TEMA 6. La Creación
La doctrina de la Creación constituye la primera respuesta a los interrogantes fundamentales sobre nuestro origen y nuestro fin.
Introducción
La importancia de la verdad de la creación estriba en que es «el fundamento de
todos los designios salvíficos de Dios; [...] el comienzo de la historia de la
salvación, que culmina en Cristo» (Compendio, 51). Tanto la Biblia (Gn
1,1) como el Credo inician con la confesión de fe en el Dios Creador.
A diferencia de los otros grandes misterios de nuestra fe (la Trinidad y la
Encarnación), la creación es «la primera respuesta a los interrogantes
fundamentales sobre nuestro origen y nuestro fin» (Compendio, 51), que
el espíritu humano ya se plantea y, en parte, puede también responder, como
muestra la reflexión filosófica; y los relatos de los orígenes pertenecientes
a la cultura religiosa de tantos pueblos (cfr. Catecismo, 285), no
obstante, la especificidad de la noción de creación sólo se captó de hecho con
la revelación judeocristiana.
La creación es, pues, un misterio de fe y, a la vez, una verdad accesible a la
razón natural (cfr. Catecismo, 286). Esta peculiar posición entre fe y
razón, hace de la creación un buen punto de partida en la tarea de
evangelización y de diálogo que los cristianos están siempre –particularmente
en nuestros días[1]–
llamados a realizar, como ya hiciera San Pablo en el Areópago de Atenas (Hch
17,16-34).
Se suele distinguir entre el acto creador de Dios (la creación active
sumpta), y la realidad creada, que es efecto de tal acción divina (la
creación passive sumpta)[2].
Siguiendo este esquema se exponen a continuación los principales aspectos
dogmáticos de la creación.
1. El acto creador
1.1. «La creación es obra común de la Santísima Trinidad» (Catecismo,
292)
La Revelación presenta la acción creadora de Dios como fruto de su
omnipotencia, de su sabiduría y de su amor. Se suele atribuir especialmente la
creación al Padre (cfr. Compendio, 52), así como la redención al Hijo y
la santificación al Espíritu Santo. Al mismo tiempo, las obras ad extra de la
Trinidad (la primera de ellas, la creación) son comunes a todas las Personas,
y por eso cabe preguntarse por el papel específico de cada Persona en la
creación, pues «cada persona divina realiza la obra común según su propiedad
personal» (Catecismo, 258). Este es el sentido de la igualmente
tradicional apropiación de los atributos esenciales (omnipotencia, sabiduría,
amor) respectivamente al obrar creador del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.
En el Símbolo nicenoconstantinopolitano confesamos nuestra fe «en un solo
Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra»; «en un solo Señor
Jesucristo
[...] por quien todo fue hecho»; y en el Espíritu Santo «Señor y dador de
vida» (DH 150). La fe cristiana habla, por tanto, no solamente de una creación
ex nihilo, de la nada, que indica la omnipotencia de Dios Padre; sino
también de una creación hecha con inteligencia, con la sabiduría de Dios –el
Logos por medio del cual todo fue hecho (Jn 1,3)–; y de una
creación ex amore (GS 19), fruto de la libertad y del amor que es Dios
mismo, el Espíritu que procede del Padre y del Hijo. En consecuencia, las
procesiones eternas de las Personas están en la base de su obrar creador[3].
Así como no hay contradicción entre la unicidad de Dios y su ser tres
personas, de modo análogo no se contrapone la unicidad del principio creador
con la diversidad de los modos de obrar de cada una de las Personas.
«Creador del cielo y de la tierra»
«“En el principio, Dios creó el cielo y la tierra”: tres cosas se afirman en
estas primeras palabras de la Escritura: el Dios eterno ha dado principio a
todo lo que existe fuera de él. Él solo es creador (el verbo “crear” –en
hebreo bara– tiene siempre por sujeto a Dios). La totalidad de lo que
existe (expresada por la fórmula “el cielo y la tierra”) depende de aquel que
le da el ser» (Catecismo, 290).
Sólo Dios puede crear en sentido propio[4],
lo cual implica originar las cosas de la nada (ex nihilo) y no a partir
de algo preexistente; para ello se requiere una potencia activa infinita, que
sólo a Dios corresponde (cfr. Catecismo, 296-298). Es congruente, por
tanto, apropiar la omnipotencia creadora al Padre, ya que él es en la Trinidad
–según una clásica expresión– fons et origo, es decir, la Persona de
quien proceden las otras dos, principio sin principio.
La fe cristiana afirma que la distinción fundamental en la realidad es la que
se da entre Dios y sus criaturas. Esto supuso una novedad en los primeros
siglos, en los que la polaridad entre materia y espíritu daba pie a visiones
inconciliables entre sí (materialismo y espiritualismo, dualismo y monismo).
El cristianismo rompió estos moldes, sobre todo con su afirmación de que
también la materia (al igual que el espíritu) es creación del único Dios
trascendente. Más adelante, Santo Tomás desarrolló una metafísica de la
creación que describe a Dios como el mismo Ser subsistente (Ipsum Esse
Subsistens). Como causa primera, es absolutamente trascendente al mundo;
y, a la vez, en virtud de la participación de su ser en las criaturas, está
presente íntimamente en ellas, las cuales dependen en todo de quien es la
fuente del ser. Dios es superior summo meo y al mismo tiempo,
intimior intimo meo (San Agustín, Confesiones, 3,6,11; cfr.
Catecismo, 300).
«Por quien todo fue hecho»
La literatura sapiencial del AT presenta el mundo como fruto de la sabiduría
de Dios (cfr. Sb 9,9). «Este no es producto de una necesidad
cualquiera, de un destino ciego o del azar» (Catecismo, 295), sino que
tiene una inteligibilidad que la razón humana, participando en la luz del
Entendimiento divino, puede captar, no sin esfuerzo y en un espíritu de
humildad y de respeto ante el Creador y su obra (cfr. Jb 42,3; cfr.
Catecismo, 299). Este desarrollo llega a su expresión plena en el NT: al
identificar al Hijo,
Jesucristo,
con el Logos (cfr. Jn 1,1ss), afirma que la sabiduría de Dios es una
Persona, el Verbo encarnado, por quien todo fue hecho (Jn 1,3). San
Pablo formula esta relación de lo creado con Cristo, aclarando que todas las
cosas han sido creadas en él, por medio de él y en vista de él (Col
1,16-17).
Hay, pues, una razón creadora en el origen del cosmos (cfr. Catecismo,
284)[5].
El cristianismo tiene desde el comienzo una confianza grande en la capacidad
de la razón humana de conocer; y una enorme seguridad en que jamás la razón
(científica, filosófica, etc.) podrá llegar a conclusiones contrarias a la fe,
pues ambas provienen de un mismo origen.
No es infrecuente encontrarse con algunos que plantean falsas disyuntivas,
como por ejemplo, entre creación y evolución. En realidad, una adecuada
epistemología no sólo distingue los ámbitos propios de las ciencias naturales
y de la fe, sino que además reconoce en la filosofía un necesario elemento de
mediación, pues las ciencias, con su método y objeto propios, no cubren todo
el ámbito de la razón humana; y la fe, que se refiere al mismo mundo del que
hablan las ciencias, necesita para formularse y entrar en diálogo con la
racionalidad humana de categorías filosóficas[6].
Es lógico, pues, que la Iglesia desde el inicio buscara el diálogo con la
razón: una razón consciente de su carácter creado, pues no se ha dado a sí
misma la existencia, ni dispone completamente de su futuro; una razón abierta
a lo que la trasciende, en definitiva, a la Razón originaria. Paradójicamente,
una razón cerrada sobre sí, que cree poder hallar dentro de sí la respuesta a
sus interrogantes más profundos, acaba por afirmar el sinsentido de la
existencia, y por no reconocer la inteligibilidad de lo real (nihilismo,
irracionalismo, etc.).
«Señor y dador de vida»
«Creemos que [el mundo] procede de la voluntad libre de Dios que ha querido
hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad:
“Porque tú has creado todas las cosas; por tu voluntad lo que no existía fue
creado” (Ap 4,11). [...] “Bueno es el Señor para con todos, y sus
ternuras sobre todas sus obras” (Sal 145,9)» (Catecismo, 295).
En consecuencia, «salida de la bondad divina, la creación participa en esa
bondad (“Y vio Dios que era bueno [...] muy bueno”: Gn
1,4.10.12.18.21.31). Porque la creación es querida por Dios como un don» (Catecismo,
299).
Este carácter de bondad y de don libre permite descubrir en la creación la
actuación del Espíritu –que «aleteaba sobre las aguas» (Gn 1,2)–, la
Persona Don en la Trinidad, Amor subsistente entre el Padre y el Hijo. La
Iglesia confiesa su fe en la obra creadora del Espíritu Santo, dador de vida y
fuente de todo bien[7].
La afirmación cristiana de la libertad divina creadora permite superar las
estrecheces de otras visiones que, poniendo una necesidad en Dios, acaban por
sostener un fatalismo o determinismo. No hay nada, ni “dentro” ni “fuera” de
Dios, que le obligue a crear. ¿Cuál es entonces el fin que le mueve? ¿Qué se
ha propuesto al crearnos?
1.2. «El mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Concilio Vaticano I)
Dios ha creado todo «no para aumentar su gloria sino para manifestarla y
comunicarla» (San Buenaventura, Sent., 2,1,2,2,1). El Concilio Vaticano
I (1870) enseña que «en su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para
aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir su perfección, sino para
manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero
Dios, en su libérrimo designio, en el comienzo del tiempo, creó de la nada a
la vez una y otra criatura, la espiritual y la corporal» (DS 3002; cfr.
Catecismo, 293).
«La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta
comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de
nosotros “hijos adoptivos por medio de
Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia”
(Ef 1,5-6): “Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del
hombre es la visión de Dios” (San Ireneo, Adversus haereses, 4,20,7)» (Catecismo,
294).
Lejos de una dialéctica de principios contrapuestos (como ocurre en el
dualismo de corte maniqueo, y también en el idealismo monista hegeliano),
afirmar la gloria de Dios como fin de la creación no comporta una negación del
hombre, sino un presupuesto indispensable para su realización. El optimismo
cristiano hunde sus raíces en la exaltación conjunta de Dios y del hombre: «el
hombre es grande sólo si Dios es grande»[8].
Se trata de un optimismo y una lógica que afirman la absoluta prioridad del
bien, pero que no por ello son ciegos ante la presencia del mal en el mundo y
en la historia.
1.3. Conservación y providencia. El mal
La creación no se reduce a los comienzos; una vez «realizada la creación, Dios
no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino
que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su
término» (Catecismo, 301). La Sagrada Escritura compara esta actuación
de Dios en la historia con la acción creadora (cfr. Is 44,24; 45,8;
51,13). La literatura sapiencial explicita la acción de Dios que mantiene en
la existencia a sus criaturas. «Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses
querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado?» (Sb
11,25). San Pablo va más lejos y atribuye esta acción conservadora a Cristo:
«él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia» (Col
1,17).
El Dios cristiano no es un relojero o arquitecto que, tras haber realizado su
obra, se desentiende de ella. Estas imágenes son propias de una concepción
deísta, según la cual Dios no se inmiscuye en los asuntos de este mundo. Pero
esto supone una distorsión del auténtico Dios creador, pues separan
drásticamente la creación de la conservación y gobierno divino del mundo[9].
La noción de conservación “hace de puente” entre la acción creadora y el
gobierno divino del mundo (providencia). Dios no sólo crea el mundo y lo
mantiene en la existencia, sino que además «conduce a sus criaturas a la
perfección última, a la que Él mismo las ha llamado» (Compendio, 55).
La Sagrada Escritura presenta la soberanía absoluta de Dios, y testimonia
constantemente su cuidado paterno, tanto en las cosas más pequeñas como en los
grandes acontecimientos de la historia (cfr. Catecismo, 303). En este
contexto, Jesús se revela como la providencia “encarnada” de Dios, que atiende
como Buen Pastor las necesidades materiales y espirituales de los hombres (Jn
10,11.14-15; Mt 14,13-14, etc.) y nos enseña a abandonarnos a su
cuidado (Mt 6,31-33).
Si Dios crea, sostiene y dirige todo con bondad, ¿de dónde proviene el mal? «A
esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no
se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye
la respuesta a esta pregunta [...]. No hay un rasgo del mensaje cristiano que
no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal» (Catecismo, 309).
La creación no está acabada desde el principio, sino que Dios la hizo in
statu viae, es decir, hacia una meta última todavía por alcanzar. Para la
realización de sus designios, Dios se sirve del concurso de sus criaturas, y
concede a los hombres una participación en su providencia, respetando su
libertad aun cuando obran mal (cfr. Catecismo, 302, 307, 311). Lo
realmente sorprendente es que Dios «en su providencia todopoderosa puede sacar
un bien de las consecuencias de un mal» (Catecismo, 312). Es una
misteriosa pero grandísima verdad que «todo coopera al bien de los que aman a
Dios» (Rm 8,28)[10].
La experiencia del mal parece manifestar una tensión entre la omnipotencia y
la bondad divinas en su actuación en la historia. Aquélla recibe respuesta,
ciertamente misteriosa, en el evento de la Cruz de Cristo, que revela el “modo
de ser” de Dios, y es por tanto fuente de sabiduría para el hombre (sapientia
crucis).
1.4. Creación y salvación
La creación es «el primer paso hacia la Alianza del Dios único con su pueblo»
(Compendio, 51). En la Biblia la creación está abierta a la actuación
salvífica de Dios en la historia, que tiene su plenitud en el misterio pascual
de Cristo, y que alcanzará su perfección final al final de los tiempos. La
creación está hecha con miras al sábado, el séptimo día en que el Señor
descansó, día en que culmina la primera creación y que se abre al octavo día
en que comienza una obra todavía más maravillosa: la Redención, la nueva
creación en Cristo (2 Co 5,7; cfr. Catecismo, 345-349).
Se muestra así la continuidad y unidad del designio divino de creación y
redención. Entre ambas no hay ningún hiato, pues el pecado de los hombres no
ha corrompido totalmente la obra divina, sino un vínculo. La relación entre
ambas –creación y salvación- puede expresarse diciendo que, por una parte, la
creación es el primer acontecimiento salvífico; y por otra que, la salvación
redentora tiene las características de una nueva creación. Esta relación
ilumina importantes aspectos de la fe cristiana, como la ordenación de la
naturaleza a la gracia o la existencia de un único fin sobrenatural del
hombre.
2. La realidad creada
El efecto de la acción creadora de Dios es la totalidad del mundo creado,
“cielos y tierra” (Gn 1,1). Dios es «Creador de todas las cosas, de las
visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su
omnipotente virtud a la vez desde el principio del tiempo creó de la nada a
una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la
mundana, y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo»[11].
El cristianismo supera tanto el monismo (que afirma que la materia y el
espíritu se confunden, que la realidad de Dios y del mundo se identifican),
como el dualismo (según el cual materia y espíritu son principios originarios
opuestos).
La acción creadora pertenece a la eternidad de Dios, pero el efecto de tal
acción está marcado por la temporalidad. La Revelación afirma que el mundo ha
sido creado como mundo con un inicio temporal[12],
es decir, que el mundo ha sido creado junto con el tiempo, lo cual se muestra
muy congruente con la unidad del designio divino de revelarse en la historia
de la salvación.
2.1. El mundo espiritual: los ángeles
«La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura
llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la
Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición» (Catecismo,
328). Ambos los muestran en su doble función de alabar a Dios y ser mensajeros
de su designio salvador. El NT presenta a los ángeles en relación con Cristo:
creados por medio de él y en vista de él (Col 1,16), rodean la vida de
Jesús desde su nacimiento hasta la Ascensión, siendo los anunciadores de su
segunda venida gloriosa (cfr. Catecismo, 333).
Asimismo, también están presentes desde el inicio de la vida de la Iglesia, la
cual se beneficia de su ayuda poderosa, y en su liturgia se une a ellos en la
adoración a Dios. La vida de cada hombre está acompañada desde su nacimiento
por un ángel que lo protege y conduce a la Vida (cfr. Catecismo,
334-336).
La teología (especialmente Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico) y
el magisterio de la Iglesia han profundizado en la naturaleza de estos seres
puramente espirituales, dotados de inteligencia y voluntad, afirmando que son
criaturas personales e inmortales, que superan en perfección a todas las
criaturas visibles (cfr. Catecismo, 330).
Los ángeles fueron creados en un estado de prueba. Algunos se rebelaron
irrevocablemente contra Dios. Caídos en el pecado, Satán y los otros demonios
–que habían sido creados buenos, pero por sí mismos se hicieron malos–
instigaron a nuestros primeros padres para que pecaran (cfr. Catecismo,
391-395).
2.2. El mundo material
Dios «ha creado el mundo visible en toda su riqueza, su diversidad y su orden.
La Escritura presenta la obra del Creador simbólicamente como una secuencia de
seis días “de trabajo divino” que terminan en el reposo del día séptimo (Gn
1,1-2,4)» (Catecismo, 337). «La Iglesia ha debido, en repetidas
ocasiones, defender la bondad de la creación, comprendida la del mundo
material (cfr. DS 286; 455-463; 800; 1333; 3002)» (Catecismo, 299).
«Por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de
firmeza, verdad y bondad propias y de un orden» (GS 36,2). La verdad y bondad
de lo creado proceden del único Dios Creador que es a la vez Trino. Así, el
mundo creado es un cierto reflejo de la actuación de las Personas divinas: «en
todas las criaturas se encuentra una representación de la Trinidad a modo de
vestigio»[13].
El cosmos tiene una belleza y una dignidad en cuanto que es obra de Dios. Hay
una solidaridad y una jerarquía entre los seres, lo cual ha de llevar a una
actitud contemplativa de respeto hacia lo creado y las leyes naturales que lo
rigen (cfr. Catecismo, 339, 340, 342, 354). Ciertamente el cosmos ha
sido creado para el hombre, que ha recibido de Dios el mandato de dominar la
tierra (cfr. Gn 1,28). Tal mandato no es una invitación a la
explotación despótica de la naturaleza, sino a participar en el poder creador
de Dios: mediante su trabajo el hombre colabora en el perfeccionamiento de la
creación.
El cristiano comparte las justas exigencias que la sensibilidad ecológica ha
puesto de manifiesto en las últimas décadas, sin caer en una vaga divinización
del mundo, y afirmando la superioridad del hombre sobre el resto de los seres
como «cumbre de la obra de la creación» (Catecismo, 343).
2.3. El hombre
Las personas humanas gozan de una peculiar posición en la obra creadora de
Dios, al participar a la vez de la realidad material y espiritual. Sólo de él
nos dice la Escritura que Dios lo creó «a su imagen y semejanza» (Gn
1,26). Ha sido puesto por Dios a la cabeza de la realidad visible, y goza de
una dignidad especial, pues «de todas las criaturas visibles, sólo el hombre
es capaz de conocer y amar a su Creador; es la única criatura en la tierra que
Dios ama por sí misma; sólo el hombre está llamado a participar por el
conocimiento y el amor en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta
es la razón fundamental de su dignidad» (Catecismo, 356; cfr. ibidem,
1701-1703).
Hombre y mujer, en su diversidad y complementariedad, queridas por Dios, gozan
de la misma dignidad de personas (cfr. Catecismo, 357, 369, 372). En
ambos, se da una unión sustancial de cuerpo y alma, siendo ésta la forma del
cuerpo. Al ser espiritual, el alma humana es creada inmediatamente por Dios
(no es “producida” por los padres, ni tampoco es preexistente), y es inmortal
(cfr. Catecismo, 366). Ambos puntos (espiritualidad e inmortalidad)
pueden ser mostrados filosóficamente. Por tanto, es un reduccionismo afirmar
que el hombre procede exclusivamente de la evolución biológica (evolucionismo
absoluto). En la realidad hay saltos ontológicos que no puede explicarse sólo
con la evolución. La conciencia moral y la libertad del hombre, por ejemplo,
manifiestan su superioridad sobre el mundo material, y son muestra de su
especial dignidad.
La verdad de la creación ayuda a superar tanto la negación de la libertad
(determinismo) como el extremo contrario de una exaltación indebida de la
misma: la libertad humana es creada, no absoluta, y existe en mutua
dependencia con la verdad y el bien. El sueño de una libertad como puro poder
y arbitrariedad responde a una imagen deformada no sólo del hombre sino
también de Dios.
Mediante su actividad y su trabajo, el hombre participa del poder creador de
Dios[14].
Además, su inteligencia y voluntad son una participación, una chispa, de la
sabiduría y amor divinos. Mientras el resto del mundo visible es mero vestigio
de la Trinidad, el ser humano constituye una auténtica imago Trinitatis.
3. Algunas consecuencias prácticas de la verdad sobre la creación
La radicalidad de la acción creadora y salvadora divina exige del hombre una
respuesta que tenga ese mismo carácter de totalidad: “amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” (Dt 6,5;
cfr. Mt 22,37; Mc 12,30; Lc 10,27). En esta
correspondencia se encuentra la verdadera felicidad, lo único que plenifica su
libertad.
A la vez, la universalidad de la acción divina tiene un sentido tanto
intensivo como extensivo: Dios crea y salva a todo el hombre y a todos los
hombres. Corresponder a la llamada de Dios a amarle con todo nuestro ser está
intrínsecamente unido a llevar su amor a todo el mundo[15].
El conocimiento y admiración del poder, sabiduría y amor divinos conduce al
hombre a una actitud de reverencia, adoración y humildad, a vivir en la
presencia de Dios sabiéndose hijo suyo. Al mismo tiempo, la fe en la
providencia lleva al cristiano a una actitud de confianza filial en Dios en
todas las circunstancias: con agradecimiento ante los bienes recibidos, y con
sencillo abandono ante lo que pueda parecer malo, pues Dios saca de los males
mayores bienes.
Consciente de que todo ha sido creado para la gloria de Dios, el cristiano
procura conducirse en todas sus acciones buscando el fin verdadero que llena
su vida de felicidad: la gloria de Dios, no la propia vanagloria. Se esfuerza
por rectificar la intención en sus acciones, de modo que pueda decirse que el
único fin de su vida es éste: Deo omnis gloria!
[16]
Dios ha querido poner al hombre al frente de su creación otorgándole el
dominio sobre el mundo, de manera que la perfeccione con su trabajo. La
actividad humana, puede ser por tanto considerada como una participación en la
obra divina creadora.
La grandeza y belleza de las criaturas suscita en las personas admiración y
despierta en ellas la pregunta por el origen y destino del mundo y del hombre,
haciéndoles entrever la realidad de su Creador. El cristiano, en su diálogo
con los no creyentes, puede suscitar estas preguntas para que las
inteligencias y los corazones se abran a la luz del Creador. Asimismo, en su
diálogo con los creyentes de las diversas religiones, el cristiano encuentra
en la verdad de la creación un excelente punto de partida, pues se trata de
una verdad en parte compartida, y que constituye la base para la afirmación de
algunos valores morales fundamentales de la persona.
Santiago Sanz
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 279-374.
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 51-72.
DH, nn. 125, 150, 800, 806, 1333, 3000-3007, 3021-3026, 4319, 4336, 4341.
Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 10-18, 19-21, 36-39.
Juan Pablo II, Creo en Dios Padre. Catequesis sobre el Credo (I),
Palabra, Madrid 1996, 181-218.
Lecturas recomendadas
San Agustín, Confesiones, libro XII.
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, qq. 44-46.
San Josemaría, Homilía Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 113-123.
Joseph Ratzinger, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992.
Juan Pablo II, Memoria e identidad, La esfera de los libros, Madrid
2005.
--------------------------------------
[1]
Entre otras muchas intervenciones, cfr.
Benedicto XVI,
Discurso a los miembros de la Curia romana, 22-XII-2005; Fe, razón y
universidad (Discurso en Regensburg), 12-IX-2006; Ángelus,
28-I-2007.
[2]
Cfr. Santo Tomás, De Potentia, q. 3, a. 3, co.; el Catecismo
sigue este mismo esquema.
[3]
Cfr. Santo Tomás, Super Sent., lib. 1, d. 14, q. 1, a. 1, co.: «son la
causa y la razón de la procesión de las criaturas».
[4]
Por eso se dice que Dios no necesita instrumentos para crear, ya que ningún
instrumento posee la potencia infinita necesaria para crear. De ahí también
que, cuando se habla por ejemplo del hombre como creador o incluso como capaz
de participar en el poder creador de Dios, el empleo del adjetivo “creador” no
es analógico sino metafórico.
[5]
Este punto aparece con frecuencia en las enseñanzas de
Benedicto XVI,
por ejemplo, Homilía en Regensburg, 12-IX-2006; Discurso en
Verona, 19-X-2006; Encuentro con el clero de la diócesis de Roma, 22-II-2007;
etc.
[6]
Tanto el racionalismo cientificista como el fideísmo acientífico necesitan una
corrección desde la filosofía. Además, se ha de evitar asimismo la falsa
apologética de quien ve forzadas concordancias, buscando en los datos que
aporta la ciencia una verificación empírica o una demostración de las verdades
de fe, cuando, en realidad, como hemos dicho, se trata de datos que pertenecen
a métodos y disciplinas distintas.
[7]
Cfr. Juan Pablo II, Carta Encíclica Dominum et vivificantem, 18-V-1986,
10.
[8]
Benedicto XVI,
Homilía, 15-VIII-2005.
[9]
El deísmo implica un error en la noción metafísica de creación, pues ésta, en
cuanto donación de ser, lleva consigo una dependencia ontológica por parte de
la criatura, que no es separable de su continuación en el tiempo. Ambas
constituyen un mismo acto, aun cuando podamos distinguirlas conceptualmente:
«la conservación de las cosas por Dios no se da por alguna acción nueva, sino
por la continuación de la acción que da el ser, que es ciertamente una acción
sin movimiento y sin tiempo» (Santo Tomás, Summa Theologiae, I, q. 104,
a. 1, ad 3).
[10] En
continuidad con la experiencia de tantos santos de la historia de la Iglesia,
esta expresión paulina se encontraba frecuentemente en los labios de San
Josemaría, que vivía y animaba así a vivir en una gozosa aceptación de la
voluntad divina (cfr. San Josemaría, Surco, 127; Via Crucis, IX,
4; Amigos de Dios, 119). Por otra parte, el último libro de Juan Pablo
II, Memoria e identidad, constituye una profunda reflexión sobre la
actuación de la providencia divina en la historia de los hombres, según
aquella otra aserción de San Pablo: «No te dejes vencer por el mal; antes
bien, vence al mal con el bien» (Rm 12, 21).
[11]
Concilio Lateranense IV (1215), DH 800.
[12]
Así lo enseña el Concilio Lateranense IV y, refiriéndose a él, el Concilio
Vaticano I (cfr. respectivamente DH 800 y 3002). Se trata de una verdad
revelada, que la razón no puede demostrar, como enseñó Santo Tomás en la
famosa disputa medieval sobre la eternidad del mundo: cfr. Contra Gentiles,
lib. 2, cap. 31-38; y su opúsculo filosófico De aeternitate mundi.
[13]
Santo Tomás, Summa Theologiae, I, q. 45, a. 7, co.; cfr. Catecismo,
237.
[14]
Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, 57.
[15]
Que el apostolado es la superabundancia de la vida interior (cfr. San
Josemaría, Camino, 961), se manifiesta como el correlato de la dinámica
ad intra – ad extra del obrar divino, es decir, de la intensidad del ser, de
la sabiduría y del amor trinitario que se desborda hacia sus criaturas.
[16]
Cfr. San Josemaría, Camino, 780; Surco, 647; Forja, 611,
639, 1051.