PRIMERA PARTE :

La SITUACION de la TEOLOGIA FUNDAMENTAL

 

 

 

            Partimos por es estudio de la situación, porque hacer teología es, como hemos visto, fundamentalmente mediar entre la situación que se vive en cada presente de la Iglesia y el dato de la fe.

            Veremos la situación actual del curso de Teología Fundamental; entendiendo por “teología fundamental” al menos estas tres cosas: el curso institucional o la disciplina que se enseña en Facultades de Teología y Seminarios, sus temas principales (que son la Revelación y la Fe, entendidas como polos de un proceso en que Dios se comunica personalmente a la humanidad)  y las preguntas propias de la teología fundamental, que constituyen su modo propio de abordar los temas (y que son dos: la pregunta por la posibilidad de una revcelación de Dios y de su acogida en la fe, y la pregunta por la credibilidad de la revelación histórica judeocristiana).

            Estudiaremos sucesivamente tres componentes de esta situación: el componente cultural, el catequético  y el teológico.


 

 

1. LA SITUACION CULTURAL

 

            Iniciaré este capítulo justificando el hecho de partir por un análisis de la cultura (1.1.). Luego, para precisar qué entiendo por “situación cultural”, haré una exposición de algunos elementos de teoría de la cultura (1.2.), que nos permitan hacer una descripción diagnóstica de la cultura en Chile (y América Latina) hoy (1.3.). Terminaré presentando la situación de los temas y las preguntas de la Teología Fundamental en las diversas zonas culturales que encontraremos en el diagnóstico (1.4.).

 

            1.1. El puesto del análisis de la cultura actual en la Teología

 

1.

            En la introducción hemos visto que la teología media, hace de intermediario, entre el dato de la fe y la cultura. Aquí quiero subrayar que se trata de la cultura actual; aunque, de hecho, dada la historicidad de la revelación, la teología debe ocuparse ineludiblemente también de culturas que ya no son actuales: las culturas en que nos han llegado los testimonios de la revelación, tanto en su período de constitución como en su larga historia de actualizaciones sucesivas en la Iglesia. Esta función mediadora no es extrínseca al quehacer teológico; lo podemos mostrar al menos desde dos perspectivas.

            Por un lado, desde la perspectiva del teólogo que hace teología. (Al hablar de la teología, no podemos olvidar que ella no existe sino en el quehacer de los teólogos). Su tarea principal es comprender lo revelado por Dios. Ahora bien, comprender implica el ejercicio de la razón, y ésta no la tiene el teólogo (ni nadie) en estado de naturaleza sino de cultura. Es decir, nuestra facultad racional natural ha sido formada en el largo proceso de socialización que va desde nuestro nacimiento hasta nuestra mayoría de edad, proceso que nos deja en condiciones de usar de nuestras facultades, entre ellas la razón, con independencia. Dicho de otro modo, cuando comprendemos algo, lo hacemos con ayuda de las categorías de comprensión que nos ha dado nuestra cultura, y de ellas no nos podemos desprender. Así, pues, cuando el teólogo hace teología está poniendo en juego -lo sepa o no, le guste o no- su cultura.[1]

            De aquí, casi como “subproducto” de esta comprensión inculturada de la revelación, surge una mejor transmisibilidad del dato de la fe a los contemporáneos que participan de la misma cultura del teólogo. Es una de las dimensiones pastorales de la teología.

 

            Por otro lado, la presencia de la cultura se hace inevitable si consideramos el objeto propio de la teología. Como ha mostrado, entre otros, Hansjürgen Verweyen,[2] el acontecimiento de Cristo se presenta en los testimonios de la revelación como la palabra definitiva de Dios a la humanidad. Palabra definitiva quiere decir que da respuesta a todas las preguntas legítimas que se hace el ser humano respecto al sentido de su existencia y de la historia. Por lo tanto, la teología tiene que interpretar cada vez de nuevo ese acontecimiento de Cristo, debe hacer un proceso hermenéutico -interpretativo- en principio inacabable, porque la libertad humana tiene abierto un futuro que no podemos predecir, del que pueden brotar siempre nuevas preguntas.

            Este carácter hermenéutico de la teología tiene una referencia directa a la cultura. Por un lado, cada situación histórica debe ser interrogada por la teología para descubrir en ella las preguntas fundamentales por el sentido (preguntas que pueden estar explicitadas en esa cultura -lo que facilita el trabajo del teólogo- o sólo implicadas en el conjunto de las expresiones de esa cultura). Por otro lado, la teología tiene como tarea ayudar a que la tradición cristiana sea efectivamente captada por los contemporáneos como respuesta a esas preguntas, lo que supone que la presentación de la fe se haga en diálogo con su cultura; aquí tocamos un nuevo aspecto de la dimensión pastoral de la teología.

 

            1.2. Elementos de teoría de la cultura[3]

 

            El concepto de cultura que aquí expongo se logra desde dos aproximaciones complementarias. La primera es macroscópica y sirve para situar la cultura en el conjunto de los desafíos que enfrenta todo grupo humano. La segunda es microscópica y tiene como objetivo penetrar al interior del sistema cultural para descubrir los subsistemas que lo componen y la forma como se relacionan entre sí.

            La intención de este párrafo es más heurística que teórica. Es decir, se trata de presentar los elementos de una teoría de la cultura no en la perspectiva de elaborar un concepto acabado y sistemático de cultura, sino en una mucho más modesta: la de ayudar a visualizar el fenómeno cultural, de manera de poder diagnosticar la situación de la teología fundamental en la cultura actual en Chile. Ahora bien, si estos elementos que presento no tuvieran ninguna consistencia teórica, mal podrían ayudarnos a ver en la realidad el fenómeno cultural; que la tienen, se desprende del hecho de que pueden integrar sin violencia los desarrollos de la teoría del conocimiento de Jürgen Habermas,[4] como se verá a continuación. Pero la intención no es teórica.

 

            a) El puesto de la cultura en los desafíos que enfrenta el                grupo humano

 

            Hablo de “grupo humano” para referirme al sujeto de la cultura. Uso deliberadamente esta expresión, porque me parece lo suficientemente amplia como para cubrir los diversos tipos de sujetos colectivos capaces de generar cultura (o subcultura), como son los países y regiones, las tribus, clanes y familias, las clases o estamentos, las instituciones, las Congregaciones religiosas, etc.

            Todo grupo humano enfrenta cinco desafíos fundamentales, ineludibles. Los presento desde la perspectiva del grupo humano como tal, no de los individuos que lo componen, aunque ellos también se ven enfrentados dentro del grupo, como es obvio, a esos mismos desafíos. Las acciones con que el grupo trata de responder a estos desafíos las realizan las personas individuales, pues el grupo no actúa por sí mismo. Pero la perspectiva en que me sitúo ahora es la del grupo.

 

1.

            El primero de estos desafíos es el de la subsistencia de los miembros del grupo: es evidente que si ellos no pueden vivir, el grupo se desintegra.  La humanidad resuelve ese desafío mediante el trabajo, por el que saca de la naturaleza los bienes (elaborados en mayor o menor grado) y servicios que necesitan los miembros para vivir. El medio o instrumento fundamental del trabajo es la técnica, en sus diversas formas históricas y culturales. El trabajo se halla siempre organizado socialmente, de modo que unos miembros del grupo se especializan  en una tarea, otros en otra; hay, pues, cierta división del trabajo.

            El correlato del trabajo es la naturaleza exterior; por el trabajo, en efecto, el grupo humano entra en contacto con la naturaleza que lo rodea y en la que vive. Sin embargo, me parece importante tomar conciencia de que el trabajo es una forma de relacionarse el ser humano con la naturaleza; no es la única ni la más rica. En el trabajo, anota Habermas, hunde sus raíces lo que él llama “interés técnico de conocimiento”, que es el interés por controlar los procesos de la naturaleza, interés que ha dado origen, a partir del Renacimiento, a las ciencias modernas de la naturaleza, ciencias empírico-analíticas.

            La respuesta del grupo al desafío de la subsistencia está siempre amenazada por el fracaso, por cuanto la distribución de los bienes y servicios producidos suele hacerse de manera desequilibrada, injusta, manteniendo a buena parte de los miembros del grupo en estados habituales de insatisfacción (pobreza, miseria) que, ocasionalmente, pueden conducirlos a la muerte.

 

2.

            El segundo desafío es el de la convivencia entre los miembros del grupo. Es igualmente básico que el anterior, pues si los miembros no saben convivir, el grupo se disuelve, aunque sus componentes sigan viviendo. Es lo que ocurre, por ejemplo, con un matrimonio que se separa o con un grupo juvenil que se acaba. Este desafío se resuelve mediante diversos procesos de socialización, que hacen, de los individuos que llegan al grupo -por nacimiento, por inmigración, por conquista, por proselitismo, o por lo que sea-, miembros plenos de él. Ejercen estas tareas de socialización la familia, el cada vez más complejo sistema educacional, la “pandilla” del barrio o población, los medios de comunicación social, etc. Si nos detenemos en la educación, vemos que ésta, al igual que el trabajo productivo, se halla dividida y organizada socialmente: hay en el grupo diversos especialistas, que forman a los individuos en las costumbres, el saber, las normas de conducta, etc. que rigen la vida del grupo. Gracias a este proceso de socialización, los individuos que llegan al grupo pasan a ser “moneda corriente” en él, se integran plenamente a él.

            En los procesos de socialización, el grupo entra en contacto con las personas individuales que lo constituyen. El lenjuage es el medio o instrumento principal de los procesos de socialización; en él, según Habermas, arraiga el “interés práctico de conocimiento”: el interés por facilitar la acción común de los miembros del grupo, bajo orientaciones compartidas; interés que anima  a las ciencias histórico-hermenéuticas que se han desarrollado en los Tiempos Modernos paralelamente a las ciencias empírico-analíticas de la naturaleza.

            También el desafío de la convivencia puede ser mal resuelto por el grupo. La amenaza que siempre pende sobre él es la de no lograr la integración plena de sus miembros, la de establecer separaciones entre personas y entre grupos al interior del grupo mayor, que queda dividido en clases o estamentos, cada uno con sus intereses propios y a menudo en pugna unos con otros.

 

3.

            El tercer desafío es el de la autoridad al interior del grupo.  Se origina por el hecho de que los dos desafíos anteriores se resuelven mediante la división del trabajo; división que implica como contracara un liderazgo que organice y asigne tareas y beneficios. La humanidad resuelve este desafío mediante algún sistema político, desde el tribal (de raíz todavía familiar) hasta las democracias representativas modernas, pasando por tiranía, dictadura, monarquía de diversos matices, etc.

            En el sistema político el grupo toma contacto con el fenómeno del poder, uno de los más misteriosos que se dan en la humanidad. No es, sin embargo el poder político la única forma posible del poder; existen además el poder económico, el poder social, el poder moral, etc. El poder político trae consigo la experiencia de la dominación; en ella, según Habermas, encuentra su raíz el “interés emancipatorio (o libertario) de conocimiento”: el interés por lograr la plena maduración del hombre, desenmascarando, mediante el conocimiento, los poderes que lo oprimen; interés que anima a las ciencias críticas como la Filosofía clásica, el Sicoanálisis, la Crítica de las ideologías.

            La amenaza de fracaso que pende sobre este desafío es la de la opresión. Uno o unos pocos al interior del grupo se apoderan del poder político y lo ejercen en provecho propio o de algunas clases, sometiendo al resto de la población a un régimen opresivo.

 

4.

            La respuesta a estos primeros tres desafíos deja constituido al grupo de manera estable, con identidad propia. Pero nunca se dan grupos humanos aislados, siempre hay en sus fronteras otros grupos igualmente constituidos. De ahí el cuarto desafío, el de la coexistencia con los otros grupos humanos con los que entra en contacto. La humanidad ha resuelto este desafío mediante dos sistemas, el diplomático (que emplea más bien la razón y el diálogo) y el militar (que emplea la fuerza de las armas), hasta ahora dirigidos ambos por el sistema político (aunque desde la Segunda Guerra Mundial el sistema militar tiende a independizarse y a tomar la dirección del sistema político y del diplomático). Aquí también se da, en otra forma, la experiencia de la dominación de la que surge el interés emancipatorio de conocimiento.

            En la experiencia de coexistencia, el grupo humano se enfrenta con la alteridad, es decir, con seres humanos que son diversos de una manera cualitativamente distinta de la diversidad que se da al interior del propio grupo, donde cada miembro se topa sólo con “gente como uno”. Si el grupo no niega esta alteridad, si reconoce que el otro participa de su misma humanidad, aunque de otra manera, entonces se encuentra con la realidad de la humanidad, es decir, de aquello que es común a todos los seres humanos, por debajo y más allá de todas las diferencias de lengua, raza, nación y cultura. En efecto, en la relación con el otro, que es realmente otro, ajeno, diverso, el grupo experimenta la amplitud de lo humano. 

            El fracaso que acecha al grupo en la respuesta a este desafío es el de la guerra, forma extrema de la enemistad entre grupos, de la incapacidad para reconocerse mutuamente como iguales, para intentar resolver los problemas mediante la razón y el diálogo.

 

5.

            Por último, y como desafío de los desafíos, el del sentido. Es el último y el decisivo, porque la respuesta a los cuatro desafíos anteriores supone que los miembros del grupo realicen las acciones necesarias; ahora bien, de no encontrar sentido en lo que hace -el trabajo, las tareas educativas, la política, la diplomacia y la guerra- el ser humano simplemente no lo hace; la coacción externa y el miedo pueden suplantar por algún tiempo al sentido ausente, pero a la larga son incapaces de mantener la cohesión del grupo y éste se disgrega; por lo demás, el que ejerce esa coacción debe encontrar sentido en ejercerla, pues si no, no la ejerce, de modo que el problema no hace más que trasladarse a otro sujeto dentro del grupo. Dicho de otra manera, de no resolverse el desafío del sentido, los miembros del grupo no tendrán ánimo para enfrentar los restantes desafíos. Por eso, este desafío no se añade a los otros cuatro como desde fuera, yuxtaponiéndose a ellos, sino que constituye su mismo centro; el desafío del sentido se juega en la raíz de la respuesta del grupo a los cuatro primeros desafíos. Lo que impone la pregunta por el sentido es el hecho de que las acciones mediante las cuales el ser humano trata de enfrentar estos desafíos exigen de él un esfuerzo, que no necesariamente aparece como proporcional al resultado logrado, más todavía, si se toma conciencia de que, a la larga, todo esfuerzo es inútil, porque vamos inexorablemente a la muerte; y, entre tanto, a menudo los esfuerzos del grupo fracasan. En cierto sentido, entonces, los cuatro desafíos vistos hasta aquí están cargados en su centro con la exigencia del esfuerzo -y la pregunta es si ese esfuerzo vale la pena, a pesar de la experiencia siempre posible, muchas veces real, del fracaso- y sus bordes están inmersos en la negación radical del sentido que es la muerte.

            El desafío del sentido la humanidad lo ha resuelto mediante la cultura, en cuyo centro -al menos, hasta el Renacimiento iniciado en los siglos XV-XVI en Europa- siempre ha estado la religión; la cultura arraiga al individuo en su grupo y le da sentido a su vida, al conjunto de sus actividades y al fracaso, que acecha siempre y que se hace presente inexorablemente en la muerte inevitable. Como responde a un desafío que se encuentra en el centro de los otros desafíos, la cultura (y la religión o irreligión que está en su centro) lo tiñe todo; sin embargo, también se explicita en un sector propio, con actividades, productos y normas propios, como son el arte, la reflexión y también -quizá sobre todo- los ritos con que el grupo celebra la vida (la fiesta) y la muerte (los funerales).

            En la cultura, el grupo humano entra en contacto con lo trascendente. En efecto, el sentido -es decir, los valores que dan sentido a la acción del grupo para resolver los primeros desafíos- el ser humano lo encuentra, no lo construye desde sí mismo. Esta experiencia de encontrar sentido equivale a la de recibir, desde fuera del individuo y del grupo, los valores. Por eso, se puede hablar aquí de experiencia de lo trascendente, de lo que está más allá del ser humano. Por lo mismo, en la cultura arraiga lo que, prolongando a Habermas, habría que llamar “interés trascendente (o salvífico) de conocimiento”; expresado en los términos que usa el cristianismo,  el interés por hacer ahora, bajo el régimen de la fe y no de la visión cara a cara, la experiencia del encuentro con Dios que da plenitud al ser humano.

            Si el grupo fracasa en la respuesta a este desafío y no encuentra un sentido, adviene necesariamente la muerte de la cultura, la disolución o desaparición del grupo. En efecto, si el grupo no ofrece a sus miembros ningún sentido para vivir, la inercia puede mantenerlo todavía un tiempo en vida; a la larga, está sentenciado a muerte.

 

6.

            Una forma sintética de presentar los cinco desafíos es el cuadro siguiente:

 

desafío

resolución

medio

correlato

interés de conocimiento

fracaso

subsistencia

trabajo

técnica

naturaleza exterior

técnico

injusticia, miseria

convivencia

socialización

lenguaje

individuos

práctico

desinte-gración

autoridad

gobierno

domina-ción

poder

emancipatorio

opresión

coexistencia

diplomacia,

sistema militar

diálogo,

fuerza

alteridad

emancipatorio

guerra

sentido

cultura

sector

cultural

trascenden-cia

salvífico

muerte

 

 

7.

            Los cuatro primeros desafíos se resuelven por medio de acciones “transitivas”, es decir, acciones que se justifican por el producto que logran; por ejemplo, los productos que encontramos a la venta en un supermercado, la capacitación técnica y profesional obtenida en los institutos correspondientes de educación superior, los armamentos, las elecciones políticas, etc. El desafío del sentido, en cambio, se resuelve por medio de acciones “intransitivas” o de finalidad inmanente, cuya justificación está en su valor intrínseco, no en su eventual producto: la reflexión filosófica, por ejemplo, vale en cuanto permite ver la realidad; la oración vale porque es encuentro con Dios; etc.

            Sin embargo, toda acción humana tiene siempre algo de intransitivo, incluso las acciones productivas: así se echa de ver en el gozo que (a veces) acompaña al que hace su obra bien hecha. A su vez, también la cultura requiere de productos (frutos de acciones transitivas) que constituyen su “infraestructura” (teatros, libros, etc.).  

 

8.

            Podemos concluir esta primera mirada, macroscópica, de la cultura, señalando que ella es matriz de humanidad. En efecto, al decidir acerca del sentido, la cultura influye muy decisivamente en la forma que en el grupo adoptarán las acciones tendientes a dar respuesta a los desafíos de la subsistencia, la convivencia, la autoridad y la coexistencia. A su vez, estas acciones concretas irán formando a los miembros del grupo, porque exigirán de ellos el cultivo de muy determinadas potencialidades, dejando en la sombra, sin cultivo comparable, otras potencialidades que también están en la naturaleza humana. Piénsese, por ejemplo, a la luz del actual conocimiento neurológico, en lo que ocurre con las capacidades humanas cuyo asiento está en los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro; en la cultura moderna se han desarrollado al máximo las capacidades asentadas en el hemisferio izquierdo, dejando prácticamente intocadas las del otro hemisferio.

            La acción formadora de la cultura sobre los miembros del grupo se ejerce en dos etapas distintas de su desarrollo. La primera abarca desde el nacimiento hasta el fin del período de mayor plasticidad del ser humano, que se sitúa en torno a los 14 años de vida. En esta etapa, la persona recibe de su grupo -fundamentalmente la familia o lo que haga sus veces, pero también la escuela primaria o básica y el grupo de iguales, la “pandilla” del barrio- las líneas gruesas de la (sub)cultura propia de ese grupo. Recibe desde luego el lenguaje, con los matices propios del “idiolecto” familiar y del “dialecto” del grupo social; matices que son los que permiten saber, por el modo de hablar -el acento, la pronunciación, los giros- que Pedro es galileo[5] o que Fulano es campesino o ejecutivo empresarial. Con el lenguaje recibe también los rudimentos de las acciones, es decir, el saber cómo comportarse en las distintas situaciones que van poniendo al niño en contacto con distintos tipos de personas: los mayores, los iguales, los de clase superior o inferior, los distintos roles tipificados (el policía, el vendedor, la profesora de escuela, etc.); el niño debe interiorizar ese cómo se habla, cómo se comporta, cómo se dicen las cosas, etc.; pronombre se en el que se hace presente la cultura como norma. Con el lenguaje, el niño recibe además ciertas bases fundamentales respecto de las representaciones y los valores, que constituyen en él algo como la obra gruesa de un edificio, que ya nadie podrá ignorar ni eliminar. En esta primera etapa de “socialización” el niño está indefenso ante lo que se le da, no tiene la capacidad crítica para discernir y escoger libremente.

            Viene luego la segunda etapa, en que el adolescente, luego joven, recibe diversas socializaciones secundarias, la de la enseñanza media y superior, la del trabajo y el grupo profesional, la de la familia que normalmente forma y la de los grupos sociales a los que pertenece y que frecuenta. Si en la primera socialización el niño está indefenso, en estas socializaciones segundas el individuo puede tener -y va teniendo crecientemente- la capacidad crítica de discernir, cada vez más libremente, qué asumir de todo lo que se le ofrece. Ésta es la etapa, que va hasta la muerte, en que el ser humano se da las “terminaciones” a esa “obra gruesa” que ha recibido con la socialización primaria, y habita esa “vivienda” que el grupo le ha construido, aportando en ello toda su originalidad personal.

 

            b) El “ethos” cultural

 

1.

            Una vez situada la cultura en el contexto más amplio de la vida del grupo humano, tenemos que mirarla en sí misma.  La cultura es un “sistema” complejo. Inspirados en un estudio de Jean Ladrière,[6] podemos decir que hay en el sistema cultural cuatro subsistemas. El más exterior, el que primero encontramos al llegar a un grupo cultural que no es el nuestro, es el sistema de expresión. Está constituido fundamentalmente por el lenguaje, pero también por los gestos corporales y los símbolos colectivos (como la bandera, los Padres de la Patria, el folclor, etc.). Intimamente unido a la expresión está el sistema de la acción (que Ladrière trata como uno solo con ella), sistema que gobierna la forma como se actúa en cada grupo cultural en respuesta a los desafíos que acabamos de ver.

            Más adentro en la cultura está el sistema de las representaciones, es decir, de las formas como el grupo se representa las realidades diversas con las que entra en contacto. Es el mundo de las ideas, los mitos, la ciencia, la filosofía, las ideologías, las cosmovisiones. La acción está fuertemente condicionada -si no determinada- por las representaciones. Lo podemos mostrar con un ejemplo. Si el que llamamos “enfermo mental” es considerado - como en muchas culturas premodernas- un mediador de lo divino, será tratado de manera muy distinta a como lo tratamos hoy en que, porque lo consideramos enfermo, lo aislamos en un manicomio o en una clínica siquiátrica y no tenemos ya nada que recibir de él.

            Por último, en el centro de la cultura están los valores. Se pueden distinguir dos tipos distintos. Por un lado, los valores axiológicos (de axioV [áxios], digno), que expresan la dignidad de cada cosa, de cada ser, y están, por lo tanto, íntimamente vinculados con las respectivas representaciones, determinándolas. Por otro lado, los valores normativos, que dictan el tipo de conducta que el ser humano debe tener con las diversas cosas del mundo; por eso, se vinculan con el sistema de acción y lo determinan.

 

2.

            Hasta aquí llega un análisis secularizado de la cultura. Pero una mirada que se abre a la totalidad de la experiencia humana descubre que en el fondo de los valores se sitúa lo religioso, como han afirmado los Padres de Puebla[7] y, a su siga, Juan Pablo II.[8] Si el mundo moderno ha quitado la religión de este puesto central y determinante, ha sido en desmedro de la humanidad del ser humano.

            Antes de seguir adelante con esta idea, hay que reconocer, sin embargo, que los creyentes -en concreto, los cristianos europeos de los siglos XVI y XVII- ayudaron al hombre moderno a expulsar la religión del ámbito cultural público, para relegarla al de la subjetividad privada. En efecto, las cruentas guerras de religión que se siguieron en Europa central de la división de los cristianos entre católicos y protestantes fueron un impedimento enorme a la vida y al progreso, un obstáculo que de alguna manera había que eliminar. Como los mismos cristianos se mostraron incapaces de hacerlo, la burguesía moderna lo hizo drásticamente, acabando con la religión misma en cuanto realidad pública.[9]

            Sin embargo, como la capacidad religiosa es de la naturaleza misma del ser humano, el espacio que queda vacío por el desalojo de la religión tiene que ser llenado de inmediato por algún sucedáneo. El mundo moderno ha creado las ideologías, explícitamente no religiosas, pero con rasgos extraordinariamente semejantes a los de las religiones. Se da aquí la paradoja del ser humano: porque es libre, puede ir contra los llamados de su naturaleza profunda; pero, si lo hace, ésta de alguna manera se venga. Dicho de otro modo, el ser humano puede actuar contra su naturaleza, pero no la puede extirpar.

 

3.

            Los valores, incluidos los religiosos, son, pues, el núcleo que determina el conjunto de la cultura, hasta sus niveles más exteriores de expresión y de acción. Para diagnosticar una cultura no se necesita, por lo tanto, una descripción y evaluación detallada de cada una de sus manifestaciones; basta con ir directamente a ese núcleo valórico. Hoy se suele hablar, a este propósito, del “ethos” cultural como el centro de la cultura, aquel que determina las actitudes de fondo que gobiernan la conducta del hombre en el mundo. “Ethos” es la transcripción del griego hqoV, que significa primero morada o lugar habitual de residencia; luego, hábito, costumbre, uso; por último, carácter, modo de ser, sentimiento.

            Habría que añadir, a mi juicio, también el “pathos” de la cultura, es decir, la forma fundamental de la sensibilidad, que define el modo como los miembros de un grupo cultural reciben el mundo. Así, la cultura se puede representar por una elipse cuyos dos focos son el “ethos” cultural y su respectivo “pathos”. Dejemos de lado el tema del “pathos”, que no ha sido aún suficientemente tratado, y volvamos al “ethos” cultural.

            Juan Carlos Scannone define el “ethos” cultural como “el modo particular de vivir y habitar éticamente el mundo que tiene una comunidad histórica (un pueblo, una clase social, una comunidad religiosa, etc.) en cuanto tal en su historia. Por consiguiente, la palabra ‘ethos’ implica dos dimensiones estrechamente interrelacionadas, pero distintas. Por un lado se señala el momento propiamente ético o moral: los principios vividos y valores comunes que orientan las opciones existenciales fundamentales de esa comunidad; y, por otro lado, la impronta antropológico-cultural de los mismos en la conformación de un ‘estilo de vida’ histórico determinado, o modo peculiar (ético-cultural) de relacionarse con el sentido último, con los otros hombres y grupos de hombres, y con la naturaleza”.[10]

            Más simplemente, el ethos cultural es el núcleo en torno al cual se organizan y adquieren coherencia los valores, que constituyen el corazón de la cultura, en cuanto ésta es matriz de la conducta humana y, por lo tanto, del ser humano en cuanto se va haciendo a sí mismo por medio de su conducta.

 

            1.3. Sobre el diagnóstico de la cultura en Chile hoy

    

            Dos aspectos voy a subrayar en este intento de diagnóstico de la situación cultural de hoy. Por un lado, el hecho de la pluralidad de culturas, por otro el debate actual en torno a la modernidad, en sus dos variantes: la de los países del Norte, acerca de si ya hemos pasado de la modernidad a la posmodernidad, y la de América Latina, que gira en torno a los siempre renovados esfuerzos de los grupos dirigentes por lograr, por fin, la modernización de nuestros países.

 

            a) Los diversos ethos y pathos culturales que se dan hoy

 

1.

            Lo fundamental de la situación actual de la cultura en Chile y, más en general, en América Latina, me parece que es su pluralidad.  En efecto, en las culturas latinoamericanas se puede ver hoy una mezcla -no todavía un mestizaje con características propias bien definidas- de dos zonas culturales diferentes: tradicional y moderna; aunque, sobre todo en la juventud, ya parece darse un tercer tipo de cultura, la llamada cultura posmoderna que, si no es una cultura nueva, es al menos una reacción bastante radical contra la cultura moderna.

            La cultura moderna nace con el Renacimiento en Europa y alcanza una primera cristalización en los llamados Tiempos Modernos. En la perspectiva de la modernidad, todas las culturas anteriores -es decir, “premodernas”- aparecen como variantes de una cultura única, caracterizada por la fuerza omnipotente de la tradición; son, pues, culturas premodernas o “tradicionales”. El hecho de que para las actuales reacciones contra la modernidad no se haya encontrado aún otra denominación que “posmodernidad” me lleva a proponer una presentación de estos tres ethos y pathos culturales centrándome en la modernidad y asumiendo su perspectiva. Por ello, lo premoderno tradicional está representado por la cultura medieval, contra la cual se alzó la modernidad.

 

2.

            La contraposición entre el ethos cultural moderno y el medieval se puede concentrar en tres aspectos.

            El primero es el contraste entre la autonomía moderna y la heteronomía tradicional.  El hombre moderno aspira a sacudirse toda tutela externa; aspira a conducir su vida desde sí mismo; quiere ser ley para sí mismo: “autonomía” viene del griego autoV (autós), que significa “mismo” (yo mismo, tú mismo, etc.), y nomoV (nómos), ley. Mirando a la Edad Media (y a todas las culturas tradicionales, fuertemente determinadas por sus respectivas religiones y las tradiciones imperantes, habitualmente sacralizadas), la modernidad la ve como la época heterónoma de la humanidad, en que instancias externas al ser humano y ajenas a él le dictaban la ley de su vida y de su conducta; heteronomía particularmente encarnada en la Iglesia y su autoridad moral. “Heteronomía” viene del griego eteroV (héteros), ajeno, otro y nomoV (nómos), ley. Sin embargo, la autonomía moderna no equivale simplemente al rechazo de toda ley para la conducta humana. Por el contrario, lo que se busca es acabar con la heteronomía, es decir, con la fuente extrínseca, exterior -y, por lo mismo, ajena- de la ley; la pretensión de la modernidad es haber encontrado la fuente intrínseca, interior de la ley, presente por igual en todo ser humano, que es así capaz de juzgar por sí mismo. Esta fuente es la razón[11] que, siendo universal, está presente a la vez en cada ser humano. A lo largo de los varios siglos de la modernidad, la razón ha ido acentuándose de maneras diversas, dando origen a diversas formas de modernidad: científico-técnica, política (sobre todo desde Marx), existencial, etc.

            La segunda contraposición es entre las actitudes del ser humano ante la naturaleza: de dominación en la modernidad, de servidumbre y dependencia en las culturas tradicionales, que sublimaban su esclavitud haciendo de la naturaleza la Madre. La dominación moderna ha sido hecha posible gracias al prodigioso desarrollo de la ciencia y de la técnica, estrechamente unidas en esa empresa de conquista de este mundo, que es tan propia de la modernidad; desarrollo que, de rebote, ha reforzado el rasgo dominador del hombre moderno que, ante cualquier realidad que se le escapa, tiende a pensar: todavía no, pero ya lograremos dominarla (piénsese, por ejemplo, en el campo de la medicina, en lo que ocurre con el cáncer o con el sida). Esta dominación científico-técnica de la realidad encuentra sus raíces en el rasgo de autonomía, al que, a su vez, hace posible y, por ello mismo, lo refuerza. Hay que advertir que la tecnociencia dominadora no es la única posibilidad de hacer ciencia; responde a lo que se puede llamar el modelo “baconiano”; otra posibilidad es el modelo “newtoniano”, interesado no tanto en dominar y transformar la realidad, cuanto en conocerla.[12]

            El tercer aspecto del ethos cultural moderno que se contrapone al tradicional es lo que podemos llamar su inmanentismo o clausura intramundana, es decir, el hecho de que la cultura moderna limita su horizonte según lo que la ciencia puede conocer y lo que la técnica puede dominar; clausura intramundana que hace sentir que el horizonte tradicional, abierto a la trascendencia, equivale a una evasión frente a las tareas de este mundo, frente a los goces y posibilidades del más acá, opacados por un más allá que la modernidad considera ficticio e inalcanzable.

            En cuanto al “pathos” cultural, el de la modernidad me parece ser un pathos de objetualidad. En efecto, el hombre moderno se instala ante la realidad en una actitud de tomarla como objeto, que está ahí como mero dato, disponible para todas sus manipulaciones. Desde esta perspectiva, las culturas tradicionales aparecen como tabuizadoras de la realidad, a la que ven habitada por toda clase de fuerzas sacrales, sobre las cuales el ser humano no tiene ningún derecho.

            De lo dicho se puede desprender una última contraposición entre lo moderno y lo premoderno, según a qué aspecto del tiempo se le dé la primacía. La premodernidad, por su valoración de la tradición, acentúa el pasado, lo ya dado; la modernidad, en cambio, tiene sus ojos puestos en el futuro, en las conquistas que logrará y que irán haciendo la vida humana cada vez más placentera y digna de ser vivida; adelantándonos a lo que sigue, la posmodernidad parece estar centrada en el instante presente, que hay que gozar.

 

3.        

            Hoy se difunde en los países desarrollados, sobre todo entre los jóvenes, un conjunto de actitudes que preludian un nuevo ethos cultural posmoderno. Por ahora, son apenas reacciones, a veces ciegas, ante los daños más o menos evidentes a que conduce el ethos moderno. Se dan también entre nosotros.[13] Uno de sus rasgos más visibles actualmente es la preocupación ecológica, que a veces degenera en la búsqueda de una nueva servidumbre del ser humano a los ciclos naturales, pero que puede ser también la aspiración a una relación mutuamente enriquecedora entre la persona y la naturaleza, que supere la dominación y la servidumbre. Creo que lo que la posmodernidad pone en cuestión es sobre todo la dominación científico-técnica y la consiguiente forma específica de clausura intramundana. Los posmodernos quieren ir más allá de los límites científico-técnicos del mundo, pero sin salirse del marco de la autonomía; buscan, en efecto, toda clase de experiencias de alteridad y alteración (drogas, esoterismo, música, sexo, etc.), pero al interior de las posibilidades de este mundo y sin aceptar una realidad supramundana que pudiera cuestionar la autonomía. En cuanto al pathos, la posmodernidad parece añadir al pathos moderno un aspecto fruitivo: se trata, en efecto, no tanto de manipular la realidad en función de los proyectos que nos vamos haciendo, sino más bien de gozarla; las manipulaciones técnicas o mágicas -todas permitidas- no tienen otra finalidad que lograr el máximo placer posible. Desaparece así en la posmodernidad el rasgo ascético propio de los primeros tiempos de la modernidad capitalista, cuando la burguesía posponía el goce del presente, en función de la acumulación de capital necesaria para realizar proyectos aun más ambiciosos que los ya logrados. Hoy, el presente parece primar sobre el futuro.

 

4.

            Ante estos tres “ethos” y “pathos” culturales vale la pena señalar el que ofrece la fe cristiana. No es ni su negación lisa y llana ni tampoco un compromiso o componenda, fruto de tomar un poco de cada uno. Es, a mi parecer, su auténtica superación. Una imagen puede ayudar a entender lo que digo. Un péndulo se mueve inevitablemente entre dos extremos; pero ese movimiento se explica por el punto desde el cual éste cuelga. La propuesta del “ethos” de la fe es ese punto que, por una parte, hace justicia a la verdad que estos “ethos” expresan deformadamente, a la vez que, por otra, supera su estrechez.

            La fe nos propone vivir un ethos de teonomía, comunión (o solidaridad) y trascendencia y un pathos de gratuidad. Teonomía, porque Dios es la ley de toda la realidad, siendo su Creador; pero no lo es desde la pura heteronomía, pues -como viera San Agustín- Dios es “intimior intimo meo” (es más yo que yo mismo, está más adentro de mí que yo); sin confundirse tampoco en la identidad de la autonomía, pues -como había dicho inmediatamente antes el mismo Agustín- Dios es “superior supremo meo” (supera lo más alto que hay en mí).[14]

            Comunión, porque siendo Dios mismo Trinidad de Personas, ha querido que sus creaturas reproduzcan, a su nivel y a su manera, la mutua inhabitación de los tres, uno en los otros. Así se supera el dilema de la dependencia o la dominación, tal como se ve en la parábola del “Hijo Pródigo”: éste, una vez que da muerte simbólica al padre, buscando su total independencia, luego de probar hasta el fondo la miseria a la que esto lo llevó, sólo imagina la posibilidad contraria, la de dar muerte en sí al hijo, para caer en la total dependencia del esclavo; pero el padre es capaz de restaurar la comunión con el hijo, y hace fiesta por ello.

            Trascendencia, pues se trata de reconocer la presencia de Dios en las realidades de este mundo, sin evadirse de él en un seudo más allá, pero sin tampoco cerrar el horizonte de este mundo en los estrechos límites que trazan nuestra ciencia y nuestra técnica.

            Y gratuidad, pues se reconoce la realidad como obra del Creador, dada como regalo a todas sus creaturas, junto con su raíz -la existencia, la participación en el ser-, para que sea recibida y acogida con gratitud, pero a la vez con responsabilidad.

            Con respecto al tiempo, el acento está puesto en la eternidad, como “tiempo” de Dios; pero no en Dios mismo, sino en cuanto el tiempo de Dios se hace presente, anticipadamente, en la historia humana, en sus tres tiempos, pasado, presente y futuro.

 

5.

            Un cuadro resume la contraposición de estos diversos “ethos” y “pathos” culturales:

 

 

tradicional

moderno

posmoderno

de la fe

ethos

heteronomía

autonomía

autonomía

teonomía

 

dependencia

servidumbre

sumisión

dominación

(posibilitada por ciencia-técnica)

se cuestiona la dominación

comunión o solidaridad

 

evasión en el más allá

clausura mundana (definida por límites c-t)

se cuestiona límite c-t de la clausura

trascendencia escatológica

pathos

tabuización sacral

objetualidad

fruición o goce

gratuidad y gratitud

tiempo

pasado

futuro

presente

eternidad

 

 

            b) El debate acerca de la modernidad; el tema del Norte:                           modernidad / posmodernidad [15]

 

            Es evidente que no se puede hacer un panorama completo acerca de la actual discusión en torno a la modernidad. Destacaré las dos líneas que me parecen más pertinentes desde nuestra perspectiva latinoamericana: en este párrafo, la discusión del Norte, acerca de si estamos ya en una nueva época histórica, que ha dejado atrás la modernidad -la llamada, a falta de mejor nombre, posmodernidad-; y en el Sur, la discusión acerca de si somos, por fin, modernos (en el párrafo siguiente, c).

            Sobre el telón de fondo de una visión “canónica” de la modernidad, aceptada por la mayoría de los intelectuales, presentaré los argumentos de los posmodernos y de quienes consideran que, aunque en crisis, la modernidad sigue siendo la cultura vigente.

 

            b1) Descripción de la modernidad y de su crisis actual

 

1.

            Desde el punto de vista histórico, la modernidad es una realidad europea que se inicia en el Renacimiento y alcanza su primera plenitud durante el siglo XVIII, en fenómenos como la Ilustración (a nivel pensamiento), la Revolución Francesa (a nivel político) y la industrialización (a nivel económico). A partir del siglo XIX la modernidad europea se difunde por el mundo, de la mano de la expansión colonizadora de los principales países industriales, expansión que va adoptando sucesivamente diversas formas: conquista de la tierra, de los mercados, de las capacidades (fuga de cerebros), de las almas (en el sentido de que los pueblos no modernos aspiran hoy con todas sus fuerzas a la modernización).

            Para los historiadores,[16] la modernidad representa una cesura histórica sólo comparable a la de la sedentarización ocurrida en el neolítico, que dio origen a largos siglos de vida de diversas sociedades cuyas culturas llamamos hoy “tradicionales”, cubriendo con un nombre común una enorme diversidad de detalle. El paso del mundo tradicional a la modernidad cubrió varios siglos de transición, cargados de muchas crisis en los diversos órdenes de la vida humana; esta transición dio origen a una realidad nueva, pero no de una vez y definitivamente, sino por etapas y con ritmos diferentes según los distintos sectores de la sociedad y la cultura, según los distintos países y regiones.

           

            Desde el punto de vista cultural,[17] la modernidad se caracteriza por una ruptura de la unidad cultural propia del mundo tradicional, provocada por el predominio atribuido a la razón, que ha de ejercerse libremente, sin ninguna tutela extrarracional, por encima de toda autoridad, sea de la tradición cultural, de la religión o del poder político. Ha sido Max Weber quien con más fuerza convincente ha llamado la atención sobre este aspecto. Para él la modernidad está vinculada intrínsecamente con el racionalismo occidental (no se trata de un vínculo meramente contingente, de hecho).

            Esta ruptura racionalizadora ha traído consigo una serie de procesos de diferenciación a nivel social y cultural. A nivel social se han separado diversos ámbitos funcionales, cada uno sometido a una lógica (racional) propia; se han separado del contexto religioso englobante de la sociedad tradicional y por lo tanto también entre sí; en ellos se institucionaliza la acción que busca racionalmente el logro de determinados objetivos (“zweckrationales Handeln”). Se trata fundamentalmente de la política (lógica del poder y de la administración burocrática del Estado) y la economía (lógica del dinero como medio universal de intercambio y lógica del mercado que con sus leyes de oferta y demanda determina el valor de intercambio de los diversos bienes y servicios).[18] Los imperativos funcionales de los diversos sistemas sociales (el político y el económico principalmente) terminan por imponerse sobre los “mundos de la vida” (“Lebenswelten” analizados por la Fenomenología: familia y grupos primarios donde se dan las interacciones cara a cara), los que van siendo colonizados poco a poco; como estos mundos de la vida son los espacios donde se desarrollan las personas, se integran los grupos y se crea y transmite la cultura, esta colonización trae consigo una profunda crisis cultural y de identidad (personal y social). Dicho de otra manera, esta racionalización social disolvió las anteriores formas de vida social, basadas en los estamentos o gremios profesionales.

            A nivel cultural, la ruptura racionalizadora se presenta bajo la forma del proceso de desencantamiento (“Entzauberung”) de las imágenes religiosas del mundo, prevalecientes antes de la modernidad occidental, que lleva a la formación de tres esferas culturales de valores con legalidades propias: las ciencias empíricas, las artes autonomizadas y las teorías morales y del derecho. Es decir, se separan los tres momentos de la razón, el cognoscitivo (el ejercicio teórico de la razón, vivido ahora en las ciencias modernas, aliadas desde muy temprano con la economía), el práctico o normativo (la ética y la razón práctica) y el estético (el arte y el juicio estético), y cada uno de ellos emprende un camino propio, que se niega a recibir la influencia que pueda venir de los otros dos.

 

            Más concretamente me parece que, debido al inmenso éxito técnico, la razón termina siendo la razón tecnocientífica o instrumental, dedicada a explorar científicamente las leyes que rigen los procesos naturales (incluidas poco a poco la persona, la sociedad y la historia), para poner ese conocimiento, como técnica, al servicio de los proyectos humanos. Razón de medios, no de fines, porque se renuncia a la discusión racional de esos proyectos.[19]

            Concretamente también,[20] la naturaleza deja de ser vista como gobernada directamente por Dios y pasa a ser autorregulada. El ser humano deja de ser el intermediario entre la naturaleza y Dios -idea que se basaba en el supuesto de que el ser humano participa de ambos órdenes de realidad: del mundo, por su cuerpo y de Dios, por su espíritu- y queda separado de la naturaleza, a la que trata de doblegar a sus propósitos. Esto último está expresado claramente ya en Descartes, que concibe a la persona como sustancia pensante, “res cogitans”, pura subjetividad, enfrentada inconmensurablemente, sin común medida, a la naturaleza -en la que se incluye su cuerpo- concebida como sustancia puramente extensa, “res extensa”, pura objetividad, por lo tanto matematizable íntegramente. El poder de la sociedad deja de fundarse en un más allá que lo legitima y a la vez lo juzga (como ocurría con los Reyes de derecho divino) y pasa a radicar ahora en el pueblo, por lo que debe ser centralizado (por imperativos de racionalidad) y ejercido democráticamente (por imperativos de legitimidad). El trabajo productivo, sometido a la racionalización científico-técnica, es progresivamente separado del trabajador (en sucesivas oleadas históricas de mecanización, taylorización y robotización). El mundo entero se desencanta, al dejar de remitir simbólicamente a un trasfondo auténtico, al dejar de expresar simbólicamente un más allá, una alteridad.

 

2.

            Esta descripción nos permite comprender inmediatamente la crisis actual de la modernidad. Crisis ya percibida a mediados del siglo XIX, cuando algunos artistas como Baudelaire convocan a una “posmodernidad”.

            La crisis se manifiesta en una primera aproximación como la contradicción entre el programa de la modernidad y sus resultados concretos.[21] En efecto, en vez del advenimiento del individuo humano pleno surge la burguesía; en vez de la ciencia desinteresada, ciencias puestas al servicio de intereses económicos, políticos y militares; en vez de un sistema productivo al servicio de los hombres libres, éstos se ven reducidos por los imperativos funcionales de la economía al rol de productores y consumidores; sobre todo, en vez de una sociedad impregnada de libertad, igualdad y fraternidad, el siglo XX exhibe las mayores aberraciones antihumanas de la historia: los campos nazis de exterminio, la amenaza de la guerra atómica, el hambre y la miseria de las mayorías pobres, la amenaza de la catástrofe ecológica.

            Detrás de estas contradicciones -que quizá se pueden resumir en la fórmula englobante de la irracionalidad de los procesos de racionalización-, se puede descubrir la dificultad para lograr simultáneamente dos formas de la modernidad, la económica y científico-técnica por un lado y la ética y cultural por otro.[22] Pareciera que nuestra situación se caracteriza por la imposibilidad de lograr un concepto de razón que comprenda simultáneamente estos dos objetivos, técnico y ético, de la modernidad.

            Esto ha llevado a una crítica radical de la razón tecnocientífica, que la está haciendo pasar de su certeza triunfal a la incertidumbre (con el reverso de favorecer toda clase de tendencias integristas y fundamentalistas y el pulular de sectas religiosas y seudorreligiosas), poniendo en cuestión hasta la posibilidad misma de una razón única omniabarcante.[23] Ha llevado también, por el lado ético, a la pregunta por la posibilidad de que el hombre controle las enormes fuerzas técnicas que ha desarrollado; parecería, en efecto, que la modernidad se autodestruye al perder el control de sus propios adelantos y productos.[24]

            Es esta crisis la que está en el trasfondo del debate actual entre modernos y posmodernos.

 

            b2) Las razones de los posmodernos [25]

 

            Me detendré en dos autores, que han elaborado cada uno una razón diferente: Jean François Lyotard y Gianni Vattimo.

 

1.

            Para Lyotard,[26] lo propio de la situación actual es que se ha perdido la fe en lo que él llama los “grandes relatos” (o “metarrelatos”) legitimadores. Desde hace poco, el saber científico se legitima por su capacidad heurística, por su eficiencia en producir nuevas ideas, lo que para algunos es positivismo. Pero hasta ahora, y desde Platón, la ciencia ha recurrido al saber narrativo para legitimarse. Incluso la ciencia moderna -que ya renunció a la búsqueda metafísica de una prueba primera o de una autoridad trascendente para fundar la verdad de sus enunciados, y la fundó en el consenso de los expertos, logrado luego de un debate llevado según las reglas de la ciencia- se legitimó mediante un relato.

            Los grandes relatos legitimadores han sido de hecho de dos tipos, según cuál haya sido el sujeto -el héroe- del relato. El relato cognoscitivo ha puesto a la ciencia como héroe; el relato práctico ha puesto a la libertad política. Ambos han influido profundamente en la modernidad. El relato práctico-político en ocasiones ha puesto como sujeto al Estado, que toma en sus manos la formación del pueblo y el progreso de la Nación. El relato cognoscitivo ha encontrado en Humboldt y Hegel una versión especulativa, que legitima a la ciencia no en perspectiva política sino filosófica. Se trata de un metarrelato que restituye la unidad de los conocimientos que se encuentran dispersos en las ciencias particulares, y asigna esa unidad al Espíritu, que es Vida y que tiene historia universal, metasujeto con respecto a los pueblos concretos (enredados en sus saberes tradicionales) y a la comunidad de los científicos (limitados por sus especializaciones), pero que los realiza a ambos. El lugar de esta síntesis es la Universidad. Este saber especulativo encuentra su legitimidad en sí mismo, porque el Espíritu y la Vida no son más que él.

            En la sociedad posmoderna, sin embargo, el gran relato, en cualquiera de sus dos versiones, ha perdido credibilidad. No sólo por la prosperidad capitalista y el auge desconcertante de la técnica, sino porque los grandes relatos del siglo pasado traían dentro de sí la deslegitimación y el nihilismo. La consecuencia es la diseminación de juegos de lenguaje, cada uno jugando su propio juego, sin que ninguno de ellos pueda legitimar a los demás.

 

2.

            Para Gianni Vattimo,[27] la época actual deja atrás la modernidad en la medida en que realiza el nihilismo cabal previsto por Nietzsche y en que hace suya la crítica de Heidegger a la metafísica.

            El aporte de Nietzsche a la posmodernidad es su nihilismo de la muerte de Dios como única salida posible de la modernidad. La muerte de Dios equivale a que la verdad se disuelve, porque todo fundamento es experimentado como superfluo. Si la modernidad es la superación de la novedad envejecida mediante una novedad siempre más nueva, no se podrá pensar en salir de la modernidad superándola, ni temporal ni críticamente.

            Nietzsche hace una suerte de “análisis químico” de la modernidad y descubre que la verdad es un valor que se disuelve. La superioridad de la verdad sobre el error es sólo una creencia, que se impone en determinadas condiciones vitales -condiciones de inseguridad, de guerra de todos contra todos- y se basa en la convicción de que el hombre puede conocer las cosas en sí mismas. Pero esto último no es exacto, pues el conocimiento es metaforización, traslado: de la cosa a la imagen, de ésta a la palabra individual, luego a la palabra impuesta socialmente como justa y adecuada, luego de vuelta a la cosa, pero con la consecuencia que de ella ahora sólo percibimos los rasgos más fácilmente metaforizables en el vocabulario que hemos heredado.

            Si la verdad se disuelve, entonces Dios ha muerto. Ésta es, según Nietzsche, la conclusión nihilista que permite salir de la modernidad. Pero la consecuencia es que se acaba lo nuevo y viene el eterno retorno de lo mismo. En estas condiciones, la tarea del pensar no es, como creyó la modernidad, volver al fundamento para recuperar el valor del ser y de lo nuevo, sino una filosofía de la mañana (del alba), orientada a la proximidad. Se trata de un pensamiento de la errancia, que sigue los caminos por donde vaga un pensamiento que ya no encuentra verdad ni fundamento que lo pueda desmentir o falsificar. Ya no es, por lo tanto, un pensamiento crítico, desenmascarador; los errores los ve como fuente de la riqueza que nos constituye y que da interés, color y ser al mundo. Se trata de vivir estos errores en una actitud diferente, la del hombre de buen temperamento.

 

            La posmodernidad recoge también a Heidegger, cuyo pensamiento de la diferencia ontológica se inserta en la disolución actual de la dialéctica y muestra la debilidad del ser. Heidegger critica la noción, aparentemente tan obvia, de ente, mostrando que es el resultado de tomas antecedentes de posición; se trata de aperturas histórico-destinales que constituyen el sentido del ser. Con esto, Heidegger hace algo más radical que mera crítica de las ideologías; afirma que no hay en el ser ese rasgo que la metafísica siempre le ha atribuido, porque ha modelado al ser a partir de los entes: la estabilidad del ser en la presencia. Al partir de la diferencia ontológica entre el ser y los entes, el ser aparece no como lo que es sino como lo que acaece, como destino y tradición; del mundo se tiene experiencia siempre dentro de horizontes histórico-culturales, construidos por ecos y mensajes provenientes del pasado y de otros: otros seres humanos, otras culturas. Pero hay que cuidarse de entender el ser en cuanto acaece como si fuera el mismo ser de la metafísica más el añadido de la eventualidad; se trata de otra cosa. El ser acaece, es acontecimiento. El pensar la verdad no funda, sino que “desfunda”, porque muestra que la caducidad y la mortalidad hacen (constituyen) al ser.

 

3.

            La base próxima que hace posible el pensamiento posmoderno me parece muy bien expuesta por Vattimo; se trata de un pensamiento funcional al estado actual de la técnica y al puesto que, junto con la ciencia, ocupa en la cultura y en la vida cotidiana de las sociedades modernas desarrolladas. Por lo tanto, la crítica de la posmodernidad pasa necesariamente por la crítica de la técnica moderna y de su antropología y de su ontología subyacentes.

            Hay también una base remota del pensamiento posmoderno. Me parece que es la pérdida de la fe en lo “fuerte” -para usar la misma metáfora de Vattimo, que propicia un pensamiento posmoderno “débil”[28]- de la razón y el ser. Es posible que los excesos totalitarios a que esa fe ha llevado en la historia hayan contribuido a su desaparición. También aquí se abre una tarea crítica importante, con dos vertientes: por un lado, una crítica del desencanto actual de la razón, que muestre su real alcance; por otro, la búsqueda de un equilibrio que, sin negar la capacidad racional, inmunice contra el totalitarismo. Puede ser útil una imagen: la razón es como un telescopio, capaz de acercar las estrellas; éstas existen, no son un mero juego de imágenes en el lente del telescopio, pero no las podemos tocar con nuestras manos ni envolver, tan sólo acercar para contemplar mejor.

            No veo que el neoliberalismo económico triunfante tenga influencia importante en el pensamiento posmoderno, como si fuera el nuevo “gran relato” legitimador. De hecho, tanto Lyotard como Vattimo expresan su pensamiento bastante antes de 1989, año de la caída del muro de Berlín, que puede ser considerado como el inicio del triunfo mundial actual del neoliberalismo. Tampoco me parece que el fenómeno actual de la globalización o mundialización -que, partiendo de la economía, empieza a tener incidencia en las culturas, sobre todo debido al enorme despliegue de los medios de comunicación- sea fruto del neoliberalismo, como si en el “relato” neoliberal hubiera una fuerza universalizadora. Esta globalización me parece el fruto de dos movimientos pragmáticos que se refuerzan. Por un lado, los gobiernos de los países del Tercer Mundo quieren probar suerte, a ver si con las recetas del neoliberalismo e integrándose intensamente en la economía mundial, logran el tan ansiado desarrollo económico. Por otro lado, las instancias rectoras de la economía y de las finanzas mundiales -como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras agencias internacionales- imponen el neoliberalismo, porque vinculan los créditos, que esos gobiernos necesitan imperiosamente, a la puesta en práctica de las recetas económicas neoliberales.

 

            b3) Las razones de los modernos

 

            También aquí recurro sólo a dos tendencias: Jürgen Habermas y los que él llama neoconservadores.

 

1.

            La postura de Habermas[29] es que la modernidad actual representa sólo la realización de una parte del programa ideal moderno; se trata, entonces, de una modernidad truncada, no de la modernidad tout court.  La raíz de este truncamiento lo ve en el acento exclusivo puesto en lo individual -la autoconciencia en la Filosofía, la autorrealización en la vida práctica- con desmedro de lo comunicativo tanto de la acción humana como de la razón misma. Su propuesta es, por lo tanto, ampliar la razón individual en dirección a una razón comunicativa;[30] ampliar la razón instrumental en dirección al reconocimiento de los valores tradicionales de los mundos de la vida, para así desarrollar plenamente la modernidad y superar su actual crisis. Habermas se opone radicalmente a los posmodernos, cuyo intento le parece destructivo de la razón; ésta, en efecto, tiene una fuerza integradora por cuanto puede hacer que la humanidad logre los consensos básicos de tipo ético y cultural, que permitan conectar nuestras afirmaciones racionales con una exigencia de validez trascendental, situada más allá de los contextos locales de los diversos juegos de lenguaje.

 

2.

            Los neoconservadores[31] se basan en la distinción de dos aspectos diferentes en la modernidad, el económico y científico-técnico, por un lado, y el cultural y ético, por otro. Promueven el primero, sin ninguna crítica, y rechazan radicalmente el segundo, buscando infundir de nuevo a la modernidad económica la sustancia de una cultura religiosa semejante al protestantismo del siglo XIX, que fuera el alma del primer capitalismo industrial.

            El problema es que no parece posible disociar esos dos aspectos de la modernidad, porque el cultural y ético es de hecho el sustrato del económico y científico-técnico. Por otro lado, tampoco parece posible desandar lo andado por la modernidad y volver a poner una ética religiosa en el centro del funcionamiento de la economía y la sociedad.

 

            b4) Reflexiones críticas

 

1.

            Hay que tomar conciencia de lo que está en juego en la sola idea de hablar de una “posmodernidad”. No sólo se trata de postular una nueva cesura histórica análoga a las únicas dos que conocemos en el pasado, la de la sedentarización y la de la modernidad; se trata, más a fondo, de afirmar que la modernidad ha terminado. Desde la propia conciencia de sí de la modernidad, ésta es una afirmación inaudita. En efecto, como se ve, por ejemplo, en Hegel, la modernidad se pretendió sin fin, porque pensó que ella era la última etapa, la etapa definitiva de la historia, en la medida en que había alcanzado los principios fundamentales de libertad y reconciliación, que le permitirían renovarse incesantemente. Principios que, por lo demás, Hegel reconoce que son cristianos.[32]

            Como conclusión, tiendo a pensar que la posmodernidad no hace sino reeditar el polo romántico de esa dialéctica de la Ilustración, estudiada por Adorno y Horkheimer,[33] según la cual la modernidad oscila como necesariamente entre el polo racional ilustrado y el polo irracional romántico.

 

2.

            Para terminar estas reflexiones críticas quisiera llamar la atención sobre el puesto central que ocupa la tecnociencia en la actual fase de la modernidad, esta fase posmoderna.

            Hacia 1740 se inicia el maquinismo en la producción de bienes de consumo. El punto de partida es la máquina de tejer, que -por su misma eficiencia productiva, inmensamente superior a la de los artesanos tradicionales- exige luego, para ser adecuadamente alimentada, máquinas de hilar, de esquilar, etc. El maquinismo se extiende como maquinismo industrial, en el sentido de que estas máquinas no son de sus “servidores” -de los obreros y técnicos que las manejan-, sino de los dueños del capital. Se trata, al comienzo, de un maquinismo nacional, apoyado y protegido por el Estado nacional.

            Después de la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo asombroso de los medios de transporte y de comunicación, en buena medida provocado por las necesidades de la misma guerra, pone las bases para la actual fase de transnacionalización de la producción de bienes y servicios. Hoy, el computador está llevando a plenitud esta transnacionalización de la economía, porque permite la robotización de la producción y al mismo tiempo su diseminación, en el sentido que las distintas piezas que componen cada producto final de consumo pueden ser producidas en distintos lugares del globo, según convenga (porque sale más barato, o porque es más seguro desde el punto de vista de la tranquilidad ciudadana y de las facilidades otorgadas al capital); el control computacional está a la altura de la complejidad creciente del proceso de produccción y distribución de los bienes. Es lo que ha traído la globalización de los mercados.

 

            c) El tema latinoamericano: la síntesis tradición/modernidad

 

            En los debates intraeclesiales con ocasión de la cercanía del 5º Centenario de América Latina se fueron perfilando dos posturas principales, aunque con muchos matices internos, respecto del carácter de la cultura latinoamericana: la de los “culturalistas”, para quienes el Barroco -una forma de modernidad- sigue siendo vigente, y la de los “liberacionistas”, que piensan que en América Latina no hay una cultura unitaria sino más bien un mosaico de culturas, como resultado de sucesivas invasiones.

 

            c1) Las razones de los culturalistas

 

            En cuanto a los culturalistas, voy a exponer brevemente las tesis básicas de Pedro Morandé[34] y Carlos Cousiño.[35] Ambos parten de la base de que en los siglos de la colonia se gestó en América Latina una cultura unificada, gracias al mestizaje de las tres grandes culturas que se encontraron en nuestro suelo. Se trata de las culturas de los aborígenes que, a pesar de muchas diferencias de detalle, presentan un cierto tronco común, formado sobre todo por el carácter religioso de su cosmovisión[36] y por el hecho de no haber llegado a formularla aún en un logos sino que esta síntesis cultural se da en el rito. Luego están la cultura católica de los conquistadores españoles y portugueses y la cultura de los negros traídos como esclavos para compensar la falta de mano de obra indígena y española. Los culturalistas creen ver que la síntesis se hizo en torno a los ritos religiosos, que permitieron una buena asimilación de la fe cristiana por parte del nuevo sujeto surgido del encuentro de estas tres culturas: el mestizo. Y afirman el carácter moderno de este Barroco americano de cuño católico, basados en una comprensión de lo moderno que acentúa su rasgo diferenciador.

            En cuanto a la situación actual, afirman que desde la crisis de 1929 América Latina ha experimentado diversos modelos de desarrollo y modernización con un denominador común: se ha tratado de ideologías de raíz ilustrada, que intentan concebir los valores a partir de un análisis de las estructuras del intercambio económico, renunciando a darles una fundamentación metafísica y una referencia a la persona humana. Esto de hecho se ha dado en dos formas diversas, la liberal (que busca la competencia perfecta en un mercado plenamente transparente) y la marxista (que aspira a la sociedad sin clases). Pero ambas son, como ha reconocido Puebla, secularistas. Ahora bien, este secularismo no afecta sólo a la religión (católica) sino también a la cultura latinoamericana, porque trae consigo el riesgo de que los pueblos acepten este universalismo científico-técnico y se consideren sólo como partes de un mecanismo mundial de poder e intercambio económico, como si lo propio de los pueblos no fuese su cultura, que les da identidad, sino sólo el puesto que ocupan en la división internacional del trabajo.

 

            c2) Las razones de los liberacionistas

 

            Leonardo Boff[37] y José Comblin[38] -para reseñar a dos de los liberacionistas más conocidos- ven la historia de América Latina como historia de sucesivas invasiones: la española y portuguesa de la Conquista inicial, la inglesa y norteamericana de la época de la Independencia política a comienzos del siglo XIX, y la de la ciencia, técnica e industria de los países desarrollados a partir de la crisis de 1929, acentuada desde los años 60 y exacerbada en este momento de triunfo mundial del neoliberalismo capitalista. Estas invasiones han impedido la formación de una cultura homogénea en América Latina, porque las culturas de los indios primero y las de los negros y mestizos después han sido sistemáticamente oprimidas por la cultura de los invasores. De manera que no hay una cultura única sino fragmentos de diversas culturas, que conviven en yuxtaposición o en relaciones de opresión. Una de estas culturas es la moderna, vigente en las ciudades, sobre todo en las capas de profesionales y técnicos.

            Así, Boff puede afirmar que América Latina es un espejo quebrado, una cultura de fragmentos, cuya identidad está imposibilitada (porque depende de centros de poder que le son ajenos y externos) o alienada o profundamente dividida. Sin embargo, percibe la gestación seminal de una cultura latinoamericana, en la convergencia de los indios, los negros, los mestizos y los pueblos inmigrados, capaces de resistir a la cultura (moderna) de los dominadores.

            Sin embargo, como afirma explícitamente Comblin, también los liberacionistas están, en definitiva, abiertos a la modernidad: América Latina no puede cerrarse a ella, más que no sea por su rasgo de universalidad. Sólo tiene futuro si la asume, aunque en forma racional y equilibrada, porque la herencia religiosa de América Latina no la podrá salvaguardar de la modernización, incluso su misma religiosidad ya se está viendo afectada por la modernidad.

 

            1.4. La situación cultural de la Teología Fundamental

 

            Se trata ahora de percibir qué pasa en la(s) cultura(s) actual(es) con los dos grandes temas de la Teología Fundamental -la revelación y la fe- y con sus dos preguntas propias: por la posibilidad y credibilidad de lo que se afirma en la revelación; se trata también de formular cuáles son las preguntas de fondo de cada cultura. Tenemos que ver por separado lo que pasa en las diversas zonas culturales que hemos detectado en el diagnóstico. Concretamente, intentaré detectar en cada una de esas zonas lo que favorece y lo que obstaculiza tanto una recta comprensión de la revelación y la fe como el planteo de las preguntas propias de la Teología Fundamental.

            Al hablar de “zonas” tradicionales o modernas de la cultura estoy pensando no sólo en zonas geográficas o antropológico-culturales perfectamente delimitadas, como las que constituyen ciertos grupos culturales relativamente cerrados que pueden vivir su cultura sin muchas influencias externas: es el caso de etnias aborígenes o de grupos sociales (campesinos en un extremo, profesionales en el otro). Estoy pensando también en zonas sicológicas de los individuos, que reaccionan tradicionalmente en algunos sectores de su vida, y modernamente -incluso posmodernamente- en otros.

 

            a) En las zonas tradicionales de la cultura [39]

 

            En estas zonas culturales tradicionales no se plantea la pregunta de la teología fundamental, porque la posibilidad de una revelación de Dios y de la respuesta de fe del ser humano está de antemano respondida afirmativamente. No sólo no se plantea; incluso se llega a pensar que no se debe plantear, pues Dios supera totalmente a nuestra razón y su capacidad de preguntarse.

 

            Entre los riesgos de desviación más evidentes está el de una concepción de Dios como Ser Supremo heterónomo, que mantiene al ser humano en servidumbre. Su revelación, en efecto, es concebida fácilmente como un dictado de verdades “sobre-naturales”, es decir, que superan por completo todo lo que nuestra razón puede legítimamente criticar y someter a revisión. Como respuesta a esta revelación, la fe aparece como aceptación, por pura autoridad, de esas verdades reveladas; y como el cumplimiento obediente de las normas de conducta, motivado ante todo por el temor al castigo (infierno) y el deseo del premio (cielo), no porque esa conducta sea, en sí misma, buena para el ser humano. Esta desviación lleva como naturalmente a la tendencia a evadirse de las tareas de este mundo, vividas sólo como una prueba, de cuyo resultado positivo depende la participación en los verdaderos bienes, que son de otro orden. Respecto de la aceptación de verdades por pura autoridad, es muestra evidente este “Acto de fe” que me tocó rezar en el Colegio todos los días al empezar las clases: “Dios mío, creo firmemente todo lo que enseña y manda creer la Santa Iglesia católica, apostólica y romana, porque se lo habéis revelado Vos, que sois verdad infalible. Amén”.

 

            Entre los caminos transitables o las puertas que se abren a la revelación y la fe en estas zonas, está sobre todo el profundo sentido religioso, que abre al ser humano auténticamente a la trascendencia y lo impulsa a buscar a Dios.

 

            La pregunta de fondo que se hace la cultura tradicional es, a mi juicio, la pregunta por la salvación personal, una salvación que se da no en este mundo -que no es más que lugar de paso para lo definitivo-, sino en el más allá. No parece haber en las zonas de cultura tradicional una preocupación mayor por el sentido de lo que hacemos en este mundo, excepto en cuanto que aquí se decide el futuro en el más allá. Se trata -para emplear la expresión de Calderón de la Barca en su Gran Teatro del Mundo- de “obrar bien, que Dios es Dios”; obrando bien, es decir, representando bien el papel que a cada uno le tocó en la obra teatral que es la vida, se logra el premio eterno, que no tiene nada que ver con lo que aquí le tocó a uno, sino sólo con la forma de su actuación.

 

            b) En las zonas modernas de la cultura [40]

 

1.

            En estas zonas modernas de la cultura, la pregunta de la teología fundamental sobre la posibilidad de una revelación de Dios (y luego por su credibilidad) se hace absolutamente ineludible, como es obvio.

 

            En cuanto a los temas de la Teología Fundamental, lo positivo en las zonas modernas de la cultura tiene que ver con la dignidad del ser humano y con el valor de su tarea en este mundo. Esto lo podemos considerar, desde la perspectiva de la fe y la teología, como un valor positivo, que corresponde a que Dios toma en serio al ser humano tal como Él lo ha creado, con una tarea en este mundo que a Él no le es indiferente.

            En este siglo, ha habido teólogos protestantes (como Friedrich Gogarten y Dietrich Bonhoeffer) y católicos (como Johann Baptist Metz) que han intentado apropiarse en cierto modo de la modernidad, precisamente por estos aspectos positivos suyos; esta apropiación se ha hecho intentando mostrar que la modernidad es hija de la fe cristiana, es un desarrollo no sólo hecho posible por el cristianismo, sino un desarrollo que expresa una verdad profunda de la fe cristiana. Como ejemplo de esta postura presento algunas ideas de Metz.[41] Empieza haciendo una afirmación general que despeja el camino. Lo que es nuevo en la historia no es necesariamente algo meramente profano, que no interesa, por lo tanto, a la fe; ni es tampoco necesariamente algo que se opone a la fe; puede ser una primera aparición histórica de algo que estaba en la esencia del cristianismo, pero que aún no se había manifestado. Es lo que ocurre precisamente -y aquí entramos en la segunda afirmación- con la “mundanización” (o secularización u hominización) del mundo que ha tenido lugar en la modernidad. Para Metz la modernidad es el paso de un mundo divinizado, vivido como propiedad de poderes divinos, sobrehumanos, a un mundo hominizado, entregado a la tarea del ser humano; es el paso correspondiente, en el nivel del pensamiento, del cosmocentrismo al antropocentrismo. En ambos niveles, el mundo aparece ahora como empresa de seres humanos libres. Y esto es de raíz cristiana. En efecto, la fe desdiviniza al mundo, al verlo como creatura de Dios; la fe entrega al ser humano a su propia libertad, en la medida en que ya no aparece como juguete de un destino impenetrable, sino que él mismo se forja libremente su destino eterno de vida o muerte; la fe finalmente abre al futuro escatológico, liberando la imaginación creadora de la humanidad para planificar el futuro intrahistórico como un anticipo de ese final escatológico.

 

2.

            Entremos ahora a describir los riesgos de la modernidad. En primer lugar, tres riesgos genéricos, que derivan de la exacerbación de los tres rasgos del ethos cultural moderno.  

            La cultura moderna corre el riesgo del ateísmo,[42] por acentuación exclusiva y excluyente de la autonomía humana.

            El riesgo también de caer en una dominación irrespetuosa tanto de la naturaleza como de la sociedad y del mismo hombre individual; dominación que termina -como experimentamos hoy de diversas maneras- volviéndose contra el mismo ser humano, amenazado de muerte (opresión, terrorismo, destrucción de la naturaleza, cesantía por automatización de la producción, amenaza de la guerra nuclear).

            Por último, el riesgo supremo de perder el sentido de la trascendencia, amputando al ser humano no de una dimensión suya más sino del centro que lo constituye como persona y que anima todas sus restantes dimensiones.

 

3.

            En segundo lugar, quiero mostrar dos riesgos más específicos, tal como se han dado históricamente.

            El primero es el de la filosofía de Hegel, que exacerba el rasgo de autonomía inmanentista del hombre moderno. En efecto, en su pensamiento culmina (y, a la vez empieza a desmoronarse) el intento moderno por fundar al ser humano y al mundo absolutamente en sí mismos. Ya no cabe un Absoluto (Dios) libre, un Logos ya establecido con poder, que se den a conocer libremente al ser humano; por el contrario, como muestra Salmann: “Más bien es el Absoluto el que se piensa a sí mismo en la reflexión de la humanidad; el Logos es engendrado en la historia de reflexión del Espíritu. La historia de la reflexión del ser humano sobre sí mismo y de la fundamentación de la historia se convierte en paso necesario del Absoluto mismo”.[43] Quizá esta actitud ha abandonado hoy a la Filosofía -ya no preocupada de fundaciones absolutas como el idealismo alemán-, pero creo que se prolonga en las ideologías, sobre todo en las que más éxito tienen entre la juventud.

            El segundo riesgo es el que corre el mundo científico en la actualidad, por exacerbación del apetito de dominar este mundo. Se trata de un relativismo escéptico, llevado a su plena formulación por Karl Popper, para quien la ciencia moderna no puede demostrar definitivamente ninguna verdad; lo que un experimento sí puede hacer es demostrar la falsedad de alguna hipótesis o teoría. Este abandono de la posibilidad de una “verificación” experimental -consecuencia de la crítica al positivismo científico- y su reemplazo por la sola “falsificación”, que hace de la verdad algo siempre provisorio, por lo tanto “errante” (tal hipótesis o teoría es verdadera, mientras no se demuestre lo contrario), es paralelo y coherente con el triunfo del modelo “baconiano” de la ciencia (para Bacon, el saber es poder) por sobre el “newtoniano”: la validación de la ciencia está en definitiva en la técnica, no importa cómo son las cosas, basta con que sepamos cómo manejarlas. Como ha visto claramente Karl Rahner, este escepticismo choca frontalmente con la fe cristiana, de cuya esencia forma parte un asentimento absoluto e incondicional a Dios, que no es comprobable empíricamente, que no es manipulable técnicamente [44]

            El racionalismo crítico, tal como lo ha desarrollado, por ejemplo, Hans Albert, prolongando las ideas de Popper, renuncia a buscar los fundamentos últimos del conocimiento humano, debido a lo que llama el “trilema de Münchhausen”, que equivale a querer salir de un pantano tirándose del propio cabello. En efecto, esta búsqueda de fundamento lleva o bien a la regresión al infinito, pues cada fundamento debe ser a su vez fundado; o bien a una deducción de tipo circular, en que la serie de los fundamentos que a su vez requieren ser fundados constituye un círculo, vicioso por lo tanto; o bien a una interrupción arbitraria: en la cadena de los fundamentos fundantes y necesitados de fundamentación se elige arbitrariamente uno como fundamento último, lo que da origen al “dogma”.

 

4.        

            La pregunta de fondo que se hace la gente moderna tiene que ver, a mi juicio, con el sentido de la tarea humana en este mundo. La modernidad ha desarrollado al máximo las capacidades humanas de construir: tanto la propia existencia (proyecto de vida, autorrealización) como la historia (progreso de base tecnocientífica, que a menudo ha derivado en la ideología progresista); de manera que el ser humano queda definido en la modernidad como el creador de sí mismo y de la historia. Debido a la existencia (real o pretendida) de leyes de la historia, la pregunta por el sentido de la historia se ahonda en dirección al sentido de esas leyes y de la posibilidad del ser humano (personal o colectivo) de hacer algo verdaderamente libre con esas leyes.

           

            c) En las zonas posmodernas de la cultura

 

            Debido a lo reciente del debate sobre la posmodernidad, no es raro que no se encuentre aún mucho al respecto en los textos magisteriales de la Iglesia. Lo sorprendente -como ya lo he adelantado- es que en Santo Domingo se habla de la posmodernidad en términos que no tienen nada que ver con lo que acabo de exponer. En efecto, se dice: “La postmodernidad es el resultado del fracaso de la pretensión reduccionista de la razón moderna, que lleva al hombre a cuestionar tanto algunos logros de la modernidad como la confianza en el progreso indefinido, aunque reconozca, como lo hace también la Iglesia (cf. GS 57), sus valores” (252.3). Y, a continuación, se habla de la posmodernidad “en tanto que espacio abierto a la trascendencia” (252.4). Se trata, me parece, de “wishful thinking”, un pensamiento que toma los propios deseos como si fueran la realidad, tipo de pensamiento alimentado en ciertos círculos eclesiásticos.[45] Un texto de Albert Camus, aunque bastante anterior a la discusión sobre la posmodernidad (está fechado en marzo de 1942), es digno de ser tenido en cuenta: “La inteligencia moderna está en plena confusión. El conocimiento se ha dilatado a tal extremo que el mundo y el espíritu han perdido todo punto de apoyo. Es un hecho que estamos enfermos de nihilismo. Pero lo más sorprendente son las prédicas sobre ‘retornos’. Retorno a la Edad Media, a la mentalidad primitiva, a la tierra, a la religión, al arsenal de las viejas soluciones. Para atribuir a estas panaceas una pizca de eficacia habría que hacer tabla rasa de nuestros conocimientos -hacer como si no hubiéramos aprendido nada-, fingir, en suma, que borramos lo que no puede borrarse. Habría que tachar de un plumazo el aporte de varios siglos y las innegables conquistas de un espíritu que finalmente (es su último progreso) recrea el caos por su propia cuenta. Esto es imposible. La curación tendrá que conciliarse con esta lucidez, con esta clarividencia. Deberá tener en cuenta las luces que conquistamos desde el instante de nuestro exilio”.[46] Se puede discutir la valoración de la modernidad implicada en estas palabras, pero creo que acierta cuando señala que ningún pretendido retorno -así sea el del sentido de Dios- puede desconocer el aporte de la modernidad, sus logros y sus preguntas críticas. La teología y la Iglesia no pueden evitar los cuestionamientos de la modernidad.

            Es verdad que, en la medida en que los posmodernos hacen una crítica radical a ciertos aspectos negativos de la modernidad -sobre todo los relacionados con el carácter dominador a ultranza de la ciencia y de la técnica-, hacen un aporte positivo, ayudando a reconocer los límites del ser humano, abriendo así indirectamente una puerta a la recuperación del sentido de la trascendencia (de Dios) y de nuestra propia creatureidad. Esta crítica se expresa en tres de los movimientos actuales que más interés concitan: el ecológico (contra la dominación irrespetuosa de la naturaleza exterior), el pacifista (contra la dominación de unos países o razas o clases por otros) y el feminista (contra la dominación de la mujer por el varón).

            Por otro lado, sin embargo, la posmodernidad hace suyo el escepticismo al que aludía hace un momento, al hablar de los riesgos de la modernidad; y ese escepticismo es mortal para el planteo de la Teología Fundamental, que supone que el ser humano es capaz no sólo de mostrar la falsedad de las ideas, sino también y sobre todo su verdad. Concretamente, este escepticismo adopta la forma de la renuncia a un único lenguaje justificador, acompañada de la aceptación de una pluralidad de juegos de lenguaje. Esto, que pareciera ser positivo por cuanto tolera la presencia de las religiones y sus “juegos de lenguaje” propios, es en el fondo, sin embargo, destructor: esos “juegos” de lenguaje no tienen más consistencia ni validez que las que les otorgan quienes los “juegan”, y mientras se las otorguen. Ha desaparecido la posibilidad de un criterio universal y suprasubjetivo de la verdad y validez, lo que acaba con la posibilidad misma de las preguntas de la Teología Fundamental y reduce la revelación cristiana y la fe a lo que ocurre cuando los cristianos juegan el juego de su religión.

            La pregunta de fondo en estas zonas posmodernas -tan difíciles de perfilar por el hecho de ser tan cercanas a nosotros y de estar en plena evolución ante nuestra vista- me parece que es doble. Por un lado, por el sentido del goce y la fruición de este mundo; por otro, más positivamente, la pregunta por la gratuidad y la búsqueda de ella, una gratuidad que se hace presente en la pertenencia que se redescubre como constitutiva de nuestra auténtica (y gozosa) experiencia humana: pertenencia a la naturaleza y al grupo humano más cercano (la “tribu”). Habría que pensar también una tercera pregunta, derivada del deseo de autenticidad que se encuentra hoy con fuerza en los jóvenes.


 


[1] Algo más sobre esto veremos al final del Curso, en la 5ª parte, capítulo 13.2.

[2] Hansjürgen Verweyen, “Fundamentaltheologie: zum ‘status quaestionis’”, en Theologie und Philosophie 61, 1986, 321-335.

[3] Este párrafo reproduce, con algunas variaciones, mi artículo “Un concepto de cultura. Propuesta en vista de un mejor desempeño de la tarea eclesial de evangelizar las culturas”, en P. Hünermann, D.J. Michelini, C. Cullen, H.D. Mandrioni, J. Terán Dutari (eds.), Pensar América Latina. Homenaje a Juan Carlos Scannone. Río Cuarto, Argentina, Ediciones del ICALA, 1991, 118-127.

[4] Jürgen Habermas, Erkenntnis und Interesse. Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1968. (Theorie). 366 pp. Traducción castellana: Conocimiento e interés. Madrid, Taurus, 1982. 348 pp.

[5] Aludo al episodio del discípulo de Jesús narrado en Mt 26,73.

[6] Jean Ladrière, Les enjeux de la rationalité. Le défi de la science et de la technologie aux cultures. Paris, Aubier-Montaigne, 1977. (Analyse et raisons 24). 221 pp. Traducción castellana: El reto de la racionalidad. La ciencia y la tecnología frente a las culturas. Salamanca, Sígueme y París, UNESCO, 1978. (Hermeneia 11). 196 pp.

[7] Puebla 389.

[8] Juan Pablo II, “Discurso al mundo de la cultura” (en la Pontificia Universidad Católica de Chile),  nº 3, Mensajes de Juan Pablo II al pueblo de Chile, Santiago de Chile, Comisión Nacional Visita Santo Padre, 1987, p. 102.

[9] Una descripción del papel que han jugado las guerras de religión en el pensamiento filosófico y sociológico de los Tiempos Modernos se encuentra en Carlos Cousiño y Eduardo Valenzuela, Politización y monetarización en América Latina. Santiago, Cuadernos del Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1994. 188 p. Ver páginas 21 a 26 del capítulo 1º.

[10] Juan Carlos Scannone, “Ethos y sociedad en América Latina. Perspectivas sistemático-pastorales”,  en Stromata 41, 1985, 33-47; la cita es de pp. 33-34.

[11] Puede leerse con provecho Immanuel Kant, “¿Qué es la Ilustración?”

[12] Puede verse a este propósito Gabriel Gyármati (coord.), Fe, ciencia y universidad. Dilemas y desafíos. Santiago, Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1987, sobre todo 128-129.

[13] Se puede ver el Anexo 2 que recoge entrevistas a estudiantes no creyentes.

[14] La frase exacta es que Dios es “superior supremo meo et intimior intimo meo”. San Agustín, Confessiones III, 6, 11.

[15] Reproduzco con algunas variaciones mi artículo “Modernidad”, en Breve Diccionario Teológico Latinoamericano. Santiago de Chile, Rehue, 1992, 189-209.

[16] Por ejemplo, Abel Jeannière, s.j., “Qu’est-ce que la modernité?”, en Études 373, 1990 II, 499-510.

[17] Sigo a Bernhard Laux, “Moderner als die Moderne. Zur Zukunftsfähigkeit des Christentums”, en Stimmen der Zeit 208, (año 115), l990, 482-496.

[18] Una buena descripción de estos procesos se halla en el ya citado libro de Carlos Cousiño y Eduardo Valenzuela, Politización y monetarización en América Latina. Santiago, Cuadernos del Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1994. 188 p.

[19] Ver una buena presentación de este proceso en Max Horkheimer, Zur Kritik der instrumentellen Vernunft. Frankfurt am Main, S.Fischer, 2ª ed. 1967 (1ª de 1947); traducción castellana: Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires, Sur, 2ª ed. 1973 (1969), sobre todo el capítulo 1º, “Medios y fines”.

[20] Como muestra el ya citado Jeannière.

[21] Ver José María Mardones, “Un debate sobre la sociedad actual. I: Modernidad y posmodernidad. II: Posmodernidad y cristianismo” en Razón y Fe 214, 1986 II, 204-217 y 325-334; Alberto Moreira, “O projeto de humano da Modernidade”, en Revista Eclesiástica Brasileira 51, 1991, 389-410.

[22] Así, por ejemplo, Pedro Morandé, “Evangelización de la cultura y modernización”, en Communio (edición para América Latina, Santiago) 3, 1985, nº 13, 64-72; Juan Carlos Scannone, s.j., “Nueva modernidad adveniente y cultura emergente en América Latina. Reflexiones filosóficas y teológico-pastorales”,  en Stromata 47, 1991, 145-192.

[23] Ver Jeannière, obra citada.

[24] Ver Johan Van der Vloet, “La fe ante el desafío postmoderno”, en Communio (edición para América Latina, Santiago) 7, 1990, nº 22, 12-17.

[25] En ciertos círculos eclesiásticos y teológicos circula una visión muy diferente de la posmodernidad de la que aquí presento; es la que ha asumido el Documento de Santo Domingo (nº 252).

[26] Resumo las ideas que expone Jean François Lyotard en La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Madrid, Cátedra, 1984 (Teorema, Serie Mayor). Se puede consultar Alfredo Gómez Müller, “Emancipación y posmodernismo”, en Franciscanum 30, 1988, 355-365.

[27] Reseño lo expuesto en Gianni Vattimo, “Dialettica, differenza, pensiero debole”, en Gianni Vattimo y Pier Aldo Rovatti (eds), Il pensiero debole. Milano, Feltrinelli, 7ª ed. 1990 (1ª de 1983), 12-28. (Idee). y en Gianni Vattimo, La fine della modernità. Milano, Garzanti, 2ª ed. 1987 (1ª de 1985). (Saggi Blu).

[28] Ver Vattimo, “Dialettica, differenza, pensiero debole”, en Gianni Vattimo y Pier Aldo Rovatti (eds), Il pensiero debole. Milano, Feltrinelli, 7ª ed. 1990 (1ª de 1983) 1983.

[29] Tal como la expone en Jürgen Habermas, Der philosophische Diskurs der Moderne. Zwölf Vorlesungen.Frankfurt am Main, Suhrkamp, 3ª ed. 1986 (1ª 1985). 449 pp. Traducción castellana: El discurso filosófico de la modernidad. (12 lecciones). Buenos Aires, Taurus, 1989. 462 pp. Ver José María Mardones, “Un debate sobre la sociedad actual. I: Modernidad y posmodernidad. II: Posmodernidad y cristianismo” en Razón y Fe 214, 1986 II, 204-217 y 325-334; y Bernhard Laux, “Moderner als die Moderne. Zur Zukunftsfähigkeit des Christentums”, en Stimmen der Zeit 208, (año 115), l990, 482-496.

[30] Ver Jürgen Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns.

[31] Se puede ver José María Mardones, “Un debate sobre la sociedad actual. I: Modernidad y posmodernidad. II: Posmodernidad y cristianismo” en Razón y Fe 214, 1986 II, 204-217 y 325-334.

[32] Reinhart Maurer, “Ein möglicher Sinn der Rede von Postmoderne im Spannungsfeld zwischen Technologie und Ökologie”, en Walter Ch. Zimmerli (Hrsg.), Technologisches Zeitalter oder Postmoderne?. München, Wilhelm Fink, 2ª ed. 1991 (1988), 88-110.

[33] Max Horkheimer und Theodor W. Adorno, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente Frankfurt am Main, S. Fischer, 1966 (la 1ª ed. es de Amsterdam, Querido, 1947). Se puede ver también Jürgen Habermas, Der philosophische Diskurs der Moderne. Zwölf Vorlesungen. Frankfurt am Main, Suhrkamp, 3ª ed. 1986 (1ª de 1985), especialmente el cap. 5, 130-157.

[34] Pedro Morandé, Cultura y modernización en América Latina. Ensayo sociológico acerca de la crisis del desarrollismo y de su superación. Santiago, Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1984. (Cuadernos del Instituto de Sociología), y “Evangelización de la cultura y modernización”, en Communio (edición para América Latina, Santiago) 3, 1985, nº 13, 64-72.

[35] Carlos Cousiño, Razón y ofrenda. Ensayo en torno a los límites y perspectivas de la sociología en América Latina. Santiago, Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1990. (Cuadernos del Instituto de Sociología).

[36] Esto está subrayado en la forma como presenta el Documento de Santo Domingo las religiones indígenas. Ver IVª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Nueva Evangelización, Promoción Humana, Cultura Cristiana, números 17, 172, 245, 248.

[37] Leonardo Boff, ofm, Nueva Evangelización. Santiago, Paulinas y CEFEPAL, 1991.

[38] .José Comblin, “Evangelización de la Cultura en América Latina”, en José Comblin, Reconciliación y liberación. Santiago, CESOC y Ediciones Chile-América, 1987, pp. 218-252.

[39] Algunos textos del Magisterio reciente de la Iglesia que describen estas zonas de la cultura: GS 16, 24, 41, 43 ; EN 48; Puebla 17, 18, 28, 51, 239, 307, 409-413, 437, 445, 452, 570, 743, 1028, 1099, 1133, 1257, 1300. Ver Sergio Silva G., ss.cc., “Evangelización de la cultura: de Puebla en adelante” en Teología y Vida  23, 1982, 217-239, especialmente 221-222. Hay que añadir Sto Domingo 17, 18.1, 21.1, 36, 85.4, 106.2, 247.1, 247.2, 250, Mensaje 38. La 4ª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en 1992 ha afirmado resueltamente el carácter pluricultural de América Latina; ver Sto Domingo 30, 244, 252.1.

[40] Entre los textos del Magisterio reciente se puede ver GS 4-10, 13,15, 19-20, 33, 41, 54-55, 57, 81; EN 42, 54-56, 76; RH 15-16; LE 7; Puebla 52, 53, 55, 56, 83, 128, 398, 399, 415-419, 421-424, 431, 433, 528, 529, 627, 642, 783, 851, 1014, 1099, 1106, 1113, 1126, 1156, 1171, 1210, 1300. Ver Sergio Silva G., ss.cc., “Evangelización de la cultura: de Puebla en adelante” en Teología y Vida  23, 1982, 217-239, especialmente 223-226. Hay que añadir Sto Domingo 26.1, 29.2, 44, 53, 72.2, 79.2, 83.4, 153.2, 154.3, 199.2, 217, 239, 252.2, 253.1, 253.4, 253.7, 255.1, 255.2, 255.4, 266.2, 279.4, 280.2.

[41] Johann Baptist Metz, Zur Theologie der Welt. Mainz, Matthias Grünewald, 1968.

[42] Sobre el ateísmo puede consultarse Miguel Angel Ferrando, El Dios confiable. La revelación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la Biblia. Santiago de Chile, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1993. (Textos Universitarios) 164 pp., cap. 1, pp. 13-31.

[43] “Vielmehr denkt das Absolute sich selbst in der Reflexion des Menschen, es wird der Logos erst aus der Reflexionsgeschichte des Pneuma herausgeboren. Die Geschichte menschlicher Selbstreflexion und Geschichtsbegründung wird zum notwendigen Gang des Absoluten selbst”, Elmar Salmann, “Offenbarung und Neuzeit. Christologische Überlegungen zur geschichtlichen Situation” en Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie 31, 1984, 109-154; la cita es de la p. 149. La traducción en el texto es mía.

[44] Karl Rahner, s.j., “Observaciones sobre la situación de la fe hoy” en René Latourelle y Gerald O’Collins (eds.), Problemas y perspectivas de Teología Fundamental. Salamanca, Sígueme, 1982. (Verdad e Imagen 65), 393-416.

[45] Puede verse, por ejemplo, en el nº 22 de Communio (edición para América Latina), año 7, 1990, un artículo del Cardenal de París, Jean Marie Lustiger: “La novedad de Cristo y la postmodernidad”, reproducido en la edición española de la misma revista: Communio (Madrid) 12, 1990, 110-120; ahí también los artículos de Juan José Garrido (pp. 72-109) y Carlos Díaz (pp. 159-170). Esta visión parece tener su base en algunos filósofos católicos alemanes (Robert Spaemann y sus dos discípulos Peter Koslowski y Reinhard Löw principalmente) que, a partir de los claros síntomas de fracaso de la modernidad actual, proponen superarla recurriendo a la philosophia perennis; ver Peter Koslowski, Robert Spaemann y Reinhard Löw (Hrsg.), Moderne oder Postmoderne? Weinheim, Acta Humaniora, VCH, 1986. (Civitas Resultate 10). XIV+291 p. Para Habermas, se trata de “veteroconservadores”. Se puede ver Hans Joachim Türk, Postmoderne. Mainz, Matthias Grünewald y Stuttgart, Quell, 1990. (Unterscheidung. Christliche Orientierung im religiösen Pluralismus), pp. 83-88.

[46] Albert Camus, Carnets, 2: Enero 1942 - marzo 1951. Buenos Aires, Losada y Madrid, Alianza Editorial, 1985 (El libro de bolsillo 1132), 172.