles era más fuerte que la conciencia de los cambios históricos acontecidos en la Iglesia. Se trataba de una conciencia referida no sólo a la doctrina sino también a la moral, a la liturgia, al derecho y a todos los usos y costumbres en la vida de la Iglesia. Esta identidad de la Iglesia actual con la del Nuevo Testamento fue subrayada por el Concilio de Trento, para contrarrestar la idea luterana de una decadencia de la Iglesia luego de los 5 siglos iniciales, el llamado “consensus quinquesaecularis”, que Lutero acepta como normativo para la fe.

            A partir del siglo XVIII, la toma de conciencia que se da en el pensamiento europeo respecto de la historicidad de la existencia humana, individual y colectiva, sumada al racionalismo secularista que debuta en la Ilustración, obligan a plantearse el problema de la evolución de los dogmas. En una primera modulación, ante el hecho de que la Iglesia a lo largo de su historia ha ido estableciendo dogmas de fe, la pregunta es por la relación de cada uno de estos dogmas con la Escritura; es decir, hay que demostrar que las definiciones dogmáticas de la Iglesia coinciden con la revelación tal como se ha dado en Cristo y los Apóstoles. De modo que la expresión “evolución (o desarrollo) del dogma” se refiere a la relación que hay entre los dogmas que va estableciendo la Iglesia a lo largo de su historia con la Escritura. En una segunda modulación, se plantea también la pregunta por la relación que hay entre el conjunto de los dogmas reconocidos en un momento dado por la Iglesia con el de diversos períodos de su historia. Finalmente, el problema de la evolución de los dogmas se puede plantear a propósito de cada dogma particular: cuál ha sido su interpretación a lo largo de la historia de la Iglesia, desde que fue establecido; acaso esta interpretación ha cambiado al irse incorporando nuevos dogmas; y cuáles son los límites de un posible cambio en la interpretación. Lo que vale para cada dogma particular vale, mutatis mutandis,  también para el conjunto de los dogmas.

 

2.

            La solución puramente conceptual de la Neoescolástica del siglo XIX no es satisfactoria. Para ella, en efecto, el desarrollo del dogma es pura explicitación lógica de lo implicado en la revelación. En esto no hace más que repetir a Sto Tomás.[82] Sin embargo, en la realidad se trata de un desarrollo histórico. Es lo que vieron en el siglo pasado dos precursores, John Henry Newman (1801-1890) y Johann Evangelist Kuhn (1806-1857), este último de la Escuela de Tubinga.

            Kuhn muestra dos cosas importantes. Cristo habló a la vez para su tiempo y para todos los tiempos. En cuanto habló para su tiempo, su palabra está condicionada culturalmente, como decimos hoy. En cuanto habló para todos los tiempos, tiene que ser posible cambiar la forma de la verdad revelada, sin alterar su contenido, de manera de hacerla llegar efectivamente a cada tiempo (a cada cultura). La segunda idea importante de Kuhn es que el contenido de la verdad revelada debe ser confrontado, en cada generación de creyentes, con las corrientes intelectuales, morales y espirituales de la época, que influyen en las personas que son los destinatarios del Evangelio. El Espíritu Santo que está en la Iglesia asegura -a través del Magisterio- que la nueva forma de expresión de la verdad revelada que surge de esa confrontación es auténtica.

 

3.

            Una ayuda crucial para comprender adecuadamente qué es el dogma y por qué hay una evolución o desarrollo del dogma, la proporciona la hermenéutica contemporánea. La revelación histórica de Dios, que culmina en Jesucristo y que es actualizada una y otra vez por la Iglesia en la historia subsiguiente, tiene que ser cada vez comprendida de nuevo por las sucesivas generaciones de cristianos. La Iglesia ha recibido para esto del Señor Resucitado el don de su Espíritu, que la acompaña en este proceso de comprensión de la verdad de la fe. El Espíritu se hace presente tanto en el conjunto de los creyentes como en la jerarquía, dando a los primeros ese “sensus fidei” (sentido de la fe) que los hace, como conjunto, infalibles en el creer, y dando a la jerarquía un carisma de magisterio infalible.

            Habitualmente, la Iglesia vive en posesión pacífica de la verdad de la fe, expresada en la Escritura y en los Símbolos de la fe o Credos. Pero hay momentos en que un aspecto particular de la fe es puesto en cuestión; entonces, luego de un proceso de discusión y discernimiento que puede ser más o menos largo y más o menos conflictivo y doloroso, la Iglesia, a través de sus órganos oficiales, toma una decisión doctrinal y establece un dogma de fe, referido a un punto doctrinal específico. Una vez establecido, el dogma de fe queda entregado a la necesaria comprensión de las sucesivas generaciones de creyentes, igual que los textos de la Escritura.

 

            Esta breve descripción nos muestra que el proceso de desarrollo o evolución del dogma tiene dos aspectos. Por un lado, a lo largo de la historia va surgiendo la necesidad de tomar decisiones doctrinales autorizadas sobre puntos determinados que van exigiendo un pronunciamiento oficial. En este sentido, la evolución del dogma depende de la historia de la Iglesia y es, como toda historia, en principio imprevisible, pues depende de la libertad de los actores de esa historia.

            El segundo aspecto del desarrollo del dogma, en cambio, manifiesta una mayor regularidad. En efecto, cada dogma, una vez establecido, tiene que ser una y otra vez comprendido e interpretado por los creyentes; siendo el dogma una formulación humana de la verdad revelada, queda sometido, igual que los textos inspirados de la Escritura, a las leyes humanas que rigen la comprensión e interpretación de los textos. En este segundo sentido, la evolución en la comprensión de cada dogma y de su conjunto consiste en un ir penetrando los diversos aspectos de su inagotable riqueza.

 

            Una última reflexión. El dogma de fe no podrá agotar jamás la riqueza de la revelación de Dios en Jesucristo, quedará siempre corto en su expresión. De partida, por el hecho -puesto de relieve por la hermenéutica actual- de que ninguna obra humana ni ninguna historia (y ya sabemos que la revelación de Dios, porque se da en la historia, es también obra e historia humanas) son lo que son antes de haber terminado de producir todos sus efectos en la historia. Nosotros, que estamos situados siempre antes de ese fin, comprendemos siempre parcialmente, pudiendo profundizar indefinidamente nuestra comprensión, a medida que esos hechos históricos en que se ha dado la revelación van produciendo nuevos efectos en la historia, como son, por ejemplo, santos que responden a nuevas situaciones, o comunidades de Iglesia que logran evangelizar la cultura en que viven, etc.

            Pero, más a fondo y decisivamente, el dogma nunca agotará la riqueza de la revelación, porque en ella se nos han comunicado, no verdades ni obras históricas, sino Dios mismo, que supera absolutamente toda humana capacidad de comprensión y de formulación de la verdad. Y aunque la Iglesia, fieles y pastores, está asistida por el Espíritu -sin Él quedaría incapacitada para acoger la revelación-, su acción no suprime la abismal diferencia que va del Creador a la creatura.

            Estos dos aspectos de la debilidad de nuestro conocimiento de la revelación los expresa San Pablo en su primera carta a los corintios, cuando dice: “Conocemos parcialmente y profetizamos parcialmente; pero cuando venga lo acabado [=lo que ha llegado a su término], será abolido lo parcial (...). Porque actualmente vemos en un espejo [de metal bruñido], confusamente; entonces veremos cara a cara. Actualmente conozco parcialmente, entonces conoceré como soy conocido [=como me conoce Dios]” (1 Co 13,9-10,12). “Hablamos de sabiduría entre los perfectos [=los cristianos adultos en su fe], pero no de sabiduría de este mundo ni de los príncipes de este mundo, destinados a ser abolidos; sino que hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, mantenida oculta, pero que Dios destinó, desde antes de los siglos, para gloria nuestra (...). Como está escrito: ‘lo que el ojo no vio ni el oído oyó ni subió al corazón del hombre, es lo que Dios ha preparado para los que lo aman’” (1 Co 2,6-7,9).[83]

 

            d) El Magisterio

 

1.

            Más arriba en este capítulo (sección 8.1.d,2) hemos visto que la Iglesia prolonga en la historia los tres “munera” (oficios, funciones) de Cristo: su oficio de Rey en el gobierno, su oficio de Profeta en la enseñanza o magisterio, y su oficio de Sacerdote en la liturgia. Aquí tratamos del magisterio.

            La palabra “magisterio” significa etimológicamente la función que ejerce el “magister”, es decir, el profesor o maestro; se trata, pues, de la enseñanza, de la función de enseñar. Esto debemos tenerlo presente desde la partida, pues en el uso corriente de “magisterio” dentro de la Iglesia suele emplearse como equivalente del episcopado, cuando no del papado.

            El magisterio en la Iglesia es la prolongación de la función profética de Cristo, función que consiste en hablar en nombre de Dios y, por lo tanto, hablar palabra de Dios. Jesús es muy claro para afirmar que en la Iglesia hay un solo Maestro y que, por lo tanto, todos somos hermanos.[84] Si hay un magisterio en la Iglesia, si es legítimo que en ella haya maestros, es sólo en función del único magisterio de Cristo, “el Maestro y Señor” (Jn 13,13), al servicio de su único magisterio, como medio suyo de expresión. Como cuerpo que hace presente a Cristo en la historia, la Iglesia entera es profética; cada cristiano, por su bautismo, participa del triple oficio de Cristo, Rey, Profeta y Sacerdote. Por eso, es legítimo que haya en la Iglesia un magisterio diversificado, según los diversos sujetos cristianos: un magisterio laical, otro teológico, otro de los religiosos, etc. Siempre que se trate de la enseñanza auténtica de la doctrina de la fe, pues de otro modo se produciría un nefasto paralelismo de magisterios.

            Entre estos magisterios en la Iglesia se encuentra el de los Obispos, tanto individualmente considerados como constituyendo el Colegio episcopal (presidido por el Papa), que prolonga en la historia las funciones centrales del Colegio apostólico (exceptuadas las fundacionales, propias exclusivamente de los Apóstoles). El magisterio episcopal es el magisterio supremo en la Iglesia. No en el sentido que suprima o haga inútiles o irrelevantes a los otros magisterios, sino en el sentido que Cristo ha encargado a los Apóstoles y a sus sucesores el servicio de la ortodoxia, es decir, el oficio de velar -con la asistencia del Espíritu y con la autoridad que de Él deriva- por la pureza en la transmisión de la doctrina de la fe. De este magisterio tratamos aquí. Veremos sus diversos tipos, su objeto y su obligatoriedad.

 

2.

            Hay en la Iglesia distintos tipos de magisterio episcopal; se los puede sistematizar en torno a dos divisiones binarias (de dos términos cada una).

            La primera división se hace según la forma de la enseñanza. El magisterio puede ser ordinario o extraordinario.

            La expresión “magisterio ordinario” se encuentra en el Concilio Vaticano I.[85] Esta forma de enseñanza episcopal tiene tres sujetos o portadores.

            En primer lugar, cada Obispo en su diócesis. Esta autoridad para enseñar la recibe el Obispo directamente de Dios, por la ordenación episcopal; pero su ejercicio concreto debe ser regulado mediante lo que se llama la jurisdicción. De hecho, en la Iglesia latina la jurisdicción la da el Papa, asignando a cada Obispo una diócesis o territorio (o también, últimamente con mayor frecuencia, un conjunto determinado de personas, independientemente del territorio en el que viven).

            Luego, el Colegio episcopal como tal es también sujeto del magisterio ordinario. Al decir Colegio episcopal se entiende siempre el Colegio entero, incluida su cabeza, el Papa.

            Por último, también el Papa es portador del magisterio ordinario, cuando enseña a su diócesis de Roma, o cuando habla -como lo hace en sus Encíclicas y otros escritos semejantes- para toda la Iglesia, en el ejercicio de su cargo de Pastor universal.

 

            La segunda forma del magisterio episcopal es el magisterio extraordinario. La expresión no se encuentra en el Concilio Vaticano I; éste contrapone el magisterio ordinario al juicio solemne. Pero en la teología se acostumbra a hablar de “extraordinario”, que hace buena pareja con la expresión “ordinario”. Dos son sus sujetos: por un lado, el Concilio ecuménico; por otro, el Papa cuando habla “ex cathedra”. Algo más tendremos que decir sobre esta forma extraordinaria al hablar, a continuación, sobre la segunda división.

 

3.

            Esta segunda división se hace según la validez del contenido de la enseñanza, que puede ser infalible o solamente auténtica. Las condiciones de un magisterio infalible dependen del sujeto o portador y de la forma de la enseñanza.

            El magisterio de los Obispos debe cumplir dos condiciones. Una es cuantitativa. Pero aquí, de nuevo, hay que distinguir si se trata del magisterio ordinario o del extraordinario. En el primer caso, se requiere la totalidad del episcopado; una totalidad moral, no matemática, y con su cabeza y bajo ella. Para el magisterio extraordinario -es el caso de los Concilios ecuménicos-, se requiere una representación real de toda la Iglesia, representación que se puede lograr de diversas maneras, no sólo por la presencia física de todos los Obispos.

            La segunda condición es cualitativa: tiene que tratarse de una enseñanza que proponga una determinada doctrina en cuanto revelada por Dios. De modo que no cualquier enseñanza de los Obispos tiene carácter de magisterio infalible.

 

            El magisterio papal debe cumplir tres condiciones para ser infalible, explicitadas en el Concilio Vaticano I. Debe tratarse de una enseñanza:

-en la que el Papa ejerza su suprema autoridad apostólica como “pastor y doctor de todos los cristianos”;

-cuya materia sea de “fe y costumbres” (dogma y moral);

-y que el Papa la proponga para “ser sostenida por la Iglesia universal”.[86]

            Cuando se cumplen estas tres condiciones, se habla de magisterio infalible “ex cathedra” (lo que, literalmente, significa: “desde la silla”; se entiende, desde su sede de Obispo de Roma); entonces el Papa, como dice el texto recién citado del Concilio Vaticano I, “por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la defensa de la doctrina sobre la fe y las costumbres”.

 

            Ante el magisterio infalible -sea de los Obispos, sea del Papa; sea ordinario, sea extraordinario-, los fieles deben obediencia de fe.

 

4.

            La segunda posibilidad de validez es que el magisterio sea solamente auténtico, no infalible. “Auténtico” quiere decir que tiene la autoridad de Cristo[87] y, por lo tanto, fuerza obligatoria.

            Son sujetos de magisterio solamente auténtico los Obispos cuando enseñan en sus respectivas diócesis, o cuando se reúnen en Sínodos y Concilios (que no sean Concilio ecuménico); también el Papa cuando expone doctrina en sus Encíclicas y otros documentos semejantes, siempre que sean dirigidos a la Iglesia universal, no a Iglesias o grupos locales; por último, las decisiones de las Congregaciones romanas que tienen que ver con la doctrina (Congregación para la Doctrina de la Fe, Pontificia Comisión Bíblica), cuando son expresamente aprobadas por el Papa, gozan también de este mismo carácter.

            El fundamento que autentifica este magisterio no son las razones aducidas en favor de la doctrina enseñada, sino la misión recibida por los Obispos de mediar la verdad revelada para el mundo, para todas las circunstancias de la vida; misión que va acompañada de una especial asistencia del Espíritu de Dios. Se trata de magisterio auténtico, aunque no infalible, precisamente por esta referencia a la vida; de hecho, en la vida cotidiana no siempre se actúa teniendo certeza infalible de que la decisión tomada es la correcta: basta con que el error sea algo excepcional. Es lo que ocurre también en este nivel de la vida de la Iglesia y de su magisterio episcopal.

            Los fieles deben a este magisterio obediencia no de fe, sino religiosa, pero de razón y voluntad.[88] Sin embargo, al aumentar los casos de error flagrante, baja la autoridad del respectivo sujeto de magisterio y, consecuentemente, también la exigencia de obediencia. Por lo demás, la obediencia de los fieles implica como un elemento suyo integral la exposición -respetuosa, donde y de la manera que corresponda- de las razones por las cuales se piensa que hay error en la enseñanza proclamada. La razón de fondo de esto es que el error no beneficia a la Iglesia, y el reconocimiento hidalgo del error no daña su prestigio, por el contrario.

 

5.

            El objeto sobre el cual puede versar el magisterio episcopal de la Iglesia es doble.

            Por un lado, su objeto directo o primario son las verdades reveladas, que constituyen lo que se ha llamado el ‘depositum fidei’ (depósito de la fe).

            Por otro lado, su objeto indirecto o secundario está constituido por ciertas verdades que, sin estar reveladas en sí mismas y como tales, están en estrecha relación con la revelación. De éstas se pueden distinguir cuatro tipos: las conclusiones teológicas, obtenidas de un silogismo en que una premisa es revelada y la otra de razón; los preámbulos de la fe: verdades de razón que son presupuesto de verdades reveladas; como, por ejemplo, la existencia de Dios; los hechos dogmáticos, es decir, afirmaciones vinculadas extrínsecamente con verdades reveladas; por ejemplo, el carácter ecuménico de determinado concilio, que le da infalibilidad a sus conclusiones; por último, ciertas decisiones no doctrinales, pero que involucran la función magisterial, como son, por ejemplo, las canonizaciones de santos, las determinaciones litúrgicas mayores, etc.

 

6.

            Para terminar, digamos una palabra sobre la obligatoriedad de las diversas afirmaciones doctrinales del magisterio, incorporando ahora el de los teólogos.

            La teología “recibida” (es decir, la que ha llegado hasta la generación de nuestros formadores) estableció un abundante y diferenciado catálogo de “calificaciones teológicas”, es decir, de “notas” (positivas) y “censuras” (negativas) que especificaban el grado de obligatoriedad de cada afirmación magisterial o teológica. Estas calificaciones están en la confluencia de los grados de certeza con que se puede hacer cada afirmación, con la cualidad de la doctrina (si es revelada, decisión infalible del magisterio, conclusión teológica, etc.).

            Reproduzco un cuadro simplificado que trae el libro de Kern y Niemann,[89] poniendo sin paréntesis la nota y entre paréntesis la respectiva censura:

                                                                  

 

enseñanza directa =verdades de revelación

enseñanza indirecta

definición de Magisterio extraordinario

“de fide definita”

(herejía manifiesta)

proposición definida

(proposición condenada)

definición de Magisterio ordinario

“de fide”

(herejía)

proposición verdadera

(error)

enseñanza de los teólogos

“fidei proximum”

=cercano a la fe

(cercano a la herejía)

“sententia theologice certa” =sentencia cierta teológicamente

(opinión falsa o errónea)

                                                                                                                            

 

            En cuanto a las relaciones del Magisterio episcopal con la teología y con el sentido de fe de los fieles, algo tendremos que decir en el próximo capítulo, sobre la fe.

 

            e) El “sensus fidelium”

 

            El “sensus fidelium” ha sido hasta ahora muy poco trabajado en la teología. Hace poco se ha publicado una tesis doctoral, realizada en la Universidad Gregoriana, que trata el tema muy a fondo, pero en la sola perspectiva de la tradición doctrinal, que ve al “sensus fidelium” como función de inteligencia de la fe.[90] Cuatro me parecen las afirmaciones centrales en torno al “sensus fidelium”.

            La Iglesia como totalidad, como conjunto de los fieles, es infalible “in credendo” (en el creer, en el ejercicio de la fe). Obviamente no por sí misma, sino por el Espíritu que habita en ella y en sus fieles, como afirman tantos textos del Nuevo Testamento, en particular la 1ª Carta de Juan: “En cuanto a ustedes, están ungidos por el Santo y ustedes lo saben. Les he escrito, no porque desconozcan la verdad, sino porque la conocen y porque ninguna mentira viene de la verdad (...). Y en cuanto a ustedes, la unción que de Él han recibido permanece en ustedes y no necesitan que nadie les enseñe. Pero como su unción les enseña acerca de todas las cosas -y es verdadera y no mentirosa- según les enseñó, permanezcan en Él” (1 Jn 2,20-21 y 27). Esta infalibilidad de los fieles en su fe ha sido recordada por el Concilio.[91] Podríamos decir que se trata del polo místico de la fe, que radica en el corazón de los creyentes; éste complementa el polo jurídico o institucional, situado en el nivel de los organismos, representado por el carisma de infalibilidad en la enseñanza, propia del magisterio supremo de la Iglesia. En este sentido, el “sensus fidelium” equivale a lo que en la tradición más antigua se ha llamado también “sensus Christi” o “sensus Ecclesiae”.

            La base del “sensus fidelium” es el “sensus fidei” (sentido de la fe) propio de cada creyente individual, como repercusión en su corazón de los dones del Espíritu Santo, especialmente de los de inteligencia, ciencia y sabiduría. El resultado del “sensus fidelium” es el “consensus fidelium” (consenso de todos los fieles), interpretable como la expresión de la fe en el nivel del organismo cultural de la Iglesia.

            Entre otros modos, el “sensus fidelium” se ejerce concretamente en el acto de “recepción” por parte de los fieles de lo que viene de la jerarquía, en los tres campos cubiertos por los tres oficios o funciones de Cristo y prolongados por la tradición (doctrinal, sacramental y real). Una recepción que es discriminatoria, en el sentido de que se queda con lo que el sentido de fe de los fieles ve como en consonancia con la fe y rechaza lo que le parece disonante con ella.[92]

            Este “sensus fidelium” tiene estrecha vinculación con la experiencia eclesial de la fe (como veremos en el próximo capítulo). Por ello, hay que entenderlo según un modelo eclesial no de subordinación del laicado (los fieles) a la jerarquía, sino de comunión, debido precisamente a que también los miembros de la jerarquía son fieles. En este modelo de comunión, la función de la jerarquía se define como un servicio a la fe de la Iglesia y no como el ejercicio de un poder sobre los fieles.

 

            f) Conclusión

 

1.

            Hemos visto que en Cristo culmina la revelación histórica de Dios, su autocomunicación personal. Al culminar, se hace por lo mismo definitiva, irreversible; es lo que en teología se conoce con el nombre griego "escatológico", es decir último, final, después de lo cual ya no puede haber nada más.

            En Jesús de Nazaret, en efecto, se recapitula toda la historia de revelación anterior (la del Antiguo Testamento), pero también la creación en cuanto reveladora: ha sido hecha por la Palabra de Dios, en ella y para ella, Palabra que se ha encarnado en Jesús.[93] Por otra parte, Jesús da origen a la historia de la Iglesia, su Cuerpo, que va actualizando la revelación a lo largo de la historia y va acumulando así y transmitiendo de generación en generación la auténtica tradición.[94]

            El hecho de Cristo, es decir, la revelación histórica concentrada en Él, da origen, por la intención universal de la revelación, a la comunidad de la Iglesia, animada por el Espíritu Santo; una comunidad a la vez receptora de la revelación y emisora de ella. Para desempeñar este papel, la Iglesia está dotada de tres regalos del Espíritu, que corresponden a las tres funciones de Cristo y que se asientan en tres funciones humanas de los cristianos:


 

 

Don del Espíritu

Función humana

Función de Cristo

Evangelio (kerygma)

memoria

Profeta

Sacramentos

fiesta, culto

Sacerdote

Jerarquía

autoridad, decisión

Rey

 

            Gracias a estos dones del Espíritu, la Iglesia invita a la humanidad a acoger la revelación que ella transmite y a convertirse; conversión que implica no sólo la transformación personal sino también la colectiva o social de la humanidad.

            De la Iglesia y de estos dones que ha recibido del Espíritu, da testimonio el Nuevo Testamento, que ha sido entregado por la Iglesia apostólica (junto con los otros tres dones: Evangelio o kerygma vivo, sacramentos y jerarquía) a la Iglesia postapostólica.

            Ahora bien, tanto el Nuevo Testamento, en cuanto texto escrito, como los otros tres dones y la misma vida cristiana a que dan origen, deben ser interpretados. Y desde el comienzo se presentaron aquí problemas, como se ve en el mismo Nuevo Testamento: para el Evangelio o kerygma que proclama la Iglesia,[95] para los sacramentos, en concreto el bautismo[96] y la eucaristía;[97] para el servicio de la autoridad jerárquica;[98] para la vida cristiana,[99] incluso para la misma comprensión del texto de los escritos neotestamentarios.[100]

            El Espíritu del Resucitado asiste a la Iglesia para que no falle en su interpretación. Si la Iglesia pudiera fallar definitivamente en cuestiones esenciales de su ser Cuerpo de Cristo, entonces fallaría la universalidad de la salvación-revelación obrada por Cristo y no tendría ese carácter escatológico que el Nuevo Testamento le atribuye (y que se manifiesta precisamente en los dones del Espíritu). De hecho, el Espíritu da a la Iglesia dos dones de infalibilidad: al conjunto de los fieles da infalibilidad en el creer y al episcopado infalibilidad en el enseñar. Es precisamente en esta infalibilidad magisterial donde se sitúan los dogmas de la fe.

 

            Como tendremos ocasión de ver con más detalle en el próximo capítulo, por la fe es Cristo mismo quien habita en el corazón de los creyentes,[101] habitación mediada por el don del Espíritu, derramado en el corazón de los creyentes.[102] Por su parte, la Iglesia es Cuerpo de Cristo; uno de sus significados es que, a semejanza del cuerpo humano, la Iglesia es la realidad visible y tangible en la historia, que hace presente una realidad de otro orden: la persona de Cristo; pero esto no por su propio poder, sino por el del Espíritu de Cristo que la anima.

            Al interior de la Iglesia, sin embargo, hemos tenido que distinguir cuatro elementos que contribuyen a esta presenciación de Cristo (que es la realidad de la revelación), realizada por el Espíritu.

            En primer lugar, la Sagrada Escritura. Ella da testimonio auténtico y autorizado de la revelación acaecida en la historia de Israel y que culmina en Jesucristo, gracias al carisma de inspiración que da el Espíritu a sus autores y que queda en el texto bíblico como permanente exhalación de Dios. Pero la Escritura no es simple y totalmente congruente con la revelación; es sólo su testimonio. Por eso, da origen necesariamente al segundo elemento:

            La tradición, que es la presencia de la revelación en la Iglesia a lo largo de la historia, en sus sucesivas actualizaciones, realizadas gracias a la colaboración del Espíritu con la Iglesia, a cuyos miembros da sus dones y carismas.[103] Para distinguir la acción del Espíritu respecto de la Escritura (la “inspiración”) de su acción respecto de la tradición de la Iglesia, se usa en teología el término de “asistencia”: el Espíritu no inspira a la Iglesia sino que la asiste para que actualice auténticamente la revelación histórica de Dios. Como la Iglesia está -por derecho divino y no por simple hecho contingente- estructurada jerárquicamente, da origen al tercero de los elementos:

            El magisterio episcopal, órgano de la tradición, cuyo carisma de infalibilidad se debe a que la Iglesia es -por obra del Espíritu- la presencia victoriosa del Resucitado en la historia. El magisterio es, así, el órgano puesto al servicio de la infalibilidad de la Iglesia.

            Pero el magisterio queda siempre referido al cuarto y último elemento, el conjunto de los fieles; está al servicio de su fe, en relación no sólo de dar y conducir, sino también de recibir y de aprender, porque el conjunto de los fieles, lejos de ser mero receptáculo pasivo de la acción de los pastores, tiene, como don del Espíritu, ese sentido de la fe que lo hace infalible en el creer.

 

2.

            La Iglesia actualiza auténticamente la revelación histórica de Dios que culmina en Jesucristo (y, por lo mismo, da una luz decisiva respecto de la revelación por creación, en cuanto es hecha por y para Cristo). La autenticidad de esta actualización no es obra de los miembros humanos de la Iglesia, logro que se pudiera atribuir a nuestro esfuerzo; es puro regalo de Dios. Este regalo se hace presente en aquellas formas de infalibilidad que hay en la Iglesia en las tres funciones en que se prolongan los tres oficios de Cristo, Rey, Profeta y Sacerdote; infalibilidad que no es otra cosa que la repercusión en las estructuras actuales de la Iglesia peregrina de esa victoria escatológica ya lograda por Cristo en su resurrección.

            En la función profética o doctrinal, el Espíritu da a la Iglesia una doble infalibilidad, que le permite mantenerse en la ortodoxia; por un lado, está el carisma de magisterio episcopal y papal infalible, que asegura la exactitud de la doctrina enseñada por la Iglesia; por otro lado, el carisma de infalibilidad en el creer, dado al conjunto de los fieles (incluidos, obviamente, los miembros de la jerarquía, que también son fieles), carisma que crea el “sensus fidei” y el “consensus fidelium”. Como veíamos un poco más atrás, este segundo carisma de infalibilidad ha sido mucho menos estudiado que el de magisterio infalible, por lo que está menos presente en el primer plano de la conciencia actual de la Iglesia.

            En la función sacerdotal o litúrgica y sacramental, el Espíritu da a la Iglesia la gracia sacramental “ex opere operato” (por el hecho de realizar la obra), es decir, asegura que el sacramento es un acto salvífico de Cristo Resucitado por el solo hecho de realizarse la acción sacramental tal como la prescribe la Iglesia, independientemente de las actitudes subjetivas de las personas que la realizan, siempre que quieran hacer lo que la Iglesia hace. Evidentemente, las disposiciones subjetivas de ministros y participantes y el esfuerzo de los ministros por celebrar adecuadamente el sacramento y por favorecer la participación de los fieles como corresponde, son decisivos en cuanto a la fecundidad de la recepción de la gracia sacramental, pero no constituyen esa gracia.

            En la función real o de ejercicio de la autoridad de servicio, hay que distinguir también dos acciones del Espíritu. La primera es la asistencia a la jerarquía en su tarea pastoral intraeclesial, la segunda es la gracia de estado que se da a los miembros laicos para el desempeño de su tarea de hacer presente la realeza de Cristo Servidor en el mundo. Estas acciones del Espíritu no son infalibles, pues dependen de la libertad de los respectivos sujetos. Sin embargo, a nivel de la jerarquía está el sacramento del Orden y esa ininterrumpida cadena de imposición de manos que viene desde los apóstoles y que asegura, de manera infalible, que estamos en presencia de miembros auténticos de la jerarquía de la Iglesia. Y a nivel del laicado están el bautismo y el “sensus fidei”, también obras del Espíritu, que apuntan a la ortopraxis (conducta correcta en el mundo).

 

3.

            Pero tampoco la Iglesia en la historia ni su magisterio episcopal son plenamente congruentes con la revelación; hay en la Iglesia histórica el pecado de sus miembros y la opacidad de la condición carnal del cuerpo. Por eso, la actualización histórica de la revelación de Dios en la Iglesia apunta necesariamente hacia su consumación escatológica, cuando ya no haya pecado y, vencido el último enemigo, la muerte, gocemos de la condición espiritual de nuestro cuerpo, plenamente transparente, al fin, de Dios.

 

            8.4. La consumación de la revelación

 

1.

            Hemos visto que la realización de la revelación tiene tres etapas históricas: la promesa (que cubre sobre todo el Antiguo Testamento), el cumplimiento (realizado en Jesucristo y documentado en el Nuevo Testamento) y la consumación, que ha de realizarse en la inauguración definitiva del Reinado de Dios en la historia de la humanidad, en el tiempo del final escatológico. Hemos visto también que la revelación es propiamente un acto escatológico de Dios; de modo que revelación en su sentido más estricto sería su consumación en el Reinado de Dios -cuando Dios y la humanidad entren en su definitiva relación esponsal-, consumación realizada anticipadamente en Jesús de Nazaret muerto y resucitado y recibida como sacramento por la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

            Hasta ahora, por lo tanto, nuestro conocimiento del Dios que se nos revela -el conocimiento de la fe- es imperfecto, indirecto, como “a través de un espejo”;[104] es un encuentro real con Dios, pero entre sombras: vamos hacia la plena luz del día, pero es todavía el alba.

            Al otro lado de la muerte será la contemplación plena y perfecta de Dios, el encuentro total que satisface en plenitud todo anhelo; será el banquete del Reinado de Dios, la fiesta de las Bodas de su Hijo, festejadas en plena fraternidad: el encuentro con Dios hace posible el pleno encuentro con los hermanos, hijos del mismo Padre, sin sombras, en transparencia total.

            Los textos del Nuevo Testamento que nos hablan de la consumación de la revelación lo hacen bajo imágenes. No podía ser de otra manera, pues se trata de una experiencia que aún no hemos hecho. Tres son las imágenes principales: la de la visión de Dios: en la consumación de la revelación veremos a Dios cara a cara, tal cual es;[105] la del encuentro con el Señor;[106] y la del banquete de hermanos, en la Casa del Padre.[107] Estas tres imágenes reflejan la experiencia de la comunidad apostólica con el Señor Resucitado: lo vieron,[108] se encontraron con Él[109] y comieron con Él.[110]

 

2.

          Podemos concluir este largo capítulo proponiendo la visión complementaria de los mismos temas sobre la revelación en otro autor, para tener un punto de comparación. René Latourelle habla de tres formas de la revelación: la revelación de naturaleza o por medio de la creación; la revelación de gracia o por medio de la Palabra, que corresponde a la revelación histórica, en sus fases de realización y de actualización; y la revelación de gloria, mediante la visión de Dios cara a cara,[111] que corresponde a la etapa de consumación escatológica de la revelación. Reproduzco, a continuación, un cuadro que resume lo que él dice:


 

 

                                                                            

 

revelación de naturaleza

(o por Creación)

revelación de gracia

(Palabra e historia)

revelación de gloria (visión)

medio objetivo de la manifestación

obras de la Creación

Palabra y testimonio de Dios en la historia

esencia divina misma

luz subjetiva

luz de la razón

luz de la fe y profética

luz de la gloria

conocimiento de Dios

como principio y fin del universo

los misterios de Dios y su designio de salvación

Dios visto cara a cara

comunicación de Dios en la revelación

Dios pone el signo y da al hombre facultad para discernir su presencia en el mundo

Dios, por su Palabra, inicia al hombre en los misterios de su vida íntima

Dios se da al hombre sin mediación

respuesta de donación del hombre

homenaje de glorificación y acción de gracias

fe como nueva opción de vida basada en la Palabra

plena donación del hombre a Dios

Cristo, principio de toda revelación

todo ha sido creado en Él y por Él

Él ha venido a manifestar al Padre

Él revela la gloria del Padre

cada grado de la revelación:

-supone el precedente

 

 

- - - -

 

 

para abrirse a la Palabra, hay que conocer al Creador

 

 

para poder gozar de Dios, hay que haber oído hablar de Dios

-se ordena al superior

la Creación es para la Palabra

la Palabra se ordena a la visión

- - - -

 


 

[1] DS 1335.

[2] D 784 = DS 1502-1503.

[3] D 2021 = DS 3421.

[4] Juan De La Cruz, Subida del Monte Carmelo, libro 2, cap. 22, 3-4.

[5] La historia y esta respuesta textual, en José María Javierre, Juan de la Cruz, un caso límite. Salamanca, Sígueme, 2ª ed. 1991 (1ª de 1991). (El rostro de los santos 14), 896-898; la cita, 898.

[6] La comunidad apostólica son los Doce y los llamados “viri apostolici” (de los que habla también Dei Verbum  en su nº 7), los varones que estuvieron en estrecho contacto con ellos y que fueron, con ellos, testigos de la vida pública de Jesús y de su resurrección; ver Hech 1,21-22; 1Co 15,6. En la comunidad apostólica había también mujeres, entre ellas la madre de Jesús (ver, por lo menos, Hech 1,14); no se debería, pues, seguir hablando de “viri apostolici”.

[7] Puede verse también 2 Pe 3,9.

[8] Ver la dura amonestación final del libro del Apocalipsis: “A todo el que escucha la profecía contenida en este libro, le declaro yo: Si alguno añade algo, Dios le mandará las plagas descritas en este libro. Y si alguno suprime algo de las palabras proféticas escritas en este libro, Dios lo privará de su parte en el árbol de la vida y en la ciudad santa descritos en este libro” (Ap 22,18-19). Ver también 1Co 4,6.

[9] Ver 1Co 15,1-11; 2Co 11,4; Gal 1,6-9; 2,2-9; 1Tim 4,1-7; 6,3-5; 2Tim 1,13-14; 2,16-18; 4,3-5; Tit 1,9-14.

[10] 2Pe 1,20-21; 3,16; etc.

[11] Puede verse el caso de la promesa de la tierra y del descanso en ella, hecha a Abrahán (Gn 12,7; 13,15; etc.), cumplida en la conquista de Canaán (Jos 21,43-45; 23,14); pero la presencia de cananeos (Jue 2,1-3,20-23) obliga a descubrir que hay más en la promesa que lo ya cumplido. A la luz de Cristo, Heb 3,7 - 4,9 saca las consecuencias; ver Mt 5,4. O el caso de la promesa de la descendencia hecha a Abrahán (Gn 12,1-2; 15,1-20), y su transformación en el Nuevo Testamento: Hech 13,32-33; Gal 3,16,19,29.

[12] Dt 7,1-2; 20,10-18; Jos 6,17-19; 1Sam 15,1-3.

[13] Mt 5,43-45.

[14] Gn 19,30-38.

[15] Ver Mc 1,15; 13,33; Lc 19,44; 21,8; Jn 7,6-8; Hech 1,7; 3,20; Rom 3,26; 5,6; 13,11; 2Co 6,2; Ef 1,10; Heb 9,9-10; Ap 1,3; 22,10.

[16] Mt 16,1-4.

[17] Jn 2,4; 4,21,23; 5,25,28; 7,30; 8,20; 12,23,27; 13,1; 16,25,32; 17.1. Ver también Mt 26,45; Lc 22,53.

[18] La expresión “estructuras de pecado” la ha usado Juan Pablo II en Sollicitudo Rei Socialis  36 para referirse al mal presente en la sociedad. La extensión de este concepto a la Iglesia es mía.

[19] Ver Sergio Silva G., ss.cc. “Cultura e inculturación en el Documento de Santo Domingo”,  en Medellín (Revista de Teología y Pastoral) 19, 1993, 335-365.

[20] Mt 13,31-33.

[21] Se puede ver Sergio Silva G., ss.cc., ¿Por qué murió Jesús? Iniciación a los Evangelios, volumen I: Lectura del drama. Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1996, capítulo 12.

[22] Por ejemplo, Mt 12,28; Jn 9,3. Ver Sergio Silva, o.c., capítulo 10.

[23] Mc 2,1-12,17.

[24] Por ejemplo, Mt 9,11-13; Mc 10,13-16: Lc 6,20; 7,22. Ver Sergio Silva, o.c., capítulo 9.

[25] Gn 12,4-5; 13,2-6.

[26] “Se puede concluir: la Iglesia no tiene una misión tanto como la misión tiene una Iglesia”. Michael Cook, “Iglesia y Reinado de Dios”, Teología y Vida 29, 1988, 73-86; la cita en p. 85.

[27] Ver Fredy Parra, “Creación y escatología en la reflexión teológica latinoamericana”, Teología y Vida 39, 1998, 39-70, a propósito del pensamiento de Ellacuría (que remite a Zubiri), 60-61.

[28] 2 Co 1,20.

[29] Ver Jn 2,22; 12,16; 14,26.

[30] Ex 3,13-20; 5,19-21; 16,3; etc.

[31] Jn 5; 6; 9; 11.

[32] Rom 1,18-2,29.

[33] Ver, por ejemplo, Is 1,4,15-17,21,23; 5,7; Jer 5,1,7,19,26-29; 7,3-11.

[34] Rom 8,20-21.

[35] Rom 2,14-15.

[36] Declaración Nostra Aetate  2.

[37] Juan Pablo II, Ecclesia in America  51: “La Iglesia en América debe esforzarse por aumentar el mutuo respeto y las buenas relaciones con las religiones nativas americanas”. Esta frase es una cita de la proposición 63 de los Padres Sinodales.

[38] Ver Segundo Galilea, El alba de nuestra espiritualidad. Vigencia de los Padres del desierto en la espiritualidad contemporánea. Madrid, Narcea, 1986, 30-35.

[39] Pedro Prado, Otoño en las Dunas. Santiago, Nascimento, 1940, Soneto XII.

[40] Hans Urs Von Balthasar, Theodramatik, Bd. III. Einsiedeln, Johannes, 1980, 203-209.

[41] “Cristologías que se buscan, hechas en el Espíritu Santo”; traducción mía.

[42] Lev 18,2,4,5,6,etc.; Ez 6,7,10,13, etc.

[43] Jn 6,35,51; 8,12,28,58; 10,7,11; 11,25; 13,19; 14,6; 15,1.

[44] Ver, por ejemplo, Lc 10,21-22.

[45] El término es de Jn 1,18.

[46] Mt 11,25 y p. Lc 10,22.

[47] 1Jn 5,6.

[48] 2Co 4,4-6.

[49] 2 Co 10,13,15,16; Gal 6,16.

[50] DS 1334-1335. D 706 no pone la lista sino que remite al texto de Trento.

[51] D 783-784 = DS 1501-1505.

[52] D 1787 y 1809 = DS 3006 y 3029.

[53] D 32 = DS 202.

[54] D 245.

[55] D 84 = DS 179-180.

[56] D 92 = DS 186.

[57] D 96 = DS 213.

[58] D 1787 = DS 3006.

[59] 2Mac 2,19-32, especialmente 23-28 y 31-32; Lc 1,3.

[60] Karl Rahner, s.j., Über die Schriftinspiration. Freiburg, Basel, Wien; Herder, 1958. (Quaestiones Disputatae 1). 88 pp. Traducción castellana: Inspiración de la Escritura. Barcelona, Herder, 1970 (Quaestiones Disputatae 6) 102 p.

[61] DV 12, 23, sobre todo 24. OT 16.

[62] Juan Pablo II, Ecclesia in America  31, reconoce esta necesidad cuando dice que la Iglesia en América “debe conceder una gran prioridad a la reflexión orante sobre la Sagrada Escritura, realizada por todos los fieles”.

[63] Como Hech 19,32,39-40; ver también Mt 18,17; Hech 11,22

[64] Es bueno poner aquí dos textos de Santa Teresa de Avila sobre el valor de la Escritura. “De una cosa os aviso -dice a sus monjas a propósito de las “hablas con el ánima”, es decir, de las palabras que cree escuchar alguien cuando está en oración-, que no penséis, aunque sean de Dios, seréis por eso mejores, que harto habló a los fariseos, y todo el bien está cómo se aprovechan de estas palabras, y ninguna que no vaya muy conforme a la Escritura hagáis más caso de ellas que si las oyésedes al mesmo demonio” (Moradas del Castillo interior, Moradas sextas, cap. 3, nº 4, en Santa Teresa de Jesús, Obras Completas. Edición manual. Mdrid, BAC, 1982, p. 410). Y en su 16ª Cuenta de Conciencia, de Julio de 1571: “Estando (...) pensando si tenían razón los que les parecía mal que yo saliese a fundar y que estaría yo mejor empleándome siempre en oración, entendí: ‘Mientras se vive, no está la ganancia en procurar gozarme más, sino en hacer mi voluntad’. Parecíame a mí que, pues san Pablo dice del encerramiento de las mujeres -que me han dicho poco ha y aun antes lo había oído que ésta sería la voluntad de Dios-, díjome: ‘Diles que no se sigan por sola una parte de la Escritura, que miren otras, y que si podrán por ventura atarme las manos’” (op. cit., p. 463).

[65] D 783 = DS 1501. Vale la pena recordar un detalle de la historia del Concilio. El esquema que se discutió en el aula hablaba de la revelación en los mismos términos que Basilio de Cesarea en el siglo IV: contenida “partim et partim” (en parte... y en parte) en la Escritura y en la tradición, que aparecen así fácilmente como dos fuentes independientes de los contenidos de la revelación. Pero el texto aprobado dice simplemente que la revelación está contenida “en los libros escritos y las tradiciones no escritas”. El ‘partim et partim’ fue reemplazado por un simple ‘et’ que, sin rechazar de plano la teoría de las dos fuentes, se presta menos para apoyarla. La razón de este cambio no parece ser otra, sin embargo, que el Concilio pretendía sólo afirmar el valor de la tradición, que Lutero negaba; pero los Padres no se plantearon el problema posterior de una posible insuficiencia material de la Escritura. En el Concilio Vaticano I no se alcanzaron a tratar estos temas en forma pormenorizada, porque la preocupación central -como hemos visto- era otra. Sólo se retoma la idea de Trento, aunque con alguna variación redaccional: se habla de lo que está contenido “in Verbo Dei scripto vel tradito” (en la Palabra de Dios escrita o transmitida por tradición) (D 1787 = DS 3011).

[66] Sigo a Joseph Ratzinger, “Ensayo sobre el concepto de tradición”, en Karl Rahner y Joseph Ratzinger, Revelación y tradición. Barcelona, Herder, 1971, 27-76.

[67] Dei Verbum  9.

[68] Karl Rahner, s.j., Über die Schriftinspiration. Freiburg, Basel, Wien; Herder, 1958. (Quaestiones Disputatae 1). 88 pp.

[69] Walter Kern y Franz-Josef Niemann, Theologische Erkenntnislehre. Düsseldorf, Patmos, 1981. (Leitfaden Theologie 4) 188 pp. Traducción castellana: El conocimiento teológico. Barcelona, Herder, 1986. (Biblioteca de Teología. Panorama actual del pensamiento cristiano 5). 240 pp. Aquí, capítulo 4.

[70] Walter Kasper, Dogma unter dem Wort Gottes. Mainz, Matthias Grünewald, 1965. 149 p. Traducción castellana: Dogma y Palabra de Dios. Madrid, Razón y Fe; Bilbao, Mensajero, 1968. (Frontera 4) 167 p.

[71] Lc 2,1; Hech 17,7.

[72] Ef 2,15; Col 2,14.

[73] Hech 16,4.

[74] Hech 15,28.

[75] Hech 15,22,25.

[76] D 1816 = DS 3041.

[77] D 1839, primer párrafo = DS 3073.

[78] D 1792 = DS 3011.

[79] Es lo que ha subrayado con energía Walter Kasper, Dogma unter dem Wort Gottes. Mainz, Matthias Grünewald, 1965. 149 p. Traducción castellana: Dogma y Palabra de Dios. Madrid, Razón y Fe; Bilbao, Mensajero, 1968. (Frontera 4) 167 p. Lo afirma también el nº 25 de Lumen Gentium  del Vaticano II: “Cuando el Romano Pontífice o el Cuerpo de los Obispos juntamente con él definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma Revelación, a la cual deben atenerse y conformarse todos”.

[80] Concilio Vaticano I, Constitución Dei Filius, cap. 3. Se lo encuentra en D 1792.

[81] Concilio Vaticano I, Constitución Pastor Aeternus, cap. 4. Se lo encuentra en D 1836.

[82] Summa Theologiae 2a.-2ae., 1,7 y 1,9, ad 2.

[83] La cita interna del final del texto corresponde a Is 64,3; 52,15; Jer 3,16; Sir 1,10.

[84] Mt 23,8.

[85] D 1792 = DS 3011.

[86] D 1839 = DS 3074.

[87] Ver en el Concilio Vaticano II, LG 25.

[88] LG 25 del Vaticano II se expresa así.

[89] Walter Kern y Franz-Josef Niemann, Theologische Erkenntnislehre. Düsseldorf, Patmos, 1981. (Leitfaden Theologie 4) 188 pp. Traducción castellana: El conocimiento teológico. Barcelona, Herder, 1986. (Biblioteca de Teología. Panorama actual del pensamiento cristiano 5). 240 pp. El cuadro está en la p. 172 de la edición alemana, p. 220 de la castellana.

[90] Dario Vitali, Il sensus fidelium come funzione di intelligenzia della fede. Brescia, Morelliana, 1993.

[91] LG 12.

[92] A propósito de la liberación, que puede ser cristiana o no, dice Juan Pablo II en su discurso inaugural en Puebla: “No nos engañemos: los fieles humildes y sencillos, como por instinto evangélico, captan espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al Evangelio y cuándo se lo vacía y asfixia con otros intereses”. Juan Pablo II, Discurso Inaugural de Puebla III, 6. Esta frase está citada textualmente en Puebla 489, al final de ese número.

[93] Puede verse el himno de la carta a los Colosenses: Col 1,15-17.

[94] En el mismo himno, Jesús es Cabeza de la Iglesia: Col 1,18-20.

[95] Gal 1,6-9; 2,2-9; 1Co 15,11-20; 2Co 11,4; 1Tim 4,1-7; 6,3-5; 2Tim 1,13-14; 2,16-18; 4,3-5; Tit 1,9-14.

[96] Rom 6,1-11; 1Co 1,11-16; 12,13; 15,29; Gal 3,26-29; Col 2,12-13; Tit 3,4-7; 1Pe 3,18-22.

[97] 1Co 10,16-17; 11,17-34.

[98] Gal 2,6,11-14; Heb 13,7,17; 1Tim 3,1-13; Tit 1,5-9.

[99] Todo el Nuevo Testamento da testimonio de esta dificultad; ver, por ejemplo, Hech 8,4-25; 15,1-35; 1Co 5,1 - 6,19; etc.

[100] 2Pe 3,15-16.

[101] Ef 3,17.

[102] Rom 5,5; Gal 3,2,14.

[103] Rom 12,5-8; 1 Co 12; Ef 4,7; 1 Pe 4,10-11.

[104] 1 Co 13,12.

[105] Col 3,4; 1 Jn 3,2; Ap 22,3-4.

[106] Mt 25,10,21; Lc 14,5; 22,30; Jn 14,3; 17,24; 2 Co 5,8; Fil 1,21-24; 1Tes 4,17; 5,10; 2 Tim 2,12.

[107] Mt 8,11-12; Lc 14,15; 22,30.

[108] Mt 28,7 (y p. Mc 16,7); 28,10,17; Lc 24,34,36-41; Jn 20,14,18,20,25,29; 1Co 15,5-8.

[109] Mt 28,9,18-20; Lc 24,13-32 (y p. Mc 16,12); 24,44-51; Jn 20,15-17,19-23,26-28; 21,4-12,15-23; Hech 1,4-9.

[110] Mc 16,14; Lc 24,30-31,35,41-43; Jn 21,13-14.

[111] René Latourelle, s.j., Théologie de la révélation. Desclée de Brouwer, 1963. (Studia. Recherches de Philosophie et de Théologie publiées par les Facultés S.J. de Montréal, 15). 509 pp. Traducción castellana: Teología de la revelación. Salamanca, Sígueme, 4ª ed. 1979. (Verdad e Imagen 49). 583 pp. El cuadro se halla en pp.460-463 de la edición original, 532-534 de la edición castellana.