11. LA CREDIBILIDAD DE LA HISTORIA BÍBLICA DE REVELACIÓN Y DE SU CONCEPTO DE FE
 

 

            Una vez aceptado que es posible que Dios se revele a la humanidad en la historia y que el ser humano acepte esta revelación en la fe, tenemos que hacernos la segunda pregunta fundamental: ¿son creíbles la historia bíblica de revelación y su concepto de fe (que hemos estudiado en las partes 2ª y 3ª de este curso)?

            Luego de hacer un planteamiento general, nos detendremos en los signos de credibilidad de la revelación bíblica, sobre todo en el milagro, y terminaremos mostrando la racionalidad del acto de fe.

 

            11.1. La credibilidad de la fe cristiana: planteamiento general

 

1.

            La tarea de la Teología Fundamental no es demostrar racionalmente la fe cristiana. Ni en sus contenidos, como intentó, quizá, hacer Hegel; ni en cuanto a la necesidad de creer, como quiso hacer la Apologética clásica, racionalista, que presentaba sus argumentos casi como silogismos cuya conclusión -que la persona no podía dejar de aceptar y asumir- era el acto de fe. En cuanto a los contenidos, tampoco se podría justificar racionalmente cada uno de ellos por separado; aunque al tratar en la Teología Sistemática acerca de cada uno, algo hay que hacer en esta línea de fundamentación racional.

            La tarea de la Teología Fundamental es doble; por un lado, una tarea positiva de mostrar los criterios que permitan discernir la presencia de una revelación de Dios; por otro lado, la tarea más bien negativa de demostrar que la fe cristiana, en cuanto acto por el cual se acepta la revelación histórica de la que da testimonio la Escritura, no va contra la razón y es, por lo tanto, razonable. Es decir, este segundo aspecto consiste en despejar los obstáculos que se interponen en el camino de la fe, en rechazar los ataques a la fe. Estos ataques vienen hoy, me parece, desde dos frentes principales. Por un lado, de la cultura moderna, ataques que son tanto más intensos cuanto que ya no se hacen explícita sino solapadamente y que se refieren sea al acto mismo de la fe (la “fides qua”), sea a sus contenidos inteligibles (la “fides quae”). Por otro lado está el cuestionamiento que se difunde entre nosotros, en América Latina: ¿Cómo puede ser creíble una religión que, siendo mayoritaria en América Latina, no ha logrado establecer la justicia sino, más bien, al revés, parece coludida con los poderes que oprimen a los pobres y marginados?[1] Ambas tareas juntas, la positiva y la que responde a las objeciones, logran despejar globalmente el camino de la fe.

            Para llevarla a cabo, la Teología Fundamental ha trabajado en dos perspectivas diferentes. Una, la de la Apologética clásica, es más extrínseca y busca mostrar la acreditación divina de los anunciadores de la fe, de los portadores de la revelación, pero sin tomar en cuenta los contenidos revelados. La otra perspectiva, la de la Apologética de la inmanencia, busca mostrar el buen calce de los contenidos centrales de la revelación -reducidos a la autocomunicación de Dios a la humanidad en Jesucristo- con las expectativas y anhelos más profundos del ser humano; perspectiva que llevó al extremo modernista de ver la fe como mera proyección de estos anhelos y necesidades religiosas de la persona. El ideal es integrar estas dos perspectivas (como espero hacerlo al tratar del milagro más adelante).

 

2.

            La Teología Fundamental hecha en la perspectiva más bien extrínseca ha establecido ciertos “criterios de la revelación” o “signos de credibilidad”, que permiten discernir la credibilidad de cualquier hecho que pretenda ser revelación de Dios. Estos criterios los ha heredado de la Apologética.

            Se distinguen dos tipos fundamentales de criterios de revelación, negativos y positivos. Los negativos son ciertos rasgos que una revelación de Dios no puede mostrar; por ejemplo, crueldad de Dios, destrucción del ser humano. Se trata de extremos que repugnan a la sana razón.

            Los criterios positivos son los signos de credibilidad propiamente tales; son credenciales que acreditan a los portadores de la revelación histórica, haciendo creíble lo que anuncian. Estos signos se dividen a su vez en objetivos y subjetivos. Los signos objetivos de credibilidad son características que deben presentar los hechos históricos que se supone son portadores de la revelación de Dios. Se subdividen en externos e internos.

            Los signos externos de credibilidad tienen como función acreditar al portador de la revelación, mostrando que tiene que ver con Dios, que es hombre de Dios. Se mencionan aquí fundamentalmente dos signos, los milagros y el cumplimiento de profecías. En el Evangelio de Juan, Jesús señala otro: “El que habla por su cuenta, busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que le ha enviado, ése es veraz; no hay impostura en él” (Jn 7,18). Los signos internos de credibilidad se refieren a la atracción que la historia de revelación puede ejercer en los que se acercan a ella; como particularmente capaces de atraer se mencionan la coherencia interna, la belleza, la utilidad de esa revelación; también la fuerza de convicción que es la Iglesia misma en el hecho de su existencia.

            Por último, los signos subjetivos de credibilidad se refieren a lo que la revelación provoca en el que se acerca a probar si ella es natural o sobrenatural; es decir, en los efectos de la aceptación de la revelación en el creyente. Aquí se habla del consuelo, la satisfacción, el gozo que se experimenta al creer; del sentimiento de lo sublime o del crecimiento personal y colectivo que causa (cosa, esta última, muy presente hoy en el mundo popular). Jesús mismo había recurrido a un signo de este tipo en el Evangelio de Juan, cuando dijo a los judíos que se asombraban de que, sin haber estudiado, pudiera enseñar: “Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado. El que quiera cumplir su voluntad, verá si mi doctrina es de Dios o hablo yo por mi cuenta” Jn 7,16-17); o cuando respondió: “Si alguno guarda mi palabra, no verá la muerte jamás” (Jn 8,51).

            De todos estos signos veremos sólo el milagro, por estar fuertemente puesto hoy en cuestión y porque en él se concentra el problema de la credibilidad; de las profecías y de la Iglesia hablaremos muy brevemente.

 

            11.2. El milagro como signo de credibilidad

 

            Tenemos que hacernos cargo, primero, de la dificultad de la cultura moderna ante el milagro tal como lo ha entendido la teología hasta hace poco. Se trata de una concepción marcadamente racionalista, forjada en la polémica con el racionalismo científico de la modernidad. Para esta teología recibida, el milagro es una acción intramundana de Dios que va contra las leyes naturales o que, por lo menos, las suspende. Como Dios es el creador de las leyes de la naturaleza, puede suspenderlas o actuar contra ellas sin contradicción. Para la inteligencia humana esa actuación al margen de las leyes naturales sería perfectamente constatable, de modo que el milagro aparece como un excelente modo de acreditación divina de los legados de Dios. Esta concepción sufre hoy cuestionamientos desde dos frentes: desde fuera de la Iglesia, porque la ciencia ha cambiado su concepción de las leyes naturales; y desde dentro de la teología, porque se ha recuperado la noción bíblica del milagro. Veremos a continuación estos dos problemas y terminaré proponiendo las líneas principales de una teología del milagro, capaz de responder a los cuestionamientos actuales.

 

            a) La dificultad actual ante el milagro

 

            La dificultad que experimentan la mayoría de nuestros contemporáneos ante el milagro viene, a mi juicio, de la mentalidad científica tan fuertemente implantada en la cultura moderna. Esta dificultad, por lo tanto, no se experimenta -o no se sufre con igual intensidad- en las zonas tradicionales de la cultura en América Latina, donde quizá el problema sea el inverso: cómo superar una cierta fácil credulidad, que anda a la caza de “milagros”.

            En cuanto a la mentalidad científica, ésta ha dado un vuelco enorme en este siglo en su comprensión de lo que son las leyes naturales, vuelco que aún no llega plenamente a las masas; pero en ambas versiones -la difundida todavía en la masa y la que reina entre los científicos que hacen ciencia- el milagro no tiene cabida.

            La ciencia ha desarrollado en los últimos siglos una comprensión que podemos llamar clásica (por alusión a la Física clásica, la de Galileo y Newton) de las leyes naturales; éstas son rígidas e inexorables, de modo que si se da algo que pretende ser interpretado como milagro -es decir, en este esquema, como ruptura de una ley natural, por obra de Dios, su Creador-, el científico se encuentra frente a él en una disyuntiva: o el hecho no es repetible, en cuyo caso la ciencia no puede hacer nada con él, o es repetible, lo que lo hace materia posible para la ciencia; pero entonces lo que hay que hacer es buscar las causas del hecho, para reformular las leyes naturales anteriores (que, por su provisoriedad, hacían aparecer a este hecho como milagroso).

            La comprensión actual de las leyes naturales ha debido incorporar lo que se ha llamado la crisis de fundamentos de las ciencias, ocurrida en la Física en las primeras décadas de este siglo, por los descubrimientos en el mundo microfísico del átomo y sus partículas elementales; pero que se ha extendido luego a las demás disciplinas científicas. La crisis obligó a replantearse el sentido de las leyes naturales que descubren las ciencias; éstas ya no son concebidas a la manera de la Mecánica, como leyes deterministas (que provocan sus efectos de manera absolutamente rígida e inexorable y, por lo tanto, los hacen totalmente previsibles), sino como leyes probabilísticas, lo que trae consigo una ampliación del ámbito de la indeterminación. En esta perspectiva, el milagro puede aparecer como caso aberrante, que queda considerado como una posibilidad, aunque muy poco probable, de las leyes naturales. Pierde, pues, su carácter de milagro, de cosa no explicable.

            Por lo demás, en ambos casos -y esto termina de hacer impensable el milagro dentro de la mentalidad científica- los científicos tienen la idea de que ante un hecho aparentemente milagroso lo que hay que hacer es esperar a que la ciencia encuentre una explicación que lo reintegre en el dominio de lo normal. Dicho de otra manera, es firme convicción de la mentalidad científica que lo que todavía no ha logrado ser explicado por el juego de la causalidad natural, cuyas leyes investiga la ciencia, más adelante se logrará; la historia de la ciencia está llena explicaciones de hechos que, en algún momento, se presentaron como milagrosos. Así, el “milagro” no sería más que un residuo precientífico, destinado a desaparecer del todo gracias al continuo avance de la ciencia.

 

            b) El milagro en la Sagrada Escritura

 

1.

            Para enfrentar este cuestionamiento adecuadamente, tenemos que ir a la Escritura, para ver cómo se concibe ahí el milagro. Porque el cuestionamiento que viene de la ciencia parte de la base indiscutida -muchas veces aceptada sin más por los teólogos y los creyentes- de que el milagro es una ruptura o suspensión de las leyes naturales, obrada por Dios, único que tendría ese poder, por el hecho de ser el Creador. Aquí nos encontramos con el segundo cuestionamiento al que aludía al empezar, porque en la Sagrada Escritura no encontramos este concepto de milagro de la teología recibida.

            Para la mentalidad bíblica la naturaleza está siempre en las manos de Dios. El hace con ella en cada momento lo que quiere.[2] Él es el que hace llover, el que da la vida y la muerte, el que viste -como dirá Jesús- a las flores y alimenta a los pájaros del cielo.[3] Todo es, pues, manifestación del poder creador de Dios; en todo se descubre su intervención. Es interesante observar que la primera afirmación explícita de la fe en la resurrección en el Antiguo Testamento está vinculada al poder creador de Dios; está puesta en boca de la madre de siete hijos que van siendo martirizados uno a uno en su presencia, por ser fieles a la Ley de Dios; ella los exhorta a no desfallecer, con estas palabras: “Yo no sé cómo aparecieron ustedes en mis entrañas, ni fui yo la que les regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, les devolverá a ustedes el espíritu y la vida con misericordia” (2 Mac 7,22-23).

            Hay aquí, como se deduce fácilmente, una irreductible oposición con la mentalidad científica. Para ésta Dios no interviene en el curso de los procesos naturales, los que están regulados por leyes. Si éstas vienen de Dios o no, a la ciencia la tiene sin cuidado, pues no cambia un ápice su modo de tratar con los fenómenos de la naturaleza para descubrirlas.

            Esta oposición se traduce en una diferente concepción del milagro. Para la Escritura el milagro es la intervención bondadosa de Dios, dirigida a salvar a su Pueblo.[4] Eso es lo admirable.[5] Que Dios use su poder -manifestado a cada paso en las obras de la creación- al servicio de su amor bondadoso es lo que provoca la admiración agradecida del creyente. No hay, pues, asomo de la idea de ruptura de leyes naturales, dado que no existe aún la idea de leyes desprendidas de la voluntad actual de Dios.

            Esto lo confirma una primera mirada rápida al vocabulario del milagro que usa el Nuevo Testamento griego. Tres palabras recubren lo que hoy llamamos milagro: shmeion (“semeion”, signo),[6] teraV (“téras”, prodigio)[7] y dunamiV (“dúnamis”, fuerza, poder).[8] De las tres, la segunda, prodigio, es la única que tiene algún parentesco con la idea del milagro como ruptura de leyes naturales. Pero está en el contexto de la mentalidad bíblica a la que recién hacía alusión, de modo que se trata de otra cosa. Juan añade una cuarta palabra -ergon (érgon, obra)[9]-, que se acerca al significado de dúnamis.

 

2.

            La idea de milagro en la Escritura tenemos que buscarla sobre todo en los relatos de milagros de Jesús. Lo primero que llama la atención es que la inmensa mayoría de estas acciones se hacen sobre personas -se trata de curaciones y exorcismos o expulsiones de demonios-, muy pocas sobre la naturaleza no humana. De estos relatos podemos desprender cuatro características del milagro.

            La primera tiene que ver con el contexto en que se da. Siempre es la fe o la conversión (que es el paso a la fe).[10] Para los relatos de los Sinópticos, la fe es requisito previo a la acción de Jesús.[11] Para Juan, en cambio, la fe es un proceso que crece como consecuencia del milagro; es decir, hay una fe en cierto sentido incipiente al inicio del relato, y esa fe se hace plena al final, luego de haber asistido a la acción de Jesús.

            La segunda característica es que el beneficiario del milagro de Jesús es siempre alguien que muestra una carencia, es decir, una negación de algún aspecto importante de la vida humana. Estas carencias las podemos agrupar en cinco rubros: no-vida (aquí caben los muertos y agonizantes,[12] pero también la gente que tiene flujo de sangre -porque la vida está en la sangre[13]-  y los leprosos,[14] cuya carne, en vida, es como la del cadáver), no-persona (los endemoniados,[15] incapaces de ejercer control humano sobre sus actos), no-imagen de Dios (los curcos,[16] paralíticos[17] y todos los que tienen el cuerpo o alguno de sus miembros visiblemente deformado: mancos,[18] cojos,[19] gente con la mano “seca”, etc.; se trata de gente cuyo cuerpo ya no es plenamente imagen de Dios), no-comunión (es la gente afectada en su capacidad de encuentro con los demás y con la naturaleza, sea por la marginación forzada de los leprosos,[20] sea por la carencia de los órganos más directos de la comunicación interpersonal, como ocurre con los mudos,[21] los sordos[22] y los ciegos[23]) y no-servicio (es el caso de la suegra de Pedro,[24] cuya enfermedad no es detallada más allá de tener fiebre; pero, una vez sanada, el relato cuenta que se puso a servir a Jesús y a los suyos, de modo que su enfermedad la tenía impedida de servir). Si añadimos a las curaciones el caso de las bodas de Caná,[25] aparece una sexta carencia que es superada por Jesús: la no-fiesta. Vistos así, los milagros de Jesús aparecen como la superación (o la negación) de estas negaciones que afectan al ser humano.

            Muchos relatos subrayan, en tercer lugar, que Jesús suele curar en día sábado, día del descanso de Dios, luego de los seis días de su “trabajo” creador. Esto hace que los milagros de Jesús deban ser interpretados -como lo impone el evangelista Juan al narrar la curación de un paralítico en día sábado - como la Nueva Creación que empieza ya a hacerse presente en la antigua.[26]

            Por último, hay palabras explícitas de Jesús acerca de sus exorcismos, que los vinculan con la presencia del Reinado de Dios.[27] Esto lo podemos extender también a sus curaciones, recordando en apoyo de esta extensión el nexo que la mentalidad bíblica establece entre el pecado (detrás del cual está el demonio) y la enfermedad.

            Podemos concluir que los milagros de Jesús no son meros signos extrínsecos, credenciales usadas sólo para autentificar el carácter divino de su misión;[28] son, ante todo, hechos en los que se está haciendo presente el Reinado de Dios, la Nueva Creación; son actos del Dios de la Vida y la Comunión, que no se ha cansado aún de su obra creadora, sino que la sigue llevando a término (lo que implica que estamos aún en el sexto día). De ahí que los milagros que hace Jesús lleguen a su plenitud en el milagro que Dios hace en Él resucitándolo al tercer día de su muerte; en efecto, con su resurrección se inicia definitivamente la Nueva Creación y se instaura el Reinado de Dios.

 

            c) Teología sistemática del milagro

 

1.

            Por lo ya dicho, vemos que el Nuevo Testamento nos invita a concebir el milagro no en primer término como un hecho prodigioso (en la línea moderna de una ruptura o suspensión de las leyes naturales), sino como un signo del Reinado de Dios. Esto lo confirma el hecho de que Juan -como vimos- usa la palabra “signo”, en ocasiones reemplazada por “obra” (lo que remite a la creación). Tomemos en serio esta indicación, para hacer la conceptualización teológica del milagro. Ayudémonos para ello de la Semiología (o Semiótica) contemporánea -la ciencia de los sistemas de signos- que descubre en el signo tres dimensiones o niveles.

            Se trata del significante, el significado y el contexto práctico o de acción en que se da el signo. El significante es la cara externa, física o material, del signo. Pensemos en los signos del lenguaje, que constituye el sistema significativo más cercano a nuestra experiencia espontánea. Su significante está constituido por los sonidos que articulamos para proferir cada palabra del lenguaje oral, o por el conjunto de letras que dibujamos al escribir. El significado es la cara interna, inteligible o espiritual, del signo. Es lo que entendemos cuando oímos o leemos las palabras; o también, aquello que se nos escapa cuando oímos conversar en un idioma desconocido. Por último, el contexto práctico es aquel “Sitz im Leben”, aquella situación vital en cuyo interior hablamos; es decir, es la acción en cuyo interior usamos el signo, es lo que queremos hacer por medio del empleo del signo. De hecho, volviendo al ejemplo del lenguaje, es evidente que siempre hablamos en función de alguna acción que estamos desarrollando, proyectando o recordando; y esa acción es la que termina por dar sentido a lo que decimos y oímos, de modo que diálogos absolutamente idénticos en su significado pueden tener sentidos totalmente diversos según en qué contexto práctico se hallen; piénsese, por ejemplo, en la fórmula del consentimiento sacramental de los esposos, pronunciada en un templo (ante la comunidad y el testigo oficial de la Iglesia) o en un escenario de teatro, durante la representación de una obra.

            Apliquemos este esquema de análisis a los milagros de Jesús. El significante es el prodigio (aquí se recoge lo que el Nuevo Testamento llama teraV, [‘téras’]); el significado es la irrupción del Reinado de Dios, la Nueva Creación, y la negación de todo lo que niega actualmente al ser humano y su pleno desarrollo (es lo producido por lo que el Nuevo Testamento llama la dunamiV, [‘dúnamis’], de Dios; es su ergon [érgon]); el contexto práctico es la fe, porque sólo ella nos permite entrar en contacto con Dios y su Reinado y captar el signo que Dios nos hace al sanar. Vemos, pues, que la actual concepción del signo en la Semiología nos permite incorporar en una unidad conceptual lo que acabamos de ver que son las características de los milagros de Jesús.

 

            Por lo tanto, para lograr hoy una adecuada comprensión del milagro tenemos que tomar juntas sus tres dimensiones de signo.

            El significado, que es la anticipación de la Nueva Creación o del Reinado de Dios escatológico, debe hacerse presente en un significante adecuado, es decir, que sea vehículo de la novedad de la intervención de Dios; en este sentido, debe ser prodigioso, pues de otro modo se trataría sólo de la acción “normal” de Dios con sus creaturas. Este prodigio puede darse en la naturaleza exterior y en los organismos del ser humano (en este caso se habla de milagro “natural”) o en el corazón humano (y se habla de milagro “moral”).

            El signo, constituido por un significante y su significado, debe insertarse en un contexto de fe, porque Dios no realiza ni anticipa su Reinado sin el consentimiento libre de sus creaturas humanas, consentimiento libre que es precisamente el acto de fe. Por esto se excluye el prodigio meramente espectacular, como el tirarse Templo abajo que le propone el demonio a Jesús al tentarlo;[29] porque esto no tiende a un encuentro con Dios en la fe, sino a satisfacer malsanos apetitos de espectacularidad que hay en nosotros.

 

            Podemos prolongar y profundizar esta escueta conceptualización, en dos direcciones. Una, la crítica a la concepción recibida del milagro como acto que suspende una ley natural. La otra, una elaboración teológico-fundamental del milagro como signo de Dios en nuestra historia.

 

2.

            La idea moderna de milagro se ha visto influida por el racionalismo. Por eso, se lo ha visto sobre todo como el significante prodigioso, que rompe o suspende las leyes naturales. Tres objeciones se pueden hacer a esta concepción.

            La primera es puramente racional. Nuestra concepción de las leyes naturales es histórica, cambiante. Es lo que se ha hecho claro con la crisis de fundamentos que mencionaba poco antes. En el fondo, la formulación de las leyes naturales que hace la ciencia es sólo la respuesta de la naturaleza a nuestro interrogatorio. De hecho, la ciencia somete a la naturaleza a interrogatorio de una manera diferente cada vez, según sean las inquietudes y las posibilidades de interrogar que cada cultura o cada etapa de la evolución de la cultura ponen a disposición de los científicos. Estas posibilidades de interrogar están dadas por los instrumentos de investigación, los equipos humanos disponibles, los recursos económicos, etc.; las inquietudes vienen de lo que para cada cultura es lo que da sentido a la ciencia. Por todos estos condicionantes, podemos concluir que la ciencia no agota nunca el conocimiento posible de la naturaleza y de sus leyes. De modo que lo que en el estado actual de la ciencia parece prodigio puede en definitiva no serlo.

            Una segunda objeción se basa en el hecho de que para la Escritura, fuera de los portadores auténticos de la revelación -los Profetas, Jesús, los Apóstoles-, también los adversarios de Dios hacen prodigios. Para el Antiguo Testamento, es sintomático el caso de Moisés enfrentado a los magos de Egipto, que van haciendo prácticamente los mismos prodigios que él.[30] El Nuevo Testamento advierte a los cristianos contra estos prodigios de los adversarios, y usa para ello los mismos términos que designan los milagros auténticos: shmeia kai terata (‘semeia kai térata’: signos y prodigios),[31] dunameiV  (‘dunámeis’: fuerzas),[32] shmeia (‘semeia’: signos).[33] Esto muestra que la sola existencia del prodigio no permite un discernimiento claro y definitivo acerca de si se trata de una acción de Dios o de su adversario; este discernimiento se logra gracias al contexto: los falsos milagros buscan perder a los elegidos, apartándolos de la fe en el Dios vivo.

            Por último, está la palabra de Jesús a los judíos que lo buscan luego de la multiplicación de los panes: “Ustedes me buscan no porque vieron el signo, sino porque comieron el pan y se saciaron” (Jn 6,26). Es decir, ante un hecho milagroso, uno puede quedarse sin verlo como tal -sin captarlo como signo-, obnubilado por el solo significante (en el caso citado, la saciedad producida por el pan), que ya no es camino hacia su significado (en este caso, que Jesús es el Pan de Vida, como se ve por lo que sigue).[34]

            Estas tres razones muestran claramente que no se puede definir el milagro por su solo significante prodigioso.

 

            d) Teología fundamental del milagro

 

            Termino recogiendo una luminosa idea de Romano Guardini que ayuda a entender hoy la posibilidad del milagro.[35]

            Su punto de partida es que existen en la realidad niveles jerarquizados de ser, fundamentalmente tres: materia, vida y conciencia. Constata luego que los seres de un nivel superior asumen los niveles inferiores de ser, los integran en sí, pero transformando las leyes que rigen en esos niveles inferiores en función de su nivel propio de ser. Esto, en ocasiones, lleva a poner esas leyes fuera de funcionamiento, como se ve en el caso de la capilaridad del vegetal que hace que el líquido (su savia) suba, contrariando la ley de la gravedad; o en el caso del ser humano que pasa por encima de su instinto de conservación -ley de la vida animal- para salvar a otro que se está ahogando.

            El milagro, sobre este telón de fondo, puede entenderse como lo que ocurre en nuestra realidad cuando Dios -nivel supremo de ser- la asume como vehículo de su propia expresión, como instrumento de la obra de su Nueva Creación, de su Reinado escatológico. Las leyes de nuestra realidad quedan integradas en esta acción de Dios, pero a veces son puestas fuera de funcionamiento; pero esto no ocurre por espectacularidad gratuita, sino en función de ese nivel decisivo de realidad que es el Reinado de Dios.

 

            11.3. Los otros signos de credibilidad

 

            De los muchos signos de credibilidad que se han mencionado en la Teología Fundamental, quiero decir una breve palabra sobre otros dos: las profecías y la Iglesia.

 

            a) El cumplimiento de profecías

 

            En la Teología Fundamental recibida, sobre todo en la Apologética clásica racionalista, se ha acentuado un aspecto particular del complejo fenómeno profético, como es la exitosa predicción del futuro. Hasta el punto que en el habla corriente -incluso ya en tiempos de Jesús, como se ve por la forma como se burlan de él los que lo tienen preso-,[36] “profeta” es el que adivina el futuro. Este aspecto de la profecía juega un papel análogo al del prodigio en el milagro; no es de extrañar que en el período racionalista se lo haya acentuado, al mismo tiempo que se imponía la concepción del milagro como prodigio.

            Sin embargo, del conjunto del testimonio de la Escritura podemos concluir que la profecía no es sólo predicción, aunque ciertamente incluye un momento predictivo[37] (como el milagro, uno prodigioso). Lo central de la profecía es proclamar una palabra que viene de Dios.[38] Ahora bien, como la Palabra de Dios es eficaz, es decir, trae consigo una orientación para el curso de la historia, incluye un momento predictivo; pero esa predicción está referida al Reinado que Dios quiere establecer, y Dios respeta la libertad de los seres humanos; por eso, la predicción tiene un carácter hipotético, mayor o menor según sea el grado en que el mismo pueblo ha hipotecado su libertad, entregándose a la idolatría y la injusticia, haciendo así inevitable el castigo. (Detrás de esta última afirmación hay una concepción a mi juicio realista de la libertad de los pueblos y de los individuos, que va contra la idea común; de hecho, no tenemos siempre el mismo grado de libertad, sino que nosotros mismos cercenamos nuestra libertad en la medida en que entramos en “cursos de acción” que nos llevan inevitablemente a determinadas conductas, en la medida en que nos ponemos voluntariamente “en el resbaladero”, como afirma algún Salmo.[39] Lo mismo ocurre con el bien: podemos ayudarnos, poniéndonos en “resbaladeros” que nos lleven a una conducta moralmente buena).

            Un ejemplo puede ayudar a entender lo que trato de decir sobre profecía y predicción. La palabra profética aparece en el Nuevo Testamento como capaz de revelar los secretos del corazón humano;[40] pero a ningún teólogo se le ha ocurrido decir que la esencia de la profecía es revelar esos secretos.

            La profecía va de la mano con los milagros. Muchos profetas los hicieron: Moisés,[41] Elías,[42] Eliseo.[43] También Jesús une profecía y milagro.[44] Pero, como vimos en la 2ª parte (cap. 4.1. párrafo d), lo que acredita al Profeta en último término no son los milagros sino su fidelidad a Dios.[45]

 

            b) La Iglesia

 

            Hemos visto en la 3ª parte (cap. 8.1., sección “a”, párrafo 2) que la Iglesia es el medio de la actualización de la revelación. Con lo que hemos visto a propósito del milagro, podemos añadir ahora que es el significante que hace presente, como significado, la revelación de Jesucristo. Esta afirmación exige, sin embargo, dos precisiones.

            La Iglesia es significante de la revelación no de manera automática, natural, ni tampoco por obra propia. Es Dios que, por medio de su Espíritu, la ha tomado como portadora de Cristo, la ha hecho Cuerpo de Cristo. Esto quiere decir que la Iglesia es significante de la revelación en la medida de su fidelidad a Jesucristo; fidelidad que, como hemos visto al hablar del carisma de infalibilidad, está asegurada por el amor que Dios le tiene a su Iglesia. Pero esta fidelidad, obra de la gracia, del don de Dios, no suprime la realidad del pecado de los miembros de la Iglesia; pecado que también puede crear en la misma Iglesia estructuras de pecado. Esto hace que la ambigüedad de la Iglesia como significante de la revelación sea mayor que en el caso del milagro; de hecho, siempre será, en alguna medida, significante a la vez de la revelación y del pecado.

            Por otra parte, lo que constituye el significante de la revelación en la Iglesia no es tanto su “organismo” institucional cuanto su “corazón”, es decir, la fe-comunión, a cuyo servicio está lo institucional.[46] Esto debe tener prioridad en nuestros esfuerzos por reformar permanentemente a la Iglesia, que suelen irse por el desvío puramente institucional.

 

            11.4. La racionalidad del acto de fe (“analysis fidei”)

 

            Nos queda por ver la racionalidad del acto de fe. Es lo que se hacía en la teología recibida bajo el título de “analysis fidei” o “resolutio fidei” (análisis o descomposición del acto de fe en sus elementos constitutivos). Luego de un planteamiento del problema, veremos la teoría moderna de la fe y las aporías a que conduce, para terminar mostrando la necesidad de retornar a lo esencial de la teoría medieval. Sigo aquí fundamentalmente la presentación de Franco Ardusso.[47]

 

            a) El planteamiento del problema

 

1.

            El esfuerzo por mostrar la racionalidad de la fe en cuanto acto, es decir, la racionalidad del asentimiento de la fe a la revelación de Dios, se ha llamado “analysis fidei”, porque ese acto había que descomponerlo en una serie de componentes aparentemente contradictorios -como Dios/persona, gracia/libertad, voluntad/inteligencia-, para mostrar su compatibilidad.

            El problema se plantea porque la fe católica afirma al mismo tiempo dos cosas difícilmente compaginables a primera vista. Por un lado, la fe supera totalmente la capacidad humana; así, la fe no es “ex ratione” (a partir de la razón), no brota como acto propio de la razón. Por otro lado, sin embargo, la fe no es “sine ratione” (sin razón), porque no va contra la razón, sino que es -como dice el Vaticano I- “obsequium rationi consentaneum” (obsequio conforme a la razón).[48] En el fondo, siendo el acto de fe un acto libre, en cuanto es acto de la persona, no se puede poner si no se ven las razones para ponerlo. Sin embargo, esas razones no pueden venir de la evidencia del objeto de la fe, pues Dios no nos es evidente; y si lo fuera, no sería acto de fe sino saber, como será la fe consumada escatológicamente.

            Apretando el planteo podemos decir lo siguiente. Por un lado, si el acto de fe, en cuanto acto humano y personal, es libre y razonable, debe haber razones para creer. Aquí se sitúa el trabajo teológico sobre los “signos de credibilidad”, que acabamos de ver. Sin estas razones, el acto de fe es mero fideísmo, condenado -como vimos- por el Concilio Vaticano I.

            Por otro lado, sin embargo, estas razones para dar el asentimiento de fe no pueden constituir una demostración evidente, porque en ese caso estaríamos concibiendo la fe a la manera del racionalismo, igualmente condenado, que hace del acto de fe la conclusión necesaria de un silogismo.

 

2.

            Este esfuerzo por mostrar que el asentimiento de fe a la revelación cristiana es razonable se ha llamado en la Teología los “preámbulos de la fe”. Es importante, desde la partida, captar la diferencia entre la certeza que aquí se puede lograr -una certeza que viene de la razón- y la certeza de la fe, que procede de Dios.

            Por lo demás, la certeza de los preámbulos de la fe no es suficiente para hacer el acto de fe; en efecto, esa certeza dice sólo que es razonable creer, pero eso no es todavía el asentimiento de fe, porque, como la fe es acto del corazón, incorpora también a la voluntad. La certeza de los preámbulos de la fe no es tampoco necesaria para dar el asentimiento de fe; en efecto, los sencillos no hacen preámbulos racionales de la fe de manera explícita, razonada, pero creen auténticamente. Sin embargo, dado que el ser humano es racional -también los sencillos lo son-, este juicio de credibilidad está implicado en todo acto de fe auténtica, que brota libremente del centro personal.

            Podemos concluir que la tarea del “analysis fidei” es establecer la relación correcta entre los motivos de credibilidad y los motivos de la fe. Y ello, no cayendo ni en el fideísmo ni en el racionalismo.

 

            b) La teoría moderna de la fe y sus aporías

 

1.

            Hemos visto en la 1ª parte que la Apologética se gestó a lo largo de los siglos XVI a XVIII, en sucesivas polémicas con el protestantismo, el deísmo y el ateísmo. Paralelamente a esta lucha, vimos que los teólogos elaboraban una teoría del acto de fe, que hoy llamamos “teoría moderna”, basada en la misma distinción -que ya tuvimos que criticar- entre el hecho revelador y los contenidos revelados, que está en la base de la Apologética racionalista.

            Para esta “teoría moderna”, el hecho de la revelación puede demostrarse científicamente; esa demostración constituye precisamente los “preámbulos de la fe”. Esta demostración se hace estudiando, con los métodos de las ciencias modernas, los signos externos de credibilidad, como milagros y profecías; a partir de ellos se debe llegar a un juicio de credibilidad de clara certeza. En cambio, los contenidos de la revelación deben ser creídos, dando un salto que ya no se apoya en la razón y sus argumentos sino en la sola autoridad del Dios que revela.

 

2.

            Tres son las principales aporías de esta teoría moderna de la fe. De partida, la distinción entre hecho revelador y contenidos de la revelación es intelectualista, porque supone que se puede establecer la racionalidad de la fe prescindiendo de sus contenidos. Una expresión de este intelectualismo es la concepción del milagro, que queda reducido -como veíamos al estudiarlo más atrás- a su mero significante, desprendido de su relación vital con su significado y con el contexto de fe del signo milagroso.

            En segundo lugar, el concepto de revelación de esta teoría es formal, es decir, algo vacío de contenidos; se trata de una pura “locutio Dei attestans” (palabra de Dios que atestigua). Hemos visto a lo largo del curso, que la revelación cristiana hay que conceptualizarla fundamentalmente como un contenido central, que es la autocomunicación de Dios al ser humano.

            Por último, esta teoría desvincula la demostración de la credibilidad de la fe cristiana con respecto al sujeto humano que ha de creer. Esto es así, porque basa su argumentación en los puros signos externos, milagros y profecías.

            Vemos, pues, que reaparece aquí, a propósito de la teoría de la fe, la misma crítica que tuvimos que hacer a la Apologética racionalista.

 

            c) El retorno a la teoría medieval

 

1.

            Santo Tomás y los grandes teólogos medievales asignan máxima importancia en el acto de la fe al “lumen fidei” (luz de la fe) sobrenatural. Esto se lo impone su visión del papel que juega la razón en la preparación del acto de fe.

            Frente al hecho de la revelación, no se puede lograr evidencia; la razón a lo más que llega es a mostrar que es racionalmente creíble. En efecto, no se puede buscar en la razón el fundamento de la credibilidad de la Palabra de Dios: dejaría de ser de Dios. Por lo tanto, el tipo de certeza que se logra en la demostración de la credibilidad de la fe es prudencial; es lo que se llama certeza moral. Hasta ahí puede llegar la razón.

            Pero Dios mismo atrae al ser humano con su gracia, en la forma del “lumen fidei”. Por eso, el motivo formal de la fe -es decir, el motivo último y decisivo- es el testimonio de Dios mismo, testimonio percibido como proveniente de Dios gracias a esta luz sobrenatural. Incluso la misma investigación de los preámbulos de la fe se hace ya bajo la influencia de la gracia, porque sólo por medio de ella podemos encontrarnos con la persona de Dios. Es lo que ha subrayado, al comenzar este siglo, Pierre Rousselot, cuyas ideas estudiamos más atrás.

 

2.

            Veamos, para terminar, las ventajas de esta teoría medieval, que la hacen preferible hoy a la teoría moderna. Cuatro son las principales.

            De partida, usa un modelo de conocimiento que es el adecuado para comprender tanto las relaciones interpersonales, el juicio estético y la adhesión a los valores, como el “ojo” -la intuición- en medicina, en sicología, en los negocios, etc. Se trata del tipo de conocimiento que nos da las certezas sobre las cuales construimos nuestra vida; un conocimiento que no es deductivo ni inductivo, sino que brota de la connaturalidad del sujeto con el objeto (es la expresión de Santo Tomás), es fruto del espíritu fino (según Pascal), procede mediante el descubrimiento de indicios convergentes (como ha mostrado Newman); un conocimiento que nace por el hecho de que el sujeto cognoscente está ya situado en el nivel personal, en contacto con la persona del otro que conoce (como ha subrayado Welte), un conocimiento del corazón (para decirlo finalmente en los términos del modelo antropológico de este curso).

            En segundo lugar, la teoría medieval toma en serio el carácter de signo que tienen los signos de credibilidad, reconociendo que en ellos se hace presente Dios, pero a nuestro nivel. Así, estos signos se concentran y culminan en Jesucristo y se reconoce que hay que interpretarlos para poder descubrir en ellos a Dios; no se pueden, pues, utilizar al interior de procedimientos racionales puramente deductivos ni inductivos, porque los signos se sitúan en el nivel hermenéutico.

            En tercer lugar, la teoría medieval da toda la importancia que merece al sujeto que hace la interpretación de los signos y a sus disposiciones subjetivas, que lo abren o lo cierran a Dios que se hace presente en esos signos.

            Por último, esta teoría da la primacía a la gracia de Dios, que es la que da a la fe una certeza que no brota del ser humano y sus raciocinios, sino de Dios mismo; una certeza que no es mediada por el juicio de credibilidad, sino que, al revés -como ha mostrado Rousselot-, es esta certeza sobrenatural de la fe, regalada por Dios, la que permite percibir la credibilidad de la fe. De modo que el juicio de credibilidad, que es necesario para que el acto de fe sea un acto humano y no deshumanizador, no es anterior a la fe sino interior a ella. Y la Apologética ya no se puede hacer como tarea meramente racional, sino que debe convertirse en Teología Fundamental.


 


[1] Ver João Batista Libanio,

[2] Entre muchos otros textos, ver Sal 65(64),6-14; 89(88),9-13; 104(103); 107(106),33-38; 135(134),6-7; 144(143),5-6; 147(146),4-5,8-9; 148,3-8; Job 26,7-14; 28,26; 36,24-33; 37,5-6,10-13; 38,1 - 42,6; Sir 42,15 - 43,33; Judit 16,13-15; Is 50,2-3; Jer 10,12-13 (=51,15-16); 27,5; 31,35-36; 32,17.

[3] Mt 6,26-30.

[4] Ver, por ejemplo, Ex 15,9-13; Dt 4,37-38; 7,17-19; Sal 106(105),7-10,21-22; Is 43,16-21; 65,17-25.

[5]  Hay que recordar que “milagro” es la aclimatación castellana del latín “miraculum”, que viene de la raíz “mirare”, de donde viene nuestro “admirar”.

[6] Cito sólo los pasajes en que refiere a los milagros. Shmeion junto con teraV y dunamiV (todos en plural): Hech 2,22; Rom 15,19; 2Tes 2,9; Heb 2,4. Shmeion junto con teraV (ambos en plural): Mt 24,24 (y p. Mc 13,22); Jn 4,48; Hech 2,43; 4,30; 5,12; 6,8; 7,36; 14,3; 15,12; 2Co 12,12. Shmeion junto con dunamiV: Hech 8,13. Shmeion solo: Mc 16,17,20; Lc 23,8; Jn 2,11,23; 3,2; 4,54; 6,2,14,26; 7,31; 9,16; 10,41; 11,47; 12,18,37; 20,30; Hech 4,16,22; 8,6; Ap 13,13-14; 16,14; 19,20.

[7] Cuando se refiere a los milagros, siempre va junto a shmeion y en plural: Mt 24,24 (y p. Mc 13,22); Jn 4,48; Hech 2,43; 4,30; 5,12; 6,8; 7,36; 14,3; 15,12; 2Co 12,12.

[8] Cuando se refiere a los milagros, a veces va junto a shmeion y teraV: Hech 2,22; Rom 15,19; 2Tes 2,9; Heb 2,4; a veces va con shmeion: Hech 8,13; a veces solo: Mt 7,22; 11,20,21,23 (y p. Lc 10,13); 13,54,58 (y p. Mc 6,2,5); 14,2 (y p. Mc 6,14); Mc 5,30 (y p. Lc 8,46); 9,39; Lc 5,17; 6,19; 19,37; Hech 19,11; 1Co 2,4; 12,10,28,29; Gal 3,5; 1Tes 1,5.

[9] Jn 5,20,36; 7,3,21; 9,3,4; 10,25,32,33,37,38; 14,10,11,12; 15,24.

[10] Ver Mt 11,20-24 (y p. Lc 10,12-15); 13,58; Mc 6,4-6.

[11] Por ejemplo, Mc 5,34,36; 9,23; 10,52.

[12] Mt 9,18-19,23-26 (y p. Mc 5,21-24,35-43; Lc 8,40-42,49-56); Lc 7,11-17.

[13] Mt 9,20-22 (y p. Mc 5,25-34; Lc 8,43-48).

[14] Mt 8,1-4 (y p. Mc 1,40-45; Lc 5,12-15); 11,5 (y p. Lc 7,22); Lc 17,11-19.

[15] Mt 8,16 (y p. Mc 1,32-34; Lc 4,40-41); 9,33-34; 12,22 (y p. Lc 11,14); 15,21-28 (y p. Mc 7,24-30); 17,14-21 (y p. Mc 9,14-29; Lc 9,37-43); Mc 1,23-28 (y p. Lc 4,33-37); 1,39; 16,9 (y p. Lc 8,2); Lc 13,32. Ver además Mt 9,34; 12,24 (y p. Mc 3,22; Lc 11,15).

[16] Lc 13,10-17.

[17] Mt 4,24; 9,1-8 (y p. Mc 2,1-12; Lc 5,17-26); 12,9-14 (y p. Mc 3,1-6; Lc 6,6-11).

[18] Mt 15,30-31.

[19] Mt 11,5 (y p. Lc 7,22); 15,30-31; 21,14.

[20] Mt 8,1-4 (y p. Mc 1,40-45; Lc 5,12-15); 11,5 (y p. Lc 7,22); Lc 17,11-19.

[21] Mc 7,31-37; 9,17,25.

[22] Mt 9,32-33; 11,5 (y p. Lc 7,22); 12,22 (y p. Lc 11,14); 15,30-31; Mc 7,31-37; 9,25.

[23] Mt 9,27-31; 11,5 (y p. Lc 7,21-22); 12,22; 15,30-31; 20,29-34 (y p. Mc 10,46-52; Lc 18,35-43); 21,14; Mc 8,22-26.

[24] Mt 8,15 (y p. Mc 1,31; Lc 4,39).

[25] Jn 2,1-11.

[26] Jn 5,17; ver también Mt 11,9-14.

[27] Mt 12,28.

[28] Eso también lo son, como se desprende, por ejemplo, del comentario de Nicodemo a Jesús en Jn 3,2.

[29] Mt 4,5-7 y p. Lc 4,9-12.

[30] Ex 7,11-12,22; 8,3. Ver, sin embargo, Ex 8,14-15; 9,11.

[31] Mt 24,24.

[32] 2Tes 2,9-10.

[33] Ap 13,13-14.

[34] Jn 6,35.

[35] Romano Guardini, “Milagro y signo” en Romano Guardini, Los sentidos y el conocimiento religioso. Madrid, Cristiandad, 1965 (Cristianismo y hombre actual 69), 115-171.

[36] Mt 26,68 (y p. Mc 14,65).

[37] Ver, por ejemplo, Dt 18,21-22; Jer 28,9.

[38] Dt 18,18-20; Jer 1,9; Ez 2,8 - 3,3; Dan 10,16; Is 6,7.

[39] Sal 73[72],18.

[40] 1Co 14,23-25.

[41] Ex 4,1-9; 7-10.

[42] 1 Re 17,7-24; 18,36-39.

[43] 2 Re 2,19-24.

[44] Mt 9,6-7; Jn 10,37-38.

[45] Ver, por ejemplo, Dt 13,2-4; Mt 7,16,20.

[46] Ver, por ejemplo, Jn 13,35; 17,21-23.

[47] Franco Ardusso, artículo “Fe (el acto de)” en L. Pacomio (dir.), Diccionario Teológico Interdisciplinar, t. II, 520-542. Salamanca, Sígueme, 1982.

[48] D 1790 = DS 3009.