X. LA CAIDA

La caída de los ángeles

Todos los seres espirituales, tanto los ángeles como los hombres, son creados por Dios con un mismo destino: la visión beatífica, la visión directa de Dios. Todos ellos necesitan vida sobrenatural, para alcanzar las facultades de entendimiento y amor que ese destino requiere. Y para todos ellos hay un período de tiempo —de crecimiento o de prueba— entre la adquisición de la vida sobrenatural y su fructificación en la visión beatífica. Una vez que se ha visto a Dios como es —con una visión inmediata de la inteligencia y con un amor inmediato por parte de la voluntad—, es imposible que el alma no considere la elección de sí misma en vez de Dios como algo repulsivo y —en el más profundo significado del término— absurdo; a través de ese contacto directo, el alma conoce la bienaventuranza y la dicha completa, por lo que ningún elemento en ella puede concebir el deseo de perderlas. Pero, hasta entonces, la voluntad, incluso cuando vive vida sobrenatural, puede elegirse a sí misma.

Eso fue lo que ocurrió con los ángeles. Dios los creó, dándoles vida natural —espíritus puros que conocen y aman— y una vida sobrenatural; y algunos de ellos, en vez de elegir a Dios, se escogie

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ron a sí mismos. Sabemos que había uno que los dirigía: a éste le llamamos Diablo, y al resto demonios. El primero tiene también los siguientes nombres: Lucifer (aunque esta palabra no aparezca nunca en la Escritura); Satanás, que significa Enemigo; Apolión, que significa Exterminador; Belzebú, que significa Señor de las Moscas. El resto son una muchedumbre maligna y anónima.

No conocemos los detalles de su pecado. Tuvo que ser, como cualquier otra ofensa, una negación de amor, un cambio de la voluntad, que en vez de adherirse a Dios, Bondad Suprema, lo hace al propio «yo». La opinión casi unánime de los teólogos coincide en que fue un pecado de soberbia; todos los pecados suponen seguir los propios deseos en lugar de la voluntad de Dios, pero el de soberbia lleva esto al extremo, a ponerse uno en el mismo lugar que corresponde a Dios, creyéndose el centro del Universo. Es una perfecta locura, y los ángeles lo sabían; pero el saberlo no nos evita pecar a nosotros, como no se lo evitó a ellos. El «qué me importa el mundo, si tengo amor», puede ser también una manifestación de amor propio. Conocer los detalles del pecado de los ángeles constituirá uno de los descubrimientos teológicos secundarios más interesantes de la vida futura.

Los ángeles que se mantuvieron firmes en el amor a Dios fueron admitidos a la Visión Beatífica. El resto tuvo lo que había pedido: la separación de Dios, que los seguía manteniendo en la existencia, fuera de la nada de la que procedían, pero nada más. Hay que hacer notar que su elección fue definitiva, mientras que a los hombres se nos da una oportunidad, y otra, y otra... No ocurrió así con los ángeles. No tenemos experiencia, ni la tendremos nunca, de lo que es ser un espíritu puro, espíritus que no han sido hechos para unirse a un cuerpo, como sucede con el alma; pero los filósofos que han profundizado en este tema han encontrado razones para que la elección de los ángeles tuviera que ser definitiva: una segunda oportunidad no habría tenido sentido.

Las ángeles que pecaron fueron apartados de Dios. Debían saber que esto llevaría consigo sufrimiento. Dios los había hecho, como a nosotros, para estar unidos a El. Su naturaleza, como la nuestra, tiene muchas necesidades, necesidades que sólo Dios puede satisfacer. Todos los seres espirituales necesitan a Dios, como —o mejor dicho, muchísimo más— que el cuerpo necesita la comida, la bebida, el aire. Sin esos alimentos, el cuerpo es atormentado, y acaba por morir. Sin Dios, el espíritu es atormentado, pero no puede morir; se ha apartado de Dios por su propia voluntad de rechazarle, y eso ya no tiene remedio: su amor propio es demasiado monstruoso. Ha perdido a Dios, que era el único que podía satisfacer sus necesidades, y la manifestación de su gloria le mostrará la poca cosa que él es. Unirse a Dios supondría crucificar el amor propio, que es lo único que le queda.

Se puede decir mucho más acerca del infierno, por lo que más adelante nos volveremos a referir a él; pero su esencia es ésa. Por el momento sólo queda una cosa por añadir: el infierno no es sólo un lugar en el que uno se atormenta a sí mismo; es también un lugar de odio. El amor, como todo lo bueno, tiene su origen en Dios. Separado de su fuente, se va extinguiendo y muere. Es como si la luna, queriendo su luz, rechazara al Sol. El infierno es puro odio: odio a Dios, odio a los demás, odio a todas las criaturas de Dios, y especialmente a aquellas que han sido hechas según la imagen odiada.

La caída de Adán

Dios creó al hombre con la vida natural del alma y el cuerpo, y con gracia santificante, por la que Dios habita en el alma y derrama sobre ella la vida sobrenatural. Además, otorgó al hombre dones preternaturales que, más que dones sobrenaturales, son perfecciones de la naturaleza, para protegerle del daño o la destrucción. Cabe resaltar entre estos últimos los de inmunidad ante el sufrimiento y la muerte, así como la integridad. Esta es tal vez la que más añoramos, pues significaba que la naturaleza del hombre estaba ordenada: el cuerpo sujeto al alma, las potencias inferiores de la misma a las superiores, los hábitos naturales en completa armonía con los sobrenaturales, y el hombre en su totalidad unido a Dios.

El punto de unión, para el primer hombre como para el resto de los seres espirituales, estaba en la voluntad, facultad que ama y decide; y decidió romper esa unión: pecó, desobedeciendo un mandato divino. No conocemos los detalles del pecado —que el Génesis describe diciendo que comió del fruto prohibido, lo cual no estamos obligados a tomar en sentido literal—, pero sí sabemos dos cosas acerca del mismo.

El hombre cayó al ser tentado por Satanás; fue ése el primer combate de una guerra que aún no ha concluido, y que no acabará mientras haya hombres en la Tierra.

Y el argumento que empleó Satanás al tentar fue el de que, si desobedecían, serían como Dioses. El diablo debió darse cuenta de la ironía que eso encerraba: la soberbia, que le había perdido a él, perdería también al hombre.

Por lo que se refiere a Adán como individuo, los resultados pueden ser enunciados y comprendidos con sencillez. Una vez interrumpida la unión  con Dios, la vida dejó de fluir. Perdió la gracia santificante; sobrenaturalmente hablando, había muerto.

También perdió los dones preternaturales: ahora podía sufrir, estaba sujeto a la ley natural de la muerte, y, lo que es peor, había perdido la integridad, la subordinación de las potencias inferiores a las superiores, al rechazar su propia subordinación a Dios. A partir de entonces, cada elemento dentro del hombre actuaría para lograr una recompensa concreta, inmediata y distinta de la que buscasen los demás: la guerra civil en el interior del hombre había comenzado.

Para Adán, como persona aislada, el futuro era igualmente sencillo: podía arrepentirse y volver a Dios; El renovaría el contacto y la gracia santificante retornaría. Pero el nuevo hombre era muy distinto del anterior al pecado. No le serían devueltos los dones preternaturales ni, por tanto, la integridad. El nuevo hombre contemplaría la constante lucha de sus potencias, que tan pronto se apartan de Dios como vuelven a El y recobran entonces la gracia. Para imaginarnos esta situación, no tenemos más que mirarnos en el espejo.

Pero Adán no era sólo un hombre. Era el hombre, en el que estábamos representados todos los demás. Para los ángeles, la prueba había sido individual: los que cayeron lo hicieron por decisión propia; pero la raza humana fue probada y cayó por medio de un solo hombre, que representaba al resto. En su desgracia estábamos comprendidos todos los demás hombres, hasta el fin del mundo. Se han hecho muchas bromas acerca del «desdichado incidente de la manzana»; pero, bromas aparte, hay algo de tragedia en ello.

Con todo, la diferencia entre la prueba de los hombres y la de los ángeles, no es lo importante. La raza angélica no pudo ser probada en un solo individuo por el mero hecho de que no existe tal raza. Mientras que los hombres somos procreados —otros nos dan el ser— y por eso estamos relacionados unos con otros. No ocurre así con los ángeles. Cada uno de ellos es creado total y enteramente por Dios; no tienen otro ángel al que puedan llamar padre. Nuestras almas son creadas por Dios, pero, en lo que se refiere al cuerpo, todos somos descendientes de Adán. Y, con él, todos caímos. Pero, ¿cómo es esto posible? ¿Cómo pudo afectarnos a nosotros su pecado? Esta es la cuestión, y debemos agradecer todas las luces que nos sean dadas para comprenderla.

Evidentemente, debe haber algo en esa solidaridad de la raza humana, que Dios ve con claridad y nosotros no, para que considerase dicha raza como una unidad. Tenemos, eso sí, una cierta noción de la parte de responsabilidad que nos corresponde en los asuntos de los demás —del padre que toma las decisiones en la familia, o del gobernante en la nación— que explican que la decisión de un solo hombre pueda afectar a otros. Pero, si pensamos en la totalidad de los hombres, no vemos esa solidaridad tan clara: el extranjero nos resulta extraño, más aún el que ya ha muerto, y mucho más todavía los que no han nacido. Pero ninguno de ellos es un extraño a los ojos de Dios, quien no sólo crea a todos los hombres sino que, además, los crea a su imagen y semejanza. Dios ve a la raza humana, cuyos miembros ha creado uno a uno, como una unidad —de la misma manera que nosotros podemos verla en una familia, o en cada persona—. El hecho de su número y variedad, miríadas y miríadas de hombres, no es obstáculo para la visión del Dios eterno y omnisciente.

Consecuencias de la caída de Adán

De esta manera, todos los hombres estábamos comprendidos en la catástrofe del pecado de Adán. Nacemos teniendo sólo la vida natural, sin vida sobrenatural que nos proporcione la gracia santificante. Eso fue lo principal que Adán perdió para sus descendientes.

No obstante, conviene precisar aquí lo siguiente: tendemos a pensar que si Adán no hubiera pecado, habría conservado la gracia y nosotros la habríamos heredado. Pero la gracia está en el alma, y el alma no la heredamos, sino que es creada individualmente. La obediencia de Adán era la condición para que nosotros llegásemos la existencia con la gracia, además de la naturaleza. Al desobedecer, la condición no se cumplió y nosotros nacemos sin gracia santificante.

Eso significa nacer con el pecado original, que no debe ser marginado como una mancha en el alma, sino más bien como la ausencia de la gracia, sin la cual no podemos —como ya hemos visto— alcanzar el objetivo para el que Dios había destinado al hombre. Podemos obtener la gracia más tarde, pero comenzamos a vivir sin ella, sólo con la naturaleza.

Además, esa naturaleza no es como la que poseía Adán antes de incumplir la condición, sino como la que tuvo después. El don de la integridad, que aseguraba la armonía de las potencias naturales del hombre, ha desaparecido. Cada una de nuestras potencias busca su propio beneficio, y cada una de nuestras necesidades su propia e inmediata satisfacción; nuestras potencias no están subordinadas a la razón, ni la razón a Dios, capaz de unificar toda nuestra lucha; en cambio, en cada uno de nosotros tiene lugar constantemente una verdadera guerra civil.

Los puntos más afectados por ese desorden son principalmente dos: las pasiones y la imaginación.

Las pasiones son buenas de suyo, y están puestas al servicio del hombre. Pero, en nuestro actual estado, nos dominan con la misma frecuencia con la que nos servimos de ellas —e incluso con mayor frecuencia si no luchamos con verdadero esfuerzo por controlarlas—. Su función es ser instrumentos a nuestro servicio; instrumentos que deberían estar a nuestras órdenes. En cambio, ¡cuántas veces parece que estamos a las suyas!

También la imaginación es, de suyo, buena: el poder gráfico que nos permite reproducir lo que hemos visto, oído, tocado, gustado u olido. Es un auxiliar indispensable de la inteligencia, como facultad de conocer. Tal y como somos, no nos sería fácil vivir en un mundo material sin ella. Ahora bien, hay que reconocer que en demasiadas ocasiones, es ella la que nos domina, la que crea sus propias imágenes para ahorrar esfuerzo a la inteligencia y se niega a permitir que ésta acepte las verdades espirituales, por el simple hecho de que no puede reproducirlas gráficamente.

Merece la pena que nos detengamos a considerar este dominio que la imaginación ejerce sobre nosotros, cuando queremos pensar sobre un problema y nos distrae tanto, que al cabo de una hora nos damos cuenta de que apenas hemos pensado; cuando hacemos un buen propósito, y éste concluye tan pronto como la imaginación nos presenta la figura de una persona o la de un vaso de vino... Y todo ello se debe a que, con la caída de Adán hemos perdido el don de la integridad.

Por otro lado, esto no nos afecta sólo como individuos, sino también como miembros de la raza humana, que fue probada en el primer hombre.

Antes de su pecado, la raza —representada en él—estaba unida a Dios; después, la unión se rompió. Había existido unión entre la raza humana y Dios; pero ahora estaban separados. Recordemos que —para Dios— la raza como unidad es un hecho, una realidad.

Destruida por Adán esa unión, todos sus descendientes éramos miembros de una raza caída, que ya no seguía unida a Dios, para la que, por tanto, se habían cerrado las puertas del Cielo. Un hombre determinado podía ser virtuoso, pero no pasaría de ser un miembro virtuoso de una raza caída. Amando a Dios, podía alcanzar la gracia santificante, es decir, la capacidad para vivir en el Cielo, pero seguiría perteneciendo a una raza para la que las puertas del Cielo estaban cerradas. Sólo podría alcanzar su destino —el Cielo—si la unión entre su raza y Dios era restablecida; así, pues, incluso de forma natural, estamos relacionados unos con otros.

Este es el problema que originó el hombre en el que todos estábamos representados. La raza había estado unida a Dios, y esa unión se había roto. El problema central ahora era la reparación, de la que todo el resto de la Teología se ocupa.

La. restauración de la raza caída

Los teólogos han pensado extensamente en el problema de la reparación; más concretamente, como un problema que la raza humana planteó a Dios. El pecado de la raza era, y seguiría siendo para siempre, un obstáculo para que el hombre alcanzara su destino real, a menos que la humanidad encontrara un modo de expiarlo, de desagraviar por él, o que Dios simplemente lo perdonase. Pero, incluso con el pecado expiado o borrado, la separación permanecería y debería seguir permaneciendo, a menos que Dios quisiera reanudar la unión, no sólo entre El y personas individuales, sino entre El y la totalidad de la raza humana.

Los Padres y Doctores de la Iglesia han pensado magníficamente todo lo que Dios podía haber hecho o dejado de hacer, así como el por qué la forma que eligió fue la mejor y, aún más, la única posible. Pero tanto el espacio de que disponemos como nuestra condición de principiantes en Teología hace que no sea apropiado —aquí y ahora—reproducir sus pensamientos y conclusiones. Vamos a ocuparnos de la reparación como realidad, más que como problema; de lo que Dios hizo, más que de lo que pudo haber hecho.

Sabemos que quería redimir a la humanidad y restablecer la unión, para abrirnos de nuevo las puertas del Cielo. Ya que ésa era su intención, siguió otorgando gracia santificante a aquellos que le amaban, un don que lleva consigo la facultad de vivir en el Cielo, y que no tendría sentido si sus puertas fuesen a permanecer cerradas para siempre.

Sabemos que quería redimir. Podemos confiar en que nuestros primeros padres lo sabían también. Pero lo primero que hizo puede parecernos extraño, porque no manifestó ese deseo sencillamente; no se lo manifestó a ellos, sino al diablo, diciéndole que una mujer habría de aplastar su cabeza.

Satanás, en forma de serpiente, según el relato del Génesis, había llevado al hombre a su ruina. Debía ser castigado, y así fue. El Génesis nos muestra asimismo a Dios anunciando irónicamente su castigo a Satanás, aprovechando la forma de serpiente que había adoptado: se arrastraría y comería el polvo de la tierra para siempre. Continuaría tentando al hambre, hasta que un día el hombre le venciera. Todas estas profecías fueron enunciadas también aprovechando la forma que el Diablo tomó: estaría sometido al pie del hombre, y una descendiente de la mujer aplastaría su cabeza.

He resaltado la figura de Satanás por la frecuencia con que nos olvidamos de él. Incluso aquellos que aceptan su existencia parecen ignorar su activa maldad, imaginándolo como un «extra» de apariencia horrible, y no como uno de los protagonistas de la lucha que el alma humana mantiene.

Nuestro Señor no lo describió como un ser sin importancia. Le llamó «asesino desde el principio, mentiroso y padre de mentirosos». A medida que su pasión y muerte se iba acercando, habló de él en muchas ocasiones. Pero en el momento al que nos venimos refiriendo, en su primera aparición, Dios dirige a él sus primeras palabras, y en los términos adecuados a la situación.

De cualquier forma, lo que Dios iba a hacer, no lo haría rápidamente. La enfermedad que padecía el hombre por haberse escogido a sí mismo en vez de a Dios debía seguir su curso lógico. Con todo, la Providencia de Dios no abandonó al hombre; los que acudieron a El no fueron desatendidos. Pero el mundo se había convertido en el feudo de Satanás; no había ganado ningún derecho con su triunfo sobre Adán, pero sí un inmenso poder: era el príncipe de este mundo, al que el hombre obedecía.

No sabemos cuánto tiempo duró esta situación, pero, de acuerdo con las primeras noticias que la historia tiene de la humanidad, el panorama es conmovedor y horripilante al mismo tiempo: religión por todas partes, más o menos distorsionada y manchada de mayores o menores perversidades; pero Dios nunca fue olvidado por completo y, en muchas ocasiones, fue recordado maravillosamente.

Hace cuatro mil años, pareció que el plan de la Redención comenzaba a tomar forma, al menos a nuestros ojos: Dios habló a Abraham; sus descendientes serían sus elegidos. Entre el caos de naciones existentes, una albergaría las esperanzas de la humanidad. Sus miembros serían los guardianes del monoteísmo, proclamarían que Dios es uno; entre ellos nacería el Salvador del Mundo, el Mesías, el Ungido, cuyo Reino no tendría fin.

Los profetas judíos multiplicarían, con éxito diverso, sus manifestaciones sobre dos temas: el Dios uno y el Mesías. Cuando el Mesías estaba por llegar, y desde muchos siglos antes, los judíos eran firmemente monoteístas; pero muy pocos habían intuido la naturaleza de la esencia del Reino que el Salvador habría de fundar, y ninguno conocía la verdad suprema acerca de El.