TEMA 45
NOCIÓN
Y DIVISIÓN DEL PECADO
A. Noción teológica del pecado
La Sagrada Escritura se sirve de
expresiones diversas para referirse al pecado, incluso cuando éste se toma en
un sentido más estricto. Entre las más comunes están las de
"desobediencia" (cfr. Gen 2,16; Heb 2,2), "ofensa
de Dios" (cfr. Num 17,14; Phil 1,10), "desprecio de
Dios" (cfr. Lev 26,15), "ingratitud" (Cfr. Lc
6,13), etc. Pero posiblemente la denominación "ofensa de Dios" sea la
que mejor describe la naturaleza y gravedad del pecado.
Conviene advertir que, en la
Sagrada Escritura, el término "pecado", por sí sólo, no define lo
que con este nombre se entiende en el lenguaje corriente. Porque a veces señala
la causa del pecado (cfr. Rom 7,17), en ocasiones describe sus efectos
(cfr. 2 Mach 12,46), etc.
Una buena definición de
pecado es la que da San Ambrosio: "pecado es la trasgresión de la ley
divina" (De paradiso, cap.8). Sin embargo es más explícita la que
ofrece San Agustín: "Pecado es toda acción, palabra o deseo contra la ley
eterna de Dios" (Contra Faustum, lib.22, cap.27). Comprende
claramente los pecados; y también, la razón específica -la causa formal- de
los mismos: ir contra la ley de Dios es el único motivo que constituye en
pecado a esas acciones, pensamientos o palabras.
Pero no todo acto humano que no
respete o contradiga la ley divina es pecado. Se necesitan, además, unas condiciones:
que el entendimiento advierta suficientemente la malicia de la propia
acción; y también, que la voluntad preste su consentimiento al acto
advertido previamente como malo.
B. Diferencia entre pecado
mortal y pecado venial
Si atendemos a la gravedad de la
ofensa que el pecador infiere a Dios con su pecado, éste puede ser mortal y
venial.
El pecado mortal
Se llama pecado mortal a la
trasgresión consciente y voluntaria de la ley de Dios en materia grave. Es el
alejamiento total de Dios y, por contra, el amor gravemente desordenado a las
criaturas.
El hombre está obligado a ordenar
y referir toda su vida -acciones, pensamientos y palabras-, a Dios, único y último
fin. Y cuando no lo hace, su vida se vuelve vacía y sin sentido. Precisamente
eso es el pecado mortal: romper totalmente la ordenación de nuestros actos
debida a Dios; un alejamiento de Dios, motivado por acciones
desordenadas, que lleva inseparablemente unido un acercamiento y un
apegarse de tal manera a las criaturas, que se las prefiere a Dios: se está
dispuesto a perder a Dios, antes que dejar o renunciar a la criatura.
La existencia de pecados
mortales se deduce claramente de la Sagrada Escritura. Habla, en efecto, de
ciertos pecados que son objeto de "la cólera divina" (cfr. Rom
1,18), "causa de la condenación eterna" (cfr. 2ÊCor 5,Ê10),
que "llevan la muerte espiritual" (cfr. Iac 1,15), etc. San
Pablo, además, repetidas veces aduce un catálogo de acciones que excluyen del
Reino de los Cielos (cfr. Gal 5,19-21). Parecidas relaciones vienen en 1 Cor
6, 9 ss y en Rom 2, 29 y ss.
En la Exhort. Apost. Reconciliatio
et paenitentia, 2-XII-87, Juan Pablo II afirma: "Recogemos aquí el núcleo
de la enseñanza tradicional de la Iglesia, reafirmada con frecuencia y con
vigor durante el reciente Sínodo. En efecto, éste no sólo ha vuelto a afirmar
cuanto fue proclamado por el Concilio de Trento sobre la existencia y naturaleza
de los pecados mortales y veniales, sino que ha querido recordar que es pecado
mortal, lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido
con pleno conocimiento y deliberado consentimiento. Es un deber añadir -como se
ha hecho también en el Sínodo-, que algunos pecados, por razón de su materia,
son intrínsecamente graves y mortales. Es decir, existen actos que por sí
mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos
por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente
conocimiento y libertad, son siempre culpa grave."
El pecado venial
Comúnmente se define el pecado
venial como "la trasgresión de la ley de Dios en materia leve". A
diferencia del pecado mortal, no connota el apartamiento o aversión total de
Dios y anhelo por conseguir el último fin.
La Sagrada Escritura prueba
suficientemente la existencia de los pecados veniales. Lo hace cuando
habla de dos clases de pecados entre s’ contrapuestos y totalmente diferentes:
unos gravísimos, que excluyen del Reino de los Cielos; y otros más pequeños,
enteramente compatibles con la santidad y la gracia: "Si decimos que no
tenemos pecado, nos engañamos y somos mentirosos" (cfr. 1 Ioh 1,8),
"el justo cae siete veces" (cfr. Prv 24,16), "con muchos
pecados ofendemos cada día al Señor" (cfr. Iac 3,2), etc.
El Magisterio de la Iglesia
también se refiere expresamente a los pecados veniales. En concreto, el Concilio
de Trento declara que "por más que en esta vida mortal, aun los santos
y los justos caigan alguna vez en pecados, por lo menos leves y cotidianos que
se llaman también veniales, no por eso dejan de ser justos" (Dec. De
iustificatione, DS1537). Y el Papa San Pío V condena como herética la
proposición de Miguel Bayo que dice: "Ningún pecado es venial por
naturaleza, sino que todo pecado merece castigo eterno" (Ex omnibus
afflictionibus, DS1920. Cfr. Reconciliatio et paenitentia, 17).
Pertenece pues, a la doctrina de la
fe, que existen pecados veniales, es decir, pecados que, de suyo, no producen la
pérdida de la gracia santificante, ni la muerte del alma.
C. Distinción especifica y numérica
de los pecados
Es doctrina constante del
Magisterio de la Iglesia, que en el sacramento de la Penitencia deben
manifestarse, por institución divina, todos y cada uno de los pecados mortales,
según su especie y su número, cometidos después del Bautismo (cfr. Conc.
Trento, Dec. De poenitentia, DS1680, 1682, 1707, 1708).
Distinción específica
La especie teológica se
determina por la relación del acto pecaminoso con Dios; y según esta relación,
los pecados pueden ser mortales o veniales: los primeros apartan totalmente de
Dios, mientras que los veniales no.
La especie o clase moral, en
cambio, deriva de la malicia propia y particular que se da en el pecado
determinado, v.g., el hurto, la blasfemia, etc. Y como esta malicia, principal y
fundamentalmente, viene determinada por los objetos de esos actos -el finis
operis-, se suele decir que la especie -distinción- moral de los pecados
nace de los objetos moralmente distintos, v.g., la distinción específica de la
blasfemia y el homicidio.
Pero no todos los autores se sirven
de este criterio para diferenciar específicamente los pecados. Algunos
prefieren decir que los pecados se distinguen por las virtudes a que se oponen.
Otros, por los preceptos que se quebrantan. En realidad, sin embargo, son
criterios coincidentes, porque tanto las virtudes como los preceptos se
diferencian y especifican por sus objetos.
Según este criterio, los
pecados que se distinguen específicamente son de especie moral diversa en
los siguientes casos:
- Se oponen a virtudes distintas: el robo contra la
justicia; la fornicación contra la castidad.
- Se oponen a la misma virtud, pero de manera diversa: v.g.,
los malos pensamientos, la fornicación y la homosexualidad son pecados
distintos dentro de la lujuria, porque contrarían de modo diferente la misma
virtud de la castidad.
- Se oponen a preceptos formales distintos: v.g.,
comete dos pecados diferentes quien quebranta el ayuno, al que estaba obligado
por precepto de la Iglesia, e impuesto a la vez como penitencia en el sacramento
de la Confesión.
Estas malicias, específicamente
diversas, pueden darse, por tanto, en un solo acto, siempre que este acto esté
mandado -o prohibido- por virtudes -o defectos- formalmente distintos. Por eso,
el adulterio, por ejemplo, encierra dos pecados, el de lujuria y el de
injusticia.
Distinción numérica
Los pecados que son distintos específicamente
(v.g., el homicidio y la blasfemia), son distintos también numéricamente. Y
esto, aunque se realicen, -como acaba de decirse-, en una única acción: v.g.,
un adulterio, que lesiona las virtudes de la castidad y la justicia, da lugar a
dos pecados.
El problema de la diferenciación
numérica existe cuando se trata de pecados de la misma especie; v.g.,
varios hurtos, varias blasfemias, etc. Para solucionarlo, los moralistas suelen
establecer los siguientes criterios de diferenciación:
a) Se dan tantos pecados numéricamente
distintos cuantos son los actos de la voluntad, con tal de que se trate de actos
distintos
Los actos de la voluntad, que
versan sobre el mismo objeto o contenido, se hacen distintos si la voluntad
interrumpe su querer
Y la interrupción del querer
voluntario puede darse de varias maneras:
- Por voluntaria retractación: Quien decide vengarse
del prójimo, a continuación rechaza esos pensamientos, y de nuevo vuelve a
consentir en ellos, comete dos pecados distintos.
- Por cesación voluntaria: En el fondo coincide con la
retractación, -o revocación-, porque, apartar voluntariamente la
atención, equivale a una retractación, al menos implícita.
- Por cesación o interrupción voluntaria, pero con
determinadas condiciones, según se trate de actos meramente internos -v.g.,
los pensamientos-, actos en cierta manera externos -v.g., los deseos-; o
de actos externos -v.g., cualquier acción-.
En los actos meramente internos,
es decir, aquellos que se consuman en la voluntad, cualquier interrupción, aun
involuntaria, es suficiente para constituir un nuevo pecado; v.g., el que se
complace en un pensamiento de odio, pasa a conversar con un amigo un largo
espacio de tiempo, y vuelve a los pensamientos anteriores, comete dos pecados de
odio numéricamente distintos. En la práctica, sin embargo, a veces resulta difícil
determinar con precisión si es o no un nuevo acto. Cuando se trata de actos
en cierta manera internos y externos, como los deseos malos, estos se
consideran como un solo todo moral, siempre que procedan de la misma
intención. Así, quien, con el fin de cometer un robo, hace proyectos, compra
las armas, etc..., tan sólo comete un pecado, aunque emplee varios d’as en
ello. En los actos externos debe distinguirse: si son como partes
o medios para la consumación del pecado, que es como el todo; entonces,
en todos ellos, sólo hay un pecado: v.g., el comprar el arma, acechar al
enemigo y disparar, etc..., forman un sólo pecado de homicidio. La interrupción
involuntaria, dedicándose, por ejemplo, a otras cosas, no rompe la unidad del
acto moral. Pero si se trata de actos externos en sí completos, es
decir, si cada uno de ellos puede considerarse como un todo acabado,
independientemente de los demás (v.g., la masturbación), hay que decir que
cada acto da lugar a un pecado numéricamente distinto, aunque se realicen bajo
el impulso de la misma pasión.
b) se dan tantos pecados numéricamente
distintos, cuantos objetos morales distintos, aunque se realicen bajo el mismo
impulso de la voluntad.
Esto es así o porque no se ordenan
al mismo tiempo o porque, de hacerlo, cada uno es en sí mismo completo, sin
formar parte de los demás. De esta manera el que con una sola bomba da muerte a
cinco personas, es reo -si lo hace voluntariamente- de cinco homicidios.
D. Pecado objetivo y
responsabilidad personal: materia, advertencia consentimiento
En todo pecado, se distinguen dos
aspectos: uno objetivo, la materia, que designa la falta de conformidad de la
acción pecaminosa con la ley moral; otro subjetivo, que depende de las
condiciones de la persona que comete el pecado, y es doble: la advertencia y el
consentimiento.
La materia designa el apartamiento
objetivo de Dios que conlleva la acción pecaminosa correspondiente. Puede ser
grave o leve, según que el pecado entrañe aversión al fin último, es decir,
sea incompatible con la caridad, o no la entrañe.
La advertencia es el grado de
conocimiento de la malicia moral de la acción, en el momento de realizarla.
El consentimiento es el grado de
adhesión de la voluntad a la malicia de la acción.
Para que haya pecado mortal, es
necesario la presencia simultánea de estas condiciones:
a) materia grave;
b) plena advertencia; y
c) perfecto consentimiento.
El pecado mortal exige siempre materia
grave, en sí misma (v.g., el adulterio), o por las circunstancias que la
rodean (v.g., el escándalo grave que se sigue de una materia que de sí es
leve). Por otra parte, una materia que de sí no es grave, ni tampoco por las
circunstancias, puede subjetivamente ser juzgada como grave y dar así lugar al
pecado mortal: v.g., robar una cantidad pequeña de dinero, que erróneamente se
cree grave, es un pecado mortal.
Existen diferentes criterios
para conocer si una determinada materia es grave o no. Primeramente está el
criterio de autoridad: si la Escritura así lo indica, como en los
casos citados de la fornicación y el adulterio, que excluyen del Reino de los
Cielos (cfr. Gal 5,19-21; 1 Cor 6,9-10); o si el Magisterio de la
Iglesia, declara que una materia es grave: v.g., no oír Misa los domingos. La enseñanza
constante y común de los grandes santos y doctores, ayuda también a
determinar la existencia de materia grave en algunos casos, v.g.: en el robo y
la restitución.
La razón humana puede, a su
vez, deducir cuando una acción rompe gravemente la debida relación a Dios, al
prójimo y a nosotros mismos y, en consecuencia, es materia grave. Más en
concreto son materia grave los actos -pensamientos, acciones o palabras- que van
directamente contra Dios: v.g., la blasfemia; los que dañan notablemente al prójimo
en sus bienes, vida o fama: v.g., el robo de una fuerte suma de dinero, una lesión
grave o una calumnia; y los que constituyen un grave desorden contra la
naturaleza: v.g., la homosexualidad, la masturbación.
En relación con la materia, hay
pecados que siempre son mortales, es decir, que en ellos la materia, por
pequeña que sea, es siempre grave; no caben, pues, en esa materia los pecados
veniales, salvo por imperfección del acto, imperfección que consiste en
la falta de una advertencia plena o de un perfecto consentimiento.
Para la existencia del pecado
venial se requiere materia leve o bien una advertencia no plena o un
consentimiento imperfecto.
E. La opción fundamental y el
valor moral de actos singulares
La doctrina de la opción
fundamental se empezarían a emplear por algunos autores para explicar las enseñanzas
de Santo Tomás sobre la primera conversión del hombre a Dios, su último fin.
La conversión a Dios, en efecto, se explica como una ordenación al fin último
en el primer acto plenamente libre del hombre, por la ley de la caridad.
Esta decisión más radical y
profunda, tomada en unos momentos determinados, no está, es claro, desligada de
las demás y sucesivas decisiones de la vida, que podrían llamarse
superficiales o periféricas; al contrario, guardan entre sí una estrecha
relación vital: en cuanto a los actos y decisiones anteriores, preparan esta
opción o decisión más profunda, y además porque los actos y actitudes que la
siguen, sirven para manifestarla. Si bien esta ordenación al fin se mantiene en
el cristiano habitualmente e influye virtualmente en todos los actos sucesivos,
puede romperse, sin embargo, por cualquier acto que la lesione gravemente, es
decir, por toda trasgresión deliberada de un precepto sustancial en materia
grave -pecado mortal-, porque la oposición al orden de los medios es oposición
al orden del fin.
Esta decisión total de la persona
-continúan estos autores- sólo puede romperse por otra decisión contraria
especialmente profunda e intensa que, brotando también del fondo mismo de la
persona, compromete la acción anterior y la cambie por la contraria. Los actos
aislados y particulares, es decir, aquellos que tienen por objeto algo
particular, aunque sea sobre materia grave -aseguran-, como no nacen de una
"actitud" contraria, sólo contradicen de forma leve la opción y, por
tanto, no deben tenerse en cuenta.
"Algunos autores llegan a
afirmar que el pecado mortal que separa de Dios, sólo se verifica en rechazo
directo y formal de la llamada de Dios, o en el egoísmo que cierra al amor del
prójimo completa y deliberadamente. Sólo entonces tendrá lugar una opción
fundamental, es decir, una de aquellas decisiones que comprometen totalmente a
la persona, y que serían necesarias para constituir un pecado mortal. Por ella
tomaría o ratificaría el hombre, desde el centro de su personalidad, una
actitud radical en relación con Dios o con los hombres. Por el contrario, las
acciones que llaman periféricas (en las que niegan que se dé, por lo regular,
una actitud decisiva) no llegarían a cambiar una opción fundamental. Y tanto
menos cuanto que, según se observa, proceden de hábitos contraídos. De esta
suerte, esas acciones pueden debilitar las opciones fundamentales, pero no hasta
el punto de poderlas cambiar por completo" (Decl. Persona humana,
10).
Según esta teoría, carecería de
sentido hablar de distinción numérica y específica de los pecados -a lo sumo
sería una cuestión técnica, pero no pastoral-. Y si, a veces, se admite la
división de los pecados en graves y leves, se explica de tal manera que
aquellos en la práctica no se dan: los pecados mortales no serían los pecados
graves "ordinarios", sino los "extraordinarios", los que
nacen de una actitud radical contraria; algunos los identifican con el
endurecimiento, al final de la vida, en el mal.
Juan Pablo II ha tratado
ampliamente este tema en la Exhortación Apostólica Reconciliatio et
paenitentia, con visión positiva, pero exigiendo claridad y fidelidad a la
doctrina de la Iglesia: "Del mismo modo se deberá evitar reducir el pecado
mortal a un acto de 'opción fundamental' -como hoy se suele decir-
contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del
prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre,
sabiendo y queriendo, elige, por cualquier razón, algo gravemente desordenado.
En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino,
un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el
hombre se aleja de Dios y pierde la Caridad. La opción fundamental puede ser
pues radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse
situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen
en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la
esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categor’a teológica,
como es concretamente la 'opción fundamental' entendida de tal modo que, en el
plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional del pecado
mortal".
En este Documento, Juan Pablo II
sale al paso de algunas peticiones para que la división venial-mortal se
transformara en venial-grave-mortal. Estas propuestas, a las que se podría
dar una motivación pastoral, tienen también una fuerte carga doctrinal, en
cuanto que proceden de los autores que reducen el pecado mortal a la opción
fundamental (Decl. Persona humana, n. 10 y las palabras de Juan Pablo II
arriba citadas). Sin rechazar esa clasificación, el Santo Padre deja bien clara
la existencia de los pecados mortales y la de los veniales, sean o no graves:
"Durante la asamblea sinodal, algunos Padres propusieron una triple
distinción de los pecados, que podrían clasificarse en veniales, graves y
mortales. Esta triple distinción podría poner de relieve el hecho de que
existe una gradación en los pecados graves. Pero queda siempre firme el
principio de que la distinción esencial y decisiva está entre el pecado que
destruye la caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural: entre la vida
y la muerte no existe una vida intermedia" (n. 17).
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