XVIII. LA EUCARISTIA Y LA SANTA MISA


La presencia real

La Sagrada Eucaristía es el Sacramento: el Bautismo existe para ella, y los otros son enriquecidos por su existencia: todo el ser se alimenta de ella. Precisamente, es comida, lo que explica por qué es el único sacramento previsto para recibirse cada día. Sin él, una de las peticiones del Padrenuestro —«el pan nuestro de cada día dánosle hoy»— perdería todo su significado.

Muy al principio de su ministerio —como nos narra San Juan en el capítulo VI de su Evangelio— hizo nuestro Señor la primera promesa. Acababa de realizar Su milagro tal vez más famoso: la primera multiplicación de los panes y los peces. Al día siguiente —en la sinagoga de Cafarnaúm, a orillas del mar de Galilea— pronunció un discurso que debe ser leído una y mil veces. De él son las frases siguientes: «Yo soy el pan de vida»; «Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo. El que coma de este pan, vivirá eternamente, y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo»; «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él»; «El que me coma vivirá por mí».

A pesar de ver cómo muchos de Sus discípulos se horrorizaban por lo que estaba diciendo, prosiguió: «El espíritu está pronto, mas la carne es flaca». Ya sabemos lo que esto último quiere decir: cuando afirmaba que deberían comer Su carne, no se refería a la carne muerta, sino a Su Cuerpo lleno de vida, con el alma en él. De alguna manera, Él sería el alimento para la vida del alma. No hace falta decir que nada de esto tenía sentido para los que lo escucharon por primera vez; muchos dejaron de ser discípulos suyos: le dejaron sin más, pensando —probablemente— que el hombre que les pedía que comieran su carne estaba loco. Como Jesús preguntó a los Apóstoles si ellos querían también marcharse, San Pedro dijo una de las frases más conmovedoras que haya podido pronunciar un hombre: «Señor, ¿a quién iríamos?» No tenía la más mínima idea de lo que el Señor acababa de explicar; pero tenía una fe total en el Maestro, y esperaba llegar a comprenderlo algún día.

No hay ningún indicio de que el Señor volviera a hablar del tema hasta la última Cena. Entonces todo quedó maravillosamente claro. Lo que dijo e hizo entonces nos lo cuentan San Mateo, San Marcos y San Lucas, así como San Pablo (1 Cor X-XI, especialmente XI, 23-29). San Juan, que nos ha dejado la narración más extensa de la última Cena, no menciona la institución de la Eucaristía: su Evangelio fue escrito treinta años más tarde que el resto, para una Iglesia que había estado recibiendo el Cuerpo y la Sangre del Señor durante más de sesenta años. En cambio, sí que cuenta con todo detalle el discurso de la primera promesa de nuestro Señor, al que acabamos de referirnos.

Estas son las palabras de San Mateo sobre la institución del sacramento: «Jesus tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: tomad y comed, esto es mi cuerpo. Y tomando el cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: bebed todos de él, porque esta es mi sangre de la nueva alianza, que será derramada por muchos para la remisión de los pecados».

Vamos a examinar a fondo estas palabras, ya que tienen que ver con el alimento que nos da la vida; lo que vamos a decir sobre «esto es mi cuerpo» puede aplicarse también a «esta es mi sangre». El significado de la palabra es está suficientemente claro. Con todo, hay quienes se empeñan en cambiarlo, diciendo que —en realidad— quiere decir «esto representa mi Cuerpo». ¿No es como para desesperarse? A nadie que hable con propiedad se le ocurrirá decir lo uno en vez de lo otro, y menos a nuestro Señor, y menos aún en ese momento.

La palabra esto, en cambio, puede ser más conflictiva. Si hubiera dicho «he aquí mi cuerpo», podría haber querido decir que —de alguna manera misteriosa— Su Cuerpo estaba ahí junto al pan, que se veía tan claramente. Pero dijo «esto es mi cuerpo», esto que estoy cogiendo con mis manos, esto que parece pan y no lo es, esto que era pan antes de que lo bendijese, esto se ha convertido en mi cuerpo. De modo similar, esto, que era vino, que parece vino, no lo es; se ha convertido en mi sangre.

El tipo de alimento que requiere cada clase de vida se adecúa a su condición: así, el del cuerpo es material y el de la inteligencia mental. Pero la vida de la que estamos hablando es la de Cristo en nosotros: su único alimento posible es, pues, Cristo. Tanto es así, que no tendría sentido pretender alcanzar la gracia —que mantiene la vida de Cristo en nosotros— si la Eucaristía no fuese el mismo Cristo.

Nuestro Señor nos ha conseguido una unión con Él mayor que la tuvieron los Apóstoles conviviendo tres años, que la de María Magdalena cuando se le echó a los pies después de la Resurrección. Dos de las frases del pasaje de San Pablo al que antes nos hemos referido merecen especial mención: «Quien come el pan o bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor», y «Porque el pan es uno, somos muchos o en un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan»; esto último nos recuerda que la Eucaristía no es útil sólo para el alma de cada uno, sino también para la unidad del Cuerpo Místico.

Entiendo que haya gente incapaz de creer que un hombre pueda darnos a comer su carne, porque no logre comprenderlo; pero ¿qué necesidad hay de cambiar el significado diáfano de las palabras?

Para el católico, en cambio, no hay nada más sencillo: lo entienda o no, siente la seguridad de Pedro en que sólo Aquel que prometió darnos a comer Su cuerpo tiene palabras de vida eterna. Volvamos de nuevo a esas palabras: el pan no se convierte en la totalidad de Cristo, sino sólo en Su cuerpo; el vino tampoco, sino sólo en Su sangre. Pero Cristo vive, la muerte ya no tiene dominio sobre Él. El pan se convierte en Su cuerpo, pero allí donde está Su cuerpo, está Cristo; el vino se convierte en Su sangre, pero ésta es inseparable de Su cuerpo, pues lo contrario significaría la muerte: donde está Su sangre, allí está Cristo. Donde están Su cuerpo o Su sangre, allí está Cristo con Su cuerpo, Su sangre, Su alma y Su divinidad. Esto es lo que nos dice la doctrina de la presencia real del Señor bajo las especies eucarísticas.

La transubstanciación

Junto a la presencia real —en la que creemos y nos gozamos por la fe— está la doctrina de la transubstanciación, que nos permite explicar lo que ocurre cuando el sacerdote consagra el pan y el vino, para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Por ahora, debemos contentarnos con la simple definición de substancia y accidentes, y la distinción entre ambos; sin ello no podríamos entender la transubstanciación. Una vez más, vamos a referirnos sólo al pan, si bien todo lo que digamos de éste puede, en principio, aplicarse también al vino.

Contemplemos el pan que el sacerdote utiliza para la consagración: es blanco, redondo y tierno. La blancura no es esencial en el pan, sino sólo una de sus cualidades, que puede darse o no; lo mismo ocurre con las otras dos características mencionadas. Hay algo que tiene esas propiedades, cualidades o atributos, que los filósofos llaman accidentes. Así, vemos que es blanco y redondo; si lo tocamos, nos damos cuenta de que está tierno; también podemos olerlo, y percibir el estupendo olor del pan recién hecho, pero éste no es tampoco el pan, sino otra de sus propiedades. Debe haber algo en donde éstas se den; podemos también intentar encontrarlo a través del sentido que falta —el del gusto— pero sólo percibiremos su efecto sobre el paladar.

En otras palabras: todo lo que percibimos a través de los sentidos —aunque utilicemos los instrumentos que el hombre ha inventado para aumentar su potencia— no pasará de ser una cualidad, propiedad o atributo; ningún sentido es capaz de percibir ese algo que posee todas esas cualidades. Pues bien, ese algo es lo que los filósofos llaman substancia; todo lo demás son accidentes poseídos por ésta. Esto es cierto para el pan y es cierto para cualquier cosa creada. La mente puede por sí sola conocer que la substancia es aquello que, según le dice su experiencia, es capaz de poseer un determinado conjunto de accidentes. Pero en estos dos ejemplos, el pan y el vino de la Eucaristía, la mente no actúa por sí sola. Por la Revelación de Cristo, sabe que la substancia ha sido cambiada por la de Su Cuerpo en un caso, y por la de Su Sangre, en el otro.

Los sentidos no son capaces de percibir la nueva sustancia que resulta de la consagración, como no eran capaces de percibir la sustancia anterior. No podemos cansarnos de repetir que los sentidos sólo pueden percibir los accidentes, y lo que la consagración cambia es la sustancia; los accidentes permanecen intactos: lo que antes era vino y ahora es la sangre de Cristo, por ejemplo, sigue teniendo el mismo olor de vino y su mismo poder de intoxicación. En ocasiones, uno tiene que escuchar —tan dolido por su sacrilegio como asombrado por su ignorancia— que algún científico ha examinado detenidamente en su laboratorio pan consagrado y ha concluido —triunfalmente— que no se observa ningún cambio: no hay distinción entre ése y cualquier otro tipo de pan. ¡Vaya un descubrimiento! Nosotros podríamos haberle dicho exactamente lo mismo sin la ayuda de ningún aparato, ya que éstos sólo pueden examinar los accidentes, y forma parte de la doctrina de la transubstanciación que los accidentes no cambian en absoluto. Lo realmente sorprendente y desconcertante sería que hubiera encontrado algún cambio.

Los accidentes, por tanto, permanecen inalterables; pero no, por supuesto, como accidentes del cuerpo de Cristo: Su cuerpo no es blanco, redondo y tierno. Los accidentes que eran antes poseídos por las sustancias del pan y del vino, son mantenidos ahora en la existencia por la sola voluntad de Dios.

¿Qué se puede decir, entonces, del cuerpo de Cristo, que sólo está presente de modo sacramental? Debemos dejar el análisis filosófico de esto para cuando hayamos alcanzado un nivel superior en nuestro estudio. Todo lo que podemos decir por el momento es que Su cuerpo está totalmente presente, aunque —como nos recuerda, entre otros, Santo Tomás— no tenga extensión. Por último, hay un elemento de la doctrina referente a la presencia real que merece ser señalado: el cuerpo de Cristo permanece realmente presente en el interior de quien comulga el tiempo que tarden en desaparecer los accidentes; es decir, hasta que, según la actividad normal de nuestro cuerpo, éstos se hayan modificado lo bastante como para no ser accidentes del pan o del vino, respectivamente.

Este breve esquema de la doctrina de la transubstanciación tal vez sea demasiado lacónico. Pero como otros temas, en este libro sólo podemos exponerlo en sus principios; el lector tiene mucho por delante para profundizar en ello más extensamente.

La Comunión en una sola Especie

De ordinario, el católico recibe la Eucaristía sólo en la forma de pan —lo que se llama Comunión bajo una especie—, pero no se siente frustrado por ello. Como hemos visto, al recibir el cuerpo de Cristo recibimos también su sangre, ya que ambos son inseparables; recibimos a nuestro Señor total y enteramente, ya que vive para siempre. Con todo, podemos tener la desagradable sensación de que, después de todo, nuestro Señor instituyó la Comunión bajo las dos especies en la Ultima Cena, y ordenó que así se hiciera siempre a los primeros que la recibieron.

Efectivamente, la Comunión se ha administrado bajo las dos especies en el pasado, y se hace ahora entre los católicos de rito oriental. Pero, para los de rito latino, se ha venido administrando bajo una sola especie desde hace mucho tiempo. La razón es, en pocas palabras, que no estamos en la Última Cena. Fueron precisamente los Apóstoles, los que —como primeros presbíteros de la Iglesia— recibieron ese encargo del Señor: Después de haberles dado a comer Su cuerpo y a beber Su sangre, añadió: «Haced esto en conmemoración mía» (1 Cor 24 •y 25). Estaba hablando a los que —a través de los tiempos— repitieron lo que El acababa de hacer: consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el cuerpo y la sangre del Señor.

Los laicos recibimos la Eucaristía porque así lo dejó dicho Jesús, ya en Galilea: debemos recibir Su cuerpo y Su sangre; recibiendo uno, recibimos ambos. Habitualmente es sólo el sacerdote, que ofrece el sacrificio y consagra, quien comulga bajo las dos especies; incluso un sacerdote, si no es el que celebra, recibe sólo una especie. La doble consagración, que lleva consigo la doble recepción del sacramento es, pues, exclusiva del que ofrece el Sacrificio de la Misa.

El Sacrificio de la Misa

En el Calvario, Cristo Señor nuestro se ofreció Él mismo como sacrificio en redención de la raza humana. Habían existido sacrificios antes que el del Calvario, miles y miles de ellos: sombras, figuras o, a menudo, distorsiones del sacrificio del Calvario, pero ninguno tan perfecto como éste.

A pesar de todo, los anteriores muestran la intuición del hombre, como una especie de instinto de que debían de elegir algo, de vez en cuando, entre todo lo que Dios les había dado, y devolvérselo; cosas que el hombre podía haber destinado a su uso y, en cambio, se las ofrecía a Dios, haciéndolas, sagradas (esto quiere decir sacrificio). Por sí mismo, significa el reconocimiento de que todo es de Dios; esto sería cierto aún en el caso de que no existierá el pecado, y los hombres han tenido siempre el deseo de manifestar esa verdad a través del sacrificio. Pero el pecado añadió a éste un nuevo elemento: por él, el sacrificio incluiría la destrucción del objeto ofrecido (generalmente un animal).

Podemos estudiar estos sacrificios, tal y como eran antes de que el Calvario los perfeccionara y acabara con ellos, en el Templo de sacrificios de los judíos, el pueblo elegido. Todo el Antiguo Testamento está lleno del olor de animales sacrificados y ofrecidos a Dios. Tanto la muerte como el ofrecimiento —inmolación, oblación— del animal eran necesarios. Ahora bien, así como el ofrecimiento era hecho siempre por el sacerdote, no eran ellos los encargados de matarlo; por lo general, se encargaban de eso los sirvientes del Templo, ya que no era la muerte lo que hacía sagrado el objeto, sino el ofrecimiento de éste. Lo esencial del sacrificio era que el sacerdote ofrecía el animal sacrificado.

Con Cristo, el sacrificio llegó a su máxima perfección, ya que el sacerdote —Cristo— era perfecto, como perfecta era la víctima —Él mismo—. Se ofreció a sí mismo, muerto; pero no fue Él quien se mató: le mataron otros, aquellos de los que —en verdad— se puede decir que eran sus enemigos.

Además, su acción fue completa y única y para siempre, llevada a cabo de una vez por todas, no sería repetida jamás. Cumplió principalmente tres fines: reparó por el pecado del hombre, restauró la unión entre éste y Dios, y nos abrió las puertas del Cielo para siempre... «El es la propiciación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1 Jn II, 2).

Con tal plenitud, ¿quedaba algo por hacer? Sí, algo quedaba por hacer: Cristo sigue actuando de parte de los hombres, como nos indica la Epístola a los Hebreos (IX, 24): Cristo entró «en el mismo Cielo, para comparecer ahora en la presencia de Dios para interceder en favor nuestro por nosotros». Antes de eso, la misma Epístola nos dice (VII, 25): «Vive siempre para interceder por nosotros». Esta es la respuesta a la pregunta que nos hacíamos: no es que falte algo a lo que ocurrió en el Calvario, sino que resta aplicar a cada hombre ese sacrificio: que cada uno reciba lo que nuestro Señor consiguió para toda la humanidad.

La «intercesión» de la que acabamos de hablar —¿hace falta decirlo?— no es un nuevo sacrificio, sino mostrar a Dios el sacrificio del Calvario. La Víctima, que murió una vez, y ahora es inmortal, comparece ante Dios, con las señales del sacrificio aún en su cuerpo: es «Un Cordero de pie, corno si estuviese degollado» (Apoc V, 6).

Ya estamos en mejores condiciones para entender el Sacrificio de la Misa. En el cielo, Cristo —que fue sacrificado en el Calvario— está presente ante Su Padre celestial; en la tierra, el sacerdote —por mandato de Cristo, en nombre de Cristo, con el poder de Cristo— ofrece a Dios la Víctima sacrificada una vez en el Calvario. No es tampoco un nuevo sacrificio, sino la renovación incruenta del sacrificio del Calvario, para que la Redención, ganada para la humanidad en él, produzca sus frutos en cada uno de nosotros.

En la Santa Misa, el sacerdote consagra el pan y el vino, que se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo. El Cristo que ofrece, por tanto, está allí real y verdaderamente presente. La Iglesia ha considerado siempre la consagración como la esencia misma de la Misa: es la conmemoración de la Muerte del Señor; Él mismo dijo a los primeros sacerdotes en la última Cena que, cada vez que hicieran lo que Él acaba de hacer, «anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor XI, 26): debían anunciar la muerte de Cristo, recordárnosla, no volverle a matar como Él fue muerto en el Calvario.

El sacerdote ofrece el sacrificio, pero nosotros somos también —a nuestra manera— oferentes. Como tales se nos menciona dos veces en el Ordinario de la Misa. Cuando el celebrante se dirige a la congregación de los fieles en el Orate Fratres, dice «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y  vuestro sea agradable a Dios Padre Todopoderoso». Y, después de la consagración, dice también: «Nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo (plebs tua sancta)... te ofrecemos este sacrificio puro, inmaculado y santo». Si —en Misa— nos consideramos simples espectadores, perdemos la oportunidad de tomar parte en la acción más sublime de la tierra.

Sólo un elemento de la Misa queda por mencionar: nosotros, unidos a los sacerdotes de Cristo, ofrecemos nuestro Señor a Dios. Y Dios nos lo devuelve, para que sea Vida de nuestra vida; eso es la Sagrada Comunión. Dios, al tiempo que conserva para Él a Cristo, lo comparte con nosotros, de forma que Dios y el hombre, cada uno según lo que es, recibamos al Dios-Hombre muerto y resucitado.