III

LA BIBLIA, «PALABRA DE DIOS»

 

1. BIBLIA Y REVELACIÓN

 

«El acontecimiento de la revelación se produce en hechos y palabra, internamente vinculados entre sí: Es decir, las obras de Dios, realizadas a lo largo de la historia de salvación, revelan y fortalecen la doctrina y las realidades designadas por las palabras; las palabras anuncian las obras y manifiestan el misterio que contienen. La profundidad de la verdad sobre Dios y sobre la salvación del hombre, abierta por esta revelación, nos ilumina en Cristo, quien simultáneamente, es el mediador y la plenitud de toda la revelación» (DV 2).

Según el testimonio del Antiguo Testamento Dios se revela, por una parte, y, ciertamente, fundamentalmente en la creación, la cual es acto suyo solamente. Pues él ha llamado a todo de la nada a la existencia. Por otra parte, se revela como Señor de la historia, al elegirse como pueblo de su propiedad a su pueblo de Israel de entre todos los pueblos, y le promete, en la conclusión del Pacto, acompañarle inquebrantable por el camino. El testimonio del Nuevo Testamento completa esta revelación en hechos y palabras, llevando a la fe en Jesucristo.

La vinculación de la concepción de la revelación cristiana con el Dios que se revela a sí mismo obliga a tener en cuenta, precisamente aquí, el carácter analógico del discurso teológico como salvedad permanente. Es decir, en donde la revelación se expresa en palabras, la semejanza de lo dicho se opone a la verdad considerada siempre en una desemejanza todavía mayor. Esta salvedad es ciertamente, a su manera también, una cualificación del discurso teológico sobre la revelación. Pues, permanece ella «verdadera» en tanto en cuanto se vincule con la auto-manifestación de Dios, Y así, hay que decirprimero, que la revelación de Dios incluye siempre una permanente reserva. Dios se revela en el misterio. –Pero en tanto que Dios se revela en su insondable libertad, se muestra él, en segundo lugar, como el que actúa poderosamente en gloria, quien atestigua que precisamente en esto, también está en sus manos el futuro eterno del hombre y del mundo. El teocentrismo de la definición de revelación, ha de coordinarse, por tanto, con el antropocentrismo, teniendo en cuenta la orientación final de la revelación divina. Dios se revela no sólo al hombre, sino también en el hombre, en cuanto que éste ha sido creado como «imagen de Dios» (Gn 1, 18). Esta dimensión antropológica del acontecimiento de la revelación va desde el Antiguo Testamento al Nuevo Testamento, y alcanza en Jesucristo su punto culminante en su entrega en la cruz. La Theologia crucis, que Pablo desarrolla, es expresión, definitivamente válida, de que el amor de Dios que se expresa en el acontecimiento de la revelación ha llegado al fin hasta allí en donde la muerte que aniquila la vida, ha sido «devorada» escatológicamente por la vida (cfr. 1 Co 15, 54).

«La revelación» como concepto teológico trascendental, señala el misterio de Dios. Por eso, ella es, en una perspectiva dogmática, el «principio fundamental del conocimiento». En cuanto acontecimiento, que tiene un origen históricamente comprensible (pensado a partir del hombre) y, a la vez, con pretensión universal (determinada a partir de Dios), la revelación tiene continuamente necesidad de interpretación. Su historia no ha llegado simplemente al final. Cerrada «con la muerte del último apóstol», está instalada en el testimonio viviente de fe de la Iglesia. Su realidad vital, sacramentalmente fundada, jerárquicamente estructurada y definida por los dones del Espíritu es continuamente de nuevo remitida por la revelación a este fundamento que la sustenta. El horizonte de comprensión, creyente –eclesial, tiene siempre, en la revelación, una instancia critica, sin perjuicio de que es necesario interpretar la revelación como acontecimiento actual de salvación teniendo en cuenta el momento presente. Porque la revelación de Dios es siempre auto-revelación en la historia, la reflexión teológica puede, recurriendo a la confesión cristológica del concilio de Calcedonia, (Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, una persona con dos naturalezas) definir la revelación en su esencia a modo de síntesis: Ella es según su naturaleza, natural, en cuanto que está relacionada con el hombre, acontece por causa de él. Yella es, a la vez, esencialmente sobrenatural, en cuanto que, como auto-revelación de Dios, está vinculada a Dios como mysterium stricte dictum.

Con esto, también se justifica el lugar, en el que se reflexiona sobre la Sagrada Escritura en el horizonte de la «revelación», esta reflexión ha de ser introducida en el mismo acontecimiento de la revelación. La palabra de Dios se proclama en la palabra del hombre, es comprensible concretamente en lo que el pueblo de Israel ha dejado su sello en su historia y en lo que ha determinado neotestamentariamente la experiencia de los discípulos con Jesucristo. Precisamente de esta manera, el acontecimiento de la revelación, no se desvanece en lo general; anclada en la comunidad, penetra la revelación, como acontecimiento, imprimiendo y exigiendo en la vida del hombre. El Antiguo Testamento, expresa de muchas maneras que las experiencias de Dios se hacen en el interior del hombre, y también en la creación, imbricada la historia del mundo tanto en la historia del pueblo elegido de Dios, en la experiencia de Israel con su Dios, en el oír su revelación, su ley, como en la buena acogida de su promesa de que Yahvé asistirá a Israel como Dios de la Alianza. Cuando el Nuevo Testamento abre en su centro la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, al confesar a Jesucristo como la «Palabra de Dios», abre hacia el hombre un teocentrismo estricto en la reflexión teológica sobre la revelación. La palabra eterna, poderosamente creadora se «ha hecho carne»; y, por esta razón, el hombre logra en ella su consumación como «oyente de la Palabra». Jesucristo, uno con el Padre (Jn 10, 30), nos abre el acceso al Padre (Jn 5, 24), e infunde, a la vez, la fuerza poderosa de sus palabras en el anuncio del Evangelio por medio de sus discípulos. «Quien os oye, a mí me oye» (Lc 10,16).

 

2. SÍNTESIS TRINITARIA

Sólo divisaremos el fundamento de la Biblia cuando la concibamos a partir de la auto-revelación de Dios, de una auto-manifestación que manifiesta a este Dios como creador y Dios de la Alianza de Israel y, con esto, poderoso en la historia y poderoso para salvar. En la inclinación personal al hombre, creado y llamado por él, y en la inmerecida elección de Israel como pueblo de su propiedad, aparece como un Dios de amor personal. De esto informa la Sagrada Escritura, la cual fundamentada, por tanto, a partir de Dios, pasa del Antiguo al Nuevo Testamento, de Yahvé al «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (1 Ts 1, 1). «La revelación de Dios es cristianamente presentida, en su plenitud inalcanzable, ante todo, en donde –trinitariamente– se habla de Dios, fundamento inconmensurable, de su auto-comunicación radical en Jesucristo, la Palabra y del auto-enajenamiento permanente que se realiza en la entrega amorosa de su Espíritu»1.

Esta auto-comunicación de Dios, que en Jesucristo –mediando el Espíritu–ha alcanzado su perfecto punto culminante, encuentra su cumplimiento en la cruz. El signo del fracaso de todas las esperanzas humanas, se convierte en la resurrección de aquel que pende de la cruz como signo de una victoria definitiva sobre el pecado y la muerte, prenda irrevocable de que ha irrumpido el Reino escatológico de Dios. La muerte en cruz de Jesús, en la que se descubre a Dios como «amor simplemente» –«nadie tiene mayor amor que quien da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13), «la figura de la glorificación del Reino de Dios está bajo las condiciones de este eón, del Reino de Dios en la impotencia humana, de la ri-

1. WALDENFELS, Kontextuelle Fundamentaltheologie, 177 con la cita de H.U. VON BALTAHSAR, Spiritus Creator. Skizzen zur Theologie 111. Einsiedeln 1967, 95-105.

queza en la pobreza, del amor en el desamparo, de la plenitud en el vacío, de la vida en la muerte» 2

De ahí que el suceso de la resurrección sea prueba de la divinidad del crucificado (Mt 27, 54); es prueba del amor de Dios, que reveló al Hijo consumando en su libre entrega. «Pero Dios nos prueba su amor en que Cristo murió por nosotros, cuando nosotros éramos pecadores» (Rm 5, 8); en cuanto resurrección del Hijo «para nuestra justificación» es confirmación del poder de vida de Dios, del Padre, y, a la vez, prueba de la obediencia del Hijo, el cual, dotado de poder –entrega su vida «como rescate para muchos» (Mt 26, 29). Las tradiciones de la Cena, lo han desarrollado. «Por eso me ama el Padre, porque entrego mi vida, para tomarla de nuevo. Nadie me la quita sino que yo la doy libremente. Yo tengo el poder de entregarla, y tengo el poder de retornarla. Este encargo lo he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17s.). –Pablo, que con su teología de la cruz (cfr. Flp 2, 11), conserva el centro cristológico (cfr. 1 Co 1, 17), de la Soteriología, acentuando la exaltación del crucificado, apunta a la confesión del Cristo-Kyrios, al Señor de todos los tiempos (F1p 2, 11). Con esto la auto-revelación de Dios, en la muerte y resurrección de Jesús, alcanza una dimensión universal y, a la vez, una dimensión actual personal. La cruz es, a la vez, como signo de victoria, prueba de la misericordia de Dios, que abraza ya al hombre antes de su conversión. «Pues Dios ha amado tanto al mundo que entregó a su único Hijo, para que cada uno que crea en él, no perezca sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Este amor de Dios, gran tema de la tradición joánica, llama a una respuesta al amor a Dios y al prójimo. «El Hijo se identificó completamente con la obra de salvación del Padre (cfr. Jn 4.34 etc.), de manera que se da una relación de intercambio de glorificación mutua. Padre e Hijo son "uno" en la comunidad del amor, en la que los hombres pueden ser introducidos (cfr. Jn 17, 21). En la venida del Espíritu permanecen el Padre y el Hijo presentes en el mundo. Su venida, el acto del amor del Padre y del Hijo (cfr. Jn 14, 16-21), nos convierte a nosotros en amantes» 3.

El amor al prójimo es, por tanto, mucho más que puro humanismo. Pues, en el encuentro con el prójimo, se da también un encuentro con Dios. A la luz de la revelación, se convierte en experiencia el que «lo decisivo y último de mi vida se abre porque se convierte en patente cómo he de vivir yo mi vida, cómo he de comportarme rectamente en mi modo de llevar mi vida, para encontrar, ya dentro de esta vida, seguridad en la inseguridad, amparo en la angustia, consuelo en la desesperación, valor en la cobardía, promesa en la alegría y en la felicidad eterna»4.

  1. KASPER, Der Gott Jesu Christi, 216.

  2. SATTLERSCHNEIDER, Gotteslehre, 81.

  3. K.H. WEGER, Über Sinn und Inhalt der Offenbarung, en Idem, Wege zum theologischen Denken, HTB 970. Freiburg i. Br. 1984, 68-81, aquí 75.

Y esto tiene valor precisamente porque la auto-revelación de Dios como amor que se entrega en Jesucristo, no termina con la aceptación de la muerte. El amor quiere eternidad. La resurrección del crucificado y su exaltación junto al Padre, recuerda la transitoriedad de la creación, el carácter pasajero del mundo y del hombre que aspira a la eternidad, arrebatado el poder definitivo de la muerte por la cruz y la resurrección de Jesucristo. La Apocalíptica, verdad sobre el final y el futuro infinito, «es parte del contexto de la proclamación, de la auto-comprensión y de la auto-presentación de Jesús» 5.

Él volverá, y, a partir de este final, quedará confirmado definitivamente que ya, después de la creación del mundo y del hombre, se encuentra, no una poderosa palabra abstracta de algo, en definitiva, sin importancia, lejano, sino él mismo con una cercanía poderosamente terrible, él cuya Palabra se nos hizo hermana en Cristo, «igual en todo a nosotros fuera del pecado». Y precisamente este Dios poderoso, en la historia del mundo y en la humanidad, se nos ha revelado como amor en Cristo quien «por nuestra salvación descendió del cielo».

La Sagrada Escritura, como testimonio auténtico de la revelación de Dios que se auto-revela hace que sea posible, no sólo presentir la única esencia divina en la plenitud trinitaria; la Biblia es, ella misma, prueba de la confesión creyente de que Jesucristo, como «eterno Hijos del eterno Padre» cumple y consuma la auto-revelación de Dios «con la fuerza del Espíritu». Se hacen visibles, de esta manera, a la vez, los perfiles de la Iglesia de Jesucristo. La encarnación, muerte, resurrección y exaltación del Kyrios y la misión del Espíritu convierten la revelación, consumada en Jesucristo, en fundamento, a la vez, de la Tradición que sostiene a la Iglesia y que está conservada en ella.

5. WALDENFELS, Kontextuelle Fundamentaltheologie, 170.