IX. LA VIDA SOBRENATURAL


Un objetivo por encima de nuestra naturaleza

«Ni ojo vio, ni oído oyó, ni se han pasado por la imaginación del hombre las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman». Esto dice San Pablo a los Corintios, citando a Isaías. Hasta que no lleguemos al Cielo, no podremos saber cómo es, pero las palabras inspiradas por Dios nos dan un atisbo de luz: en el Cielo conoceremos a Dios de una forma distinta, y le amaremos de acuerdo con ella.

Conoceremos —dice San Pablo (1 Cor XIII, 12)—como somos conocidos. Es una frase llena de misterio, que encierra más de lo que muestra, pero que llama poderosamente la atención a nuestra inteligencia. No es que vayamos a conocer a Dios como El nos conoce a nosotros —ya que El conoce de modo infinito y nosotros somos irremediablemente finitos—, pero sí con un conocimiento de tipo similar al suyo, distinto al que ahora poseemos.

En el mismo versículo, San Pablo vuelve a intentar explicarnos la diferencia entre nuestro conocimiento actual y el futuro: «Aquí vemos como a través de un cristal oscuro, pero entonces le veremos cara a cara». San Juan (1 Jn III, 2) dice: «Le veremos tal como es». Y recordamos lo que Nuestro Señor dijo de los ángeles: «Ven constantemente la cara de mi Padre celestial». Ese ver es la clave de la vida eterna.

Se llega al significado de esto a través de dos pasos. En primer lugar, decimos que los que vayan al Cielo verán a Dios; no sólo creerán en El como ahora, sino que le verán. Aquí en la tierra no decimos que creemos en la existencia de nuestros amigos, sino que los vemos y —viéndolos—les conocemos. En segundo lugar, veremos a Dios cara a cara, como El nos ve a nosotros.

La Iglesia ha elaborado para nosotros una aproximación a este significado. Fijémonos en la forma que tenemos de conocer a nuestros amigos: nuestra facultad de conocer, nuestra inteligencia, los incorpora a sí misma. ¿Cómo? Por la idea que se forma de ellos. A través de esa idea, les conocemos. Cuanto más completa sea esa idea, mejor les conoceremos; si existe algún error, en lo que a ellos se refiere, no les conoceremos como son. Esta es la forma que el hombre tiene de conocer, el «ver a través de un cristal oscuro», que es la manera de ver propia de la naturaleza del hombre; la naturaleza de nuestra inteligencia es conocer las cosas a través de las ideas que nos formamos de ellas.

Aquí abajo conocemos a Dios así, según la idea que nos hemos formado de El. Pero en el Cielo nuestra visión será directa. No le veremos «a través de un cristal», no le conoceremos a través de una idea. Nuestro intelecto estará en contacto directo con Dios; no habrá nada entre él y Dios, ni siquiera una idea. Tal vez la mejor forma de captar esto sea pensar en la idea que tenemos ahora de Dios, y luego tratar de imaginar a Dios mismo poniéndose en el lugar de la idea.

Esta es la razón por la que la verdadera esencia de la vida celestial se llama visión beatífica, lo cual quiere decir que esa misma visión causa felicidad.

Igual que nuestra facultad de conocer —el intelecto—, nuestra facultad de amar —la voluntadestará en contacto directo con Dios, sin nada que se interponga entre ambos: Dios en la voluntad y la voluntad en Dios, con un amor sin desvíos y sin sombras. Lo mismo ocurrirá con el resto de nuestras facultades, potenciadas al máximo por la sublimidad de su objeto. Si pensamos un poco sobre ello, nos daremos cuenta de que no es otra la definición de felicidad.

Ahora bien, hay que observar que todo ello se basa en la realización de algo para lo que nuestra naturaleza es incapaz.

La capacidad natural de la inteligencia humana se queda corta ante la visión de Dios, por una doble limitación: como hemos visto, nuestra manera natural de conocer se sirve siempre de ideas, de manera que no vemos nada directamente; por otro lado, Dios, siendo infinito, no puede ser abarcado por el ámbito de nuestra capacidad natural, como tampoco puede serlo por ningún otro ser finito.

En pocas palabras, la vida eterna requiere unas capacidades que nuestra naturaleza no posee. Para vivirla, necesitaremos una nueva capacidad. Haciendo una mala comparación, si quisiéramos vivir en otro planeta, necesitaríamos poder respirar en él, para lo cual nuestros pulmones no están capacitados; para vivir la vida eterna, necesitamos un nuevo poder de conocer y querer, que nuestras almas no tienen por naturaleza.

La vida natural no es suficiente para llegar al Cielo; necesitamos vida sobrenatural. Sólo podemos lograrla como don gratuito de Dios, por lo que recibe el nombre de «gracia» (palabra que está relacionada con gratis). Nuestro próximo tema es la gracia santificante. Toda la actividad de la Iglesia está relacionada con la gracia, y sólo se la comprenderá nebulosamente si no nos hacemos cargo de lo que la gracia es.

La gracia santificante

En el momento de la muerte, sólo habrá una pregunta importante: ¿tenemos gracia santificante en el alma? Si tenemos, iremos al Cielo; podrá haber algo que aclarar —o, más bien, que limpiar— por el camino, pero iremos al Cielo, porque tendremos capacidad para vivir allí. Si no tenemos, entonces no podremos ir al Cielo; no porque se nos vaya a negar la entrada, sino más bien —pura y simplemente— porque nuestra alma carecerá de la capacidad necesaria para vivir en el Paraíso.

No es sólo cuestión de meterse, sino de vivir allí una vez que hayamos entrado; no tendría sentido intentar encontrar un portero simpático, que nos dejara colarnos. Las facultades de la inteligencia y la voluntad que nos acompañan en la vida terrena no bastan: son imprescindibles facultades de conocimiento y amor mayores que las que nuestra misma naturaleza tiene. Necesitamos vida sobrenatural, y tenemos que adquirirla aquí en la tierra. Morir sin haberla logrado significa el eterno fracaso.

Por ello, si queremos vivir una vida racional, debemos contemplar la gracia más atentamente. Para hacerlo, es necesario entender dos cosas:

— Primero: es algo sobrenatural, absolutamente superior a nuestra naturaleza, que no tiene de ella ni el más mínimo germen capaz de crecimiento; no hay nada que podamos hacer para dárnosla a nosotros mismos. Sólo podemos conseguirla si Dios nos la da, y El es totalmente libre de hacerlo o no. Por eso —decíamos— se llama gracia; y se llama gracia santificante, porque su objeto es unirnos a Dios.

— Segundo: ni siquiera la palabra sobrenatural puede darnos una idea de lo grandiosa que es. No és Sólo algo que supere nuestra naturaleza, o la de cualquier otro ser creado; es lo que nos permite —a nuestro propio nivel finito, pero realmente—lograr algo que, por naturaleza, es sólo propio de Dios: ver al mismo Dios directamente. Por eso se llama «participación creada en la vida divina», y por eso los que la poseen pueden llamarse «hijos de Dios»; un hijo tiene una naturaleza similar a la de su padre. Pues bien, gracias a este don adquirimos una semejanza totalmente nueva con nuestro Padre celestial.

A pesar de todo, Dios —al darnos esta nueva vida— no nos da un alma nueva, con nuevas potencias, sino que inserta esa nueva vida y la hace actuar, en el alma que ya teníamos. Por ella se da a nuestra inteligencia, que existe para conocer la verdad, el poder de conocer de una nueva manera; a nuestra voluntad, que existe para amar lo bueno, el poder de amar de una nueva manera.

Adquirimos la vida sobrenatural aquí en la Tierra. No veremos a Dios cara a cara, ni le amaremos sin intermediarios con nuestra voluntad, hasta que lleguemos al Cielo. Pero esa tarea de elevación habrá comenzado ya en la Tierra; nuestra inteligencia verá la verdad de una forma nueva —a través de la fe— y nuestra voluntad poseerá nuevas formas de llegar a la bondad —a través de la esperanza y la caridad—.

Fe, por tanto, no significa sólo creer más que antes, ni esperanza ser optimista ante la posibilidad de salvación, ni caridad querer más a Dios. Aunque las tres virtudes puedan influir sobre nuestros sentimientos, ellas no son sentimientos: son realidades.

La vida sobrenatural en nuestras almas supone una nueva realidad, tan cierta como la vida natural con la que empezamos a vivir. Las facultades que otorga son, asimismo, reales: con ellas hacemos cosas de las que no seríamos capaces si no las tuviésemos; son tan reales como puede sedo la vista, y —eso sí— mucho más importantes. Sin la vista, no podríamos ver las realidades naturales; pero sin la gracia santificante no veremos a Dios directamente, lo cual constituye la esencia misma de nuestra vida en el Cielo.

Y no sólo eso: aquí abajo no seríamos partícipes de la vida divina, capaces ya de tratar a Dios por la fe, la esperanza y la caridad, y de merecer el incremento de la Vida. Es importante darse cuenta de esto último: de la misma manera que uno puede estar más o menos vivo, nuestra vida en el Cielo variará según la intensidad que la fe, la esperanza y la caridad hayan alcanzado en nuestra alma en el momento de la muerte.

Ya nos ocuparemos más adelante de estas virtudes con detalle. Por el momento, vamos a detenernos en la verdad siguiente: la gracia no es sólo una forma de indicar que el alma que la posee está a bien con Dios; es vida real, con sus propias facultades, capaz de convertir en otro hombre al que la adquiere.

En el alma en estado de gracia santificante habita Dios. Al llegar a este punto, el lector puede plantearse la siguiente cuestión: si todo lo creado tiene a Dios en el centro mismo de su ser, manteniéndolo en la existencia, allí tiene que habitar Dios; ¿en qué se diferencia, pues, esa nueva inhabitación de Dios que la gracia da al alma?

A esa primera presencia de Dios por la que nos mantenemos en la existencia no se le llama inhabitación, ya que ese término viene a significar que Dios tiene su casa en el alma; ahora bien, no utilizamos una mera expresión literaria cuando decimos que eso sólo ocurrirá si nosotros le invitamos a penetrar en ella. En lo que se refiere a aquella primera presencia, no nos cabe elección: no hemos sido nosotros los que hemos invitado a Dios a ponernos en la existencia, ni siquiera a mantenernos en ella. La elección ha sido enteramente suya. No nos corresponde a nosotros el conseguir eliminar su presencia: está incluso en las profundidades del infierno, manteniendo en la existencia a cada uno de sus espíritus. Debe ser tremendo no tener de Dios más que su presencia, no haber recibido de El más que la existencia, rechazando todos los demás dones que la criatura necesita y sólo Dios puede darle.

Pero la inhabitación se da cuando hay invitación por nuestra parte. Si recibimos la gracia santificante durante nuestra infancia, fue el padrino quien hizo la invitación de nuestra parte; luego, a medida que llegábamos al uso de razón, íbamos haciéndola nuestra. En cualquier momento podemos rechazarla, cesando la inhabitación divina y quedando sólo la presencia de Dios. El Dios que habita en el alma es la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo hacen de nuestra alma su morada, actuando en ella, para que ésta opere según la Vida, la Luz y el Amor que le dan. Ese es —esencialmente— el proceso que origina la gracia santificante.

Fe, esperanza y caridad

Por la gracia, el alma adquiere nuevos poderes; las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad; las virtudes morales de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza; los dones del Espíritu Santo... Por el momento, vamos a referirnos únicamente a las primeras.

Se llaman teologales porque no sólo tienen a Dios como fin, sino también como objeto. Vale la pena que nos detengamos en esta distinción. Todas nuestras acciones deben tener a Dios como fin u objetivo; es decir, deben llevarse a cabo con la intención de hacer la voluntad de Dios, de alabarle, de darle gracias, de acercarnos más a El. Pero no todas pueden tener a Dios por objeto. Cuando el pianista actúa o la cocinera hace la comida, pueden estar realizándolo para la gloria de Dios; Dios es el fin de esas acciones, pero no su objeto. El objeto será el piano o la comida; el pianista que pusiera a Dios —y no al piano— como objeto de su actuación, produciría sonidos ininteligibles; la cocinera que pusiera a Dios —y no a la comida— como objeto de su labor, produciría algo incomestible; además, en ninguno de los dos casos se daría gloria a Dios.

Las virtudes morales también tienen a Dios como fin, pero su objeto son las cosas creadas —es decir, cómo utilizarlas del modo más útil para que nos lleven a Dios—. En las virtudes teologales, en cambio, Dios es objeto y fin al mismo tiempo: por la fe creemos en Dios, por la esperanza nos vamos acercando hacia Dios, por la caridad amamos a Dios.

Además de su objeto, podemos decir que Dios es especialmente su causa: proceden totalmente de El. A través de la fe, la inteligencia adquiere nuevas facultades, que nos capacitan para aceptar todo aquello que Dios revela, por el simple hecho de haberlo afirmado Dios. Puede parecernos misterioso, o muy por encima de nuestra capacidad, o no ver la forma de compaginarlo con otras verdades reveladas o nuestra propia experiencia de la vida; pero nunca dudamos de que lo que El dice es así. Por la fe, el alma acepta a Dios como fuente de la verdad. Y lo hace, no por sus propias fuerzas, sino por el poder del mismo Dios; El es quien nos da la fuerza, no nos la da nuestra razón; El es quien mantiene la fe en nosotros. Nuestra firmeza en cualquier verdad a la que hayamos llegado por nosotros mismos nunca puede ser mayor que la del proceso mental por la que la hemos alcanzado. Nuestra fe depende de Dios, que la ha iniciado y la mantiene.

Además, la fe es la raíz de la totalidad de la vida sobrenatural. A ella le siguen la esperanza, la caridad, y todas las demás virtudes. Son ellas las que proporcionan la vida al alma; a su vida natural, compuesta de inteligencia y voluntad, se añade esta vida nueva y superior. Vida nueva que, como la antigua, es una realidad en el alma, como la facultad de ver en el ojo. Vida nueva que nunca abandonará al alma, a menos que le retiremos la invitación.

Vamos a fijarnos a continuación en la esperanza y la caridad, con una ojeada al pecado, por el que la invitación se retira.

La fe se dirige a Dios como infinitamente verdadero, la esperanza como infinitamente deseable, y la caridad como infinitamente amable. La fe, ya lo hemos visto, es la simple aceptación de Dios como maestro.

La esperanza es algo más complejo; se compone de tres elementos: desea la reunión con Dios, ve su dificultad y ve que, pese a todo, es posible alcanzarla. La naturaleza de la esperanza puede verse con mayor claridad si se conocen las dos formas de pecar contra ella; desesperanza y presunción. El que desespera no cree que el fin puede alcanzarse, se ve incapaz de alcanzar la salvación por parte de Dios. El presuntuoso, en cambio, ignora la dificultad, ya que piensa que no hace falta ningún esfuerzo por nuestra parte, porque Dios nos salvará de todas formas, o bien porque presupone que no hace falta ninguna ayuda por parte de Dios, porque nuestros esfuerzos bastan para salvarnos. La respuesta a ambas nos la ha dado San Pablo: «todo lo puedo en aquel que me conforta».

La caridad es más sencilla de entender: es amor de Dios. En consecuencia, es amor de todo lo que Dios ama, de toda imagen, signo o reflejo de Dios que se hallen en cualquier criatura. Cualquier cosa que el alma ama por caridad, lo ama por lo que en ella hay de Dios, por la bondad de Dios que manifiesta o refleja. Este es el verdadero amor: el que ama a cosas o a personas no mirando el propio provecho, sino por lo que Dios ha puesto en ellas; no por lo que nos puedan dar, sino por lo que hay en ellas. Significa, en definitiva, amar a cosas o a personas por lo que son y, todo ello, porque amamos a Dios por ser quien es (ya hemos indicado que ésta es la razón fundamental para conocer lo que El es, es decir, para estudiar Teología).

Hábitos sobrenaturales

Los teólogos llaman hábitos a la fe, la esperanza y la caridad, y esto no es un término arbitrario o una mera expresión técnica. Si pensamos en nuestros hábitos naturales, veremos que se produce un cambio real en nosotros cuando los adquirimos, que hace que nuestra propia naturaleza nos lleve a actuar de una determinada manera --tomar una copa, o responder irónicamente, por ejemplo—. Entonces, decimos que hemos adquirido un hábito concreto; realmente lo adquirimos, se convierte en una segunda naturaleza. Los teólogos aplican esta palabra a cualquier modificación, sea del alma o del cuerpo, que nos dispone tanto para hacer cosas que no hacíamos antes como para hacer más fácilmente o mejor cosas que ya hacíamos. Así, la destreza del pianista puede considerarse como un hábito.

En ese sentido, se dice que las virtudes teologales son hábitos. Los adquirimos en nuestras mismas almas, y nos capacitan para hacer cosas que, sin ellas, no estarían a nuestro alcance. Se diferencian de los hábitos naturales en el modo de adquirirlos. Un hábito natural se adquiere gradualmente, repitiendo una acción determinada una y otra vez; los hábitos sobrenaturales, por el contrario, los otorga Dios de forma instantánea. También se diferencian en el modo de perderlos. Se acaba con un hábito natural —pensemos de nuevo en la bebida— a base de una serie de esfuerzos; los hábitos sobrenaturales se pierden, en cambio, por un solo pecado mortal contra ellos. Pero, mientras los mantengamos, son hábitos, en el mismo sentido mencionado.

Lo que ocurre en la vida cristiana es que, al adquirir los hábitos sobrenaturales, no perdemos los naturales. Nuestra alma tiene la capacidad sobrenatural de actuar cara a Dios, junto con el hábito natural de actuar cara a sí misma, ignorando a Dios; tiene la facultad sobrenatural de tener como objetivo algo que no ve, al tiempo que tiene el hábito natural de dejarse llevar por la atracción de lo visible. Ahora bien, enderezando esos hábitos naturales hacia los sobrenaturales podemos, con nuestro esfuerzo y la gracia de Dios, armonizar nuestra naturaleza y sus hábitos con lo sobrenatural y los suyos.

Para todos nosotros, esta lucha durará la vida entera, y su protagonista será la voluntad. La voluntad es lo que hay en nosotros que decide, y decide de acuerdo con lo que ama. Si obedece a Dios, nuestra voluntad se convierte en el punto de contacto del que surge la vida sobrenatural en nosotros. El pecado mortal —la elección firme y deliberada de nuestra voluntad, en contra de la de Dios— interrumpe ese contacto y, al perder la virtud de la caridad, estamos sobrenaturalmente muertos. Podemos conservar los hábitos de la fe y la esperanza, ya que éstos sólo pueden perderse por pecados contrarios a estas virtudes; pero ya no producirán vida, ya que sólo la caridad vivifica al alma y a sus hábitos. Por eso, «el mayor de todos ellos es la caridad». (Es aconsejable leer ahora el capítulo 13 de la primera Carta de San Pablo a los Corintios.)