TEMA 43
LA
VIRTUD DE LA ESPERANZA
Enseñanzas bíblicas sobre la esperanza.
Esperanza y condición viadora del hombre.
Pecados contra la esperanza.
La virtud teologal de la esperanza se define como
"hábito sobrenatural infundido por Dios en la voluntad, por el cual
confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para
llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios". Su objeto
formal quod es la posesión eterna de la Bondad divina; su objeto formal quo:
la ayuda omnipotente y misericordiosa de Dios.
De la definición se deducen las propiedades de esta
virtud:
a)
es sobrenatural, por ser infundida en el alma por Dios (cfr. Rom 15,v.13; 1v.Cor
v.13,v.13), y porque su objeto es Dios que trasciende cualquier exigencia o
fuerza natural. El Conc. de Trento afirma que en la justificación viene
infundida la esperanza, junto con la fe y la caridad (Dz-Sch 1530);
b)
se ordena primariamente a Dios, bien supremo, y secundariamente a otros bienes
necesarios o convenientes para llegar a El (cfr. Mt 6,v.33);
c)
es una disposición activa y eficaz, que lleva a poner los medios para alcanzar
el fin; no es mera pasividad;
d)
es actitud firme, inquebrantable, porque se funda en la promesa divina de
salvación (cfr. Rom 8,v.35; Philp 4,v.13); ni siquiera la pérdida de la gracia
santificante puede quitar la esperanza (S.Th. II-II, q. 18, a. 4, ad 2).
La esperanza, que lleva a desear a Dios como suprema
bondad, deriva de la fe (S.Th. II-II, q. 17, a. 17), y por esta razón,
la fe se llama madre de la esperanza. La fe muestra a Dios como fin supremo del
hombre, su felicidad, por lo que nace en el corazón humano un fuerte deseo de
poseerlo (Heb 11,v.1). Sin la fe, la esperanza no se concibe (cfr. Conc.
Vaticano II, Lumen gentium, 41). En el desarrollo de la vida
sobrenatural, la esperanza sigue a la fe y precede a la caridad; la esperanza
puede existir sin caridad (Dz-Sch 2457). La virtud de la esperanza, siendo
teologal e infusa, está íntimamente unida a la gracia, con que el amor divino
nos envuelve, y a dones particulares del Espíritu Santo como el don de temor de
Dios (Is 66,v.24).
A. Enseñanzas bíblicas sobre la esperanza
En la Biblia la distinción entre fe y esperanza no
es siempre clara; la mayor parte de las veces se habla de ambas a la vez. El
futuro ocupa un puesto fundamental en la historia del pueblo de Israel, que
espera la plenitud de los tiempos, la era mesiánica. La fe en las promesas de
Dios sostiene la esperanza del pueblo elegido (cfr. Heb 11) y lo empuja a
observar todas las exigencias morales que esta esperanza lleva consigo. Israel
confía en Dios del cual depende únicamente su futuro, soporta con paciencia
las pruebas del tiempo presente y permanece fiel a las promesas divinas que
patriarcas y profetas transmiten y renuevan de generación en generación. Fe,
confianza, fidelidad, paciencia, esperanza y amor son los varios aspectos del
comportamiento espiritual del pueblo de Dios ante las promesas mesiánicas, que
tocan no sólo a la comunidad de Israel, sino también a cada israelita.
La originalidad de la esperanza bíblica está en el
hecho de no ser simple espera de un acontecimiento futuro de cualquier clase; la
palabra griega elpízein, de la versión de los Setenta, indica un
concepto positivo, no neutro: espera confiada y perseverante de un bien, la
Salvación. El israelita vive en todo momento -y no sólo en la necesidad (Ier
17,v.7)-, esperando en Dios, en las manos del cual está su futuro: El es la única
certidumbre, todo pasa, El sólo permanece. Falsa esperanza es la de quien confía
en las riquezas (Iob 31,v.24), en los hombres (Ier 17,v.5), en el poder (Is
31,v.1; 36,v.6) o en los mismos objetos sacros (Ier 1,v.4; 48,v.13). Otro
aspecto peculiar de la esperanza de Israel, que se conserva también en la
virtud cristiana de la esperanza, deriva del sentido religioso que el tiempo
posee en la Biblia; para el israelita con la muerte cesa la esperanza (Iob
17,v.15; Is 38,v.18; Ez 37,v.11): la fe y la esperanza pasan, dice San Pablo
(1v.Cor 13,v.13; cfr. Dz-Sch 1000) aunque las almas del purgatorio ejercitan
todavía la virtud de la esperanza (cfr. S.Th. II-II, q. 18, a. 3).
Con la venida de Jesús, la esperanza mesiánica de
Israel se realiza: la plenitud de los tiempos se ha cumplido, la vida eterna ha
comenzado. La primera comunidad cristiana es consciente de que la salvación ha
llegado, aunque aún no se ha actuado totalmente. El Conc. Vaticano II ha
desarrollado en varios documentos este carácter escatológico de la vocación
cristiana tan presente en la Sagrada Escritura (cfr. Lumen gentium, 48; Gaudium
et spes, 39); el acceso a las promesas de Dios exige el ejercicio de la
virtud teologal de la esperanza en medio de las pruebas y tribulaciones del
mundo (Apc 21,v.1-5; 21,v.22-26).
Así, pues, la fe y la esperanza están unidas entre
sí a través de la común actividad de la inteligencia y de la voluntad: las
dos se apoyan en la Palabra de Dios, las dos tienden al bien particular del
hombre, las dos se viven en el tiempo; pero se distinguen esencialmente:
a)
por su actividad: la fe es formalmente acto del entendimiento, la
esperanza lo es de la voluntad;
b)
por su objeto: la fe se fija en Dios en cuanto Verdad, la
esperanza en Dios en cuanto Bondad no poseída (cfr. S.Th. II-II, q. 17,
a. 6);
c)
por la certeza del acto, que aunque en las dos es absoluta (en cuanto
entrega incondicionada a la Verdad y Fidelidad divinas), sin embargo, en la
esperanza no se tiene "infalibilidad" de conseguir la salvación.
Precisamente el error de Lutero fue ver, en esa certeza infalible de la salvación
personal, la esencia de la fe justificante, identificando ambas virtudes. Por
eso Trento definió que "acerca del don de la perseverancia... nadie se
prometa nada cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y poner en
el auxilio de Dios la más firme esperanza" (Dz-Sch 1541). Por lo demás ésa
es la enseñanza de la Sagrada Escritura que afirma la voluntad salvífica
universal de Dios, pero pone condiciones morales para la eficacia de la redención
y habla también de la posibilidad del pecado y de la condenación (cfr. Philp
2,v.12; 1v.Cor 4,v.4; 10,v.12; etc.).
B. Esperanza y condición viadora del hombre
La moral católica hace hincapié sobre el hecho que
toda la vida cristiana está bajo el signo de la esperanza. La experiencia de
Israel se vive en la Iglesia, pueblo elegido, Israel espiritual, que lleno de
gratitud a Dios por la riqueza de gracias ya obtenidas, confía y espera en la
posibilidad de perseverar y cumplir el propio destino sobrenatural (cfr. Rom
8,v.37). La esperanza es necesaria para perseverar en la vocación cristiana,
ser justificados y obtener la salvación: "Porque la fe, si no se le añade
la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo
de su cuerpo" (Dz-Sch 1530). La fe muestra al hombre la meta y el camino de
la vida sobrenatural; la esperanza orienta la voluntad humana hacia Dios en
cuanto fin último, le hace tender seriamente a la salvación mostrada por la
fe, y le hace apoyarse con confianza en el único medio para alcanzarla: la
gracia auxiliadora. Por tanto, la esperanza, al estar conectada con el fin último,
es necesaria para la salvación. Es exigida sobre todo a la hora de la tentación,
para vencer la cual es necesaria la confianza en que la ayuda de Dios no faltará.
La necesidad de la esperanza, aunque con un
significado totalmente diverso del cristiano, es exaltada socialmente por
algunos escritores y filósofos marxistas. Sin embargo, el objeto, fundamento y
camino de la esperanza marxista y de la cristiana son diametralmente opuestos.
La esperanza, virtud teologal de los cristianos, tiende a la felicidad eterna en
la otra vida; la marxista, a una beatitud intramundana y sólo histórica. La
solidaridad marxista se constituye en torno al odio que genera el sufrimiento
debido a las injustas condiciones sociales; la solidaridad que crea la esperanza
cristiana se funda en el sacrificio amoroso de Cristo. Sin embargo, la esperanza
cristiana no justifica la pasividad y la inercia ante las miserias humanas (Lumen
gentium, 31 y 35), sino que más bien sostiene los legítimos esfuerzos de
todos los hombres y empuja a la realización de sus nobles aspiraciones (cfr.
1v.Tim 6,v.17; 1v.Pet 5,v.9).
C. Pecados contra la esperanza
La presunción es confianza no acompañada de
santo temor de Dios. La esperanza del pecador que no se arrepiente de su pecado
sino que persevera en él degenera en arrogante presunción (perversa
securitas). La moral católica considera la soberbia causa fundamental de la
presunción, pecado propio de personas temerarias, que viven habitualmente en
estado de falsa seguridad material y espiritual. El presuntuoso funda su
seguridad y su esperanza no en la omnipotencia de Dios misericordioso, sino en
sus propias fuerzas. Las herejías de Pelagio y de Lutero difunden sentimientos
de presunción, haciendo creer que la gracia de Dios se consigue fácilmente,
sin necesidad de esfuerzos alcanzar la salvación sin la ayuda de la gracia,
confiando únicamente en las propias fuerzas (pelagianismo).
La desesperación se define como apartamiento
voluntario de la felicidad eterna, porque se juzga imposible de alcanzar. Tiene,
pues, dos elementos: uno intelectual, que consiste en el juicio sobre la
imposibilidad de alcanzar la felicidad eterna, y otro volitivo, el más
esencial, que es la fuga de voluntad de aquella meta: "la desesperación no
comporta sólo privación de esperanza, sino también una repulsa (recessum)
de la cosa deseada, porque se estima imposible de alcanzar" (S.Th. I-II,
q. 40, a. 4, ad 3).
El desesperado niega la eficacia de la Redención en
su vida; se rinde delante de las dificultades, no confía en las promesas
divinas de salvación y renuncia a la ayuda de Dios para conseguirla.
La desesperación es el pecado del hombre solo,
espiritualmente aislado, que rechaza cualquier ayuda y se deja llevar por
tendencias destructoras. Algunos moralistas identifican la desesperación con el
pecado contra el Espíritu Santo, dado que la esperanza es indispensable para
obtener la remisión de los pecados. El apóstol Judas fue víctima de él.
Causas de la desesperación
son, entre otras, la falta de fe, los pecados frecuentes que aumentan la
potencia del mal en la voluntad, la soberbia, la no aceptación de las
dificultades que la vida lleva consigo, etc. Santo Tomás las resume en la
lujuria, que elimina la condición de bien del objeto de la esperanza, y la
pereza, que exagera la dificultad de la adquisición de ese bien (S.Th.
II-II, q. 20, a. 4).
Finalmente, conviene señalar la distinción que
existe entre la desesperación y el desánimo (desesperación privativa), que
procede de las dificultades no superadas, de la misma debilidad humana
(enfermedades, etc.) o del carácter pusilánime; en estos casos no se duda de
la Omnipotencia y de la Bondad divinas, sino que suele haber un cansancio físico
o psíquico que produce el desaliento, que poco o nada tiene que ver con el
pecado de desesperación, sobre todo si se ponen los medios ascéticos
convenientes: humildad, descanso, etc.
Es
una gentileza de http://www.servicato.com
para la
BIBLIOTECA BÁSICA DEL CRISTIANO