II
La Encarnación del Hijo de Dios


La encarnación es la novedad radical de la revelación neotestamentaria. En el Antiguo Testamento sólo hay algo así como presentimientos, que sólo a la luz de la Navidad se hacen reconocibles. Pues bien, en el primer punto, trataremos las líneas del Antiguo Testamento y del judaísmo, que se refieren a la encarnación. El segundo punto estará dedicado a Jesucristo «concebido por obra del Espíritu Santo, nacido de María la virgen», como confesamos en el Credo. El tercero y último, a la confesión «verdadero Dios y verdadero hombre», según el concilio de Calcedonia (451).


1. Accesos judeo-veterotestamentarios a la encarnación de Dios

Pertenece a las expresiones bíblicas más básicas el que Dios es un Dios salvador. No es un «motor inmóvil», un lejano trascendente y ensimismado Dios, que no se preocupa de los hombres. La revelación bíblica es la historia de una cercanía creciente entre Dios y el pueblo, a quien aquél llama suyo. Cercanía creciente no sólo significa que Israel se supo poco a poco cercano a Dios. Más bien es la historia de una revelación progresiva y, con ello, de una comunicación creciente del mismo Dios con Israel. En el punto culminante de su predicación profética, Oseas y el Deuteroisaías hablan de esta comunidad, mediante la imagen del matrimonio. Se habla del arrepentimiento de Dios con un atrevido antropomorfismo,1 de su ira, de su pesar y de su alegría. Con imágenes que se superan unas a otras se canta la alegría de Dios por Israel (cfr. Sof 3, 17). Todo eso va dirigido a un punto central: la habitación de Dios en medio de Israel (1 R 6, 13), su presencia entre los israelitas (Os 14, 5-8), que es causa de su alegría (Is 49, 18; 62, 5); y a esto corresponde también el que Dios sufra la infidelidad de Israel. La visión profética se dirige cada vez más hacia un tiempo venidero, en el que Dios creará de nuevo a Israel en su amor. El refrán recurrente es: «Yo mismo...» Dios mismo apacentará a Israel (Jr 50, 19); él curará sus heridas (Jr 57, 18); él se desposará con Israel, y también luchará a su favor (Jos 11, 6; 13, 6; 1 S 17, 46).

1. J. Jeremias, Die Reue Gottes (= Biblische Studien 75), Neukirchen-Vluyn 19972; cfr. R. Brandscheidt / Eva-Maria Faber, «Reue Gottes», en LThK3 8, 1139-1140 (1999).

¿Cómo se puede correlacionar la expresión bíblica de que Dios saldrá con su pueblo, que habita en medio de él, con la no menos bíblica de que Dios es el Señor de cielo y tierra, que no está presente en las imágenes de los ídolos, sino que está en todas partes? ¿Dónde se pueden trazar los límites entre antropomorfismos permitidos y prohibidos? ¿No será demasiado antropomórfica la expresión del corazón de Dios que se toma airado (Os 11, 8)? La fe cristiana siempre ha considerado que la habitación de Dios entre los hombres se ha realizado plenamente en Jesucristo: Dios se ha hecho hombre (Jn 1, 14). Desde entonces, el antropomorfismo en las expresiones divinas ya no es más un hermoso lenguaje simbólico, sino la realidad de Dios.

En el Antiguo Testamento podemos distinguir dos direcciones: Por una parte, podríamos hablar de una inclinación de Dios a anonadarse y rebajarse hasta los hombres. Por otra, existe, sobre todo en los profetas, la tendencia a elevar al hombre y a hacerlo representante de Dios. Hay que seguir ambas líneas, la descendente y la ascendente, e investigarlas partiendo de la definitiva encarnación de Dios. De ambas maneras vamos a intentar encontrar en las páginas siguientes, un acercamiento a la pregunta de la encarnación, desde la fe judeo-veterotestamentaria. Siguiendo ambos caminos descubriremos con claridad sus limitaciones y así se podrá precisar mejor la pregunta.

a) Autoanonadamiento de Dios en la teología judía

La expresión «encarnación de Dios» no es una proposición abstracta sobre un raro suceso metafísico. Expresa el amor de Dios hasta su anonadamiento. La encarnación, entendida como kenosis, como autoalienación, no de Dios, sino del Hijo de Dios, es una de las expresiones cristianas más antiguas (cfr. Flp 2). Peter Kuhn ha presentado un rico material judío, y tenerlo en cuenta será muy valioso para la cristología.

Meditando sobre los textos de la Biblia, cayeron en la cuenta los rabinos de que ciertos pasajes hablan en un mismo suspiro de la infinita grandeza de Dios y de su inclinarse hacia los de abajo. «R. Johann dice: En cualquier lugar (de la Escritura) en la que tu encuentras el poder del Santo –alabado sea El–, encuentras, justo al lado, su autoanonadamiento».2 Dios es el totalmente otro. Esto lo ven los rabinos en el hecho de que el com

2. bMeg 31a = P. Kuhn, Gottes Selbsterniedrigung in der Theologie der Rabbinen (= St ANT 17), München 1968, 13, texto 1.

portamiento humano más común no sabe nada de este rebajamiento, buscando más bien afirmarse a sí mismo y mantenerse bien alto. Dios, al contrario, siendo el más alto, mira hacia lo pequeño. La grandeza de Dios alcanza cada vez más su grandeza al inclinarse hacia la bajeza: «,Hay acaso un anonadamiento más profundo que el del Santo –bendito sea El–?»3 Así suelen comenzar siempre los textos rabínicos. Así se lee toda la historia de Dios con Israel. El cuidado de Dios por Israel llega a tal extremo que el Señor se rebaja y presta a Israel, su siervo, servicios de esclavo. Así interpretan los rabinos la columna de fuego en su caminar por el desierto:

«Y el Señor iba por delante de. ellos (de noche en una columna de fuego, para iluminarlos) (Ex 13, 21). R. José, el galileo, dice: Si no fuera porque hay un verso escrito en la Escritura, no se podría decir: Como un padre, que porta ante sus hijos la antorcha, y como un señor que lleva la antorcha ante sus esclavos».4

Para nuestro tema es importante saber cómo hay que entender este autoanonadamiento. Con frecuencia es entendido como rebajamiento. Dios no se queda en su trascendencia inasequible, donde ningún hombre puede llegar. Se rebaja, se hace igual a los hombres, se empequeñece. Otras veces es entendido de forma que Dios mismo se autolimita a lo más bajo, a lo más pequeño, hacia la mísera zarza, hacia la más pequeña de las montañas, al Sinaí. Este forma de presencia en autolimitación la denomina la teología rabínica «la morada», Schekhiná», significando Schekhiná siempre Dios mismo, tal y como se dirige a los hombres y tal y como se les manifiesta en un determinado lugar, volviéndose hacia ellos. Dios es la presencia entre los hombres, su morada entre su pueblo, Israel. Dondequiera que se habla de esto, Dios siempre hace algo con su Schekhiná, ya la haga bajar, ya la aleje, siempre se está pensando que allí está Dios presente. El decide cuándo, como anonadándose, se dirige a los hacia los hombres.

El autoanonadamiento de Dios es interpretado como un «bajar». Dios no permanece en su trascendencia, sino que baja dignándose ir hacia los hombres para curar sus pecados. Por eso Dios mora realmente entre los hombres. Hay en el Antiguo Testamento lugares de la presencia de Dios: la zarza, el monte Sinaí, la tienda de la Alianza, el templo. La schekhiná tiene también una dimensión temporal. Determinada por la fidelidad o la infidelidad de Israel, hay un ir y venir de la morada de Dios. Sólo en el tiempo escatológico habrá una presencia definitiva de Dios, que será la

  1. TB Bereschith 4 = Texto 4, Ibid., 15; cfr. rEx 41, 4 = Texto 6, Ibid., 19; JS II 161 = Texto 9, Ibid., 21.

  2. MS 47 (sobre Gn 13, 21) = Texto 11, Ibid., 23.

meta de toda la creación.5 Una expresión extraordinaria del autoanonadamiento de Dios es la Toráh. Con ella se da Dios a sí mismo, ella es como la hija de Dios, que ha sido entregada por él y de la que no se puede separar; con ella Dios se ha puesto a disposición de los hombres.6

Como motivo de este autoanonadamiento se suele poner lo siguiente: Dios se hace igual al más bajo de todos, para que el hombre, con total libertad, pueda decir sí a Dios y no sea abrumado por la grandeza de su majestad. Dios respeta tanto la libertad del hombre que se dirige a la libertad del hombre por medio de su anonadamiento. Arriesga hacerse dependiente de los hombres. Se humilla y está esperando a que los hombres le hagan sitio en la tierra. El orgulloso, al contrario, lo aparta del mundo.7 Es ahora cuando nos llama la atención la cercanía al prólogo joáneo: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). El Midrasch no se cansa de alabar este anonadamiento: aquel que llena los cielos y la tierra se halla «acurrucado»8 en el más pequeño de los lugares (por ejemplo, el arca de la alianza en el templo).

¿Qué sucedería si hacemos una comparación de todo esto con la manera cristiana de conocer? En primer lugar, llama nuestra atención la gran similitud existente. Dios baja del cielo para estar con su pueblo. Él, el infinito, se limita a ocupar el lugar más estrecho del mundo, con el fin de vivir con los suyos y ayudarles. Participa del destino de su pueblo, lo soporta todo, incluso el más profundo de los dolores. Todo esto no sólo se encuentra en el judaísmo, pertenece también al cristianismo más genuino. Ambos se distinguen del mundo griego, que no conoce ningún anonadamiento de Dios. Esta diferencia marcará profundamente el encuentro entre cristianismo y mundo griego, como así lo demuestra la polémica de Celso contra la kenosis. Opina Meter Kuhn que, posiblemente, la visión rabínica del anonadamiento divino fue utilizada por el cristianismo primitivo para describir el misterio de la encarnación y pasión de Jesús. Si es así, esto significará que «un rasgo, que en el judaísmo rabínico sólo corresponde a Dios, es trasladado a... Jesús» .9

Aquí aparece con toda claridad la profunda diferencia entre la visión judía y la cristiana, a saber, que todas las expresiones del anonadamiento se hacen sobre el Hijo. La teología judía se encuentra ante un dilema con todas estas expresiones sobre el anonadamiento de Dios. En la mística amenazaba tanto una sobrevaloración de este anonadamiento, que veía a Dios, en par

  1. Cfr. /bid., 69-72.

  2. Cfr. Ibid., 70.

  3. Cfr. MJ Jithro, Bachodesch 9 = Texto 33, Ibid., 40-42 y el comentario 71.

  4. SLv Wajiqura, Pereq 2, 12 = Texto 37, Ibid., 48.

  5. Cfr. Ibid., 105, cita: Nota 7.

te, como entregado pasivamente al mundo, sufriendo en él y por él. La misericordia de Dios sobre Israel fue, a veces, tan subrayada que Dios parecía, en fm de cuentas, tener la necesidad de ser redimido por los hombres.'°

Por otra parte, la misma teología rabínica supo ver los peligros de esta imaginación. Para no poner en peligro la trascendencia de Dios, nunca se vio al Dios único y personal unido total y definitivamente a una vida humana. Claro que Dios podía manifestar algunos rasgos de vida humana, pero esto siempre era algo provisional. Así dice el rabí Jose: «Realmente a la tierra... nunca ha bajado Dios». Dios y hombre, por pequeña que pueda llegar a ser la distancia, nunca llegarán a ser una misma cosa. Dios permanece siempre para el rabí Jose diez palmos por encima de la tierra, es decir, Dios nunca ha bajado a esta tierra y nunca los hombres subieron hasta él. Siempre habrá distancia.11 De esta manera, nunca llegará a ser realidad plena el autoanonadamiento de Dios. Entre la sobrevaloración mística y la limitación teológica de la autohumillación de Dios balbucea la teología judía hasta nuestros días. Así, por ejemplo, en el conflicto entre el Chasidismo y el judaísmo ortodoxo.

La confesión de Cristo neotestamentaria incluye que Jesús es Schekhiná de Dios. En ella mora Dios entre los hombres. La palabra de Jesús: «donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20) tiene su correspondencia judía, si se dice que la schekhiná está entre aquellos que leen la Toráh; Dios permite que la schekhiná more entre ellos.12 Pero en ninguna parte se dice que la schekhiná se identifica con una existencia humana, mientras que la fe cristiana confiesa que la vida concreta de Jesús es el autoanonadamiento y la presencia de Dios. El tiempo de salvación no se encuentra de manera privilegiada en el Génesis, donde Dios estaba cerca de Israel para salvarlo, sino en la existencia terrenal, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. Éstos son, de una vez por todas, los acontecimientos válidos para la salvación y en ellos se cumple el tiempo de salvación.

Ahora bien, el autoanonadamiento de Dios en Jesús, a diferencia de la concepción judía, ha sucedido en la vida y la muerte de Cristo y no de Dios (el Padre). Para los rabinos la schekhiná se comporta ante Dios de forma puramente pasiva y nunca aparece como una persona propia y libre ante Dios. «Nada se dice de que hay dos personas divinas libres».13 La concep

  1. Ibid., 106-107.

  2. bSuk 4b+5a; MJ Jithro, Bachodesch 4, MS 144s. = Texto 36, versiones A, B y C, Ibid., 45-47; cfr. Ibid., 72.

  3. Para datos sobre estos pasajes, cfr. U. Luz, Das Evangelium nach Matthäus 3 (= EKK 1/3), Zürich 1997, 53.

  4. Comentario de Kuhn, Gottes Selbsterniedrigung 68.

ción cristiana, por el contrario, es que Dios se ha manifestado al enviar a su Hijo, que el Hijo se ha anonadado, haciéndose siervo de todos, que ha sufrido por Israel y de forma tan real como sólo puede ser la muerte de cruz. Lo que sería imposible en el Antiguo Testamento y en el judaísmo, ha sucedido aquí: Dios «ha venido realmente a la tierra»,14 Dios se ha reunido realmente con los hombres.

Pero ¿no significa esto un retroceso a la teología judía? Si el Hijo se ha alienado, si vale decir que «el que era rico se ha hecho pobre por vosotros, para enriqueceros a todos con su pobreza» (2 Co 8, 9), si toda la misericordia de Dios con los hombres, si su cercanía y su servicialidad han sido trasladadas a Cristo, como ocurre siempre en el Nuevo Testamento, entonces ¿no se transformará Dios mismo en aquel ser lejano, inasequible y trascendente, que ha enviado sí a su Hijo, pero que se ha quedado intacto, inmóvil e impasible? Una visión así nada tiene que ver con el Nuevo Testamento, por mucho que haya sido siempre una tentación para la teología.

La visión del Nuevo Testamento es que el mismo Dios (el Padre) se ha «comprometido» con el envío del Hijo. Envío no significa conceder una función objetiva distante, sino que Dios se da a sí mismo con el Hijo, que nos lo da todo con él (cfr. Rm 8, 32). «En esto se demostró el amor de Dios hacia nosotros, en que Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito» (1 Jn 4, 9). Dios es el que primero nos ha amado y ha entregado a su Hijo por nosotros. Estas frases tienen que ser leídas junto a las que hablan de Cristo, sobre todo, en el himno a los filipenses, donde Cristo queda expresado como sujeto activo, con un querer y obrar libre. De él se dice: «se anonadó a sí mismo» (F1p 2, 7). Él es la cercanía de Dios, el don de Dios, el anonadamiento del mismo Dios, no sólo como la schekhiná, como forma pasiva de la presencia de Dios, sino que él es la cercanía de Dios, en cuanto él así lo quiere libremente y se entrega a sí mismo.

La teología rabínica ha encontrado, siguiendo ciertos aspectos veterotestamentarios, una forma muy atrevida del autoanonadamiento de Dios. El cómo de este anonadamiento es comprendido, en parte, como una especie de «autolimitación» de Dios, como una renuncia a su poder, una kenosis en el sentido de un vacío de sí mismo. Pero por atrevida que sea esta visión, no tuvo más remedio que pararse ante sus últimas consecuencias; los límites de la trascendencia nunca los abandona Dios, lo que, dicho en lenguaje gráfico, significa que Dios nunca ha tocado la tierra, por cercano que esté de ella. Este primer «paso», que viene a ser como el intento de un acercamiento a la kenosis del Hijo es realmente el autoanonadamiento de Dios,

14. Cfr. Ibid., 98.

el Padre, que nos lo ha dado todo; de Dios, el Hijo, que se da a sí mismo, y de Dios, el Espíritu, que se nos «infunde» y se deja enviar.

b) El profeta como representante de Dios

Junto a este aspecto descendente hay en el Antiguo Testamento otro de carácter ascendente, en el que se subraya la elevación del hombre. Dios se anonada no sólo a sí mismo, no viene sólo a la tierra, sino que eleva al hombre hacia sí. El hombre es comprendido por el Antiguo Testamento como una imagen de Dios. Ser imagen de Dios significa para el hombre que él es el «visir de Dios»,15 que tiene la competencia de ser en la tierra el representante de Dios. Esta competencia representativa da pie a un cierto teomorfismo del hombre. La experiencia existencial profética de Oseas y Jeremías nos permite vislumbrar hasta dónde llegaba esto en el Antiguo Testamento. En el libro de Oseas vemos, sobre todo en el matrimonio del profeta (Os 1; 3), que el profeta no es un escribano pasivo. Revelación significa que se realiza en la experiencia humana y por ella. El profeta, como mediador de esta revelación, la lleva sobre sí mismo; su propia existencia, su propia «vida es el lugar en el que surge la revelación y el medio por el que se le comunica».16 Así es cómo toda una existencia humana con todas sus experiencias se puede convertir en el lugar de la revelación de Dios. Esto se ve muy claramente en el sufrimiento de los profetas, que se ha convertido en la expresión del sufrimiento de Dios por Israel. «El profeta es ese hombre que no sólo conoce el pathos de Dios, de manera que lo puede comunicar, sino que lo experimenta en él y en sí mismo, de manera que se encuentra afectado por él en toda su existencia».17 De la existencia profética en general podríamos decir que «su centro nuclear» es «la participación en las relaciones de Dios con los hombres en la historia». Al «pathos» de Dios corresponde la «simpatía» del profeta. El profeta no es sólo el anunciante de la palabra de Dios, él es, «al mismo tiempo y sobre todo, una representación del propio estado de Dios en la historia junto a su pueblo». En él se hace visible la «promesa de la total presencia de Dios en la vida de un hombre»18 que nos está anunciando la futura encarnación.

  1. Véase más arriba, cap. I/1. La idea de la preexistencia en los testimonios bíblicos, p. 63.

  2. U. Mauser, Gottesbild und Menschwerdung (= BHT 43), Tübingen 1971, 40; sobre este tema, véase también H. M. Kuitert, Gott in Menschengestalt (= BEvRh 45), München 1967; N. Füglister; Alttestamentliche Christologie, en MySal III/1, 205-225, especialmente 147-177; Idem, Prophet, en: HThG 3, 367-390 (Edición de bolsillo 1970); Balthasar, Herrlichkeit III/2, 1 209-275.

  3. Mauser, Gottesbild und Menschwerdung 42.

  4. Mauser, Gottesbild und Menschwerdung 42-43.

En la vida de Oseas, en su dolor, en su confrontación con sus coetáneos, se nos pone de manifiesto cómo la palabra de Dios se apropia la vida de un hombre para hacerla expresión de la situación de Dios con Israel. En Jeremías esto es aún más evidente. La historia de los sufrimientos de Jeremías es una auténtica «comunión con los dolores de Dios».19 Jeremías recibe en su oficio profético una plenitud de poder que lo hace partícipe, de manera hasta entonces nunca habida, de la soberanía de Dios sobre el mundo. Así están de entretejidas en Jeremías, de forma hasta entonces nunca oída, su palabra y su obra. Pero, al mismo tiempo, el profeta, con toda su vida, se «encuentra inmerso en la historia de Dios»,20 como plenipotenciario. Ser representante de Dios exige poner en juego toda su existencia, de tal manera que se encuentra él mismo afectado por la tristeza y la ira de Dios. Como nos dice Gehard von Rad, en Jeremías se encuentra todo lo humano inserto en su obra profética.21 Las lamentaciones de Jeremías en medio de las confiadas palabras de los pseudoprofetas, lo hacen ser único, incomprendido, abandonado, igual que Dios ha olvidado a Israel. Jeremías se encuentra dividido, en medio sus ardientes profecías del juicio, entre el amor y la ira sobre su pueblo. Hemos llegado a un punto culminante en la antropología-de-la-imagen-de-Dios y en el teomorfismo bíblico del hombre.

Esta idea se puede seguir hasta el Nuevo Testamento. El acontecimiento cristiano se identifica con la palabra y la obra de Dios. En la cumbre del teomorfismo del hombre, se encuentra también en su punto álgido el «antropomorfismo» de Dios. Desde el Antiguo Testamento podemos ver que Dios se acerca tanto a la historia del hombre, que participa en ella, sufriendo las angustias de Israel. En paralelo con esto, la historia del profeta es una participación de este mismo destino de Dios, una auténtica representación de Dios. Importa ahora señalar que los profetas no son ensalzados como semidioses, sino que representan a Dios en su humanidad.

Pero hay límites. Esta representación no es total; permanece fragmentaria, pues el profeta puede serle infiel (como ocurre a Jeremías en su crisis de fe). «El Antiguo Testamento, de cara a sus más grandes profetas, jamás llegó a la conclusión. de que en alguna vida humana estuviese Dios totalmente representado» .22 Por el contrario, el supuesto fundamental de la fe

  1. Mauser, Así reza el título de un artículo de H. Kremer, «Leidensgemeinschaft mit Gott im Alten Testament. Eine Untersuchung der "biographischen" Berichte im Jeremiabuch», en EvTh 13 (1953) 122-140, aquí: 139.

  2. Mauser, Gottesbild und Menschwerdung 82.

  3. G. v. Rad, «Konfessionen Jeremias», en EvTh 3 (1936) 265-276.

  4. Mauser, Gottesbild und Menschwerdung 186.

cristiana es que Dios ha actuado en la historia del hombre Jesucristo de manera decisiva, total y con validez eterna.

Pero ¿es suficiente esto? Los profetas no son sólo portavoces de Dios, sino también representantes, imagen de Dios y semejantes a él. Pero nunca se ha dicho de un profeta que él pudiese ser el «Emmanuel» mismo, el Dios que mora junto a su pueblo. Es cierto que el profeta es representante de Dios, su procurador, su imagen, pero él no es nunca el Dios encarnado. La venida de Dios en el Nuevo Testamento es, de forma concreta, su entrada en la historia de un hombre. Dios realiza toda su obra en la historia humana.23 Pero esto es cierto sólo con limitaciones, pues no ha habido nunca una historia humana como tal en la que Dios haya realizado toda su obra. Más bien dice el Nuevo Testamento que él la realiza en la historia humana de su Hijo, Jesucristo. Pues de lo que se trata en la confesión neotestamentaria de Jesús es que aquel que obra en lugar de Dios, el que actúa como su «procurador»24, aquel en cuya vida obra Dios mismo, no puede ser otro que el Hijo. Dios no se revela en una vida humana, sino en la vida humana del Hijo: el Hijo revela al Padre. Sólo por ser Jesús el Hijo, puede revelar a Dios como Padre. La representación de Dios en los profetas es parcial, porque éstos fueran hombres imperfectos. Su representación en Jesús no es perfecta, porque Jesús fue el «hombre perfecto» (el genio religioso o el profeta), sino porque él es Hijo de Dios. La total representación de Dios en la existencia humana de Jesús se basa en que sólo él, como Hijo, puede representar totalmente a Dios, como Abba. «Nadie conoce al Hijo, sino sólo el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo» (Mt 11, 27). Sólo esta cualificación posibilita que en la historia humana de Jesús se produzca el acontecimiento divino. Esta cualificación es sustancialmente mucho más que la «teomorfismo del hombre» en general; no se deriva de ella, sino que sólo desde ella es rastreable. El Nuevo Testamento, desde su cristología tanto explícita como implícita, nos permite ver que esta diferencia, no cuantitativa sino cualitativa, no depende del grado de imperfección humana, sino que proviene más bien de que los profetas están a la escucha de la palabra de Dios (cfr. Jr 15, 16), mientras que Cristo es la Palabra.

Ambas formas de acceso, la línea descendente del autoanonadamiento de Dios en la teología judía y el camino ascendente de la representación de Dios por los profetas en el Antiguo Testamento tropiezan con un límite que no puede ser evitado: el límite entre el Dios trascendente y la creatura. De la misma

  1. Mauser, Gottesbild und Menschwerdung 122-143.

  2. H. Küng, Christsein, Zürich 1974, 281-284. Sobre la discusión, cfr. H. U. v. Balthasar, Diskussion über Hans Küng «Christsein», Mainz 1976, entre otras obras.

manera que la teología judía, «desde arriba», no alcanza nunca ni alcanzará a comprender una encarnación real de Dios, sin desechar la trascendencia de Dios, así tampoco llega nunca el profetismo, «desde abajo», a admitir que un hombre realmente sea el único y perfecto representante de Dios. Finiti ad infinitum nulla est proportio. Es en esta falta de proporcionalidad donde quedan atascados ambos caminos. Por mucho que Dios «baje», según la comprensión judeo-veterotestamentaria, nunca sufrirá con los hombres, pues nunca sufre como hombre. Por mucho que el hombre haya sido arrebatado a la vida de Dios, siempre permanecerá un hombre mortal y quebradizo.

Ambos accesos «desde arriba» y «desde abajo» nos pueden explicar algo que ahora tenemos que considerar. Una mera «Cristología desde abajo» choca con el límite que ya hemos explicado. Si partimos de que Jesús evidentemente ha sido considerado como hombre y preguntamos: ¿Es este hombre Hijo de Dios y Dios?, nunca llegaremos a una respuesta positiva. Una cristología que empezase así, no iría más allá de lo profético. Jesús sólo le parecería ser un hombre, que es el «procurador» de Dios, pero no un Dios hecho hombre. Tenemos que poner como dato original de la cristología, esto es, de forma concreta, que la vida y la persona de Jesús siempre van a ser consideradas como las del Dios hecho hombre. A lo largo del capítulo fundamentaremos esta sentencia. Toda la fuerza de la confesión cristiana se basa en que este hombre realmente fue y es Hijo de Dios (cfr. Mc 15, 39), y no sólo un representante de Dios, sino el mismo Dios, el Hijo de Dios hecho hombre. Toda la fuerza de la fe cristiana es que el que vivió pobremente en Galilea, tuvo hambre y sed, es verdaderamente Dios.


2.
«Concebido por obra del Espíritu Santo. Nacido de María la virgen

Ambas líneas, el autoanonadamiento (descensus) de Dios y la elevación (ascensus) del hombre tienen un punto de contacto: la encarnación. La concreción de este punto, dónde y cuándo Dios y hombre se encontraron concretamente, será tematizado en las páginas siguientes.25

a) Una pregunta histórica, pero no sólo eso...

La concepción de un hombre es algo especialmente íntimo. Si se da a conocer, hay que hacerlo con gran respeto. La concepción de Jesús por

25. Para lo que sigue, cfr. Ch. Schönborn, Weihnacht — Mythos und Wirklichkeit. Meditationen zur Menschwerdung, Einsiedeln 19922, 43-64. (Traducción española, Navidad ¿mito o realidad?, Valencia, Edicep, 2000).

obra del Espíritu no es cosa que se venda en el mercado de las novedades, como si fuera una curiosidad cualquiera. Si empezamos a hablar de esto, nuestro lenguaje debe estar de acuerdo con la intimidad y el secreto de este acontecimiento. Pero, al mismo tiempo, es indispensable, precisamente ahora, tener en cuenta que de tanto árbol exegético no perdamos la visión creyente y razonable del bosque. Si la concepción por obra del Espíritu de Jesús es un milagro auténtico, sólo podremos tener conocimiento de él por dos caminos. O bien María misma habló de ello o se le participó a alguien más por medio de una especial revelación. La otra posibilidad sería que no se tratase de un acontecimiento histórico, sino de una construcción mental teológica, con la que se buscase expresar la especial importancia de Jesús.

No hay duda de que la pregunta histórica, si tenemos en cuenta los testimonios neotestamentarios, tiene difícil solución. Sólo en Mateo y Marcos se habla del nacimiento virginal. De forma más exhaustiva en los así llamados «evangelios de la infancia», o mejor, en los «prólogos cristológicos», colocados al comienzo de estos dos evangelios (Lc 1-2; Mt 1-2). Pablo ni la nombra, lo mismo que Marcos. Se discute si Juan la conoce o no. Lo cierto es que nunca se negó expresamente en ningún sitio. Los argumentos pro y contra se basan en las diferencias al interpretar este silencio.26 El argumento «ex silentio» habrá de ser tratado con cuidado.

La tradición eclesial postapostólica, por el contrario, no se calla nada. Durante todo el siglo segundo disponemos de testimonios que acreditan el nacimiento virginal. No hay duda de que la iglesia del siglo segundo (mientras se mantuvo alejada de la gnosis o de cualquier otra «herejía»), estaba convencida de la realidad de la concepción virginal. Sólo ofreceremos los testimonios más importantes. En el antiguo Credo romano, que se dirige a cada uno de los bautizandos, aparece: «...natus est de Spiritu Sancto et de Maria Virgine – nacido por obra del Espíritu Santo y de María la virgen», constituyendo así uno de los elementos esenciales de la confesión de Cristo, junto a su muerte y resurrección 27 «Salta a la vista que en un Credo así no se podía admitir ninguna doctrina nueva y extraña».28 Si esto vale para la segunda mitad del siglo segundo, el testimonio del obispo y

  1. A. Vögtle, Offene Fragen zur lukanischen Geburts- und Kindheitsgeschichte, en: Idem, Das Evangelium und die Evangelien, Düsseldorf 1971, 43-56; cfr. J. McHugh; The Mother of Jesus in the New Tcstament, London 1975.

  2. DH 10; cfr. W. Rordorf, «... qui natus est de Spiritu Sancto et Maria Virgine», en Aug 20 (1980) 545-557. Sobre el Credo, cfr. J. N. D. Nelly, Altkristliche Glaubensbekenntnisse. Geschichte und Theologie, Göttingen 19932; especialmente para el Símbolo niceno-constantinopolitano, cfr. F. Courth, «Historisch oder theologisch — eine falsche Alternative. Dogmatische Überlegungen zum Problem der Jungfraugeburt», en Th Gl 68 (1978) 283-296, aquí: 287-290.

  3. J. G. Machen, The Virgion Birth of Christ, London 1930, 4.

mártir Ignacio de Antioquía (1 ca. 117) nos retrotrae hasta el paso del siglo primero al segundo. También en Ignacio aparece el. maravilloso nacimiento de Cristo como uno de los elementos esenciales de la confesión de fe. Ignacio los considera entre los «tres misterios que proclaman en alta voz lo que se había realizado en el silencio de Dios»: «la virginidad de María, su alumbramiento y la muerte del Señor».29 Para Ignacio, es «nuestro Señor... verdaderamente, hijo de David, según la carne, e Hijo de Dios, según la fuerza y la voluntad del Señor (cfr. Rm 1, 3); verdaderamente nació de una virgen...; verdaderamente azotado en la carne bajo Poncio Pilato y el tetrarca Herodes».30 Ignacio que escribió hacia el año 110, testimonia que ni en Antioquía, su patria, pero tampoco en ninguna de las otras iglesias, a las que se dirige (Asia menor, Roma), no tiene por qué ser introducida la fe en la concepción virginal de Jesús, pues pertenece al depósito apostólico de la confesión de la fe. Este «artículo de fe» vale, además, como uno de los signos más claros de que Jesús realmente es hombre. Tenía que dar que pensar el hecho de que durante todo el siglo segundo el nacimiento virginal no se esgrimió como argumento para la divinidad de Jesús, sino siempre para su verdadero ser hombre.31 ¿De dónde recibe la Iglesia de todo el siglo segundo su confesión en el «misterio que proclama en alta voz» la virginidad de María? Quien sea de la opinión de que la iglesia primitiva descubrió en esto un «theologumenon», para destacar la importancia de Jesús, tendrá, al mismo tiempo, que aclararse por qué la Iglesia descubrió precisamente algo que sólo podía ser motivo de mofa para el mundo pagano y judío. Nos será de gran importancia examinar las reacciones no cristianas ante el nacimiento virginal. Sólo daremos unas pocas indicaciones sobre este tema.

En el Diálogo con el rabino Tryphon, obra del filósofo y mártir Justino, redactado en el ano 155, dice éste que también los judíos esperan al Mesías, pero como «un hombre entre los hombres». Y reprocha a los cristianos que sólo cuentan historias, parecidas a los mitos de los griegos, como el mito de Perseo, a quien Dana la virgen había dado a luz, «después que Zeus había bajado en figura de oro. Tendríais que avergonzaros de contar lo mismo que los griegos. Mejor sería que afirmaseis que este Jesús ha na

  1. Ignacio de Antioquía, Brief an die Ephesier 19, 1 (Die Apostolischen Väter, Tübingen 1992, 188-189).

  2. Ignacio de Antioquía, Brief an die Smyrnäer 1, 1-2 (Die Apostolischen Väter, Tübingen 1992, 226-227).

  3. Machen, The Virgen Birth 7-8; cfr. D. Edwards The Virgen Birth in History and Faith, London 1943, 189-196 y H. Gese, Natus ex Virgine, en: Idem, Vom Sinai zum Zion, München 1974, 130-146; de nuevo editado por H. W. Wolf, Probleme biblischer Theologie (Redacción de G. v. Rad), München 1971, 73-89.

cido como un hombre entre los hombres».32 La polémica podría incluso haberse radicalizado. Ya a finales del siglo primero corrían en círculos judíos diversas historias que atribuían la concepción de Jesús a un mal paso de María con un soldado romano.

La polémica por parte de autores paganos vendría a caer al mismo saco. Celso, que había dirigido hacia 178 sus escritos contra el cristianismo, recoge la polémica judía e ironiza sobre el enamoramiento de Dios con una insignificante muchacha judía. Dice: «la madre de Jesús habría sido repudiada por un carpintero, con el que estaba prometida, porque se la había encontrado culpable de adulterio y que habría nacido de un soldado de nombre Pantera» 33 En el mismo nivel se encuentra la crítica pagana sobre este artículo de fe.

El hecho de que, a pesar de todos estos ataques, se haya mantenido la doctrina del nacimiento virginal, puede explicar las escasas probabilidades que tenía de derivarse de las «plausibles opiniones» del tiempo. Y esto se ve aún mejor si tenemos en cuenta las discusiones intraeclesiales. En la gnosis del siglo segundo, el nacimiento virginal fue en parte negado y en parte aceptado, pero fue comprendido en el sentido de una negación de la encarnación real: El Lógos pasó por María como por un canal, por un conducto.

¿Cómo es que la Iglesia se mantuvo totalmente fiel a este misterio, a pesar de las burlas masivas que recibía, y a pesar también de un masivo malentendido? Quizás nos podría ayudar aquí una comparación con otro de los «misterios que anuncian en voz alta» y del que habla Ignacio de Antioquía: la muerte en cruz de Jesús. La muerte en cruz es algo tan detestable para todos los que en ella participan, tanto judíos como paganos, pero también cristianos, que únicamente el hecho histórico mismo puede ser la razón de que se empiece primero a comprenderla y a interpretarla para después incluso tratar de anunciarla. El hecho precede a la interpretación. Precisamente porque es tan difícil comprenderlo, y tan rechazable, por eso mismo surge del mismo hecho la chispa de la necesidad de su interpretación. Nunca se hubiese podido descubrir el sentido de la cruz desde muestras documentales de origen judío o helenístico. Sólo el hecho de que Jesús sufrió la muerte ignominiosa en el madero de la vergüenza ha hecho posible que en este horrible suceso se pudiese entrever un sentido, cuyos presentimientos llegan hasta lo más profundo del Antiguo Testamento.

Algo parecido creemos que ocurre en el caso del nacimiento virginal. ¡No se «descubre» algo que por todas partes produce mofa y malentendido! La única forma de dar una interpretación con sentido nos parece ser

  1. Justino, Dialogus cum Thrypohne 49 1 (Ed. Markovich 150); 67, 2 (ibid., 185).

  2. Orígenes, Contra Celsum I, 32 (SC 132, 162).

ésta: El hecho de la existencia de una sólida tradición de la iglesia primitiva sobre la concepción de Jesús por obra del Espíritu es el punto de partida de todos los intentos de comprender, de interpretar e incluso de anunciar este acontecimiento, por difícil que sea de comprender y por escandaloso que sea. Sólo desde esta reflexión se abren las relaciones con las promesas veterotestamentarias y sólo ella esclarece la íntima conexión entre la vida de Jesús y su concepción por obra del Espíritu.

¿No habla la experiencia humana de que ésta es la correcta manera de establecer la serie de acontecimientos? ¿No ocurre también lo mismo en nuestras decisivas experiencias vitales? ¿No son primero que nada los datos, los acontecimientos, los sucesos que afectan a nuestra vida (una muerte repentina, una derrota, un encuentro inesperado), los que, a primera vista, nos parecen incapaces de ser integrados en un conjunto ordenado? Pero, poco a poco, se va descubriendo su sentido. Lo que, al principio, parecía cruzarse en nuestro propio plan de vida como un obstáculo, puede de pronto transformarse en símbolo de un nuevo sentido vital. El hecho precede al descubrimiento del sentido. Una interpretación ya conocida hace posible, por el contrario, ver los hechos integrados en un conjunto de sentido más amplio, pudiendo entonces incluso decirse: Tuvo que suceder así, porque sólo así tenía un mayor sentido; pero nadie se atreverá a afirmar que así se pueda descubrir y construir el hecho.

Aplicándolo a la primera pregunta: El nacimiento virginal es algo muy inesperado, muy extraño, para poder ser construido como un «theologumenon». El hecho de la tradición sobre este misterioso acontecimiento es la ocasión para preguntamos sobre su sentido. Todo al contrario, el conjunto de sentido que se le abrió a la reflexión de la comunidad primitiva, amplió el campo de vista de tal manera que este acontecimiento sólo podía aparecer como correspondiendo a la «lógica» del obrar de Dios.

¿Cuándo podríamos establecer el origen de la tradición comunitaria sobre la concepción inmaculada de Jesús? Me parece digna de reflexión la posibilidad de relacionar los orígenes de esta tradición con la experiencia espiritual de la comunidad primitiva. Lucas señala el «nacimiento» de la iglesia en la Pascua en estricto paralelismo con la historia del nacimiento de Jesús. En ambos «casos» es la venida del Espíritu la que realiza este maravilloso nacimiento. Es evidente que en este paralelismo podemos ver un «constructum» teológico. Pero más evidente es aún, por el contrario, aceptar que la experiencia espiritual de la comunidad primitiva en Jerusalén les dio a los cristianos de la primera generación la posibilidad «desde dentro», desde la propia experiencia espiritual, de comprender lo que ocurrió en la concepción por el Espíritu de Jesús. ¿No se podría pensar que la experiencia espiritual de la iglesia primitiva pudiese haber sido para María, de alguna manera, el «lugar hermenéutico», el campo experimental en el que le hubiese sido posible hablar de milagro en su concepción por obra del Espíritu?

La experiencia espiritual de la iglesia primitiva fue, sin duda alguna, vivida como un acontecimiento por el que se apercibió de la transparencia y del claro sentido de la figura de Jesús. ¿No tendría sentido aceptar que esta experiencia espiritual, de la que también María participó (Hch 1, 14; 2, 1), diese a la comunidad primitiva el fundamento necesario para una experiencia y comprensión capaces de poder aceptar correctamente el mensaje de la concepción de Jesús por el Espíritu?

La idea no es tan descabellada, si se piensa, al mismo tiempo, que la experiencia espiritual de la iglesia primitiva tiene la característica no sólo de abrir el conocimiento de Cristo, sino también de realizar una semejanza con Cristo. Para Pablo, el bautizado, que está lleno del espíritu, vive «en Cristo»; muerto con él, resucitará con él; vive con Cristo escondido en Dios (cfr. Col 3, 3). Juan da un paso más adelante: el bautizado ha nacido de nuevo, por el Espíritu (cfr. Jn 3, 5.8). Este nacimiento no proviene «de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13). «Se llega a ser Hijo de Dios no por el nacimiento natural; no se llega, en absoluto, por un proceso natural, sino por un acontecimiento sobrenatural que sólo puede realizar Dios».34 Un nuevo hombre, una «nueva creación» (2 Co 5, 17) se llega a ser sólo por un nuevo nacimiento. Muy pronto algunos Padres de la Iglesia (Justino, Hipólito, Ireneo, Tertuliano) y algunos testimonios textuales leyeron en singular el citado pasaje del prólogo del evangelio de san Juan: «El, que no ha sido engendrado por la sangre,... sino por Dios», calificando este pasaje como testimonio del concepción de Jesús, obrada por el Espíritu. Aunque esta lectura probablemente sea algo secundario, por lo menos atestigua la profunda comprensión que tenía la iglesia primitiva de que entre la experiencia espiritual de los cristianos, como renacimiento por el bautismo, y el origen de Jesús, obrado por el Espíritu, existía una relación de características especiales. La realidad de la concepción de Jesús, obrada por el Espíritu, se convirtió en garantía de que el «bautismo por el agua y el Espíritu» (Jn 3, 5) también regalaba realmente una nueva vida.35

María, por medio de la gracia y de su total entrega a la voluntad de Dios, es el signo más original (Urbild) de esta nueva vida, y precisamente

  1. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium I (= HthK 4/1), Freiburg/Br. 19927, 238.

  2. Testimonios textuales en R.Schnackenburg, Das Johannesevangelium I, 383-386.

por su fe colabora en el misterio de la encarnación (cfr. CIC 506). Ella no es una «madre de alquiler», según la moderna manera de hablar, no ha puesto, por tanto, simple y físicamente su cuerpo a disposición. La concepción de Jesús la exige totalmente, como persona; pide su consentimiento voluntario en la fe. Objetivamente, María sólo pudo saber que ella había engendrado a Jesús sin la intervención de hombre alguno. Ahora bien, la profundidad de este acontecimiento, lo más misterioso: que Dios se había hecho hombre, sólo le era accesible a ella por la fe.36

En la defensa del nacimiento virginal, del que poseemos claros testimonios desde el siglo segundo, no se trataba de hacer una apologética ciega a favor de una curiosidad irracional, sino del realismo de la encarnación de Dios junto con el realismo de la novedad de esta forma de ser hombre. La gran fuerza de los símbolos y de las imágenes para esta nueva forma de ser hombre descansa en la realidad de un nuevo comienzo, obrado por el Espíritu.

b) El lenguaje bíblico simbólico

En los dos «evangelios de la infancia», Lucas y Mateo, se trata de interpretar el nacimiento de Jesús como la aparición del vástago escatológico de David. Al hijo prometido, que «será grande y será llamado Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 23-33). El vástago prometido de David es, al mismo tiempo, Hijo del Altísimo e hijo de David. Esta curiosa presentación pareja de un nacimiento divino y de una genealogía humana37 es característica de la teología David-Rey veterotestamentaria. En la entronización de un nuevo rey se canta el salmo, que en el Nuevo Testamento se emplea para significar a Cristo: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7). Estamos ante «un curioso entretejimiento de paternidad divina y humana».38 Ser rey de Sión, en el «lugar de descanso» de la presencia de Dios en su Arca de la Alianza, la propiedad que Dios se ha elegido para sí (cfr. sal 132) quiere decir «ser Hijo de Dios» en un sentido totalmente real. Así el rey, «nacido hoy», puede decir: Yo fui creado (de manera admirable) como su rey en Sión, su santo monte (cfr. Sal 2, 6).39

En la gran profecía de Isaías, tan conocida por todos nosotros por la liturgia de Navidad, se promete un nuevo vástago de David: «Un hijo nos

  1. Cfr. G. L. Müller, Was heißt: Geboren von der Jungfrau Maria? Eine theologische Deutung (= QD 119), Freiburg/Br. 1989, 51.

  2. Gese, Natus ex Virgine, 134.

  3. Idem, 137.

  4. Idem, 139.

ha nacido, un Hijo se nos ha dado; sobre sus hombros descansa la gloria» (Is 9, 5). Con más claridad aún se subraya que este renuevo será «creado» en los oscuros tiempos del.fracaso de Dios. Dios domina «ahora y por todos los siglos. El celo apasionado del Señor de los ejércitos lo realizará todo» (Is 9, 6). Al mismo tiempo, se aproximan aquí el nacimiento físico y la entronización como nacimiento de Dios. Expresamente ocurre esto en la famosa profecía del rey Ajaz sobre el nacimiento de Emmanuel (Is 7, 10-17). El verdadero vástago de David, aquí prometido – «Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel (Dios con nosotros) – ya no es un hijo natural de la "casa de David", sino un nuevo y escondido rey que ha de venir y que se llamará "Dios-con-nosotros"». A la infiel casa de David se le anuncia el juicio por medio de esta promesa (cfr. vv. 17-20). Por el contrario, la mirada se vuelve hacia alma, aquella joven virgen, que dará a luz al nuevo y verdadero hijo de David. Pero como la promesa no se realizó inmediatamente, la esperanza se fijó desde este momento cada vez más en un futuro totalmente nuevo, definitivo superador de todo lo existente.

Encontramos aquí siempre juntas dos líneas de promesas: la promesa de que Dios mismo vendrá, bajará, ¿como aquella vez cuando salvó a su pueblo de Egipto?; no, de una forma totalmente nueva, grandiosa y definitiva. Y la promesa de que Dios despertará un vástago que salve a su pueblo y que el mismo «será la paz» (cfr. Mq 5, 4a).

La iglesia primitiva pudo reconocer retrospectivamente que ambas líneas coincidían en el nacimiento de Jesús. En los sutiles símbolos y en las referencias veterotestamentarias de las «historias de la infancia» (especialmente en Lucas), se aprecia cuál es la expresión nuclear de los evangelios sinópticos: que el nacimiento de Jesús es «todo el evangelio»,40 la buena noticia de la venida de Dios a este mundo. Lucas nos da a conocer que María es «la puerta por la que la salvación divina entra en este mundo»41 por el hecho de que reconoce, por una parte, que ella es la «Hija de Sión» y, por otra, el «Arca de la Alianza».

En el saludo del ángel: «xadps – alégrate» (Lc 1, 28) se puede ver con cierta seguridad una alusión a la profecía de Sofonías (Sof 3, 14-15): «Alaba, hija de Sión, canta Israel... el Señor, Dios tuyo, está en medio de ti». El saludo del ángel es el anuncio de la gran alegría mesiánica. En una grandiosa tipología se perfila Maria como la Sión definitiva, como el lugar de la

  1. Cfr. Müller, Was heißt: Geboren von der Jungfrau Maria? 11 y 65; Gese, Natus ex virgine, 145.

  2. Gese, Natus ex virgine, 143-144.

morada de Dios entre los hombres: «No temas, Sión... El Señor, tu Dios está en medio de ti [literalmente, en tu regazo], el fuerte, él te salvará» (Sof 3, 116-17; cfr. Lc 1, 30-32).42 María es, pues, en persona, el verdadero Sión. Ella es el verdadero Israel. «Ella es el "pueblo de Dios", que lleva el fruto por el poder y la gracia de Dios».43

Pero María aparece también como el cumplimiento tipológico del Arca de la Alianza. La visita de María a Isabel (Lc 1, 39-56) está llena de alusiones a la vuelta del Arca de la Alianza por David a Jerusalén (2 Sa 6, 1-11): Ambas cosas suceden en la montaña de Judá; ambos acontecimientos desprenden alegría (alegría del pueblo de Jerusalén; alegria de Isabel y del niño); a la expresión de alegria de David corresponde el salto del niño en el seno de Isabel; por último, se corresponden, el grito de David: «i,Cómo puede el Arca del Señor venir hasta mí?» y el de Isabel «¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor me visite?» (2 Sa 6, 9; Lc 1, 43). Lucas contempla, pues, en María el Arca de la Alianza, en la que y por la que Dios pone su morada definitiva entre su pueblo.

Indiquemos brevemente una última tipología: El simbolismo de la «morada de Dios» en Mara, como la nueva Sión y el Arca de la Alianza, se complementa con el de la Tienda de la Alianza. La concepción, por obra del Espíritu se anuncia en Lucas con palabras que nos recuerdan claramente la gloria de Dios que descendía sobre la Tienda de la Alianza (Ex 40, 34-35): «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá. Por eso el que nacerá de ti será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).

c) Vida por obra del Espíritu. Las raíces del nuevo hombre

El lenguaje bíblico simbólico habla del hijo del hombre concebido por María: Es la «morada de Dios» entre los hombres. Dios mismo es «el rey de Israel en medio de ti» (Sof 3, 14). Y, con todo, es un hijo del hombre, con una humanidad totalmente patente e indudable.

También los profetas estaban llenos del Espíritu, algunos, «ya desde el seno materno», como Juan Bautista (Lc 1, 15). Pero la concepción por el Espíritu de Jesús nos dice algo más: Este niño ha sido «desde el principio obra de Dios»;44 no sólo está lleno del Espíritu, sino que el Espíritu de Dios determina su más íntimo ser y existir. Esta es la expresión decisiva de la doctrina sobre el nacimiento virginal. Intentemos explicarla un poco.

  1. Cfr. R. Laurentin, Struktur und Theologie der lukanischen Kindheitsgeschichte, Stuttgart 1967, 75-82.

  2. J. Ratzinger, Die Tochter Zion, Einsiedeln 19904, 41.

  3. H. Schürmann, Das Lukasevangelium I (= HthK 3/1), Freiburg/Br. 19904, 43.

La venida de Dios se describe en el anuncio profético del Antiguo Testamento con gran claridad como una venida que todo lo renueva (cfr. Is 43, 19). La predicación de Jesús, su vida pública, sus signos fueron interpretados como algo digno de admiración (cfr. Mc 1, 22.27; 2, 12). La iglesia primitiva comprendió sobre todo su muerte y su resurrección como el comienzo de la renovación escatológica (cfr. 2 Co 5, 17; Ap 21, 1 entre otros). ¿Qué era esta novedad? ¿No dice acaso con razón el predicador escéptico: «Lo que ha sucedido, de nuevo sucederá; lo que ha sido hecho, se hará de nuevo. Nada hay nuevo bajo el sol» (Qo 1, 9)? ¿No tienen razón los burlones cuando dicen que nada se ha cambiado en el mundo con Cristo? «¿Dónde queda su venida tan anunciada? Pues desde que murieron los padres, todo permanece igual que al principio de la creación» (2 P 3, 4)

Aquí recibe toda su consistencia la concepción de Cristo, por obra del Espíritu. Aquí es un hombre, cuya existencia desde las mismas raíces es totalmente nueva. En medio de un mundo en el que lo nuevo reemplaza a lo viejo, para volver a ser viejo, hay una nueva forma de ser hombre, hay una vida humana, cuya concepción no sólo no lleva en sí la semilla de la muerte, sino que toda ella proviene de la novedad de Dios. La Biblia conoce que no ha nacido ningún hombre que no se encuentre en una historia de pecado, que la hereda y la continúa. «Mira que yo he sido concebido en la culpa y en pecado me concibió mi madre» (Sal 51, 7). Precisamente esto queda dicho de forma inexorable en el árbol genealógico de Jesús del evangelio de Mateo.¿Podemos imaginarnos una existencia que desde su origen esté totalmente libre de culpa? ¿Una vida, que es santa y libre de toda culpa desde sus raíces? Esto es precisamente lo que afirma la concepción por el Espíritu de Jesús.45

¿Existencia sin pecado? Se suele oír decir con frecuencia que la existencia sin pecado de Jesús ha perjudicado su auténtico ser hombre. En el fondo de esta afirmación se esconde un desconocimiento de lo que es el pecado. Si pecar es decir un no a Dios, un no que tiene también como consecuencia la ruptura con el prójimo, entonces el pecado es real y concretamente la semilla de la muerte (cfr. Rm 5, 12). Existencia sin pecado quiere decir, por el contrario, ser hombre en apertura hacia Dios y hacia el prójimo. Aquí podemos apreciar la consistencia de la fe en la concepción virginal: De la nueva concepción de Jesús se sigue un vida nueva. Su existencia, obrada por el Espíritu, posibilita un ser hombre, que, desde sus raíces, está abierto ilimitadamente hacia Dios, de tal manera que Dios es para

45. Cfr. Barth, KD I/2, 206-308.

él siempre el Padre, el Abba. Su vida, desde su origen obrada por el Espíritu, es el fundamento más sólido para la increíble apertura en el encuentro con los hombres. Aquí hubo un hombre, cuya mera presencia obraba la salvación. Aquí apareció un hombre, que, en su camino, nunca dejó a ningún herido atrás. Fue hombre sin herir. ¿No podríamos comprender así un ser-hombre obrado por el Espíritu? ¿No es esto precisamente lo contrario a un ser hombre afecto por el pecado, que no para de herir, incluso allí donde priva el bien?

Un nuevo ser-hombre, totalmente abierto al Padre, totalmente abierto a los hombres. La muerte, consecuencia del pecado, no tiene ya ningún poder sobre esta vida. Y, sin embargo, es curiosamente vulnerable. Quien está así de abierto, desde las fuentes más profundas de su existencia, también está «indefenso» ante la fuerza del mal y del pecado. Si buscamos el fundamento más sólido de la apertura de Jesús en el haber sido obrada su existencia por el Espíritu, nos veremos arrastrados a buscar también el funda-mento de su muerte. Su camino hacia la muerte no fue la consecuencia natural de su nacimiento, a la manera como nuestro nacimiento nos empuja hacia la muerte. El caminó hacia la muerte, porque su vida jamás estuvo referida a sí mismo. Abierto a todos, recayó sobre él, el totalmente abierto, la culpa de todos: «Él mismo tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias», así interpreta Mateo la apertura de Jesús a la luz del siervo de Dios (Mt 8, 17; Is 53, 4).


3.
El concilio de Calcedonia:
    «verdadero Dios – verdadero hombre»

Estas dos cosas tuvieron que ser bien asimiladas al comienzo de la teología cristiana: Que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. «Dios verdadero de Dios verdadero» es como lo proclama la fórmula de Calcedonia. Esto ya se encuentra en Ireneo de Lyón, quien afirma: «Es uno y el mismo el que todo lo somete al Padre (cfr. 1 Co 15, 27). De todos recibe el testimonio de que es verdaderamente hombre (vere horno) y verdaderamente Dios (vere Deus)».46 La fórmula vere Deus, vere horno retrotrae al esquema paulino, «según el Espíritu» y «según la carne» (cfr. Rm 1, 3-4), según el cual es juzgado Cristo.47 Pero, por otra parte, hay que preguntar cómo se realiza de forma concreta la existencia vital de Jesús en su dimensión

  1. Ireneo, Adversus Hcereses IV, 6, 7 (FCgr 8/4, 52-53, cfr. el concilio de Calcedonia DH 301.

  2. Cfr. A. Grillmeieer, Die theologische und volksprachliche Vorbereitung der christlichen Formel von Chalcedon, en: Grillmeier / H. Bacht (ed.), Das Konzil von Chalcedon. Geschichte und Gegenwart I, Würzburg 19795, 36.

humana, si él es Dios y hombre. ¿Qué sentido tienen la divinidad de Jesús para su humanidad? Louis Bouyer constata:

«Toda la problemática cristológica consiste en poner en claro que Jesús no es menos hombre por ser Dios, que él es tan humano, como parece, porque él es "la plenitud de la divinidad" (cfr. 1Col 1, 19) en nuestra carne, en la totalidad corporal de una humanidad renovada en lo fundamental». 48

Esta pregunta no se ha planteado precisamente hoy. Se le plantea a la fe cristiana tan pronto como ésta comienza a reflexionar cómo dar cuentas de esta fe. El conocimiento del desarrollo de la cristología es insustituible para estas cuentas, pues a lo largo de la historia se han puesto de manifiesto diversos intentos de respuesta, que manifiestan una determinada estructura. En las páginas que siguen se estudiarán los modelos más importantes, subrayando su especial importancia para la cristología y estableciendo los límites con los otros tipos.

a) Dos «caminos forestales»:
    Cristología de la separación y de la mezcla

En la discusión cristológica aparecen constantemente sobre todo dos intentos de solución. Por una parte, se ha buscado una separación limpia y fundamental entre Dios y la humanidad. Por otra, se intenta un acercamiento a esta comprensión mediante una especie de mezcla de Dios y humanidad.

Cada una tiene sus esquemas característicos. Es correcto hablar de una exégesis literal de los antioquenos, y de una más alegórica de los alejandrinos. Lo mismo vale cuando se dice que los alejandrinos habrían subrayado más la unidad, «Dios en la carne», la glorificación del Lógos en la encarnación, mientras que los antioquenos lo hubiesen hecho distinguiendo entre divinidad y humanidad. Que los antioquenos, estando preocupados más por la real y completa humanidad de Jesús (sin olvidar el parejo peso de la inmutabilidad de Dios), hubiesen tenido más sentido por la psicología, por la vida anímica de Jesús, mientras que los alejandrinos (con la sola excepción de Orígenes) no hablan casi nunca de esto, sino que siempre ven el Lógos de tal manera que se tiene la impresión de que la carne (aápi) no sería más que un instrumento (ó yavov) pasivo del Lógos agente. Si la cristología antioquena corre el peligro de dividir a Cristo en dos sujetos, la cristología alejandrina tiende a unir Lógos y Sarx, de manera que aparecen mezclados.

48. L. Bouyer, Das Wort ist der Sohn, Einsiedeln 1976, 158.

Se habla de un esquema lógos-ánthropos antioqueno así como de un esquema Lógos-Sarx alejandrino, caracterizando así las dos grandes direcciones en el conocimiento cristológico. Para que esta representación no quede demasiado esquemática, trataremos a continuación dos importantes figuras de la discusión, que se han influenciado mutuamente: Apolinar de Laodicea, un alejandrino radical, y Nestorio, un radical antioqueno. Los esquemas básicos están de acuerdo con la fe cristiana, pero las dos posiciones extremas se tildaron la una a la otra de heréticas.

Antes de presentar pormenorizadamente las dos líneas, señalemos que ambas están de acuerdo en el kerygma. El concilio de Nicea deseaba asegurar el anuncio cristiano, cuando subrayaba el verdadero ser Dios de Cristo. El convencimiento común en cuestiones de fe era: «Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre». Pero él es uno y el mismo; Hijo de Dios en la verdadera humanidad. Esta afirmación básica es el presupuesto de toda la discusión; sobre ella se construye tanto la cristología antioquena como la alejandrina. Las dificultades surgieron cuando, para la fundamentación y el ulterior desarrollo de esta fe común, se usaron –y tuvieron que usarse– términos filosóficos. Se buscaba una terminología que pudiese dar razón verbal tanto de la unidad de Cristo, como de la diferencia entre Dios y hombre en Cristo.

El esquema Lógos-Sarx de Apolinar de Laodicea

El concilio de Nicea tuvo una importancia básica en todo el desarrollo cristológico. La confesión de una irreductible divinidad del Hijo, mejor, la frase sobre la verdadera divinidad del Hijo, ocurre dentro del marco del Credo tradicional. Con toda naturalidad se dice de Jesucristo que no es ninguna creatura, sino Hijo de Dios y, por ello, Dios mismo, para decir a continuación que él nació de la Virgen María, padeció bajo Poncio Pilato y murió. Desde esta evidencia, el dogma de Nicea pudo más tarde convertirse en la piedra angular de una cristología creyente.49 Esta evidencia e inmediatez de la fe, con las que el creyente comprende su objeto, se torna problemática en el momento en que se intenta formular el cómo de esta identificación del Hijo de Dios con Jesús de Nazaret, el Cristo.

Apolinar de Laodicea (t 392)50 fue un seguidor convencido de Nicea, amigo de Atanasio, espíritu especulativo, que no se contentó con el «he

  1. Cfr. P. Smulders, «Dogmengeschichte und lehramtliche Entfaltung der Christologie», en: MySal 3/1, 389, aquí: 428.

  2. Cfr. Grillemeier, Jesus der Christus I, 483-494; E. Mühlenberg, «Apollinaris von Laodicea», en: TRE 3, 362-371 (1978).

cho» de la fe, sino que buscó una solución intelectual a la pregunta sobre la encarnación. ¿Cómo se puede y se debe pensar la unidad de la Palabra divina y la carne humana, la unidad de Sarx y Lógos? No es suficiente que el Lógos-Dios more simplemente en un hombre, pues así no hay manera de conformar un hombre. Para que el Lógos realmente se haga hombre, Lógos y Sarx tienen que constituir una unidad esencial. Para Apolinar, esta unidad sólo puede realizarse si la humanidad no es completa. «Dos seres completos no pueden llegar a ser uno»51– así repetían sus discípulos esta doctrina. Lógos y Sarx son, pues, para Apolinar partes que forman un todo, de la misma manera que cuerpo y alma son partes del hombre, de cuya unión nace el ser-hombre. Consecuentemente, en Cristo el Lógos hace la función del alma y así Lógos y Sarx forman conjuntamente una única naturaleza (µia physisApolinar es monofisita en el sentido estricto de la palabra; la expresión «Cristo es una naturaleza» proviene de él). Naturaleza significa aquí concretamente una realidad vital. En esta situación no se puede emplear el concepto moderno abstracto de naturaleza, que significa tanto como «ser». La naturaleza es, como para los Estoicos, un ser que se mueve a sí mismo (autokíneton). En este sentido, el concepto está más bien cerca de nuestra moderna comprensión de la «persona». Apolinar se refiere a este unitario proceso vital. De aquí se comprende la gran fuerza de atracción que tuvo este modelo: La unidad de la vida dinámica en Cristo está asegurada. Ambas partes forman una unidad natural.

Pero de aquí resulta también que el obrar de Cristo se siga interpretando con este mismo modelo. Sólo hay un obrar (énérgueia), un proceso vital de Cristo, el del Lógos. Toda naturaleza, todo ser tiene necesariamente un obrar propio, que se manifiesta hacia fuera. Así como el alma mueve al cuerpo como su instrumento (órganon), así también el Lógos sólo mueve su carne. A la naturaleza única corresponde un único obrar, pues a cada naturaleza sólo le puede pertenecer una energía propia. Y ésta sólo puede ser en Cristo el obrar divino. Si, pues, Apolinar sólo acepta en Cristo una naturaleza, sólo podrá aceptar una forma de obrar. Para la acción humana no hay sitio. De esta manera, tiene que ser asegurada la unidad personal de Cristo. Sólo de la unidad de Lógos y Sarx nace una persona propia, un sujeto concreto y vital.

Apolinar ofrece, así, una firme e iluminadora solución a esta unidad de Dios y hombre en Cristo. Pero el precio de esta unidad es demasiado alto. Para que Cristo pueda ser pensado substancial y físicamente como una unidad tiene que ser una naturaleza intermedia entre Dios y el hombre:

51. Ps.-Atanasio, Contra Apollinarem I, 2 (PG 26, 1096B).

«Ningún ser intermedio tiene los dos extremos como todo, sino sólo como partes en sí. Un ser intermedio, Dios y hombre, es Cristo. No es ni totalmente hombre ni (sólo) Dios, sino una mezcla de Dios y hombre» .52

Alois Grillmeier ha hecho notar que detrás de esta visión se encuentra todavía una comprensión totalmente helenista de las relaciones entre Dios y el mundo. Aquí nos encontramos con esa famosa «helenización del cristianismo», esto es, la imaginación de que hay un «ser celeste», el Lógos de Dios, que baja y establece una simbiosis física con una carne terrenal. Para poder aceptar una síntesis humano-divina en sentido físico, «hace falta una atmósfera, transida de mitologías paganas, o una cosmovisión a todas luces mítica. Hay que vivir en un mundo lleno de númenes, para.,.. poder ser apolinarista».53

Apolinar aportó a la teología algunas importantes formulaciones, que sólo pudieron ser aceptadas o rechazadas tras un tedioso proceso de clarificación. El habló de una naturaleza hecha carne del Lógos divino, que fue lo que le daría el nombre de monofisitismo, pero también lo hizo de una persona (en prósopon), de una hipóstasis (hypoustasis), que sería después aceptada por Calcedonia. Tenemos aquí una cristología «desde arriba» en la que lo «desde abajo» se ha transformado en un instrumento pasivo. Pertenece a los asombrosos fenómenos de la historia del cristianismo el que la fidelidad al kerygma era lo suficientemente fuerte para no sucumbir a esta inculturación del cristianismo en el helenismo.54

Al kerigma de la Iglesia, enraizado profundamente en el testimonio de la Escritura, pertenece sustancialmente el hecho de que Jesús fue realmente hombre, que precisamente fue su obediencia, su libertad, su sufrimiento como hombre, lo que trajo la salvación. Por esto, la reacción a la unilateralidad alejandrina de Apolinar está motivada, en primer lugar, por razones cristológicas.

Antioquía, el esquema Lógos-Hombre

En la discusión con Apolinar se fue formando en la antigua cristología antioquena un esquema totalmente diferente al de Lógos-Sarx: el esquema Lógos-Hombre. «Cristo, Dios y hombre, pero hombre, entendido como

  1. Apolinar, Syllog. Fragm. 113 (Ed Lietzmann 234); cfr. Grillemeier, Jesus der Christ I, 485.

  2. A. Grillemeier, Häresie und Wahrheit. Eine Häresiologie. Studie als Beitrag zu einem ökumenischen Problem heute, en: Idem, Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspektiven, Freiburgar. 1965, 219-244, aquí: 222. Sobre la tesis helenizadora, véase el cap. I/2c: Principio o fin — la tesis helenizadora, p. 79.

  3. Cfr. Grillemeier, Jesus der Christus I, 500-501.

humanidad completa, operante desde sí misma, en una naturaleza humana "autónoma", física, espiritual y volitivamente».55 Se trata de la obediencia de Cristo. Si su entrega tiene que ser humana, para ser así el correctivo a la postura del género humano trastocada en Adán, en su base debe haber una decisión humana auténtica. Por eso, el intento fundamental de los antioquenos es subrayar la humanidad de Jesús de forma total y sin trabas, partiendo de una motivación cristológica. Expresiones orientativas son las de Origenes, (t ca. 253), Tertuliano (t ca. 220) y, más tarde, la de Gregorio de Nyssa (1 ca. 390): «Lo que no es asumido, no está sanado» (Quod non assumptum non sanatum).56 «Si él [el Lógos] no hubiese asumido todo el hombre, no hubiese sido redimido todo el hombre» (Orígenes).57

Si nos preguntamos ahora sobre el «caso» Nestorio, tendríamos que distinguir dos cosas: por una parte, la forma y manera cómo ha sido comprendido (o incomprendido) y juzgado; esto es, lo que ha entrado en la historia de las herejías como «nestorianismo». Por otra parte, la propia intención de Nestorio, tal y como nos es conocida hoy.58

La visión oficial de Nestorio (1 ca. 451) la podemos resumir fácilmente. Nestorio, desde 428 Patriarca de Constantinopla, había rechazado llamar a Maria theotókos, Madre de Dios. Las consecuencias no se hicieron esperar. Si María no es theotókos, el que de ella ha nacido no es Dios, sino mero hombre. Con ello Nestorio divide la unidad viva de Cristo y habla de dos cosas: por una parte, del Hijo eterno y Lógos y, por otra, del Jesús temporal, nacido de María. La predicación de la divinidad y humanidad en Cristo se basa sobre el comportamiento que el hombre Jesús tiene ante el Lógos. Sólo hay, por tanto, una unidad moral, que surge por el hecho de que Jesús de Nazaret se ha manifestado obediente ante Dios, ganándose así la unidad con Dios. Por ello, se habla de una «Cristología manifestativa». En una palabra, Nestorio no sólo enseña que hay dos naturalezas en Cristo, sino también dos personas.

  1. Grillemeier, Häresie und Wahrheit 223.

  2. A. Grillemeier, «Quod non assumptum non sanatum», en: LThK2 8, 954-956 (1963). En la tercera edición del Léxico no aparece esta entrada.

  3. Orígenes, Dialog mit Herakleides (SC 67, 70).

  4. Cfr. A. Grillmeier, Das scandalum cccumenicum des Nestorius in kirchlich-dogmatischer und theologiegeschichtlicher Sicht, en: Idem, Mit ihm und in ihm, 245-282; Idem, Jesus der Christus I, 642-660; en el año 1974 se dio un paso decisivo con la «fórmula cristológica vienesa», en las conversaciones ecuménicas entre la iglesia romano-católica y la cóptica-ortodoxa. H. Meyer, entre otros, (ed.), Dokumente wachsender Uhereinstimmung. Sämtliche Berichte und Kontexte interkonfessioneller Gespräche auf Weltebene. Vol. I, 1931-1982, Paderborn 1982, 541-542. Una documentación de las conversaciones en: A. Stirnemann/G. Wilfinger, Konzilien und Kircheneinheit. Zweite Wiener Altorientalienkonsultation 1973; Dokumentation des offiziellen Dialoges zwischen der Koptisch-Orthodoxen und der Römisch-Katholischen Kirche. Pro Oriente-Regionalsymposion 1991 in Wadi Natrun; Pro Oriente-Regionalsymposion 1993 in Kerala (= Pro Oriente 20), Innsbruck 1998; cfr. E. Ch. Suttner, «Der christologische Konsens mit den Nicht-Chalcedonensern», en: OstSt 41 (1992) 3-21.

El mismo Nestorio parte de una explicación conceptual. Se pregunta bajo qué aspecto se ha de hablar de la unidad y bajo qué aspecto de la diversidad en Cristo. Para ello se refiere al concilio de Nicea. Allí se habla de las dos cosas: que Jesucristo es de la misma naturaleza de Dios y que tiene una existencia humana. «Cristo –así concluye Nestorio– es el nombre para ambas naturalezas».59 Si se habla del dolor de Dios, se corre el peligro de hablar de Dios como «pasible» y cambiante en su ser Dios, en su naturaleza divina. Con el objeto de obviar este peligro, no habla Pablo en su carta a los filipenses (F1p 2) del Dios-Lógos como el crucificado, sino de Cristo.

«Si recorres todo el Nuevo Testamente, no encontrarás en ningún sitio que la muerte sea atribuida a Dios (a la divinidad), sino, o bien a "Cristo" o al "Señor". Pues "Cristo", "Hijo" y "Señor", palabras atribuidas en la Escritura al Unigénito, son expresión de las dos naturalezas y, unas veces, revelan la divinidad, otras, la humanidad, otras, ambas».60

La teología antioquena tiende a analizar lo que consideramos en la vida de Jesús como perteneciente a su divinidad, o a su humanidad. Se extienden largas listas de estas pertenencias: los milagros y la transfiguración serían atribuibles a la divinidad; tener hambre y sed, al cansancio de la humanidad. Todas estas atribuciones tienen mucho de artificial y de forzado y dan la impresión de que rompen la unidad vital de Jesús. Por otra parte, las encontramos en la cristología neotestamentaria, donde se distingue entre la forma divina y la forma de siervo (F1p 2) o entre la gloria y el anonadamiento (Jn 17). En consecuencia, afirma Nestorio. «Por eso pertenecen a "Cristo" las dos naturalezas y no a "Dios, la Palabra"».61 El sujeto al que se le atribuye el dolor, la cruz, y la resurrección, es Cristo. Por ello, le gusta a Nestorio llamar a María Christothókos y no Theotókos, porque en este término ve él el peligro de una distorsión: que María hubiese engendrado a Dios, y que Dios (el Hijo) hubiese comenzado a ser sólo desde María.

A pesar de que no consigue dar ninguna solución, Nestorio centra su pregunta en la correcta diferenciación entre naturaleza y persona, entre naturaleza y

  1. Nestorio, Brief an Cyrill II, en: Loofs, Die Überlieferung und Anordnung der Frag-mente des Nestorius, Halle 1904, 175; trad. alemana por P. Th. Camelot, Ephesus und Chalcedon (= GOK 2), Mainz 1963, 228-232; aquí: 229; = TzT D 6, n. 61 (98-103).

  2. Nestorio, Predigt X (Ed. Loofs 269).

  3. Nestorio, Liber Heraclidis (Ed. v. P. Bedjan, Paris 1910, 248). Se trata de un escrito tardío de Nestorio, que, poco antes de su muerte, redactó como acusado. Cfr. L. Abrahamowski, Untersuchungen zum Liber Heraclidis des Nestorius (= CSCO 242; Subsidia 22) Louvain 1963; Grillemeier, Jesus der Christus I, 707-726; aquí: 711.

su portador. Para ello, acepta la diferenciación de Gregorio Nacianceno de que el portador de la naturaleza siempre es uno, no uno y otro (alius et alius), pero no una cosa, aunque él es portador de una cosa y otra (aliud et aliud). La unidad de Dios y hombre en Cristo no ocurre en el campo de las naturalezas, de las esencias, sino en el de las personas. A pesar de toda la insuficiencia de la cristología nestoriana, en la que se encuentran los puntos de partida para su descalificación en los concilios, hay, no obstante, en ella una intencionalidad válida. La pregunta por la unidad de Cristo no se puede proponer en el campo de lo esencial, sino en el de lo personal. Sobre esto se podrá construir toda reflexión cristológica que aclare la cuestión: ¿Cómo es posible que un sujeto, una persona, Jesucristo, puede ser portador de dos naturalezas, el ser Dios y el ser hombre? De forma negativa podríamos concluir: Esto no es posible por medio de una mezcla en la que se unan lo divino y lo humano como partes, tal y como lo propuso Apolinar, pues para ello debería haber dos elementos «mezclables», a la manera como se mezcla vino y agua, cobre y cinc. La unidad de Cristo no puede ser una unidad de naturaleza, pues en este caso ambas naturalezas mezcladas serian de por sí incompletas. Dos naturalezas completas sólo se pueden unir si esto sucede en un campo personal. Esto significa un paso importante para una comprensión personal. Pero todavía falta por aclarar en qué consiste este campo personal.

Tras las intenciones de Nestorio existe, por una parte, la proposición metafísica de que lo divino y lo humano no son ni pueden ser dos dimensiones concurrentes. Por otra parte, en relación con esto, nos encontramos con una afirmación soteriológica, a saber, que la encarnación, la salvación, la redención –obras graciosas y libres de Dios– sólo se pueden dar en un campo personal. Si, por el contrario, hubiese en Cristo una unidad natural, las partes estarían mutuamente relacionadas, para poder formar una naturaleza común. Así cuerpo y alma –ambas naturalezas incompletas– constituyen un compuesto humano sólo y necesariamente si se condicionan mutuamente. Pero la unidad de Dios y hombre en Cristo no puede ser de este tipo, pues si así fuere la encarnación sería un hecho62 necesario, y no obra libre de Dios, que sólo brota de su voluntad de salvación y que en manera alguna se puede postular de la naturaleza del orden de la creación.

De aquí se deducen dos consecuencias para que la cristología dé un paso adelante. Primera, ambas naturalezas tienen que estar aseguradas en esta unidad, pues sólo así se puede mostrar que no surgen de una necesidad natural. Segunda, esta unidad debe ser personal, una union hipostática.

62. Cfr. Grillmeier, Das Sandalum cecumenicum des Nestorius 277.

Nestorio lucha por comprender especulativamente este misterio. Y no se da por satisfecho señalando la paradoja. El quiere «seguir pensando» este misterio de fe. Desgraciadamente su altura intelectual no fue suficiente para concluir realmente este empeño. Personalmente fue algo impetuoso y no quiso ni considerar el empeño justificado de los alejandrinos. Con todo, dirigió la reflexión cristológica por el camino correcto, mostrando que la comprensión personal de Cristo se encuentra en el centro de la cristología. Pero lo que no consiguió fue desembarazar el concepto de persona de su origen filosófico, haciéndolo apto para el carácter especial del problema: el misterio de la persona de Cristo.

Por todo ello, se comprenderá cómo se ha podido ver en la teoría de Nestorio una especie de «arquetipo», de «camino en el bosque» cristológico, el tipo de la cristología de la separación». En realidad sí que ha habido una cristología nestoriana de la separación. Los discípulos de Nestorio la enseñaron y aún hoy se la puede encontrar en algunas descripciones científico-populares. Este esquema fue formulado con tanta más agudeza cuanto que después de Calcedonia se presentó con el monofisitismo un «contratipo»: la «Cristología de la mezcla». Nestorio separa divinidad y humanidad, permitiendo sólo una unidad moral, mientras que Eutiques (j post 450), el «testigo de la corona» monofisita, las mezcla las dos, enseñando que en Cristo hay una sola naturaleza, de manera que ya no hay ninguna auténtica humanidad de Cristo. La divinidad, con todo, debido a esta mezcla, ha variado y se ha hecho pasible. La tentación de crear una especie de «dialéctica de la herejías» es grande, sobre todo en lo correspondiente al campo del dogma cristológico, donde se corre siempre el peligro de subrayar unilateralmente ya la separación ya la unión.

Ambos tipos tienen por base un empeño legítimo. Ambos tienen su verdad. Los alejandrinos quieren, sobre todo, mostrar que en Cristo Dios ha venido realmente y que el hombre ha sido realmente asumido por Dios. Su meta es siempre la de una real humanización de Dios y una divinización real del hombre. Por eso, hablan también los alejandrinos del «dolor de Dios», de la «muerte de Dios», como así habló también Ignacio de Antioquía del «dolor de mi Dios»,63 de la «sangre de Dios».64 Estas formulaciones «teopasquistas» (que hablan del dolor de Dios) de los alejandrinos representan aún hoy una de las preguntas más urgentes de la cristología, pues si en la obra de Cristo Dios mismo no se compromete, ¿dónde está la

  1. Ignacio de Antioquía, Brief an die Römer 6, 3 (Die Apostolischen Väter, Tübingen 1992, 214-215).

  2. Ignacio de Antioquía, Brief an die Römer 1, 1 (Die Apostolischen Väter, Tübingen 1992, 178-179).

obra de la salvación? Los alejandrinos intentan mantener la encarnación real, por lo que acentúan siempre que si en la cruz no murió el Lógos, el Hijo, el que murió fue un mero hombre, que, por muy justo y perfecto que fuese, no pudo ser la salvación de todos. Por ello, repiten constantemente: «Dios mismo... se ha hecho hombre, ha padecido....» En todas estas formulaciones «teopasquistas» se encuentra una pregunta que hoy sigue siendo urgente allí donde se habla del «dolor de Dios», de la mutabilidad y del hacerse (fieri) de Dios: Si en la encarnación, Dios entra en la historia, en lo finito, ¿sigue siendo él el Dios trascendente? ¿Deja de ser Dios si se hace hombre? Es precisamente contra esta representación contra la que se defiende la cristología antioquena, y precisamente –por extraño que parezca–por el mismo motivo cristológico. Si Dios se hace hombre, sufre y muere, y si deja de ser Dios por ello, nuestra salvación está vacía. Para nuestra salvación hacen falta las dos cosas: que Cristo sea y siga siendo Dios en su vida y en su obra humana.

La expresión de un Dios doliente siempre les pareció inadmisible a los antioquenos, mientras que los alejandrinos quisieron expresar con ella la dinámica de la historia de la salvación, a saber, que Dios mismo se «ha comprometido» en el acontecimiento cristiano a favor de la salvación de los hombres. Los antioquenos perciben que aquí, desde una visión ontológica, existe el peligro de lesionar la trascendencia de Dios. Siempre están acentuando que no se puede hablar sin más ni más de un sufrimiento de Dios, ni de una encarnación de Dios, sino es de una determinada manera.

Sobre el proceso de una comprensión personal

En la discusión sobre la teología de Nestorio y de Apolinar las categorías de la filosofía, a la sazón existentes, se mostraron insuficientes. Siempre será el mérito de los tres capadocios, sobre todo en relación con la teología trinitaria, haber expuesto los primeros rasgos de un concepto cristiano de persona. Pero pronto ocurrió que el concepto trinitario de persona, desarrollado por ellos, necesitaba de un importante proceso ulterior para poder ser empleado en la cristología. El problema de Nestorio y el de su aplicación del concepto actuaron aquí de catalizadores.

Ya desde Nicea se había planteado la pregunta sobre la confesión de la verdadera divinidad de Cristo, y, después, tras el primer concilio de Constantinopla, sobre la divinidad del Espíritu Santo. En concreto, la discusión versaba cómo Padre, Hijo y Espíritu pueden ser verdaderamente uno y tres a la vez. El resultado de la lucha trinitaria fue entrever la diferenciación entre naturaleza y persona, y, junto con ello, ir descubriéndose el primer acercamiento al concepto de persona. El que se pudiera llegar a esto se comprende partiendo desde los datos de la revelación. La metafísica antigua diferenciaba entre lo general y lo particular, pero dando a lo general, a lo propio, a lo esencial y verdadero el rango más alto. Lo individual, lo especial se comprendía primariamente como limitación y restricción. Por ello, la metafísica antigua conoce, sobre todo, la pregunta por el ser, ya sea en el sentido de la idea platónica, ya del eidos aristotélico, las "esencias" de las cosas.65 Pero no conoce el concepto de persona, el «ser-por-sí-mismo», como última propiedad, irreductibilidad a lo general. Este concepto empieza poco a poco a alcanzar en la teología trinitaria y en la cristología una importancia fundamental e irrenunciable. Lógicamente, este proceso necesitó aún de mucho tiempo hasta conseguir su asentamiento.66

Si nos preguntamos por la historia de su origen, la diferencia entre naturaleza y persona de Gregorio Nacianceno es la expresión más sencilla. La iglesia oriental lo llama Gregorio el teólogo, por sus escritos sobre la teología de la Trinidad. Estudia, desde la perspectiva trinitario-teológica, la diferencia entre masculino y neutro:

«Pues ni el Hijo es Padre -ya que uno solo es el Padre, pero él es lo que es el Padre-, ni Hijo es el Espíritu- pues proviene del Hijo, y sólo hay un Unigénito, pero él es lo que es el Hijo».67

En la Trinidad no hay, pues «esto y lo otro», pero sí «cada uno». En Cristo, por el contrario, en el Hijo hecho carne, no hay un «éste y éste», es decir, no hay dos portadores o sujetos, sino uno y el mismo solo sujeto, pero sí hay «esto y esto»: divinidad y humanidad.68 Gregorio acentúa constantemente que no se trata de juegos de palabras, sino del objeto, de la realidad de la fe. Pero como siempre existe la posibilidad de entenderse en el uso de las palabras, intentaron él y los otros dos grandes capadocios, Basilio de Cesarea (+ 379) y Gregorio de Nyssa (+ 395) encontrar una terminología lo más adecuada posible. Fue una genial y existosa «maniobra» el que los capadocios usasen dos conceptos filosóficos sinónimos para designar la tensión entre naturaleza y persona, entre «esto y lo otro», entre el «qué» (pregunta esencialista) y el «quién» (pregunta personalista): los con

  1. Cfr. E. von Ivánka, Plato Christianus, Einsiedeln 1964, 44-47.

  2. Esta cuestión está bien resumida en G. Greshake, Der dreieine Gott. Eine trinitarische Theologie; Freiburg/Br. 1998, especialmente 74-90 (Bibl.); cfr. también Idem, Person II, en: LThK3 8, 46-50 (1999); M. Fuhrmann / Brigitte Th. Kible / G. Scherer / H.-P. Schütt / W. Schild / M. Scherner, Person, en: HWP 7, 269-338 (1989; Bibliografía); desde una perspectiva más alta, Balthasar, TD II, 155-393; desde una perspectiva filosófica moderna, R. Spaemann, Personen. Versuche über den Unterschied zwischen «etwas» und «jemand», Stuttgart 19962; desde un contexto canónico-teológico, L. Gerosa, Charisma und Recht, Einsiedeln 1989, 86-90.

  3. Gregorio Nacianceno, Oratio 31 (FChr 22, 290-291).

  4. Gregorio Nacianceno, Brief 101 ad Cledonium 21 (SC 208, 44-47).

ceptos de ousía (esencia) y hypóstasis (hipóstasis, persona). En la filosofía profana se denomina ousía «aquello que es» y con hypóstasis «aquello que subsiste».69 Ambos dicen lo esencial, el qué de una cosa. Los capadocios siguieron desarrollando estos conceptos, los «cristianizaron», los «bautizaron», siguiendo viendo bajo el concepto de ovoía el «qué», pero bajo el concepto de hipóstasis el «quién», esto es, el sujeto individual, que llamamos persona. A partir de estos presupuestos se comprende por qué más tarde, al preguntarse sobre la encarnación, se designaron el quién de Cristo, como su hipóstasis, y el qué como su verdadero ser Dios y su verdadero ser-hombre, como ousía substantia.

¿Qué es lo que propiamente constituye la «Persona?» ¿Por qué alguien, un hombre, puede distinguirse, en cuanto sujeto propio e inalienable, de otro? Seguiremos con esta pregunta más adelante, viendo cómo ha surgido en la historia de la teología e intentando seguir el desarrollo de este pensamiento. Lo fundamental está en el servicio prestado por Gregorio de Nyssa, el más especulativo de los capadocios, en su famosa carta «Sobre la diferencia entre naturaleza e hipóstasis».70

Gregorio parte de una observación lingüística. Hay que distinguir dos tipos, dos realidades: la denominación de lo general y los nombres propios. Si decimos: «un hombre», mentamos una denominación general, que es propia de todos los hombres. Pero si, por el contrario, preguntamos: ¿Quién es ese hombre?, entonces la respuesta es un nombre propio: Pedro, Pablo u otro. ¿Cómo podemos llegar a este nombre propio, a determinar la individualidad concreta, al hombre individual y concreto? ¿Dónde se encuentra lo específico de esta su realidad? Desde el despertar de la filosofía griega, el pensamiento siempre ha tropezado con esta pregunta. ¿Es lo individual, la realidad concreta una determinación positiva, una perfección propia o se trata más bien de un «caso de» algo general, una caída del ser verdadero, de la verdadera realidad? Esta pregunta se toma urgentísima cuando el hombre se pregunta por sí mismo, por su propio yo. La filosofía griega pregunta sobre todo, por el ser. Aristóteles considera la contemplación del ser como la propia tarea del filósofo. 71 ¿Cuál es la esencia del hombre? Esta pregunta no es suficiente; más urgente es aún, hasta la modernidad, y hasta nuestros días, otra que cada vez se propone con una imperiosidad cada vez mayor: ¿Quién soy yo? La respuesta a la pregunta por la esencia no es suficiente

  1. Cfr. Teodoreto de Ciro, Eranistes dial. I (Ed. Ettlinger 64; PG 83, 33).

  2. Cfr. especialmente Gregorio de Nyssa, De differentia essentiae et hypostaseos (Ed. Forlin Patrucco, CorPat 11, 178-195). El texto ha entrado en la historia como la carta 38 de su hermano Basilio. Cfr. también Ch. Schönbom, Die Christus-Ikone 28-44.

  3. Grillmeier, Das Scandalurn cecumenicum des Nestorius 266.

para contestar a la pregunta esencial para el hombre; no hay ciencia, ni filosofía, ni hombre alguno que pueda dar aquí una respuesta. «Quienquiera que perciba en sí la pregunta [¿Quién soy yo?] sabe con toda certeza que el destino de todos los demás es igualmente percibirla».72 En esto hay algo en común que nos lleva a lo esencial en el hombre.

¿Cómo determina Gregorio esta diferencia entre las denominaciones generales y los nombres propios? ¿Cómo realiza esta diferenciación? Cuando decimos «un hombre» no decimos lo especial, lo propio de este hombre, sino una denominación general, la esencia (ovoía), la naturaleza (gvotg). Para conseguir una mayor determinación, para que reciba su subsistencia (vató-oiaots) hace alta una mayor precisión. A esta determinación la llama Gregorio «caracterizar» de manera que se tomen en cuenta propiedades especiales y particularidades. Estas particularidades son las que caracterizan a la persona, a la hipóstasis. Pedro, Pablo, Jaime se diferencian entre sí no por su ser-hombre, sino por las particularidades propias de cada uno. Así llega a damos Gregorio una formulación gnoseológica: La hipóstasis, la persona es predecible y reconocible en las particularidades de cada uno. Pero ¿cuáles son estas particularidades? Se piensa en «todas aquellas particularidades internas y externas, que pueden darse en un hombre concreto, desde su ubicación hasta su comportamiento moral».73 Este color de la piel, este color de los ojos, esta voz, estas «señales especiales» son las que determinan a estos hombres concretos, hasta el «carácter», una de las particularidades psíquicas.

Las ciencias descriptivas se sirven de esta metodología para determinar sus objetos de estudio. Pero ¿es suficiente esta determinación de las características individuales para llegar a la persona? ¿Soy yo, «yo mismo» por la casual conjunción de ciertas particularidades? ¿Constituyen éstas la persona? «En general, se tiene la impresión de que la reflexión de Gregorio sobre la hipóstasis se situaba más sobre un campo individualista que personalista», así lo piensa Ghislain Lafont.74 ¿Se consigue ver en la persona algo más que un caso especial de «ser-hombre»? En Gregorio no parece que se ha conseguido distinguir con la suficiente claridad entre individuo y persona. Lo que les falta, primero a Gregorio, y después a Nestorio en su concepto de persona es la diferencia entre determinación gnoseológica y constitución ontológica. No hay duda de que también aquí se corre el pe

  1. Balthasar, TD I, 454-457, aquí: 457; cfr. también A. J. Festugiére, L'ideal religieux des Grecs et 1'Evangile, Paris 1932, 59-60.

  2. Grillmeier, Das Scandalum cecumenicum des Nestorius 266.

  3. G. Lafont, Peut-on connaftre Dieu en Jesus Christ? Problematique, Paris 1969, 60.

ligro de ver otra vez lo real del hombre en el campo de lo esencial. Persona, como nombre, se distingue en su fundamento de las propiedades que tiene la persona. Persona, como nombre, es unicidad y referencia en una sola cosa; es un ser-«tú» para Dios y una tarea.75 Más tarde se contempla la persona como subsistencia, como un ser-desde-sí-mismo. Pues «yo» soy más que mis propiedades y más también que mi propia conciencia.

Nestorio intentó proseguir el camino de los capadocios en su análisis cristológico. Y aquí fue precisamente donde se echó de ver la insuficiencia del concepto de persona habido hasta entonces. Partiendo de esto, de que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, se da por supuesto que esto significa un verdadero ser-hombre, un ser-hombre con todas las propiedades del ser-hombre. Y esto lleva indefectiblemente a la idea de que estas propiedades constituyen una hipóstasis humana, una persona. Si se entiende por persona exclusivamente la suma de las particularidades de un individuo, consecuentemente habrá que concluir que en Cristo no sólo hay dos naturalezas, sino también dos personas, la divina –determinada por sus características divinas, las del Hijo eterno–, y la humana, determinada y configurada desde la propiedades concretas que hacen de Jesús este hombre, diferenciándolo de otro cualquiera.76 No hay duda de que Nestorio enseñó realmente que en Cristo había dos nQóawna. ¿Las entendió él como personas en sentido completo? Apenas nos atreveríamos a afirmarlo, pero su acceso a la cristología fracasó en que no supo descubrir con la suficiente claridad cómo Cristo realmente es uno. Por ello no es injusto, si, al juzgar a Nestorio, se insiste, sobre todo, en este punto: que la unidad de Cristo se le fue añadida posteriormente y que, por eso, todos los intentos de aclaración de esta unidad parecen sacados de la manga. Por dolorosa que fue esta crisis producida por Nestorio, tuvo, con todo, como consecuencia que la reflexión cristológica experimentó un profundizamiento y que se intentó una y otra vez desarraigar la confesión cristiana de la fe de los defectos de la filosofía griega, para darle así una expresión propia.

Apolinar habla sin diferencia alguna de una hipóstasis y de una physis (naturaleza), en lo que también le sigue la teología alejandrina. Cirilo de Alejandría (t 444) puede hablar con la firme convicción de que aquí se trata

  1. Cfr. Balthasar, TD II/2, 186-202; Greshake, Der dreieine Gott 175-178.

  2. De modo parecido, pero en un contexto diferente, hay un paralelismo con esto en la teología del siglo XX, en concreto, en la crítica de Karl Rahner al concepto de persona de la tradición y su empleo en la teología trinitaria. K. Rahner, «Die Aporetik des "Person"-Begriffs in der Trinitätslehre», en: MySal II, 385-393; sobre la discusión del tema, cfr. B. J. Hilberath, Der Personbegriff der Trinitätslehre in Rückfrage von Karl Rahner zu Tertullians «Adversus Praxean» (= ITS 17), Innsbruck 1986; esp. 16-66; Greshake, Der dreieine Gott 141-147 (Bibliografia).

de una antigua fórmula de Atanasio, de «una naturaleza del Dios Lógos hecho carne». Comprende a Cristo como una existencia concreta e individual. Esto sonaría para un antioqueno como sospechoso, pues los antioquenos valoran mucho las claras diferencias. El auténtico ser-hombre de Jesús sólo queda garantizado si se diferencia la naturaleza humana de la naturaleza divina. Los alejandrinos se interesan más por el cumplimiento de la encarnación, entendiéndola como un cumplimiento vivo y así pueden sin más hablar de una physis, es decir, son «monofisitas». Los alejandrinos, por su parte, miran más el ser Dios y el ser-hombre en Cristo como dos realidades dadas y relacionadas mutuamente, es decir, como dos naturalezas en sentido metafísico. Al fijarse más en las determinaciones esencialistas, es comprensible que hablar de una naturaleza en Cristo sea inaceptable.

La continuación del cisma

Algo de trágico hay en estas dos maneras de acercamiento al misterio cristológico como también en las incomprensiones que de aquí surgieron y que culminaron en un desgraciado cisma eclesial. Naturalmente, también influyeron muchos motivos políticos en el conflicto entre Nestorio y Cirilo. No sólo dio pie a los dos más importantes concilios cristológicos, Efeso (431) y Calcedonia (451), sino que dio también el impulso al primer cisma eclesial que ni aún hoy ha sido superado. Tras el concilio de Efeso, se llegó a una separación con todo un grupo de iglesias «nestorianas», cuyos motivos eran tanto políticos y étnico-nacionales como dogmáticos A éstas pertenece la iglesia siria oriental, cuyo territorio, en tiempo de los dos Concilios, se encontraba fuera del imperio romano, por lo que no estaba representada en Éfeso. Entretanto apoyaba la posición de Nestorio. A lo largo de la historia, llegó a ser una de las iglesias cristianas más florecientes. Desde su patriarcado posterior en Babilonia (Seleucia. Ktesifón), en Persia (hoy Irak) se desarrolló una increíble actividad misionera, que llegó hasta la China. Su influencia se extendió sobre casi toda Asia. En sus momentos más álgidos llegó a tener la iglesia nestoriana 230 diócesis extendidas por toda Asia, con millones de fieles. Debido a las fuertes persecuciones a lo largo de los siglos, se fue reduciendo poco a poco. Hoy reside el Katholikos en Morton Grobe (USA), habiendo, además, algunos obispados en Irán, el antiguo país central, en Irak, en el Líbano, en la India y en Australia.77

77. Cfr. Kleine Konfessionskunde. Editado por el Instituto J. A. Molker, Paderborn 19972, 102-103.

Las iglesias monofisistas, que se separaron después de Calcedonia de la ortodoxia, constituyen aún hoy un grupo considerable. A ellas pertenece la iglesia jacobita de la Siria oriental, la iglesia copta, los etíopes y los armenios. Por pocas que fuesen las razones primarias dogmáticas que llevaron al cisma, Efeso y Calcedonia provocaron heridas dolorosas en la historia de la Iglesia, heridas que aún hoy están abiertas.78 No podemos pasar por alto el papel que la escisión de las iglesias cristianas ha desempeñado en pro del surgimiento del Islam. Aunque las conversaciones entre la ortodoxia, las así llamadas antiguas iglesias orientales, y la Iglesia romano-católica han sido fructíferas a lo largo de los últimos años, el camino hacia la unidad está aún lejano y pedregoso.79

b) El concilio de Éfeso (431) y Cirilo de Alejandría

El tercer concilio ecuménico, que se reunió en Éfeso en el año 431 a petición de Cirilo de Alejandría, tenía que dar una respuesta al «caso Nestorio». No es éste el lugar para discutir las complejas circunstancias históricas de este Concilio; hubo factores económicos y políticos.80 Para nuestra exposición tiene sobre todo importancia la aportación dogmática del Concilio. Es significativo para comprender a las iglesias primitivas el hecho de que los obispos en Efeso no querían una nueva formulación dogmática, más bien comprendían todo lo que decían como interpretaciones y confirmaciones del Credo de Nicea. Para ellos, la fórmula nicena era la definitiva fórmula cristiana. El Concilio se consideraba a sí mismo como el legítimo intérprete de Nicea, que es el «resumen de la fe apostólica». Efeso

  1. Por una visión de conjunto, cfr. Kleine Konfessionskunde 103-107; P. Neuner, Ökumenische Theologie. Die Suche nach der Einheit der christlichen Kirchen, Darmstadt 1997, 94-95; H.-J. Schulz / P. Wiertz, Die Altorientalischen Kirchen, en: W. Nyssen / H. J- Schultz / E Wiertz (eds.), Handbuch der Ostkirchenkunde I, Düsseldorf 1984, 34-46.

  2. El esfuerzo de la institución «PRO ORIENTE» cuenta mucho en esto, sobre todo la actividad de la Syriac Commission y la comisión para el diálogo con las iglesias antiguas. Cfr. la documentación PRO ORIENTE, Syriac dialogue non-official consultation an dialoge within the Syriac tradition, Wien 1994ss.; A. Stirnemann / G. Wilfinger, 30 Jahre Pro Oriente. Festgabe für den Stifter Franz Kardinal König zu seinem 90. Geburtstag (= Pro Oriente 17), Innsbruck 1995. Sobre las conversaciones de las iglesias católicas con las orientales antiguas, cfr. Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint 62-63.

  3. Literatura sobre el Concilio: P. Th. Camelot, Ephesus und Chalcedon (= GÖK 2), Mainz 1963; K. Schatz, Allgemeine Konzilien — Brennpunkte der Kirchengeschichte, Paderborn 1997, 51-56; E L'Huillier, The church of the anciet councils. The disciplinary work of the first four ecumenical councils, Crestwood N. Y. 1996, 143-154; L. Perrone, Von Niccea (325) nach Chalcedon (451), en: G. Alberigo (ed.), Geschichte der Konzilien. Vom Nicaenum bis zum Vatikanum II, Düsseldorf 21-134; aquí: 84-100; Grillmeier, Jesus der Christus I, 687-691; sobre Cirilo, cfr. J. A. McGuckin, St. Cyril of Alexandria. The Christological Controversy. Its History, Theology, and Texts (= Supplements to Vigiliae Christianae 23), Leiden 1994.

nos ofrece así un buen ejemplo para la interpretación continuada de la fe apostólica, según las nuevas situaciones, y para ir por el camino que caracteriza las confesiones de todos los antiguos concilios.81

El resultado de Éfeso puede ser resumido en esta frase que interpreta a Nicea: «Uno y el mismo es el Hijo del Padre y el nacido en el tiempo según la carne de María la virgen, que, con razón puede ser llamada madre de Dios (theotokos)».82 El Hijo de Dios es, de manera misteriosa, el sujeto de la vida humana de Jesús. Esta confesión es la gran aportación del concilio de Éfeso. Naturalmente que el Concilio no es una reunión de dogmáticos. Los concilios son más bien dogmáticos en sentido original: confiesan y proclaman solemnemente la fe. Se confiesan seguidores de los «dogmata» apostólicos de la revelación. Raras veces ocurre que los concilios prosigan discusiones teológicas con una «aportación a la discusión teológica». No es ésta su misión. Éfeso confiesa la unidad de Cristo como sujeto. Dentro de esta confesión y partiendo de ella es cómo se puede seguir desarrollando y abriendo la reflexión teológica.

A Cirilo de Alejandría hay que llamarlo el teólogo de Éfeso por antonomasia. Una breve mirada a su cristología hará que nuestra argumentación dé un paso adelante por el camino de la comprensión personal de la cristología. Cirilo, en su escrito centrado sobre la figura de Cristo, interpretó todo lo que Éfeso, siguiendo a Nicea, había confesado.

«Él, que es la "imagen del Dios invisible" (col 1, 15)... ha tomado figura de siervo, pero no como si se le hubiese adherido un hombre, como dicen [los nestorianos], sino al darse él a sí mismo esta figura, de tal manera que él mismo así [es decir en la figura de siervo] confirma su semejanza con Dios Padre».83

Esta cita nos muestra los rasgos esenciales de su cristología. Si confesamos en la fe que el Hijo se ha hecho hombre, entonces esto quiere decir que él es, también hecho hombre, el Hijo. Cirilo repite esto una y otra vez, citando la carta a los corintios (2 Co 4, 6), donde Pablo dice de la gloria de Dios que reluce en la faz de Cristo:

«Pues el Hijo unigénito muestra en sí mismo la gloria del Padre también como encamado [...] Pues en una figura de hombre no podemos

  1. En el canon 7 estuvieron los padres firmes al decir que nadie estaba justificado a cambiar o sustituir de ninguna manera el Credo de Nicea. Pero lo lógico fue que precisamente este canon fuese sometido en los tiempos siguientes a varias malas interpretaciones, aunque siempre fue comprendido en el sentido de que no se podía seguir discutiendo sobre la fe.- Cfr. L'Hulier, The Church of the ancient councils 159-163.

  2. Grillmeier, Jesus der Christus I, 698; subrayado por el autor; cfr. DH 251; 253.

  3. Cirilo de Alejandría, Quod Christus sit unus (SC 97, 450-451).

ver a Dios, a no ser en el Lógos, que se ha hecho hombre, igual a nosotros, permaneciendo así [esto es, como el encarnado] el verdadero y «natural» Hijo».84

En la Palabra hecha hombre reconocemos, pues, la gloria del Padre. Creer en Jesús de Nazaret quiere decir, creer en la persona del Hijo de Dios. En este contexto cita Cirilo con gusto el episodio del ciego de nacimiento. Jesús le pregunta: «,Crees en el Hijo de Dios?» Y él le responde con otra pregunta: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?» Jesús: «Lo has visto, el que habla contigo, ése es» (Jn 9, 35-37).85 Este «lo has visto», supone, según Cirilo, que la humanidad de Jesús no es una especie de vestido, una librea del Lógos, sino que él mismo es esta su humanidad. Por ello puede Cirilo insistir: La carne es, de alguna manera, el Lógos; se ha llegado a una real identidad.

Éste es el paso decisivo que Cirilo da para el desarrollo de la comprensión de la persona de Cristo. Encarnación significa que el Lógos, el Hijo se identifica con la carne, con el ser-hombre y de tal manera que la hace su propio ser-hombre. Por ello siempre habla Cirilo de un «hacérselo-propio» (i,&&otoírio*ai). Este pensamiento de apropiación se manifiesta especialmente fructífero de cara al futuro desarrollo del concepto de persona, cuando se trate de determinar, ante las definiciones clásicas de persona, que la persona hay que considerarla, sobre todo, desde la subsistencia y desde sus propiedades inconfundibles, y de introducir el elemento relacional, la relación esencial de una persona con otras y la capacidad identificadora en la concepción de persona.86 Cirilo subraya que la encarnación del Hijo significa que él se ha apropiado el ser-hombre, de tal manera que él mismo se ha hecho hombre. Un ejemplo, entre otros muchos, es el siguiente:

«El Lógos se ha hecho hombre. ¿Cómo podría ser esto verdad, si no fuera porque él mismo (avtó5) se hizo carne, es decir, hombre, al apropiarse del cuerpo humano en una unidad inseparable, de manera que este [cuerpo] fuese reconocido como propio y no como el de otro cualquiera».87

Esta apropiación significa que el Hijo mismo es el sujeto de la vida humana de Jesús. Por ello, puede y debe Cirilo decir que el Lógos no sólo se ha servido de una humanidad como instrumento —que es la manera cómo Dios habla por los profetas—, sino que es su propio ser-hombre. Todo lo que pertenece a este ser-hombre se lo ha apropiado el Lógos. Nacimiento,

  1. Cirilo, Quod Christus sit unus (SC 97, 450-453).

  2. Cirilo, De Incarnatione (SC 97, 269).

  3. Cfr. Balthasar en lo fundamental: TD IIl1, 170-305.

  4. Cirilo, Quod Christus sit unus (SC 97, 336-337).

sufrimiento, muerte pueden y deben decirse realmente del Hijo, si no esta encarnación sería una mera ficción. Cirilo subraya también el otro aspecto de esta apropiación: Así como el Hijo se ha apropiado del ser-hombre, así también el ser-Hijo pertenece «a lo más propio de este ser-hombre, a la propiedad de la humanidad».88

Un paso más da Cirilo al profundizar sobre la cristología en su oración «Intercambio de propiedades», «comunicación de idiomas». Si Dios se ha hecho hombre, habrá un intercambio entre la humanidad y la divinidad de Cristo. Pero ¿cómo es este intercambio en sus pormenores? ¿Qué consecuencias tiene hablar sobre la unidad de Dios y hombre para Cristo? En esta unidad no se trata de una mezcolanza de lo divino y lo humano, sino de una situación personal en el más alto grado. La humanidad de Jesús no se distingue en nada de la de otro hombre; sólo en esto, que lo más propio de ella, lo más personal, consiste en ser la humanidad del Hijo, en ser, desde las mismas raíces, «filial». Para Cirilo el ser-hombre es una propiedad del Lógos y, viceversa, el ser-Hijo es una propiedad de Cristo. A primera vista esto nos parecerá algo bastante abstracto. Para comprenderlo mejor tendremos que considerar más de cerca la perspectiva soteriológica, a partir de la cual Cirilo comprende la comunicación de idiomas.

« "En él habita la plenitud de la divinidad corporalmente" -dice Pablo (Col 2, 9). Y el teólogo [el Evangelista Juan] nos revela el gran misterio: que la Palabra habita entre nosotros (Jn 1, 14). Pues nosotros estamos todos en Cristo y toda la humanidad en su unidad [ ró xoLvóv ztQóowzrov - literalmente: la persona conjunta de la humanidad] ha sido reanimada en él para una nueva vida... La Palabra ha habitado con todos nosotros en uno solo, para que desde el único y verdadero Hijo de Dios, pasase la filiación a todos los hombres, por medio del espíritu de la santidad».89

Cirilo, y con él toda la cristología de los Padres, se sitúa aquí completamente en la perspectiva de Pablo y contempla a la humanidad que comienza, restaurada en Cristo. Las perspectivas cristológicas y soteriológico-eclesiológicas son inseparables. Dicho con una corta y concisa fórmula:

«Así como el ser-Hijo se hizo en Cristo propiedad de su ser-hombre por la unión con el Lógos, de acuerdo con el plan de salvación de la economía, así se hizo él propiedad del Lógos, para estar rodeado de una multitud de hermanos y ser su primogénito por su unión con la carne».90

  1. Cirilo, Quod Christus sit unus (SC 97, 256-257).

  2. Cirilo, Kommentar zu Joh. 1, 14 (PG 73, 161C).

  3. Cirilo, Quod Christus sit unus (SC 97, 356-257).

Apropiarse del ser-hombre no quiere decir, pues, apropiarse de una naturaleza humana abstracta, sino que el Hijo se identifica con toda la historia, también con la situación de miseria y de muerte de la humanidad. No se avergüenza de llamar a los hombres hermanos (cfr. Hb 2, 11). Toma la figura de siervo por los esclavizados por el pecado, para liberarlos de la misma manera que él es el totalmente libre en la figura de siervo.

En el Credo confesamos que «el solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito del Padre... por nosotros los hombres y por nuestra salvación se encarnó y se hizo hombre». Cirilo, y tras él la gran tradición cristológica de los concilios y de los Padres, comprendieron la encarnación como tomar carne, tal y como el himno a los filipenses habla de que tomó la figura de siervo. Antes de cualquier pregunta de cómo habría que comprender esto, se dio a conocer como la Buena Noticia: Dios-con-nosotros; Cristo es el Emmanuel (como Mateo lo representa). Con razón se ha caracterizado esta cristología como la «Cristología del Emmanuel».91 Es realmente una cristología descendente, en el sentido de que la iniciativa y el origen de la salvación en Cristo es de Dios y sólo de Dios. Pero Emmanuel significa realmente «Dios-con-nosotros». Encarnarse significa, pues, aceptación del ser hombre, «ascensión» de toda la realidad humana hacia Dios. Nuestra realidad humana es la del Hijo. Esto no es sólo una presencia, semejante a la schekhiná, o al espíritu de Dios en los profetas; no es una mera «morada», sino la aceptación del ser-hombre. En este concepto central de la aceptación se habla, por una parte, de la dimensión del acontecimiento cristiano (sólo una persona puede ser capaz de aceptar), por otra, se explica la importancia histórico-salvífica del acontecimiento cristiano, pues, al tomar el Hijo la figura de siervo, Dios ha aceptado a los hombres y los ha hecho hijos.

Éfeso se sitúa en la tradición «alejandrina, que ve la encarnación no como un «apiñamiento» de dos sustancias (lo que ya es, por su incomparabilidad, impensable), sino como el proceso dramático de la aceptación por Dios de la humanidad, ya no sólo como afirmación, sino como identificación de una manera inconcebible e inimaginable, como verdadera encarnación del Hijo. Sobre la persona se dice aquí que lo propio de la persona de Cristo, del Hijo, es poderse identificar: «Pues él, el Hijo de Dios, se ha unido por su encarnación, en cierta manera, con los hombres» (GS 22).

91. Cfr., por ejemplo, H. M. Dieppen, La Theologie de l'Emmanuel. Les lignes maftresses d'une christologie, Paris 1960.


c)
El concilio de Calcedonia

Ya 20 años después de Éfeso, en el año 451, se vio la Iglesia necesitada de nuevo de convocar un concilio ecuménico en Calcedonia, junto a Constantinopla; era el cuarto que intentaba dar un paso adelante en busca de clarificación, en medio de los interminables debates cristológicos. Si Éfeso insiste, con la tradición alejandrina, sobre todo en la unidad del su-jeto –verdaderamente es el Hijo de Dios el que se ha hecho hombre–, se impone ahora hacer justicia al objetivo de la tradición antioquena, de que no ha habido mezcla de Dios y hombre; se impone aclarar que el encamado sigue siendo verdadero Dios y que se ha hecho verdadero hombre. En la liturgia de la festividad de la circuncisión se dice: «Lo que era siguió siéndolo [a saber, Dios] y lo que no era lo aceptó, el ser-hombre».92

Lo calcedonense no ha tenido muy buena prensa.93 Parece demasiado estático y demasiado esencialista, demasiado helenista y demasiado metafísico. Y esto quiere decir demasiado poco «movible», funcional, bíblico e histórico. Por lo general, lo que lleva a este enjuiciamiento se debe simple-mente a un asombroso desconocimiento de lo que ocurrió en Calcedonia.94 Si el hecho histórico, del que aquí se trata, hubiera tenido poca importancia, quizás esta actitud seguiría siendo poco seria, mas no, por lo menos, tan trágica. Pero Calcedonia es uno de los más importantes concilios que pone el marco normativo a disposición de toda la cristología ulterior. Calcedonia mismo comprendió, con plena conciencia de esta reivindicación, que su «fórmula» era la auténtica interpretación de la fe apostólica. Se trata de una cuestión eminentemente eclesiológica. Si se acepta que entre la cristología neotestamentaria y la confesión de Calcedonia hay una ruptura, una falsificación de lo originario, se perdería con ello, al mismo tiempo, la continuidad de la fe, y Calcedonia seria, junto con la cristología que le sigue, una ruptura, obligándonos a nosotros a dar un rodeo a esta ruptura para poder encontrar el testimonio cristiano neotestamentario original. ¿Cómo se

  1. «Id quod fuit remansit, et quod non erat assumpsit». Libro de Horas, Laudes en la festividad de María, Madre de Dios (1 de enero), Antífona del Benedictus.

  2. H. Küng, Christsein, Zürich 1974, 121-125; Idem, Menschwerdung Gottes. Eine Einführung in Hegels theologisches Denken als Prolegomena zu einer künftigen Christologie (Edición de bolsillo), Zürich 1989, 61I-622.

  3. Literatura sobre el Concilio: E. Th. Camelot, Ephesus und Chalcedon; Schatz, Allegemeine Konzilien 48-70; P. L'Huillier, The church of the ancient councils,-181-205; L. Perrone, Von Nicaea (325) nach Chalcedon (451), 100-134; A. Grillemeier, Jesus der Christus I, 727-775; sobre la recepción, cfr. los otros volúmenes (véase antes, p. 80, nota 45); A. Grillmeier / H. Bacht (eds.), Das Konzil von Chalcedon. Geschichte und Gegenwart, 3 vols., Würzburg 19795; J. von Oort /J. Roldanus (eds.), Chalcedon: Geschichte und Aktualität. Studien zur Rezeption der christologischen Formel von Chalcedon (= Studien der Patristischen Arbeitsgemeinschaft 4), Leuven 1998.

puede hacer esto? ¿De dónde tomar los criterios para no reincidir nosotros en lo mismo que se reprocha a Calcedonia, a saber, disolver el cristianismo en la forma de pensamiento de su tiempo. Pero esto no es Calcedonia. Si nos ocupamos con más cuidado del Concilio, veremos que los padres conciliares tenían como objetivo fundamental el kerygma. Ellos no querían reducir la confesión apostólica a pura filosofía, sino asegurarla contra tales reducciones.

Precisamente este objetivo se vio claro en Calcedonia. Como ya ocurrió en el concilio de Éfeso, aquí no se trata de definir algo nuevo, sino de presentar con claridad el Credo de Nicea. Por eso lo primero que hay en las actas es el Credo, siguiendo después la interpretación, que vale como la fórmula propia de Calcedonia: «Siguiendo a los santos Padres, nuestra doctrina unánime y nuestra confesión es la del único y mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo...»95 Ocho veces aparece con toda claridad la expresión «uno y el mismo» (ena kaí ton auton).96 El texto de Calcedonia tiene el mismo esquema básico que el símbolo de Nicea. Se habla de la encarnación del único y verdadero Hijo del Padre.

Nicea parte de la unicidad del sujeto, pero presupone también algo más: que el Hijo es eterno como el Padre y consustancial con él, y que nació de María en el tiempo, como hombre. Lo que significa –contra todo tipo de reduccionismos– que se reconoce la verdad de su ser-hombre, como también la verdad de su ser Dios. Nicea tenía que insistir sobre todo en el verdadero ser-Dios, contra la herejía arriana. En Calcedonia se aprecia que el Credo niceno afirma igualmente el verdadero ser-Dios. Ambas expresiones están unidas por el tema del «doble nacimiento» del Hijo, engendrado eternamente por el Padre y nacido como hombre de María. Esta fue la intuición de Calcedonia. No es otra que aquella que configura en el Nuevo Testamento la cristología; así en el evangelio de Mateo, al final del árbol genealógico de Jesús: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado el Cristo» (Mt 1, 16). El pasivum divinum muestra que, por una parte, Jesús ha nacido realmente como hombre, pero no en la línea genealógica de «N engendró a N», sino «lo que en María ha nacido es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20).

El objetivo de Calcedonia no fue otro que el de Nicea, y éste no fue otro que el de la fe apostólica. La fe de un cristiano palestino del primer siglo no tiene por objeto otra realidad que la de un cristiano del siglo tercero. Otro tratamiento habría que usar si se preguntase cómo se expresa lingüísticamente

  1. DH 301-302, Grillemeier, Jesus der Christus I, 754-755, aquí: versos 1-4.

  2. Referido a los versos 2, 5, 6, 8, 10, 14, 16, 23.

esta fe en Palestina, en Nicea, en Calcedonia o en nuestros días. Pues por mucho que insistamos en que la formula de fe de Calcedonia es idéntica con la del Nuevo Testamento, siempre nos preguntaremos por qué y de qué manera este objetivo siempre válido ha quedado prendido de las palabras de un concilio antiguo. Esto nos pone ante la grave pregunta hermenéutica sobre la obligatoriedad de los concilios y de las expresiones magisteriales. Intentemos hacer dos advertencias:

Primera. El que hoy se pueda hablar de la fe apostólica, el que hoy se pueda decidir sobre la fe cristiana, sólo es posible, porque esta fe se nos ha ido transmitiendo hasta hoy. Tradición significa, primero, tradición apostólica.97 Como no hay otro medio de acceso a la predicación y testimonio de Jesús que la predicación y el testimonio de la comunidad primitiva, más exactamente, de los testigos, primero de los doce, y después, en sentido amplio, de los discípulos, la tradición no significa más que actualización permanente del testimonio apostólico. Para ello, la presencia viva del Señor glórificado en la Iglesia por el Espíritu y la unión permanente con el testimonio de los testigos del Resucitado deben estar inseparablemente unidas. Cristo está presente hoy en su Iglesia «por el Kerigma» (como subraya con razón Rudolf Bultmann), en el sentido de que el testimonio apostólico está presente en la actualidad, creando unidad. La fórmula de fe de la Iglesia, las confesiones y definiciones de los concilios son algo así como ventanas que posibilitan la mirada a esta fe apostólica.

Segunda. Para el trabajo teológico es necesario criticar cuidadosamente las formulaciones de los concilios. Como Nicea, Calcedonia permanece como un instancia necesaria para la verificación y cuestionamiento crítico de la cristología. Toda sentencia teológica sobre Jesús el Cristo tiene que dejarse medir por él. Y para ello hay que conocer muy bien los textos de Calcedonia. En las páginas siguientes someteremos, por ello, la definición a una exacta investigación.

El símbolo de Calcedonia

«(1) Siguiendo entonces, a los santos Padres, unánimemente enseñamos a confesar (2) un solo y mismo Hijo: (3) nuestro señor Jesucristo, (4/5) perfecto en su divinidad (6) y perfecto en su humanidad, (7) verdadero Dios y verdadero hombre (8) [compuesto] de alma racional y de cuerpo, (9) consustancial (ó sovotos) al Padre por la divinidad, (10) y consustancial (ó sovoio5) a nosotros por la humanidad, (11) similar en todo a nosotros, excepto en el pecado, (12) generado por el Padre ante

97. Cfr. W. Knoch, Gott sucht den Menschen. Offenbarung, Schrift, Tradition (= AMATECA 4), Paderborn 1997,218-307.

de los siglos según la divinidad, (13) y, en estos últimos tiempos, (14) por nosotros y por nuestra salvación, (15) engendrado en Maria virgen y madre de Dios, según la humanidad: (16) uno y el mismo Cristo señor unigénito; (17) en el que han de reconocerse dos naturalezas, (18) sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, (19) no habiendo disminuido la diferencia de las naturalezas por causa de la unión, (20) sino más bien habiendo sido asegurada la propiedad de cada una de las naturalezas, (21) que concurren a formar una sola persona e hipóstasis. (22) Él no está dividido o separado en dos personas, (23) sino que es un único y mismo Hijo unigénito, (24) Dios, Verbo, y señor Jesucristo (25) como primero los profetas (26) y más tarde el mismo Jesucristo lo ha enseñado (27) de sí y como nos lo ha trasmitido el símbolo de los padres».98

Este texto es un entretejido de formulaciones neotestamentarias y nicenas. Cristo es perfecto en su humanidad (5); toda idea de un semidiós queda excluida: el ó tovotos, consustancial al Padre, queda explícitamente afirmado. Pero también él es perfecto en su humanidad (6). Todo esto pertenece a las confesiones más importantes de la fe cristiana: ser-hombre no es un defecto, una tara, sino que tiene su propia perfección que le es esencial. Cristo es verdadero hombre con un alma racional, con una psiqué loguiké (esto se afirma contra Apolinar, quien sustituía el alma por el Lógos) y con un cuerpo, soµa (contra toda forma de docetismo). El es perfecta y totalmente hombre. Y la razón de esto es un argumento soteriológico: Cristo nació «por nuestra salvación» y no para deshacer de algún modo el ser-hombre. Su ser-hombre es, por ello, el ser-hombre perfecto y ejemplar, porque él «es igual a nosotros», no es un superhombre o un hombre totalmente distinto, sino un hombre auténtico. Y esto tiene sus efectos sobre nuestro ser-hombre, pues aquí hay uno que vive entre nosotros con una vida de hombre, «en todo igual a nosotros, menos en el pecado» (Hb 4, 15). No es el «qué» lo que separa el ser-hombre de Jesús del de todos los demás hombres, sino el «cómo» (11). No se dice cómo se ha formado este ser-hombre, un ser-hombre sin pecado; sólo se recurre al testimonio apostólico, según el cual «no se encontró en él ningún pecado» (cfr. 1 P 2, 22).

El «texto fundamental» de Calcedonia contempla a Cristo en esta doble communio, con Dios, el Padre, y con todos los hombres. «Igual a nosotros» no quiere decir sólo una coincidencia metafísica, sino una solidaridad radical con el destino del hombre. Así como la igualdad esencial con el Padre no muestra sólo la divinidad perfecta, sino también la comunidad de vida en

98. Citado por Grillmeier, Jesus der Christus I, 754-755; DH 301-302.

plenitud con el Padre, así también el «ser igual a nosotros» indica la convivencia con nosotros, la comunidad más profunda de vida y de dolor.

Esta primera parte de la definición de Calcedonia quiere ser una explicación del Credo de Nicea. Por ello, retorna Calcedonia a la palabra clave de Nicea, al concepto más discutido del siglo IV, al homousios, ampliándolo. Cristo es consustancial al Padre según su divinidad, y consustancial a nosotros los hombres, según su humanidad. A continuación se destacan algunas herejías concretas: Nestorianismo, Eutiquianismo, Monofisitismo, Docetismo, Gnosticismo, Maniqueísmo, Arrianismo y Apolinarismo.99 No tenemos delante ningún Credo. Lo que se dice se refiere con toda claridad a la confesión neotestamentaria de Cristo, faltando, (si exceptuamos el homousios de Nicea) una terminología estrictamente filosófica.

En la segunda parte (16-27) empieza el texto, como si se tratara de un estribillo, con «uno y el mismo Cristo señor unigénito» (16). Sigue la conocida fórmula de las dos naturalezas (17). Lo que se entiende por naturaleza queda explicado por el contexto. Se trata de la antes mencionada doble igualdad esencial, la unidad de acción, de vida y de ser de Cristo con el Padre y con los hombres. Es digna de atención la formulación «en (én) dos naturalezas». En los prolegómenos del texto se hablaba más bien «de (ek) dos naturalezas», lo que podría ser malinterpretado en el sentido de un apolinarismo como mezcla. Con en se afirma que las naturalezas continúan existiendo en la unidad (cfr. 20). La unidad la ve asegurada Calcedonia precisamente en la diferencia.

Cristo es, pues, «reconocido» (18). Se trata de saber cómo lo reconocemos, cómo él es realmente para nosotros el Cristo único, vivo y real. Esta es la paradoja de la confesión de Cristo neotestamentaria. Este crucificado, muerto en la cruz como un pobre hombre –i,y qué es más indicativo de la naturaleza humana que su ser mortal?–, éste mismo es reconocido y confesado como el «verdadero Hijo de Dios» (Mt 15, 34). Tomás, a quien el resucitado le dice: «Mete aquí tu dedo y mira mis manos», le contesta: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Para Tomás la realidad del ser-hombre de Jesús es reconocible también en el resucitado. Él, el que es reconocido como uno, es realmente verdadero hombre y verdadero Dios; ésta es su identidad que no mantiene oculta ante los hombres. A esta pregunta habrá que proponer también una teología de la vida de Jesús: reconocer su vida como la del Dios-hombre.100

  1. Cfr. Grillmeier, Jesus der Christus I, 759-760; sobre el origen y estructura del texto, cfr. A. de Halleux, «La définition christologique á Chalcédoine», en: RTL 7 (1976) 3-23.155-170.

  2. Véase el siguiente capítulo III: El camino terrenal del Hijo de Dios.

¿Pero cómo es posible reconocer a un solo Cristo en dos naturalezas? ¿Se puede pensar algo así? Calcedonia responde aquí con una de las formulaciones más admirables en la historia de la formula de confesión: con una múltiple negación (18):

sin confusión

sin cambio                                               sin división

sin separación

Estas cuatro negaciones, cuidadosamente escogidas y ordenadas, son, de alguna manera, la «cruz» para todo «razonamiento». O, dicho con las palabras del apóstol Pablo: «reducen a cautiverio todo entendimiento para que obedezca a Cristo» (2 Co 10, 5). A la pregunta de cómo es posible una unidad en dos naturalezas responde Calcedonia con una fórmula que, a primera vista, parece paradójica. Y realmente apenas nos podríamos imaginar otra fórmula más enigmática para un pensamiento filosófico: sin confusión y sin cambio – la mayor unidad y la clara diferencia entre divinidad y humanidad. Dos subrayan la diferencia; dos, la unidad.

Es significativo que en la descripción se comience con «sin confusión», quizás porque Calcedonia quería tomar posición contra la tendencia monofisita de la mezcla. Con ello se acabó definitivamente con la tentación de ver a Dios, de alguna manera, como parte, como el sumo ser (summum ens) en sentido comparativo. No podemos reflexionar lo suficiente sobre lo que significa que Dios, hasta en lo más profundo de su encarnación, sigue siendo el totalmente trascendente, ni sobre el hecho de que la creación y la encarnación son obras de su incomprensible libertad. «Sin confusión» no significa que dos elementos permanezcan independientes uno junto al otro. De forma negativa no dice otra cosa que: no hay confusión ni mezcla. La segunda negación precisa la primera: «sin cambio» dice que Cristo no deja de ser Dios, cuando empieza a ser hombre. Evidentemente, que tampoco aquí se habla con la «rigidez de una piedra», sino que se busca excluir cualquier imaginación de una metamorfosis de lo divino en lo humano o viceversa. En el lenguaje humano sólo nos podemos acercar al misterio mediante negaciones. Pero, al mismo tiempo, se añade: «sin división» y «sin separación». No se pueden cambiar sin más y precipitadamente las negaciones en afirmaciones. «Sin confusión» dice no separadas, pero hay que añadir: tanto «sin confusión» como «sin separación»: hay verdadera unidad, pero ninguna mezcla; verdadera diferencia, pero ninguna separación.

En lo siguiente aclararemos aún más estas negaciones. Un mismo Cristo es reconocido sin confusión y sin cambio en las dos naturalezas, esto es, la diferencia de naturalezas no se elimina por la unión, más bien cada una asegura así aún más sus características (19/20). La verdad de ser Dios y ser hombre sólo se puede mantener si ambos conservan su propio ser y su propio obrar, sus características. La fórmula aceptada por León el Grande (+ 461): «puesta a salvo la propiedad de ambas naturalezas»,101 dice de nuevo que la encarnación de Dios asegura y da la plenitud al ser hombre de Cristo (20) Grillmeier resume así: «Las naturalezas son, pues, el único principio de la diferencia en Cristo». 102

El centro de toda la frase es la formulación de que las propiedades de ambas naturalezas quedan aseguradas, al concurrir (21) a formar una sola persona (hipóstasis). Unión hipostática significa que la unidad de Cristo sólo se puede encontrar en una persona; sólo hay unidad personal. Calcedonia lo confiesa esto con toda sencillez sin indagar más. Pero implícitamente aquí se ha dicho todo sobre la persona. La persona de Cristo une en sí sin destruir (sin mezclar, sin inmutar) lo que está unido. Sólo la unidad personal puede unir sin separar. En una breve frase se explican las otras dos negaciones: inseparable e indivisa es la unidad personal de Cristo, «El no está dividido o separado en dos personas» (22).

Las cuatro negaciones quedan así aclarados. El rechazo de la mezcla y del cambio se orienta positivamente a decir que ambas naturalezas conservan sus propiedades; el rechazo de la separación y de la división se orienta positivamente a decir que Cristo es uno según la persona. Ahora vemos claramente la estructura: dos negaciones afectan al campo de la naturaleza y ponen de manifiesto la diferencia de ambas naturalezas. Las otras dos afectan al campo de lo personal y están más orientadas hacia la unidad. Podríamos resumir de forma general lo de Calcedonia: la diferencia une; la unidad diferencia.103

Para terminar, el símbolo hace un resumen y vuelve a la argumentación inicial: Jesucristo es «un único y mismo Hijo unigénito, Dios, Verbo y Señor Jesucristo» (23/24). De nuevo se pone el acento en la coincidencia con la profecía, con el Antiguo Testamento (25) y con la doctrina de Jesús en el Nuevo Testamento, con la interpretación de la fe apostólica por Nicea (27). A los padres les importaba la continuidad desde el origen.

  1. «Salva proprietate utriusque natura'».- Aquí se encuentra la única cita segura del Tomus Leonis. Cfr. Halleux, La définition christologique 162-163; Grillmeier, Jesus der Christus, I, 756.

  2. Grillmeier, Jesus der Christus I, 762.

  3. Máximo el Confesor desarrolló este axioma. Cfr. Ch. Schönborn, Die Christus-Ikone. Eine theologische Hinführung, Wien 19982, 107-109. Cfr. también sobre el tema, J. Maritain, Distinguer pour unir ou Les Degrés du Savoir (Oeuvres completes IV, 257-1111).

La autoridad del Concilio

Para explicar los criterios hermenéuticos seguidos para comprender las proposiciones conciliares, acerquémonos a la obligatoriedad de Calcedonia.

Hoy vemos, sobre todo, el aspecto históricamente determinado. En una situación determinada, que exigía decisiones, y después de un laborioso proceso, que nos pone de manifiesto los enredos político-eclesiásticos, se llega a una decisión. La instancia decisiva, el concilio ecuménico, necesita primero que nada una autoridad formal, para poder hablar en nombre de toda la Iglesia. El Concilio es el lugar donde se manifiesta esta autoridad por medio de la unidad de los obispos entre sí y con la autoridad suprema. Allí los reunidos son «para toda la Iglesia los maestros y jueces de la fe y costumbres» (LG 25, 2). Esta autoridad se basa en la infalibilidad de la Iglesia, a la que se le ha prometido allí donde manifieste correctamente el depositum fidei (LG 25, 3). En este sentido hay que comprender también el deseo del concilio de Calcedonia de mantener la continuidad con el origen. A los fieles se les exige aceptación de la fe. Lo que concretamente quiere decir que ellos no deben atender a las palabras sino a la realidad tal y como el Concilio quiso que la comprendieran. No son los enuntiabilia los que están en el medio, sino la res.104

Se juntan en un mismo tiempo maneras de pensar filosóficas y culturales. Y, sin embargo, aquí se manifiesta lo admirable en los documentos conciliares: el resultado es más que un mero compromiso. El símbolo de Calcedonia hay deseos de comprenderlo históricamente como un compromiso equilibrado entre la cristología antioquena, la alejandrina y la romana. Quien estudie los textos de esta época, comprobará que Calcedonia no sólo no es una mezcolanza de todo esto, pues hay algo así como una dimensión que la supera, que Calcedonia abstrae de los contextos temporalmente condicionados, obteniendo así una dimensión ecuménica que se eleva por encima de las circunstancias políticas y locales. Pero esto, ya no sólo es históricamente asequible. Un concilio ecuménico está «dotado» del auxilio del Espíritu Santo y habla con la plenitud de Cristo – «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (Ap 15, 28). Esta autoridad doctrinal no es algo meramente externo, tiene su propia evidencia, que se le abre a quien la quiera recibir en la fe.

La autoridad de contenido se sigue de la exactitud de la definición de Calcedonia. Ésta, lógicamente, no permite ser simplemente «demostrada», pero sí manifestada desde el nexus mysteriorum (CIC 90). Si renunciamos

104. Cfr. Tomás de Aquino, STh II-II, q. 1, a. 2, ad 2 (DTHA 15, 12); CIC 170.

a Calcedonia, según su contenido, si ya no es una clave hermenéutica para la correcta interpretación de los testimonios neotestamentarios sobre Cristo, entonces habremos perdido ya la continuidad con el mismo Cristo. Calcedonia no quiere ni sustituir el testimonio de la Escritura ni la tradición de la iglesia primitiva; lo que más bien quiere es ofrecer una formulación precisa y completa de la fe en Jesucristo.105 No se trata de todos los contenidos de la cristología; sería falso querer encontrarlo aquí todo «aclarado», pues el símbolo no es un tratado cristológico. El Concilio quiere, con todo, mostrar el mínimo necesario de precisión y el marco necesariamente incondicional en el que la cristología pueda desarrollarse legítimamente.

El «sin confusión» y «sin división» de la divinidad y humanidad, y el «una persona en dos naturalezas» son las coordenadas que toda cristología debe asumir. Se podrán encontrar otras formas de expresión, pero realmente ésta permanece constitutiva para toda forma de hablar sobre la cristología, que sea responsable: la real unidad de divinidad y humanidad en Cristo y la indestructible propiedad de lo que está unido. Después, la cristología se fue desarrollando mucho, pero esta determinación es inamovible.

Calcedonia como clave para la cosmovisión cristiana

Con la «defensa de la diferencia» de las naturalezas cierra Calcedonia el paso a toda reducción en la humanidad de Jesús. Por ello tanto la cristología como el arte y la piedad se vuelven posteriormente hacia la humanidad de Jesús. Pero mientras esta humanidad sea, al mismo tiempo, «la humanidad de nuestro Dios» (Tm 2, 5), el ser hombre del eterno Hijo, la cristología tendrá la tarea de leer la concreta humanidad como la «forma de traducción» histórica de su eterno ser-Hijo.

«Sin confusión» (realmente hombre) y «sin separación»: Jesús es el Hijo de Dios. Detrás de este centro cristológico se va perfilando otro marco, que abarca toda la teología. Calcedonia es, pues, algo así como una «fórmula universal», porque Cristo es el centro, porque todo consiste en él, todo ha sido creado por él y para él (Col 4, 16-17). Calcedonia es la clave para una antropología.

«Realmente el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encamado... El que es imagen del Dios invisible (Col 1, 15) es el hombre perfecto... En él la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida; por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime» (GS 22).

105. Cfr. P. Knauer, «Die chalcedonische Christologie als Kriterium für jedes christliche Glaubensverständnis», en: ThPh 60 (1985) 1-15.

Gaudium et Spes cita aquí Calcedonia y el segundo y tercero de Constantinopla fundamentando así la dignidad del hombre, no sólo desde la teología de la creación, sino también desde la cristología. Esta dignidad se sigue de que el hombre es imagen de Dios, que le viene ya desde la creación, porque así lo ha querido Dios. Esta dignidad ha sido elevada por la encarnación. Dios ha creado al hombre de manera admirable y más admirablemente aún lo ha renovado (Liturgia de Navidad). León Magno dice en esta homilía de Navidad: «¡Cristiano, reconoce tu dignidad!» 106 Calcedonia esclarece también la cuestión sobre las relaciones entre la libertad divina y la humana. En Cristo se encuentran ambas sin confusión y sin separación; él es, en cuanto hombre, soberanamente libre, no porque sea Dios, sino porque tiene la soberana libertad de Dios «encamado» en una existencia humana.

Calcedonia nos ofrece también una clave para la eclesiología. Entre la divinidad-humanidad de Cristo y de la Iglesia hay una analogía, que es «sin confusión y sin separación» y que vale para la realidad de la Iglesia. Ocasionalmente –en una especie de «nestorianismo eclesiológico»– se separan los elementos divinos y humanos, desgarrando la unidad, y contemplando sólo una realidad eclesial meramente «mundana», enfrentada con la pura y trascendente realidad de la gracia. Por otra parte –esta vez de carácter más bien «monofisita»– se ve lo divino y lo humano de tal manera mezclado que todo parece ser santo de la misma manera. El concilio Vaticano II se opone a esto desde una postura decididamente calcedonense: La Iglesia es «una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y el humano» (LG 8).

El gran filósofo ruso Vladimir Solojew (t 1900) da un paso adelante en la interpretación de Calcedonia y opina que también en lo político se podría asentar el dogma cristológico central de la indivisible unidad de las naturalezas divina y humana. A favor de la mezcla están el Cesaropapismo o el mesianismo político, al establecer una identidad entre la realidad histórica y el Reino de Dios. Aquí lo humano se lo han tragado. La división lleva a no tomar en serio la encarnación, siempre que se establezca una separación entre iglesia y mundo, cuando, por ejemplo, la fe no se «encama» social, política y culturalmente, cuando no está presente institucionalmente en el mundo; en una palabra, «por el desprecio del cristianismo como una fuerza social, como un principio motor del progreso histórico».107

  1. León Magno, Sermo 21, 2-3. (CChSL 138, 88); CIC 1691.

  2. W. Solojew, Rußland und die universale Kirche (Werke III, 173-174, Cita 173).

El «sin confusión» de Calcedonia garantiza la realidad propia de la creación, que no es absorbida en lo divino. Sólo con la clara distinción entre lo divino y lo mundano se ha «desdivinizado» este mundo y se transforma en naturaleza propia. Pero también aquí se corre el peligro de caer en un nestorianismo en el sentido de que lo «inconfuso» se falsee en autonomismo total, que degrada la creación a mero material de su autodesarrollo. Pero también descubrimos hoy una contracorriente, una tendencia hacia la divinización de la creación.

Todo lo dicho hasta ahora permanecería unilateral y, por tanto, falseado, si, al mismo tiempo, no se hace hincapié en el «sin división»: Dios se ha hecho hombre, para que el hombre se haga Dios. A la encarnación de Dios corresponde la divinización del hombre. La encarnación no es aún el punto final: Dios se ha anonadado para elevarnos; o, dicho con Pablo, él que es rico, se ha hecho pobre para enriquecemos (2 Co 8, 9). Es muy importante no olvidar este segundo aspecto, pues es el que da al primero su pleno sentido. La creación no tiende a una pura liberación de las creaturas, a «dejarlas a su propia autonomía», sino que su meta es la elevación de la creación a formar una comunidad con Dios. Sea cual sea el nombre que se le dé a esta realidad: gracia, meta sobrenatural, divinización, ésta es la meta de la creación y de la encarnación.

El deseo de divinización fue muy grande en la historia de las ciencias del espíritu de la modernidad, sobre todo en la forma falsificada de la autodivinización, sea individual o colectiva. El camino cristiano de la divinización del hombre es el de una elevación regalada a formar comunidad con Dios. «Ya no os llamaré más siervos, sino amigos» (Jn 15, 15). Aquí apreciamos la importancia de Calcedonia sobre la unidad inconfusa e indivisa. La elevación del hombre no es la liberación de su humanidad, sino su plena realización. Calcedonia es también aquí clave. En Cristo mismo se ha realizado la humanización de Dios y la divinización del hombre para todos los hombres. Su ser hombre no ha sido «tragado», ni siquiera en la gloria de la resurrección y en su ascensión. Sigue siendo hombre, también como Señor glorificado. Dios se ha hecho hombre y así permanece para siempre.108

108. Véase el cap. I/3b: La encarnación del Lógos y la divinización del hombre.