XVI

LA CONTEMPLACIÓN
EN TIEMPOS DE LA CIENCIA


En el mundo en que vivimos, cada vez más moldeado por la ciencia e invadido por la técnica, la cuestión de la vida espiritual se plantea en unos términos y en un contexto muy diferentes al de otrora, en lo que respecta a las condiciones de vida y a los modos de pensamiento. En una palabra: podría decirse que antiguamente se vivía en el seno de la naturaleza, conformándose a ella; hoy, las ciencias y las técnicas nos fabrican un mundo a su medida, más y más mecanizado, empleando las leyes de la naturaleza para dominarla y hacerla servir a fines útiles. El trabajo del hombre parece haber reemplazado al Dios creador. En nuestra vida cotidiana ha penetrado una nueva representación del mundo, que se pretende rigurosa y eficaz. Por eso tenemos una cierta dificultad para seguir comprendiendo las doctrinas espirituales antiguas y para aplicarlas. En consecuencia, se ha vuelto necesario realizar una comparación entre el mundo espiritual y el universo de la ciencia, para evitar una oposición nefasta entre ambas visiones, que conduciría a la eliminación de una de las dos, y para discernir las posibilidades de concordancia y de colaboración. Fascinados por la aureola de la ciencia y acaparados por nuestros trabajos, corremos, efectivamente, el riesgo de perder el sentido mismo de las realidades espirituales y secar en nosotros las fuentes de nuestra vida interior.


I. El ocaso de la contemplación en la época moderna

El problema planteado es muy amplio. Nosotros lo abordaremos mediante una reflexión sobre el papel de la contemplación. Esta era presentada antiguamente, en la mayoría de las corrientes espirituales y teológicas, como la parte superior y principal de la vida cristiana. Ya en el Nuevo Testamento, como hemos visto, la contemplación del misterio de Cristo exige una conformidad con su persona que se precisa en la catequesis moral. La predominancia de la contemplación o de la acción es un tema de controversia en teología. Recordemos que santo Tomás, a diferencia de san Buenaventura, concibe la teología como una ciencia más especulativa o contemplativa que práctica, porque considera, en primer lugar, las realidades divinas y, en segundo lugar, 1as acciones humanas, para ordenarlas al perfecto conocimiento de Dios, en el cual reside la bienaventuranza eterna (I, q. 1, a. 4). Son muchas 1as escuelas espirituales que conceden asimismo la primacía a la vida contemplativa o mística, ejercida especialmente bajo la forma de la oración; pero el debate se renueva de manera regular, sobre todo cuando se considera el primado de la caridad y de las exigencias del amor al prójimo.

La época moderna ha conocido una reacción antimística bastante general. Las corrientes predominantes después del concilio de Trento ponen el acento en el lado práctico y activo de la vida espiritual, en la meditación y los ejercicios, y la orientan hacia la ascesis, comprendida como una disciplina voluntaria. Se desconfía de una contemplación que dependa de gracias extraordinarias y reclama la pasividad interior. Esta concepción de la espiritualidad concuerda bien con la mentalidad de la época, en que se impone más y más el ideal de una razón que se siente ahora capaz de penetrar en los secretos de la naturaleza y de transformarla por medio de su actividad. También la ciencia se aparta de la contemplación, tanto da que sea religiosa o filosófica, para consagrar todos sus esfuerzos a la investigación experimental y a las invenciones prácticas. Así, a la edad de la contemplación, que miraba el mundo con admiración, como la obra de Dios, le sucede el tiempo de la ciencia, que lo observa para descubrir sus leyes y emplearlas para el servicio del hombre.

La concepción ascética de la vida espiritual viene bien para enseñarle al hombre moderno la disciplina necesaria a la práctica de la ciencia y a su utilización. Esa concepción está emparentada con el espíritu científico por su finalidad y sus medios: establecer el dominio de la razón sobre la naturaleza humana, movida por los instintos del cuerpo y los impulsos de la sensibilidad, movilizando las fuerzas de la voluntad con ayuda de los ejercicios apropiados, que forman una especie de técnica espiritual. Es difícil ver cuál pueda ser la contribución de la pasividad contemplativa en esta labor, y se llega fácilmente a desconfiar de las vías que no es posible controlar por medio de la estricta razón.

En consecuencia, podría creerse que la contemplación ha sido expulsada por el espíritu moderno, tanto en el orden espiritual como en el trabajo científico. No subsistiría más que en algunos claustros como vestigios del pasado, como esos castillos cuyas ruinas conservamos y que inspiraron a Teresa de Avila en la descripción de sus ascensiones místicas.

De la contemplación mística a la contemplación científica

Esta manera de ver las cosas es demasiado simple. La aspiración contemplativa, que alimente el deseo del puro saber, no ha desaparecido en modo alguno de nuestro mundo; únicamente ha cambiado de orientación y de objeto al adoptar otro método. La ciencia ya no contempla el cielo ni las obras de la naturaleza para buscar en ellas las huellas de Dios y descubrir las vías que conducen hacia él; ahora ha fijado su mirada en la materia, en la experiencia sensible, y la escruta más y más con los instrumentos que ella misma inventa, ya sea en la tierra con los microscopios o en el cielo con los telescopios y los satélites. A la contemplación mística le ha sucedido la contemplación científica. Podemos reconocer, incluso con facilidad, en esta última la sed de infinito que animaba a la primera, en el movimiento incoercible que impulsa a los sabios, sea cual sea su campo de investigación, a superar los conocimientos adquiridos, a buscar siempre más allá, cada vez más lejos. La ciencia se ha vuelto realmente para muchos una mística.

Podemos decir que las ciencias representan, en nuestro tiempo, la dimensión contemplativa de la vida humana, como una búsqueda de la verdad por sí misma, mientras que el trabajo, por medio de la técnica, constituye su dimensión práctica.

La inteligencia contemplativa

Santo Tomás ya había reconocido claramente en su estudio de la vida contemplativa y activa, inspirándose en Aristóteles, la doble dimensión constitutiva del espíritu humano. Estos dos tipos de vida tienen su base en la doble función de la inteligencia humana: en un entendimiento especulativo, que no tiene otra finalidad más que el conocimiento de la verdad, y en el entendimiento práctico, que tiene como finalidad construir la acción (I-I1, q. 179, a. 2).

La variedad de términos empleados no afecta a lo esencial. Tomás emplea más bien «contemplación» cuando explota la doctrina de un espiritual, como Gregorio Magno (q. 179, a. 2). Se sirve de la expresión «entendimiento especulativo» cuando se apoya en Aristóteles (1, q. 79, a. 11). Por otra parte, cuando estudie la acción moral, hablará de la razón especulativa y de la razón práctica. Mencionaremos también la expresión «razón teórica». El rasgo común a todas ellas estriba en su relación con la mirada que contempla, que observa, o que examina y escruta, según el matiz que implique el término «especulativo». Esta constatación nos indica la experiencia concreta que figura en el origen de este vocabulario. Gracias a la mirada captamos la forma, el número, la medida, la belleza y la calidad de las cosas y de las personas. También gracias al encuentro de las miradas se concibe y se mantiene el amor. La mirada contemplativa no es, por consiguiente, tan pasiva como se piensa: ella es quien toca e informa el espíritu y el corazón en primer lugar, con lo que se engendran en nosotros las primeras energías, fecundadas por lo que nuestros ojos han visto.

La contemplación no está limitada a la vida religiosa. Procede de una inclinación constitutiva de nuestra inteligencia: el deseo de conocer, la curiosidad por la verdad, la atracción de los seres, que nace con la mirada y suscita una búsqueda sin fin. Ésa es la admiración que Aristóteles sitúa en el origen de la filosofía y de las ciencias; ése fue el amor de la verdad que inspiró la labor teológica de Tomás de Aquino y cuyo término fijó en la visión de Dios.

La distinción entre la contemplación espiritual y la contemplación científica

Henos aquí de nuevo ante nuestro problema: ¿qué distingue la contemplación de los espirituales de la contemplación o de la especulación científica? La respuesta a esta cuestión determinará el lugar que aún puede ocupar la vida contemplativa en nuestro mundo, así como su relación con la vida activa.

Tres elementos nos parecen esenciales en el orden de la contemplación: en primer lugar, es una mirada que tiene por objeto una cierta experiencia de la realidad, captada a partir de una determinada posición o actitud por parte del que busca conocer. Este último elemento resulta decisivo para nuestra cuestión.

La «contemplación» científica moderna tiene su origen, efectivamente, en una nueva toma de posición del hombre ante el universo. Esta revolución –la podemos llamar así– apareció en el siglo XVII con el empleo sistemático del método experimental. Ahora se concentra la mirada en la experiencia sensible, controlable por la repetición y medible por las matemáticas, quedando así limitada al orden de la cantidad según el espacio y el tiempo. La posición adoptada es una posición característica: es la actitud del observador que se sitúa a distancia del objeto para examinarlo y desaparece, como sujeto, ante él, a fin de obtener un conocimiento tan exacto y riguroso como sea posible. Nos encontramos, pues, frente a una mirada del exterior, que procura un conocimiento que seguirá siendo siempre exterior; versará sobre lo que aparece, sobre eso que recibe el nombre de «fenómeno». Esa exterioridad, que crea la oposición entre el sujeto y el objeto, es característica de la «contemplación» científica.

La observación de la naturaleza fisica es lo que mejor se presta a ese método; mas las cosas se complican cuando la mirada se proyecta sobre el hombre e intenta penetrar en él, en su psicología. Aquí es donde el método de las ciencias experimentales muestra sus límites. En efecto, ese método choca contra la siguiente cuestión: ¿se puede alcanzar mediante una observación del exterior aquello que constituye la interioridad del hombre: el corazón y el espíritu, la libertad, el amor, el bien y el mal, la virtud y el pecado, todas las cualidades y los movimientos propios de la vida espiritual? ¿No se necesita, para penetrar en el interior del hombre, otro tipo de mirada, otro tipo de contemplación, una actitud y un método diferentes, que nos procuren otro tipo de conocimiento?


II. La contemplación espiritual

Dirijamos ahora nuestra mirada hacia la contemplación espiritual. Estamos convidados a un verdadero redescubrimiento. La contemplación se desarrolla, aquí, en el seno de la experiencia interior que se forma en cada hombre al entrar en contacto con el mundo, con los otros y con la escucha de la Palabra de Dios. Nace de una mirada que se mantiene en el centro de esta experiencia, en la intimidad de la persona y de su compromiso. Ya no estamos frente a experiencias repetidas sobre una materia extraña, sino frente a la experiencia específicamente humana que, lentamente, se desarrolla y madura en nosotros en el corazón de la vida, si es conducida de manera juiciosa.

El método que se impone aquí ya no es una observación a distancia, sino la reflexión sobre nosotros mismos para penetrar en la profundidad de nuestra interioridad activa, para alcanzar allí, de tan cerca como sea posible, la fuente espiritual que nos alimenta, no con la finalidad de apoderarnos de ella, sino para abrirnos a su caudal, con una lucidez y una disponibilidad crecientes. La fuente es exactamente el espíritu en nosotros; se manifiesta en el soplo que forma la palabra y en la inspiración que anima la acción.

La contemplación espiritual se desarrollará mediante ejercicios apropiados. Para iniciarla y mantenerla tenemos necesidad de objetos concretos y de ayudas tangibles, de acordarnos de los acontecimientos y de las acciones en que se refleja nuestra interioridad, de meditar textos y de escuchar palabras que nos despierten a la luz de Dios, de entrar en contacto con personas que nos sirvan de guías por su experiencia y de modelos por su ejemplo.

De este modo se elabora la contemplación «como en un espejo», mediante una reflexión atenta y regular, que remonta desde la experiencia hacia la luz. Este trabajo pide, a su manera, tanta paciencia y esmero como la ciencia, mas presupone siempre una cierta mirada primitiva, que podríamos llamar un vistazo de inteligencia y de fe, porque engendra la fe. Esta primera mirada, única en su género, es muy dificil de definir a causa de su densidad y luminosidad. En el lenguaje escolástico podríamos llamarla intuición del primer principio; aunque no tiene nada de abstracta. Es como una mirada nueva sobre una persona que descubrimos, en un instante privilegiado, y después se vela provocando el deseo de verla mejor y de conocerla. Así fue la iluminación de Milán que nos cuenta Agustín en las Confesiones: «Entré en la intimidad de mi ser bajo tu guía... y vi con el ojo de mi alma... la luz inmutable... El que conoce la verdad, conoce esta luz, y el que la conoce, conoce la eternidad. La caridad la conoce» (1, VII, X, 16).

La mirada contemplativa en la Biblia

Para ilustrar el proceso de la contemplación valdría la pena estudiar el tema de la mirada y de la visión en la Biblia. He aquí algunos de sus elementos, como a modo de un inicio de reflexión.

Es digno de destacar que el relato del Génesis esté acompasado por la mención de la mirada de Dios sobre su obra. Desde el primer día se dice: «Vio Dios que la luz era buena», y a continuación y de manera regular, tras la obra de cada día, vuelve la fórmula: «Vio Dios que era bueno». Por último, como conclusión, después de la creación del hombre y de la mujer a su imagen: «Vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno». ¿No representa esto una invitación a que nosotros participemos también en la contemplación divina, a mirar la creación para admirar en ella la bondad del Creador? Esta mirada es más profunda que la de la ciencia, que se detiene en las manifestaciones sensibles para medir su cantidad y utilidad. Aquí la contemplación versa antes que nada sobre la cualidad, sobre la bondad y la belleza, sobre la persona que hay detrás de las apariencias; encuentra su sitio en la mirada del hombre y de la mujer cuando descubren en ellos la imagen de Dios, a la luz que ilumina su corazón para conducirlo hacia Aquel que los ha hecho.

La mirada juega asimismo un papel decisivo en el relato de la caída. El tentador promete a Eva: «Vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses, que conocen el bien y el mal». La mujer sucumbe porque «vio que el árbol era bueno y seductor a la vista». Cuando hubo comido de él con su marido, «sus ojos se abrieron y se dieron cuenta de que estaban desnudos». Así pues, la mirada puede hacernos comulgar con el bien y conducirnos a Dios, o inclinarnos al mal por la seducción de una apariencia de bien, como fue, en los orígenes, la esperanza de llegar a ser como dioses, señores del bien y del mal. Esta tentación de orgullo seguirá presente en la contemplación espiritual y en el conocimiento científico, que proporciona al hombre la sensación de haberse vuelto un demiurgo.

En la recuperación del relato del Génesis por parte de san Juan, al comienzo de su Evangelio, encontramos la mención de la mirada contemplativa. El Verbo, que es la luz verdadera y que ilumina a todo hombre, «habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria... Nadie ha visto nunca a Dios; el Hijo único... lo ha dado a conocer». Todo el cuarto Evangelio está situado en esta perspectiva y nos invita a contemplar las palabras y las obras de Jesús como signos destinados a iluminar nuestra fe.

Por último, en la vocación de los apóstoles, parece que la mirada ha jugado también un papel determinante: la mirada de Jesús sobre cada uno de ellos y la mirada de ellos sobre él. A los discípulos del Bautista, que les ha mostrado a Jesús como el Cordero de Dios, les responde Jesús: «Venid y ved». A continuación, cuando recibe a Simón, traído por Andrés, Jesús le miró antes de decirle: «Tú te llamarás Cefas». Finalmente, la confesión de Natanael está causada por las palabras de Jesús: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la higuera, te vi». ¿No nos explica este intercambio de miradas con Jesús la prontitud de la respuesta de los apóstoles referida por los Sinópticos: «Ellos, enseguida, dejando la barca y a su padre, le siguieron»?

Estos modelos nos dan a entender que toda vocación cristiana comienza con una cierta mirada de Cristo sobre aquellos a quienes llama, acompañada por su Palabra. Ahí es donde comienza todo, gracias al germen de contemplación sembrado por los ojos y por los oídos; a continuación, este germen se desarrolla en la fe mediante la búsqueda de la faz del Señor y mediante la conformidad de nuestro rostro interior con el suyo.

La ciencia y la sabiduría. Objetividad y universalidad

Henos, pues, en presencia de dos tipos de contemplación, de dos actitudes y de dos miradas sobre la realidad, que producen dos tipos de conocimiento: uno es la ciencia, el otro la sabiduría.

No podemos entrar en el detalle de una comparación entre estos dos saberes. Digamos simplemente que volvemos a encontrar aquí las diferencias entre el conocimiento moral y el conocimiento positivo de las ciencias, que hemos establecido en nuestro libro «Las fuentes de la moral cristiana» (cap. III). La sabiduría, adquirida mediante una reflexión sobre la experiencia personal y que capta las cosas a partir de la interioridad que las engendra, es un saber dinámico, ya que ilumina nuestra acción, con todo lo que la concierne, desde su causa agente, en nuestra libertad, hasta su fin último, en la visión amorosa de Dios.

La sabiduría es, por consiguiente, un conocimiento radicalmente personal, a diferencia del conocimiento científico, que hace abstracción de lo que depende de la persona. De ello se ha deducido que este tipo de conocimiento, de orden espiritual y sobre todo místico, no poseía la objetividad y la universalidad reivindicadas por la ciencia, que este tipo de saber era puramente subjetivo e incomunicable. De hecho, el conocimiento sapiencial posee claramente su objetividad y su universalidad, aunque son de una naturaleza diferente.

La sabiduría es objetiva porque reúne el amor a la verdad y el amor de amistad, que es el amor propiamente dicho. Contempla y escruta su objeto conociéndolo y amándolo en sí mismo, alegrándose de lo que es y deseando su mejor bien, con perspicacia de espíritu y pureza de intención. La sabiduría, aun teniendo en cuenta las diferencias y las distancias, no opone el sujeto al objeto, sino que los reúne con una mirada de benevolencia y conveniencia. Así un amigo comprende a su amigo gracias a la reciprocidad de una apertura íntima, que 1es permite conformarse el uno al otro y ayudarse mutuamente según lo que son y lo que pueden llegar a ser. Nos encontramos, pues, frente a una objetividad dinámica, ordenada a la verdad y al bien de las personas incluso en sus relaciones con el mundo exterior. Por eso se puede sostener que los verdaderos contemplativos son también los hombres más objetivos en sus relaciones con los otros y con el mundo, en virtud de la pureza de su mirada y de la rectitud de su amor.

Esa es la objetividad que nos enseñan los libros sapienciales y, después, la catequesis apostólica, conformándonos a la Sabiduría personificada que los cristianos identificarán con Cristo.

El conocimiento espiritual posee también su universalidad; aunque es de un género particular. En efecto, la sabiduría reúne dos extremos: se forma en lo secreto del corazón, en lo que cada uno tiene de propio y único, y precisamente en virtud de ello, cuando se expresa, logra tocar a las personas mucho más profundamente que cualquier obra científica. Se puede decir incluso que cuanto más personal es una obra, como los relatos de conversiones y los testimonios de vida, más posibilidades tiene de obtener una audiencia amplia y duradera; en ella son muchos los que se reconocen y descubren en su autor un amigo cercano. En suma, ¿hay algo más personal que el Sermón de la montaña en virtud de la afirmación «pero yo os digo...» y también por ese estilo tan concreto de sus ejemplos, casi inimitable? Y, sin embargo, ¿qué discurso ha tenido una resonancia parecida?

Análisis y síntesis

Señalemos una última propiedad de la sabiduría. A diferencia de la ciencia, que, para analizarla, divide su materia en las partes más pequeñas, y se va fragmentando conforme progresa en especialidades más y más penetrantes, la sabiduría, hasta cuando recoge los múltiples conocimientos proporcionados por las ciencias, los refiere siempre al centro donde ella se encuentra, al nivel del espíritu, en la inteligencia del corazón, más allá de la razón razonante. En ese lugar interior es donde la sabiduría se desarrolla mediante un continuo trabajo de síntesis, comparable a una rumia y a una digestión, pero desarrollados a la luz. La sabiduría es activa por su trabajo de reflexión y de asimilación a base de experiencia, y contemplativa por su atención a la luz superior que la preside tanto a ella como a las ideas ordenadoras que emergen ante sus ojos.

El crecimiento de la sabiduría no se puede verificar, como en las ciencia, mediante exámenes, tests, mediciones y cálculos. Progreso por medio de una maduración que se inserta en la duración vital, diferente al tiempo mecánico; tiene sus etapas y sus estaciones, como los organismos vivos, como crecen también las virtudes en el corazón y en el espíritu. La sabiduría se manifiesta a través de su fecundidad cuando llega el tiempo, a través de la excelencia y del sabor de sus frutos para quien sabe apreciarlos, pues es preciso tener formado el gusto. «Por sus frutos los conoceréis», nos dice el Señor.


III. El progreso de la sabiduría

«Comienzo de la sabiduría es el temor del Señor, y la ciencia de los santos es inteligencia» (Pr 9, 10). «El temor del Señor instruye en sabiduría: y delante de la gloria va la humildad» (15, 33). «Plenitud de la sabiduría es temer al Señor, ella les embriaga de sus frutos» (Si 1, 16).

Podemos describir el progreso de la sabiduría en vinculación con el crecimiento de la caridad, pues esta crea en nosotros una connaturalidad con las realidades divinas, necesaria para poder juzgarla y ordenarnos a ella. Por eso santo

Tomás asocia el don de la sabiduría, que tiene, sin embargo, su sede en la inteligencia, a la virtud de la caridad. Vemos aquí íntimamente unidas la acción formada por la caridad y la contemplación. Vamos a considerar el progreso de la contemplación siguiendo las tres etapas que conocemos: los principiantes, los que progresan y los perfectos o adultos.

El temor de Dios está situado, en los textos que acabamos de citar, al comienzo y al final del camino de la sabiduría. El temor, en la Escritura, no designa sólo el miedo ante la omnipotencia divina o la amenaza del castigo. Se trata de un sentimiento más rico, que se desarrolla y se transforma con el avance de la caridad. Podríamos definirlo como el sentimiento de la presencia de Dios. Incluye dos facetas. Por un lado, contiene un pavor sagrado, porque esta presencia nos hacer tomar conciencia de nuestra condición de criaturas, de nuestra nada, así como de nuestro estado de pecadores, como exclamaba Isaías, en el momento de su vocación, ante la santidad de Dios: «¡Ay de mí! ¡estoy perdido! Pues soy un hombre de labios impuros» (6, 4). De modo semejante, Simón-Pedro, bajo el impacto de la pesca milagrosa, cae a los pies de Jesús diciendo: «Aléjate de mí, Señor, pues soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). Mas, por otra parte, la presencia de Dios engendra la paz y la alegría, porque nos ofrece su misericordia y nos invita a la esperanza en virtud de sus promesas. Tal es el comienzo de la vida espiritual, que deposita en nosotros el germen de la contemplación: un determinado encuentro con Dios que se manifiesta en lo íntimo del alma, haciéndonos ver quién es El y lo que somos nosotros, gente muy alejada de El y muy cercana, porque El viene hacia nosotros y nos llama.

 

1. El aprendizaje espiritual

La primera etapa de la formación espiritual consiste en aprender de un maestro y ejercitarse en la práctica de una disciplina de vida. Su primer objetivo será combatir contra los defectos. «Para aprender sabiduría e instrucción, para entender los discursos profundos, ... Escuchad, hijos, la instrucción del padre, estad atentos para aprender inteligencia, porque es buena la doctrina que os enseño» (Pr 1, 2; 4, 1-2). La búsqueda de la sabiduría comienza así mediante un acto de fe y de confianza respecto a un maestro que Dios nos propone, en el marco de una escuela espiritual, volviéndonos discípulos dóciles e inteligentes. Es una especie de noviciado. Nuestro mejor manual para este aprendizaje es la Sagrada Escritura, con los comentarios de los que se han alimentado de ella y han hecho fructificar la Palabra de Dios en sus vidas, eventualmente bajo la forma de Reglas y de tradiciones religiosas.

San Agustín, comentando las bienaventuranzas, donde él ve descrito el itinerario de la vida cristiana, sitúa en la base y el punto de partida del camino espiritual la humildad, significada por la pobreza de espíritu de la primera bienaventuranza, que nos enseña la humildad misma del Verbo encarnado. La segunda bienaventuranza nos vuelve mansos, es decir, dóciles a la Escritura, incluso cuando ésta nos acusa y nos muestra nuestro pecado.

Esta primera etapa incluye también la iniciación en el combate espiritual; primero en la conducta exterior y, después, a nivel del corazón, donde se desarrolla la lucha principal. Para ello, tenemos que aprender los rudimentos y las primeras reglas de una ciencia especial: el conocimiento de nosotros mismos. Para lograrlo, como no podemos vernos en directo, necesitamos un espejo, que proyecte sobre nosotros la luz de Dios y nos vaya descubriendo, poco a poco, los rasgos de nuestro rostro interior, especialmente las fealdades y deformaciones que ocultamos con cuidado habitualmente. La meditación del Evangelio nos proporciona este espejo que nos revela al mismo tiempo nuestro pecado y la misericordia de Dios. Comentando san Agustín el Sermón de la montaña, asociaba a la bienaventuranza de los que lloran, al ver sus pecados manifestados por la Escritura, el don de ciencia o de conocimiento de sí otorgado por el Espíritu.

Aquí es donde interviene la práctica del examen de conciencia, que se ha difundido como un ejercicio especial, a lo largo de los últimos siglos, bajo la influencia de la espiritualidad ignaciana. El examen es útil para ejercer la vigilancia del espíritu y del corazón, y para conducir de modo eficaz el combate espiritual en puntos concretos, como un defecto a vencer, una virtud a adquirir, o para orientar la propia vida más en general. No obstante, convendría unir mejor en nuestros días el examen de conciencia con la Escritura, dándole como base los textos de la catequesis primitiva, el Sermón de la montaña y la exhortación apostólica, que fueron compuestos para dispensar una enseñanza práctica, y que se iluminan mejor cuando los hacemos entrar en la experiencia cotidiana. A esta luz, el examen de conciencia adquiere también un aire más positivo que la simple recensión de los pecados y se orienta hacia una contemplación concreta de la persona de Cristo, ofrecida a nuestra imitación.


2. La contemplación según la virtud

La etapa de los que van progresando está consagrada principalmente al desarrollo de las virtudes, mediante la iniciativa y el esfuerzo personales, unidos a una experiencia creciente de la obra de la gracia. Supone la formación en nosotros del gusto por la virtud, que entra en la composición de este sabor del bien y que ha dado su nombre a la sabiduría. Ésta será, primero, práctica. Esta etapa, según la interpretación agustiniana de las bienaventuranzas como una vía hacia la sabiduria, estará animada por el hambre y la sed de justicia, tal como nos propone el Sermón, y ocupada por el ejercicio de la misericordia fraterna, necesaria para recibir nosotros mismos la ayuda de la misericordia de Dios. El Espíritu intervendrá en ella a través del don de piedad, que nos inclina a orar al Padre, y a través del don de consejo, que nos dirige en nuestros juicios prácticos. Así se va preparando la purificación del corazón, indispensable para la contemplación.

Es el tiempo en que se desarrolla en nosotros esta sabiduría práctica que es la virtud de la prudencia, al servicio de la caridad. Se va elaborando en los juicios concretos, en el examen de los casos encontrados, en las deliberaciones, consejos y decisiones, aplicando los criterios que nos propone el Evangelio, donde predomina una caridad juiciosa, según los ejemplos de casos resueltos por san Pablo en la primera carta a los Corintios.

Al mismo tiempo, la mirada sapiencial se va levantando lentamente mediante la contemplación de las obras de Dios, mediante la consideración de los beneficios de su gracia en nuestra vida y a nuestro alrededor, en la Iglesia y en la historia, como muestra san Agustín en sus «Confesiones» respecto a su vida personal, y en «La Ciudad de Dios», donde discierne, en el fondo de la historia de este mundo, el debate entre dos amores: el amor a Dios hasta el olvido de uno mismo y el amor a nosotros mismos hasta despreciar a Dios.


3. La contemplación del misterio de Cristo

Para traspasar el velo de los acontecimientos, como hace el obispo de Hipona, es preciso haber recibido el don de inteligencia prometido a los corazones puros, el poder de «leer desde el interior», de penetrar en lo hondo de los hechos y de las conciencias, para detectar la presencia de Dios detrás de sus gracias y favores, como también por debajo de los sufrimientos que nos llegan y de los acontecimientos que nos pueden desconcertar. Por eso la sexta bienaventuranza, que trae consigo la curación de Ios ojos del corazón, nos introduce en una contemplación superior, capaz tanto de acoger la luz de Dios en su fuerza, como de soportar la tiniebla sin desfallecer. Eso es lo propio de los «perfectos», de los «hombres espirituales» que se alimentan de la sabiduría del Espíritu, según san Pablo.

Esta última etapa asocia la madurez de la caridad a la sabiduría, de la que habla el Apóstol a los corintios precisamente antes de presentarles el ágape como el don mejor. En este mismo sentido, asocia Agustín el don de sabiduría a la bienaventuranza de los pacíficos, que son llamados hijos de Dios porque irradian esa paz que es el fruto directo de la justicia y de la caridad, y que señala la cima del itinerario espiritual.

Aquí es donde triunfa la vida contemplativa según las modalidades de las diferentes vocaciones. San Pablo lo expresa muy bien cuando declara a los filipenses: «Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor,... Así es como tenemos que pensar todos los "perfectos"» (F1p 3, 8.15). Aquí es igualmente donde los temas de la amistad y del amor conyugal, empleados por los teólogos y los místicos para tratar de la caridad, alcanzan su plenitud y frecuentemente estallan bajo la presión de ese amor superior.

La aspiración que sentía san Pablo a «estar con Cristo» es tan fuerte que parece poner en cuestión su trabajo apostólico. El Apóstol resuelve la «alternativa», no con el abandono del deseo contemplativo, como podría creerse cuando concluye que «permanecer en la carne es más urgente para vuestro bien», sino porque sabe que el conocimiento de Cristo es difusivo y alimenta directamente su labor apostólica. La sabiduría contemplativa, una vez llegada a su madurez, como hemos visto con la caridad, es la más apta para comunicarse a través de la predicación, de la enseñanza, de la ayuda espiritual, siguiendo el ejemplo de los Padres y de los santos, como Agustín, cuyas homilías ponen al alcance de los fieles los frutos de su más elevada búsqueda contemplativa, o Tomás de Aquino, que compuso para los principiantes en la ciencia sagrada su obra teológica más perfecta, según el adagio que le gustaba citar para definir la vida apostólica: «Contemplata aliis tradere»: ofrecer a los otros lo que se ha contemplado.


4. Una contemplación a través de la fe

Terminaremos esta consideración del itinerario de la contemplación cristiana subrayando una característica única: es una mirada que procede de la fe y toma como objeto lo invisible que ella le propone. Por eso la contemplación debe volver incesantemente a la humildad del acto de fe como a su fuente; permanecerá en la fe hasta el final, pues su luz propia le viene de encima de ella. Es una mirada dirigida en la noche hacia el misterio de Cristo, que la ilumina ya con un primer rayo, bastante fuerte para desviar su atención de las vivas luces del mundo y dirigirla, con corazón vigilante, a través de la esperanza de Aquel que viene.

La contemplación cristiana avanza como un alpinista por una arista viva; debe dar incesantemente el paso de la fe para mantener un firme equilibrio e ir hacia adelante. De un lado, experimentamos la atracción de la Palabra de Dios, que ilumina los ojos y toca el corazón, que ella misma guía y sostiene; pero nos hace caminar en la oscuridad de la fe, al filo del vacío. De otro lado, se nos impone la masa de las realidades del mundo, una masa que la ciencia intenta iluminar y organizar a su manera por medio del trabajo de la técnica; pero nos produce la impresión de que sólo existe la materia y que no existe otro tipo de contemplación que el frío escrutinio de la razón. De una parte, recibimos una gran promesa: la esperanza y la alegría de conocer a Aquel que nos amó primero, aunque haga falta aceptar, siguiendo sus pasos, la renuncia a nosotros mismos significada por la Cruz. De otra, el presente nos acapara con sus afanes e intenta seducirnos mediante los placeres y las comodidades que nos ofrece; pero está minado por el sentimiento de la fragilidad de las cosas y la huida del tiempo. De un lado, el vacío que prepara la plenitud del corazón, la noche que se abre a la luz; del otro, el estar lleno de cosas que conduce al vacío, el centellear de una luz que ciega y entenebrece el alma. Nos dan ganas de decir: por una parte, el ser de la materia que no es, y por otra, el no ser del Espíritu, que es y que nos hace ser por la fe. Toda la cuestión está en nuestro corazón y en nuestros ojos: ¿hacia dónde se inclinará nuestra voluntad, en qué fijaremos nuestras miradas? ¿Qué elegiremos? ¿Qué contemplaremos? La vida espiritual depende totalmente de este punto de partida y de la paciente marcha a la luz de la fe que seguirá de ahí, paso a paso.


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