PRESENTACIÓN

¿Necesita realmente el católico medio —hombre corriente llamado inequívocamente a la santidad, según aquel precepto del Señor: Sed perfectos...—conocer todo lo que Dios ha revelado y lo que la Iglesia, como único intérprete autorizado de ese depósito, nos enseña? Esta es la primera cuestión con la que se enfrenta la presente obra: muchos cristianos parecen mostrar hoy un desinterés total por la doctrina que —al menos en teoría— se han comprometido a vivir, que debe informar toda su existencia, que habrá de salvarles.

En el primer capítulo —Por qué estudiar Teología—, el tema se plantea de modo positivo: la Verdad es alimento y es luz. Si sólo nos preocupamos de la comida y la claridad materiales, no estamos siguiendo el consejo del Señor: procuraos no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna, el que el Hijo del hombre os da (Jn VI, 27). «Ser culturalmente docto y religiosamente analfabeto, —dirá el autor casi al final del libro, glosando esta idea— produce un desequilibrio en el hombre. Se encuentra éste con dos ojos desenfocados: uno enorme, que ve la vida como el hombre la ve, y otro minúsculo que la contempla de acuerdo con lo que nos enseña la fe. La tentación evidente es cerrar uno de los dos; naturalmente, él más pequeño».

Contra quienes justifican esta falta de interés, alegando que basta el amor para salvarse, la postura es diáfana: «¿Cómo es posible amar a Dios y no desear saber todo lo que se pueda sobre El? El amor lleva al conocimiento, y el conocimiento sirve al amor. Así, cada verdad que aprendemos de Dios es una nueva razón para amarle».

Hay, por último, un tercer motivo: la dimensión que se alcanza conociendo a fondo la doctrina salvadora de Cristo es la única capaz de hacer que veamos las cosas como son en realidad, y que podamos transmitir a los demás esa visión realista de la vida. «Los hombres que no conocen a Dios, ni lo que es un alma humana, ni la finalidad de la vida, ni lo que viene después de ésta, viven en un mundo irreal. Tal es la condición de la mayor parte de los seres humanos, que necesita que se le enseñen las verdades que se refieren a Dios, la vida sobrenatural y el mundo futuro: porque no hay hombre capaz de vivir una realidad que no conoce, ni nosotros podemos reprocharle que no lo haga, si no se lo hemos enseñado». En cualquier caso, no podemos hacer partícipes a los demás de algo que no conocemos; ni siquiera tendremos conciencia de estar incumpliendo uno de nuestros deberes como cristianos, ya que, si no nos hemos preocupado de enterarnos de lo que el Señor nos ha revelado, ignoraremos aquel encargo, expreso e imperativo, que nos legó: Id, pues, y enseñad a todas las gentes...

No es ésta, sin embargo, la cuestión del libro, sino sólo su punto de partida. Ya en el segundo capítulo, el autor comienza la exposición de los principales temas de la Teología: el espíritu y el Espíritu infinito —Dios—, la Santísima Trinidad —Dios Uno— y las tres Personas —Dios Trino—; la Creación, la vida de la gracia, la caída de nuestros primeros padres y la Redención; la Iglesia, Nuestra Señora —como su primer miembro—, las virtudes y los sacramentos; los novísimos y el fin del mundo.

Al final, se incluye —a modo de epílogo— un discurso pronunciado por el autor, que puede considerarse como una verdadera síntesis de todo el libro. El laico, soldado de la Iglesia de Cristo, tiene que luchar en dos frentes: su afán de acercar a las almas al Señor —sabiendo que «no se lucha contra el enemigo, sino a favor suyo»— y su propia vida interior, imprescindible para ganar la guerra y ayudar a otros a ganarla: «pero hay una voz que siempre puede ser oída: la del hijo de Dios que habla al amigo, al vecino, al compañero de trabajo, de deporte o de viaje. Esa voz tiene asegurada la atención; de esa voz puede depender, en definitiva, la victoria en el momento y el lugar de la guerra en el que nos corresponda combatir».

Frank J. Sheed es un profundo conocedor de la ciencia teológica y de la reacción del hombre de la calle ante la doctrina cristiana. Defensor del derecho y deber que todos los católicos tienen de conocer en profundidad las verdades de la Fe —que no son patrimonio exclusivo de clérigos, religiosos y teólogos profesionales—, ha llevado a cabo una intensa y constante labor en su país, como miembro de la Catholic Evidence Guild.

Tal vez el lector haya tenido ocasión de presenciar algún debate en el londinense Hyde Park, contemplando a múltiples oradores explicar los temas y las opiniones más variadas ante una muchedumbre de curiosos que se agolpan a su alrededor. De no ser así, podrá hacerse una idea bastante exacta del ambiente en el que se desenvuelven, gracias a los innumerables ejemplos que el autor nos narra a lo largo del libro, fruto de su actuación como speaker en éstos y otros muchos debates en toda Inglaterra.

Me he detenido en este punto porque ése es, en realidad, el ambiente en el que se desarrolla toda la obra: no nos encontramos ante un tratado de Teología frío y sistemático, planteado a un nivel meramente teórico. Es un libro escrito en lenguaje coloquial, para el que no se requiere más conocimiento previo que haber aceptado las verdades que nos enseña la Iglesia y tener un interés positivo por saber qué significan esas verdades en sí mismas y qué significan para nosotros; es decir, de qué modo deben influir en nuestra vida cristiana, que es tanto como decir en nuestra vida ordinaria.

La presente obra, por tanto, no se concibe como una exposición exhaustiva de todas y cada una de las verdades que profesamos los católicos, sino —más bien— como una introducción a las mismas, que avive en el lector los deseos de adquirir una mayor formación teológica, al tiempo que constituya una ayuda al estudio y a la oración al alcance de todos. A pesar de todo, no hay que pensar que la doctrina que aquí se nos ofrece sea Teología barata o vulgarizada; por el contrario, el valor fundamental de la presente obra consiste en conjugar el absoluto rigor científico con un lenguaje familiar y fácil de comprender, lleno de ejemplos sencillos —pero reveladores— y de aplicaciones prácticas al alcance de todas las fortunas. A modo de ejemplo —entre los muchos que pueden encontrarse—, léase el resumen de la vida del Señor que contiene el principio del capítulo sobre El Redentor.

De esta forma, se exponen los Dogmas más importantes de la Iglesia con la sencillez y brevedad que la precisión requiere. Con razón se ha dicho, a propósito de esta obra, que «uno de los mayores logros de Sheed es haber hecho legible la Teología»; en otras palabras, haber puesto la Teología al alcance de todos.

Otro de los caracteres que cabe resaltar es la constante referencia a la Sagrada Escritura y, en especial, al Nuevo Testamento; desde el principio, el autor recomienda su lectura meditada, y no se halla en toda la obra afirmación más importante que no esté basada en alguno de sus pasajes: en ocasiones, bastará una breve cita; otras veces, se recomendará la lectura de una parte más larga; siempre, se insistirá —hasta la saciedad—en la necesidad de vivir cada uno de sus versículos, sin caer nunca en la tentación de darlos por sabidos. Así, se nos aconseja con Chesterton «leer los Evangelios como si no se hubieran leído nunca».

¿Qué disposiciones se exigen para esa nueva lectura de la palabra de Dios? Ir al Evangelio a encontrarnos con Cristo, con el verdadero Cristo, que «no es sólo una persona amable, que decía a los demás que les amaba. De hecho, no se lo dijo a casi nadie. No hay en El un solo rasgo de sentimentalismo, de dulzonería. Sus palabras son duras y realistas, nunca empalagosas. Los hombres no aprendimos Su amor de Sus palabras, sino de Sus obras, de todas Sus obras; pero lo aprendimos: fue uno de sus discípulos el que escribió la frase posiblemente más maravillosa de toda la religión: Dios es amor».

A pesar de todo lo dicho, aún cabría imaginarse la lectura de este libro como una tarea ardua, e incluso aburrida; nada más lejos de la realidad: la exposición clara y precisa de la doctrina de la Iglesia no está reñida con su amenidad, atractivo y sentido del humor, que —precisamente— son caracteres del autor. Es lo que se ha calificado de «apasionado y gozoso entusiasmo de este laico por la Teología».