EPÍLOGO

El laico en la Iglesia *

Por la Confirmación, el laico se convierte en miles (soldado) de la Iglesia militante. La Iglesia está en pie de guerra en la tierra: es como un ejército. Sus oficiales son el clero, y nosotros somos la tropa, los simples soldados. Debemos considerar cuál es nuestro puesto en la batalla.

Ante todo, debemos plantearnos en qué consiste dicha guerra; su fin no es sólo extender la Iglesia, sino también acercar las almas a Cristo. Es tan singular esta guerra, que no se lucha contra el enemigo, sino a favor suyo; incluso el, término «enemigo» debe ser interpretado de forma distinta a la habitual.

El no-creyente, como el católico, es un ser que posee un espíritu inmortal, hecho a imagen de Dios, por el que también murió Cristo. Por grande que sea su hostilidad hacia la Iglesia o hacia el mismo Cristo, nuestro fin será siempre su conversión, no su derrota, y mucho menos su destrucción. No podemos olvidarnos de que el Diablo quiere su alma en el infierno, como quiere la nuestra, y que tendremos que luchar contra él si queremos salvarla. En ocasiones, tal vez no tengamos más remedio que enfrentarnos a una persona para tratar de evitar el peligro que corre su alma; pero siempre querremos ganarle, para que se salve. No hay que olvidar que combatimos en nombre del Espíritu Santo, que es el amor que existe entre el Padre y el Hijo; por eso, si los soldados de la Iglesia lucháramos con odio, estaríamos luchando contra el mismo Espíritu Santo.

Entre las muchas armas que poseemos para combatir en esta guerra, la más importante es la verdad, que nos lleva a ver las cosas como en realidad son. Los hombres que no conocen a Dios, ni lo que es un alma humana, ni la finalidad de la vida, ni lo que viene después de ésta, viven en un mundo irreal. Tal es la condición de la mayor parte de los seres humanos, que necesitan que se les enseñen las verdades que se refieren a Dios, la vida sobrenatural y el mundo futuro; porque no hay hombre capaz de vivir una realidad que no conoce, ni nosotros podemos reprocharle que no lo haga, si no se la hemos enseñado. Sobre todo, deben buscar y tratar a Jesucristo Señor nuestro, en quien se contiene toda verdad y en cuyo nombre ésta es anunciada a las gentes.

Pero, ¿quién les dará a conocer estas verdades?

Debemos fijar ahora nuestra atención en un hecho evidente: vivimos en un mundo en constante agitación; nunca antes se había escuchado tanto bullicio. La radio y la televisión se dejan oír constantemente; hay cines, espectáculos deportivos, revistas que circulan entre la multitud y un auténtico torrente de diarios; los automóviles llenan de ruido las carreteras y los aviones el cielo. Pues bien, en medio de todo este ajetreo, ¿cómo puede hacerse oír la verdad, la verdad revelada? Nuestro Romano Pontífice no deja de enseñar la verdad con profundidad; pero la mayor parte de la gente no le escucha, no puede oírle. Lo mismo ocurre con los Obispos, nuestros grandes predicadores y escritores: sus voces sólo llegan a una minoría reducida, mientras el resto se pierde en el torbellino.

Pero hay una voz que siempre puede ser oída: la del Hijo de Dios que habla al amigo, al vecino, al compañero de trabajo, de deporte o de viaje. Esa voz tiene asegurada la atención; de esa voz puede depender, en definitiva, la victoria en el momento y el lugar de la guerra en el que nos corresponda combatir. El clero debe formarnos a nosotros —los laicos—, porque lo contrario iría en perjuicio nuestro; pero los laicos, uno a uno, debemos transmitir ese mensaje a los no-creyentes, uno a uno. Las reuniones tienen su papel que cumplir, y debería haber más. Pero el combate diario —minuto a minuto— de la guerra, sólo es posible si cada católico está preparado para acercar a la verdad a la gente que él personalmente trata.

Para ello, decíamos, el católico debe estar preparado, conociendo sobre todo las verdades acerca de Dios, del alma, de la vida eterna y de nuestro Señor Jesucristo. No es preciso que haya sido entrenado para demostrar la existencia de Dios o la espiritualidad del alma, por ejemplo. Lo esencial es que se dé cuenta del significado de esas verdades, de lo que llevan consigo; y no sólo saberlo, sino también saberlo explicar. De no manifestarlas, esas verdades permanecerían ignoradas: sólo nosotros podríamos aprovecharnos de ellas.

Primero, aprender la doctrina y, luego, aprender a expresarla, porque existe una gran diferencia entre conocer y explicar una verdad revelada; hay que tener en cuenta la mentalidad de las personas a quienes presentamos la doctrina: qué conoce, qué ignora, cómo piensa, qué palabras utiliza.

Pero la forma de expresión no es el primer problema a tener en cuenta: demasiados laicos ni siquiera conocen estas verdades lo suficientemente bien como para explicarlas, ni siquiera superficialmente. Saben —o, por lo menos, han estudiado alguna vez— las fórmulas maravillosas del catecismo en las que esas verdades se resumen, pero no alcanzan a ver más allá de las palabras; en consecuencia, no son capaces de presentarlas de forma atractiva, y menos aún de explicar a otro el cambio que daría su vida si las aceptase.

Consideremos la idea que el laico medio, sin estar especialmente formado, tiene de la doctrina de la Santísima Trinidad: sabe que en Dios hay tres personas, que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; pero eso es, prácticamente, todo lo que sabe o, por lo menos, todo lo que es capaz de expresar por medio de palabras. Cuántas veces ha tenido uno que escuchar afirmaciones del estilo de: «¡El pobre Espíritu Santo, tan solo!»; que es como decir que debemos sentir lástima de El, porque nosotros no le dedicamos suficiente atención, y tiene que contentarse con la compañía del Padre y del Hijo.

Podríamos objetar que esto es una auténtica estupidez, que sólo saldrá de los labios de un católico sin ninguna formación. Bien, pero el católico sin ninguna formación es, en muchas ocasiones, una persona de gran cultura profesional: uno se ha encontrado con muchos catedráticos de Universidad... Fue un católico muy importante el que, al preguntársele cómo era posible que en Dios hubiera tres personas, respondió: «Dios es omnipotente, y puede haber en El tantas personas como quiera». Como miembro de la «Catholic Evidence Guild», que organiza reuniones al aire libre en Hyde Park y por toda Inglaterra, soy uno de los encargados de examinar a los candidatos que se unen a la asociación, para entrenarlos para su trabajo. Incluyo a continuación un tipo de conversación del que he sido testigo frecuentemente:

Se pregunta al candidato si Dios murió en la cruz; inmediatamente responde lo correcto: «Sí». Entonces se le pregunta: «Y ¿qué ocurrió con el Universo mientras Dios estaba muerto?». En casi todos los casos, la respuesta es que no fue Dios el que murió en la cruz, sino sólo la naturaleza humana de Cristo; lo cual constituye una de las formas de la herejía nestoriana, condenada hace más de mil quinientos años por el Concilio de Efeso. Con todo, incluso los católicos formados siguen cayendo en ella con esa respuesta inadecuada. Esa es la respuesta de casi todos, pero, de vez en cuando, se obtiene otra variante: «La segunda Persona fue la única que murió en la cruz; las otras dos sobrevivieron y mantuvieron el Universo hasta su resurrección». Como concepto de la Santísima Trinidad, hay que reconocer que supera los límites imaginables de la fantasía.

He escogido estos tres ejemplos entre docenas de ellos, cada uno de los cuales muestra el hecho penoso de que con frecuencia los laicos católicos dan la impresión de no conocer la doctrina de la Santísima Trinidad, ni, por supuesto, de hacer que alguien la acepte. Pero esa Santísima Trinidad es Dios; lo que no es la Trinidad no es Dios. ¿Cómo puede, entonces, luchar con éxito un soldado de la Iglesia en esas condiciones?

Hay una parte de la humanidad con la que nuestro fracaso al intentar explicar inteligentemente la Santísima Trinidad se hace especialmente desastroso y rotundo: los judíos. Para el judío, monoteísta hasta los tuétanos, nombrarle la doctrina de la Trinidad es como «nombrarle la bicha». Precisamente porque parece negar la unicidad de Dios que ha defendido durante siglos y aún milenios. Si se le ocurre preguntar a un amigo católico sobre ella, o bien se niega a decirle nada, o bien se embarca en una explicación que dejará al judío convencido de que, en realidad, los católicos creemos en tres Dioses, ya que llamamos Dios al Padre, Dios al Hijo y Dios al Espíritu Santo, y ha sido totalmente incapaz de arrojar alguna luz acerca de cómo los tres pueden ser un solo Dios.

No estoy diciendo, por supuesto, que todos los laicos debamos ser capaces de hacer una exposición teológica detallada sobre tal o cual dogma de la Iglesia. Pero no cabe duda de que habremos fracasado como soldados si no fuésemos capaces de hablar de ellos racionalmente, con la suficiente convicción de su significado y de su importancia como para hacer al menos que los demás se interesen por los mismos, e incluso que les hagan acercarse a un sacerdote para una formación más completa.

Podemos consolarnos —nosotros, los laicos— pensando que la Teología es sólo para el clero, y que nosotros ya hacemos bastante con dar buen ejemplo. Ahora bien, ¿qué clase de soldado sería aquel cuyo deber se limitase a dar buen ejemplo? Tiene un gran valor el hacerlo, sin duda, pero no basta con eso. Impresionamos con frecuencia a los no-creyentes con nuestra bondad, simpatía o humildad, hasta el punto de que llegan a preguntarse si pueden deberse a algo relacionado con nuestra religión. El siguiente paso es que nos pidan que expliquemos nuestra religión. Si les respondemos inteligentemente y tenemos éxito, todo irá bien, y la historia puede acabar con el no-creyente recibiendo catequesis; pero si no le respondemos adecuaaamente, el no-creyente seguirá tan convencido como antes de la bondad de los católicos, pero pensará que esa bondad no tiene nada que ver con su religión.

La experiencia parece demostrar que nosotros, los laicos, no adoctrinamos mucho en la verdad a las personas que tratamos; y lo más notable de ese fallo en el adoctrinamiento es que no tenemos la sensación de estar faltando a nuestro deber. Si se forma un grupo en cualquier parte —en nuestra ciudad, en un tren, en un barco, o en un avión—y en ese grupo ocurre que hay un comunista, todo el mundo se entera en seguida; si hay un católico, lo más probable es que nadie lo descubra. Al comunista le consume la pasión de extender la doctrina que considera verdadera; pero no ocurre lo mismo con el católico. No quiero decir que amemos nuestra fe menos que el comunista el marxismo; hay una prueba más significativa que estar dispuesto a ganar adictos: estar dispuesto a morir. Y los católicos han demostrado siempre tener esa disposición en grado heroico. También hoy día, en aquellas partes del mundo en las que para mantener la fe hay que dar la vida, la Iglesia tiene sus mártires. Pero en la mayor parte de la tierra esas circunstancias no se dan; lo que la Iglesia necesita entonces de nosotros no es nuestra vida, sino nuestro testimonio, el testimonio de nuestra vida y de nuestra palabra.

¿Por qué fracasamos los laicos a la hora de dar testimonio con nuestra palabra? A casi todos nos gustaría dar a conocer la verdad; tal vez no tanto para arrastrar a otros a compartirla —cosa que no nos pasa por la cabeza con facilidad—pero sí, por lo menos, para defenderla cuando es atacada. Entonces, ¿por qué nos callamos? Generalmentet porque tenemos la impresión de no saber lo suficiente, y tememos no ser capaces de ganar una discusión, lo cual es probablemente cierto. Pero ¿por qué no estamos preparados para cumplir un deber tan urgente? Porque muchos católicos no se han dado cuenta de la naturaleza de esta guerra ni de lo mucho que pueden ayudar para ganarla.

No ver algo tan evidente significa no haber utilizado los ojos, y «si no utilizamos los ojos para ver, acabaremos utilizándolos para llorar». Sabemos que la Iglesia acabará triunfando. Pero puede fracasar en un tiempo y lugar determinados; y en nuestro tiempo y lugar no lleva, desde luego, las de ganar: requiere demasiados conocimientos bélicos predecir el resultado de una guerra en la que un gran número de soldados no luchan, ni saben que están participando en una guerra. Los oficiales son importantes, y la obediencia a ellos también. Pero un ejército en el que sólo luchan los oficiales no parece que vaya a salir victorioso de ninguna guerra, y mucho menos en esta guerra que la Iglesia mantiene para ganar las almas de los hombres; porque la gran mayoría de la gente a la que tratamos de ganar jamás se encontrará con un oficial, ni oirá su voz. Nos encuentra a nosotros, pero tampoco nos oye.

* * *

El laico no es sólo soldado: es, ante todo, hombre; como en todas las guerras, las virtudes que tenga como soldado dependerán de las virtudes que tenga como hombre. Hemos hablado de lo que el católico debería hacer para ayudar a otros a salvarse; ahora vamos a referirnos a lo que debe hacer, en el terreno doctrinal, para su propio bienestar espiritual, para su crecimiento como miembro del Cuerpo de Cristo. Para ello, vamos a comenzar por lo más elemental.

Cada hombre es una unión de espíritu y materia, de alma y cuerpo. Hasta aquí, no hay distinción entre el laico y el sacerdote; los dos tienen la misma estructura humana y las mismas necesidades. Como objeto material, el cuerpo del sacerdote no se distingue en nada del laico: los dos necesitan alimento, y perecerían sin él; los dos necesitan luz, y no podrían ver si ésta faltara.

Todo esto es tan evidente, que pudiera parecer que estoy exagerando mi promesa de empezar por lo más elemental. Lo anterior parece demasiado obvio para que haga falta decirlo. Con todo, nos lleva a una conclusión que, siendo igualmente obvia, los laicos no tenemos siempre en cuenta: sabemos que, como objeto material, el cuerpo del sacerdote no difiere del del laico; pero no comprendemos siempre que, como objeto espiritual, el alma de un sacerdote y el alma de un laico no son diferentes: cada una es un espíritu, principio de vida del cuerpo, los dos tienen las facultades de inteligencia y voluntad, ambos están en contacto con el mundo exterior a través de los sentidos. Por lo tanto, ambos tienen las mismas necesidades; las mismas necesidades personales, no las mismas necesidades por razón del cargo: el sacerdote tiene un ministerio que no corresponde al laico, con sus propias obligaciones y deberes. Pero en lo que se refiere a las necesidades de su alma como tal, no hay distinción.

De esta manera, tomando los ejemplos más evidentes, todas las almas, de laicos o de sacerdotes, necesitan el Bautismo, la Confirmación, la Penitencia, la Eucaristía o la Unción de Enfermos. Dado su especial ministerio en la Iglesia, el sacerdote necesita el sacramento del Orden; dada su función, de grado menor, pero de la que la misma continuidad de la Iglesia depende, si el laico quiere fundar una familia necesita el sacramento del Matrimonio.

Y todas las almas humanas, por el hecho de serlo, necesitan la verdad, la verdad revelada. El sacerdote, junto con la misión de enseñarla, tiene un deber mayor de aprenderla y dirigir su difusión. Pero, como bien para uno mismo, la verdad revelada es igualmente buena para todas las almas; todas resultan perjudicadas si no la poseen, o si la poseen menos de lo que podrían.

La verdad no es sólo un arma que deba utilizarse en la lucha por ganar otras almas: es alimento y luz para la inteligencia; nuestra propia mente sufriría, ceguera e inanición sin ella.

Es alimento; nuestro Señor citó del Deuteronomio: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». La palabra de Dios —mandatos para nuestras acciones, verdades para nuestra inteligencia— da más vida, alimenta más que el pan que alimenta al cuerpo. La inteligencia existe para conocer la verdad, ninguna otra cosa es capaz de alimentarla; y las verdades divinas están por encima de la capacidad de la inteligencia para alcanzarla. Sólo puede conocerlas y, por lo tanto, alimentarse con ellas, si Dios se las revela. Una de las características del alimento es que sólo alimenta a quien lo toma: nosotros no nos alimentamos de lo que comen los demás, sólo las verdades que la inteligencia ha digerido son capaces de alimentarnos. Pues bien, la Teología que conocen los teólogos no puede alimentar al laico hasta que el mismo laico también la conoce. Y la necesidad personal que tiene de alimentarse es tan grande como la de los teólogos.

La verdad es alimento; pero también es luz: si la poseemos, vemos la realidad tal como es, vivimos mentalmente en un mundo real. ¿Cómo podemos ver la realidad tal como es? La mayor parte de ésta no puede ser contemplada por los ojos del cuerpo: nuestros ojos materiales no ven a Dios, ni el mundo espiritual, ni el mundo futuro; y aunque la mente, utilizando sus facultades naturales, pueda llegar a ver algo de esto, nunca pasará de ser una porción mínima de la realidad. La mayor parte sólo puede ser conocida si Dios la revela. Aquellos que no conocen lo que sólo puede conocerse a través de la Revelación, están viviendo fuera de la realidad; lo temible es que piensan que, por el contrario, la conocen en su plenitud.

Así, el hombre totalmente apartado de la verdad revelada vive a oscuras y sin alimento. El católico jamás podrá encontrarse en esa extrema indigencia: tiene la Sagrada Eucaristía para alimentarse, y sabe por lo menos un poco de las verdades reveladas, que no ha tenido más remedio que conocer. Pero si no ha alcanzado a ver lo que la doctrina lleva consigo y le ofrece, estará, todo lo más, viviendo en condiciones de subalimentación y a media luz. Entre el no-creyente que niega la doctrina de la Trinidad y el católico que la acepta, pero que no sabe lo que significa, la diferencia no es tan grande como nos gustaría que fuese. Aceptar la doctrina como verdadera —e incluso consagrarse a ella— sin aceptar realmente lo que significa, impide que nos alimente e ilumine.

En ese caso, nos encontramos con alguien que religiosamente es analfabeto. Antes de que se inventase la imprenta, ser analfabeto era lo más corriente; incluso los nobles y los reyes no sabían leer; sólo los clérigos sabían. En el mundo civil, esa condición acabó hace tiempo; pero en el orden religioso sigue existiendo: sólo los clérigos saben. Hay algunos laicos que saben, por supuesto, pero en proporción demasiado pequeña para alterar la regla general.

Esa situación era detestable cuando todo el mundo era analfabeto, en todos los sentidos. Pero lo que contemplamos ahora es más extraño aún y también más peligroso: ser culturalmente docto y religiosamente analfabeto produce un desequilibrio en el hombre. Se encuentra éste con dos ojos desenfocados: uno enorme que ve la vida como el mundo la ve, y otro minúsculo, que la contempla de acuerdo con lo que nos enseña la fe. La tentación evidente es cerrar uno de los dos; naturalmente, el más pequeño.

Cuando queremos defendernos, decimos que no es necesario que el laico sepa Teología, pues sólo el amor es esencial. Pero, ¿cómo es posible amar a Dios y no desear saber todo lo que se pueda acerca de El? El amor lleva al conocimiento, y el conocimiento sirve al amor. Así, cada verdad que aprendemos de Dios es una nueva razón para amarle. Después de todo, la razón para amar a Dios no es que nuestros maestros le amasen y nos hayan transmitido ese amor: la razón es que Dios es un Dios amable; y sólo podemos darnos cuenta de que es amable si le conocemos. El amor debe manifestarse en los sentimientos, pero no está basado en ellos; el amor no existe totalmente ni es invulnerable mientras no esté acompañado por el conocimiento.

Y esto, que se refiere al amor de Dios, puede aplicarse a todos los demás amores: también al amor a nuestro Señor y a Su Madre, por ejemplo; también al amor a la Santa Misa. La función suprema del laico es su participación —pequeña en comparación con la del sacerdote, pero real— en el sacrificio de la Misa. En cambio, ¿cuántos de nosotros vemos en ello nuestro acto más sublime? Muchos no creemos que haya necesidad de ir a Misa entre semana si por cualquier motivo no vamos a poder comulgar.

Detengámonos en la expresión «ir a Misa». Es increíblemente inadecuada: da a entender que con haber ido ya es suficiente. Por el contrario, se supone que debemos hacer algo más que estar sentados, de pie o de rodillas con devoción durante la Misa: tenemos que ofrecer. Y si no nos hemos dado cuenta del significado de lo que la Iglesia nos enseña sobre la Santísima Trinidad, la Encarnación y la Redención, no sabremos ni qué se ofrece en la Misa, ni a quién se ofrece, ni porqué se ofrece: no sabremos lo que estamos haciendo, situación increíble para aquel que tiene que ofrecer algo.

Volviendo a nuestra primera cuestión, ¿qué clase de soldado sería un católico sin formación? Dando tumbos en la oscuridad, sin darse cuenta siquiera de que está andando en tinieblas, subalimentado sin sentir hambre, no está en condiciones de dar a conocer a otros la realidad. Sólo los laicos que viven de lleno en la realidad están en condiciones de hacérsela ver a los demás y de convencerlos de la necesidad que tienen de vivirla ellos también. Este es el combate que mantiene la Iglesia.
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* Discurso pronunciado por el autor en el II Congreso Mundial del Apostolado Laico en Roma. Algunas de sus frases pueden encontrarse en otras partes del libro.