XIII

LA ASCESIS CRISTIANA


La ascesis no tiene buena prensa en nuestros días. Ya nadie se atreve a hablar demasiado de ella, ni siquiera en los medios religiosos. Sin embargo, ocupa un lugar importante en el Evangelio y en la tradición cristiana, donde ha conocido, por otra parte, muchas variaciones. Nuestra actual desconfianza respecto a ella se explica, en parte, por nuestra reacción contra una concepción de la vida cristiana que ponía el acento en las privaciones y las penitencias, sin subrayar suficientemente el primado de la caridad. Con todo, no podemos prescindir de la ascesis, porque garantiza la participación del cuerpo en la vida espiritual y garantiza su realismo. En consecuencia, se hace necesario tratar de la ascesis en una obra como la nuestra, a fin de volver a descubrir, a la luz del Evangelio y de la experiencia, su valor positivo y su papel efectivo.

El término «ascesis»

Precisemos, de entrada, el vocabulario. Ascesis designaba en el griego clásico los ejercicios metódicos que servían para el entrenamiento físico de los atletas y los soldados. Por analogía, designa en filosofia Ios desprendimientos y los esfuerzos necesarios para adquirir la virtud, para alcanzar la sabiduría. San Pablo retorna la comparación con las competiciones de atletas en el estadio; la aplica a la vida cristiana y confiere a la ascesis un sentido religioso, que volveremos a encontrar en los Padres. Para éstos la ascesis designa el régimen de vida ordenado a la perfección evangélica, especialmente en el estado de continencia o en la profesión monástica. En la época moderna, la ascesis hace pensar sobre todo en las privaciones y en las penitencias fisicas asociadas a la vida espiritual; toma entonces un aspecto negativo, aflictivo. El diccionario francés de Robert la define así: «Conjunto de ejercicios físicos y morales que tienden a la liberación del espíritu por medio del desprecio del cuerpo». Del asceta dice: «Persona que... se impone por piedad ejercicios de penitencia, privaciones, mortificaciones».

En teología, la ascesis dará su nombre a la parte de la doctrina espiritual, la ascética, que estudia la búsqueda de la perfección mediante el esfuerzo personal y el uso de prácticas de penitencia para luchar contra los defectos y adquirir las virtudes.

Aunque pueda significar la vida espiritual en su conjunto, el término ascesis tiene como base, en todas estas acepciones, los ejercicios y las privaciones de orden corporal que incluye la disciplina moral. Tomaremos, pues, la ascesis por el aspecto de la participación del cuerpo en la vida espiritual.


1. La ascesis evangélica

La enseñanza de los evangelios

El Sermón de la montaña, recuperando la doctrina judía de las buenas obras, otorga un espacio importante a la ascesis, bajo la forma del ayuno, en relación con la limosna y la oración; pero ahonda el alcance de la misma y modifica su espíritu. Para ser auténtico, el ayuno debe ser practicado, no como un precepto exterior que los hombres pueden ver y alabar, sino para complacer al Padre que ve en lo escondido, sin dejar de lado esa nota de alegría y de discreción que indica la recomendación de perfumarse la cabeza y lavarse la cara. El verdadero ayuno recibe, por tanto, su valor al nivel del corazón, en relación con la oración dirigida al Padre (Mt 6, 16-18).

El Señor no se contentó con predicar la ascesis. Él mismo comenzó su misión apostólica, a la manera de Moisés y de Elías, sometiéndose a un ayuno de cuarenta días en la soledad del desierto. De este modo inauguró su combate espiritual con Satán en el transcurso de una triple tentación, la primera de las cuales toma como ocasión el hambre causada por el ayuno. La réplica de Jesús a la proposición de cambiar las piedras en pan nos revela el sentido del ayuno cristiano: está ordenado a la escucha de la Palabra de Dios, cómo único alimento capaz de calmar el hambre espiritual, y al reconocimiento de Jesús como el Hijo de Dios que nos dispensa esta Palabra. Este será también el sentido de la cuarta bienaventuranza: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados». El relato de las tentaciones en el desierto nos presenta el modelo del combate espiritual y de la ascesis que nos prepara para entablarlo.

La posición de Jesús en relación con el ayuno es claramente más libre que la de los fariseos y los discípulos de Juan el Bautista. A estos últimos, que le preguntan asombrados de que sus discípulos no sigan las prácticas tradicionales, les da Jesús una respuesta que supera el plan de las observancias y revela la nueva dimensión que toma con él el ayuno: «Pueden acaso Ios invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán» (Mt 9, 15). Es, por consiguiente, la relación de fe y de amor con Jesús, como «el novio», lo que determina el sentido y la práctica del ayuno para sus discípulos. El ayuno queda renovado en virtud de su vínculo con la persona de Cristo, con su presencia o su ausencia en las etapas de la obra de la salvación.

La ascesis cristiana queda así asociada al misterio de la Pasión y de la Resurrección al que nos unen la fe y el bautismo. Eso es lo que la Iglesia ha comprendido y aplicado perfectamente en su liturgia al instaurar el ayuno cuaresmal, preparatorio para las celebraciones pascuales.

El ayuno no tiene, pues, un valor en sí como una observancia impuesta, como una obra religiosa que el hombre pudiera hacer valer ante Dios o ante los hombres; su práctica se vuelve relativa a la vida nueva que engendra la fe en Jesús. Es una participación en el combate decisivo contra el mal, que Cristo ha llevado a cabo victoriosamente durante su Pasión y que continúa tanto en su Iglesia como en la vida de los discípulos.

La ascesis en san Pablo

San Pablo desarrolla la doctrina evangélica a partir del bautismo, que nos hace morir al pecado sepultándonos con Cristo en su muerte, a fin de que, resucitados con él, vivamos también nosotros una vida nueva (Rm 6, 4).

La obra del bautismo prosigue durante toda la vida del cristiano. El Apóstol lo muestra describiendo el combate espiritual con ayuda de dos temas capitales, que nos presentan la ascesis como una muerte para la vida, como una muerte a nosotros mismos para vivir con Cristo. Viene, en primer lugar, la lucha entre el Espíritu de Cristo, que habita en nosotros, y la carne, cuyo deseo desemboca en el pecado y en la muerte (Rm 8, 1-11), produciendo acciones contrarias: los frutos del Espíritu y las obras de la carne (Ga 5, 16-26). En segundo lugar, está el paso del hombre exterior al hombre interior (2 Co 4, 16; Rm 7, 22; Ef 3, 16), retomado en las cartas de la cautividad bajo la forma del despojo del hombre viejo para revestirnos del hombre nuevo (Col 3, 9-10; Ef 2, 15), que es el hombre perfecto, en plena madurez, realizando la plenitud de Cristo (Ef 4, 13).

La ascesis cristiana está, pues, al servicio del Espíritu Santo, que forma en nosotros y hace crecer al hombre interior. Bajo su impulso esta ascesis se ampliará contribuyendo a hacernos vivir, gracias a la caridad, como miembros del Cuerpo de Cristo, edificado y regido por el mismo Espíritu (1 Co 12, 12ss; Rm 12, 4-8; Ef 4, 15-16). De este modo, la ascesis adquiere la dimensión comunitaria y eclesial que la liturgia ha asumido tradicionalmente.

El Espíritu y el cuerpo

Conviene completar esta doctrina, brevemente esbozada, tomando en consideración el importante lugar otorgado al cuerpo en el Nuevo Testamento.

Nosotros no tenemos, efectivamente, una excesiva tendencia a comprender la ascesis desde una perspectiva de separación, de oposición incluso entre el cuerpo y el alma, como la que se atribuye habitualmente a la filosofía platónica, sino que, de hecho, nuestra comprensión proviene sobre todo de la dicotomía cartesiana entre la mente, cuya dote es el pensamiento, y el cuerpo, ligado a la materia y sometido a la influencia de las pasiones. Este dualismo, difundido en nuestra cultura clásica, ha engendrado un cierto desprecio del cuerpo, lo que explica el aspecto pesimista y mortificante tomado por la ascesis en el transcurso de los últimos siglos.

La reacción actual en favor del cuerpo y de la liberación de sus apetitos sigue siendo tributaria de esta oposición y conduce a los excesos contrarios. Ahora se evita hablar del alma y de la castidad; se duda en reconocer la especificidad de una dimensión espiritual en la vida humana. Por eso la ascesis pierde su sentido y su lugar; se la acusa de ser opresiva y contraria al desarrollo integral de la persona; se la considera sospechosa de morbidez.

De hecho, en el Nuevo Testamento, especialmente en san Pablo, el cuerpo juega un papel esencial en relación directa con la acción del Espíritu Santo. La doctrina ascética del Evangelio, al concentrarse en torno a la persona de Cristo, se calca, en cierto modo, del misterio de la Encarnación y de la Redención. En su cuerpo, formado por el Espíritu en el seno de la Virgen María, fue donde Cristo sufrió la Pasión y la muerte; este mismo cuerpo fue el que resucitó por el poder del Espíritu. Al cuerpo de Cristo nos unen igualmente los sacramentos: primero, el bautismo, bajo el signo del agua en que es sumergido nuestro cuerpo para ser purificado y revivir; a continuación, la Eucaristía, bajo el signo del pan y del vino, convertidos para nosotros en el Cuerpo y la Sangre del Señor en memoria de su Pasión 1.

La catequesis moral de la carta a los Romanos nos invita a considerar nuestro cuerpo y, con él, toda nuestra persona–, como la materia del culto nuevo: «Os exhorto... a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual (racional)» (12, 1). Una ofrenda semejante transforma la vida cristiana en una liturgia, que asume tanto las realidades más humildes como las más concretas. hace de los cristianos miembros activos del Cuerpo de Cristo y «miembros los unos de los otros», ejerciendo cada uno para el bien de todos los dones que ha recibido del único Espíritu (Rm 12, 4; 1 Co 12, 13). Aunque no esté mencionada explícitamente en este pasaje, la liturgia eucarística, donde la fe nos hace «discernir el Cuerpo del Señor» (1 Co 11, 29), está incluida evidentemente en esta doctrina.

1. Cfr. las notas de la Biblia de Jerusalén a 1 Co 12, 12.

Se podría distinguir así cuatro fases en la obra del Espíritu Santo en relación con el cuerpo. Comienza en el cuerpo personal de Jesús por la Encarnación, la Pasión y la Resurrección; prosigue por lo que podríamos llamar el cuerpo sacramental del Señor en el bautismo y la Eucaristía; nos alcanza mediante la penetración de la gracia en nuestro mismo cuerpo, que ofrecemos en el culto espiritual; se despliega en el Cuerpo eclesial de Cristo del que somos miembros.

La ascesis cristiana debe ser comprendida, por tanto, en relación con la acción del Espíritu Santo en el plano personal («¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros? [1 Co 6, 19]) y en el plano eciesial («¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» [1 Co 6, 15]). Su función es purificarnos y conformarnos a Cristo haciendo de nuestro cuerpo un instrumento del Espíritu, dócil y eficaz. Así se establece en nosotros, por medio de la ascesis, una correspondencia profunda entre el Espíritu y el cuerpo, que es característica del realismo cristiano: el Espíritu no actúa en nosotros sin el cuerpo, y el cuerpo no puede hacer nada bueno sin el Espíritu. El compromiso del cuerpo da autenticidad al trabajo espiritual en nosotros; aunque la ascesis, por muy heroica que parezca, recae sobre sí misma, si no está animada por el aliento de la caridad, por esa misericordia que vale más que todos los sacrificios, como se complace Jesús en recordar a los fariseos. De este modo, la ascesis cristiana tiene su sede principal a nivel espiritual, en el corazón del hombre; pero llega a plenitud en el cuerpo, y realiza, en cierto modo, la encarnación del Espíritu.

La ascesis apostólica

La ascesis, entendida de este modo, adquiere en san Pablo un doble aspecto: es una comunión con los sufrimientos de Cristo, a través de pruebas de todo tipo aceptadas por el Evangelio, a fin de tener parte en la alegría de su Resurrección (cfr. Flp 3, 10-11); es también un prolongado combate que le sugiere al Apóstol la comparación del cristiano con el atleta que participa en las carreras y pugilatos del estadio: «Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible». Y añade Pablo este testimonio personal: «Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado» (1 Co 9, 24-27; Flp 3, 14).

Esta conclusión, que podría parecer dura para el cuerpo, debe ser comprendida en el contexto de la caridad fraterna, que acaba de brindar a Pablo la solución del problema de los idolotitos. La ascesis del Apóstol está inspirada por el amor de Cristo, que le empuja a hacerse siervo de todos en nombre del Evangelio, a consagrarse en cuerpo y alma a su ministerio. La esclavitud a que Pablo quiere reducir su cuerpo es una servidumbre de amor; si hay alguna exageración en esta palabra, es imputable sólo al exceso de la caridad.

En la segunda carta a los Corintios (6, 4-10) nos traza san Pablo un cuadro notable de la ascesis apostólica. Se trata de un testimonio, al mismo tiempo que una enseñanza para todos aquellos que quieren vivir según el Evangelio. La ascesis corporal y psíquica ocupa el primer plano: «Nos recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones, necesidades, angustias; en azotes, cárceles, sediciones; en fatigas, desvelos, ayunos». He aquí el corazón de esa ascesis: está animada por «por el Espíritu Santo y una caridad sincera», «en pureza, ciencia, paciencia, bondad». Viene, por último, el combate entablado con las armas ofensivas y defensivas del Espíritu en las más distintas situaciones: «en gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama; tenidos por impostores, siendo veraces; como desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes están a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos».


II. La ascesis y las virtudes

Moral de la obligación y moral de las virtudes

La concepción de la ascesis depende en mucho del sistema de moral de que forma parte. En las morales de la obligación, la ascesis está repartida entre dos niveles por la división entre la moral propiamente dicha y la espiritualidad. En el plano moral, la ascesis consiste en una serie de prácticas obligatorias para todos, como el ayuno y la abstinencia, muy reducidas hoy en día. A nivel espiritual, bajo la influencia de la idea dominante de la obligación, la ascesis ha sido comprendida a menudo, de hecho, como un suplemento de prácticas de penitencia, a las que se someten los que eligen la vía de la perfección. Desde esta óptica, la ascesis aparece bajo una luz más bien negativa, como un conjunto de privaciones ligadas habitualmente a la penitencia por el pechado.

En una moral organizada en torno a las virtudes, donde la línea de la perfección viene dada por la caridad, la ascesis recibe un papel constructivo y participa en la función dinámica de la virtud, encaminada al bien y a la bienaventuranza. La ascesis está aquí al servicio de las virtudes; tiene como objetivo remover los obstáculos que la contrarrestan, sostener su esfuerzo y favorecer su impulso.

Aquí no existe separación entre la moral y la ascética; sino que todo el conjunto de la vida moral se distribuye siguiendo las etapas del progreso hacia la perfección, según los tres estadios de principiantes, los que progresan en la virtud y los perfectos o adultos en la caridad. El papel de la ascesis será particularmente importante en la primera etapa, entre los principiantes, cuya principal preocupación es el combate contra los pecados y los defectos. La ascesis es indispensable para desprendernos del influjo de los instintos y de las pasiones, que corren el riesgo de someternos, como el apego a la comida, a la bebida, la atracción del sexo y de los placeres. Es el medio necesario para obtener el dominio de la sensibilidad y conseguir la libertad interior o libertad de cualidad 2. Como en el ejemplo de los atletas, esta ascesis compromete al cuerpo imponiéndole una disciplina que incluye privaciones y renuncias. Lo importante es llegar a comprender que tales desprendimientos, a veces radicales, preparan el progreso y están al servicio de la atracción espiritual, del amor verdadero. Condicionan el descubrimiento personal de las cualidades morales que son las virtudes, así como el acceso a la edad adulta, en el plano espiritual. ¿Cómo vamos a adquirir la virtud de la fortaleza, por ejemplo, si no nos ejercitamos regularmente en ella luchando contra la pereza, aceptando las dificultades y las pruebas, renunciando a seguir la pendiente de la facilidad y de la comodidad?

La ascesis acompaña, de hecho, todas las etapas de la vida cristiana, ya que nadie está dispensado del combate espiritual. Sin embargo, no ocupa ya el primer plano entre los que progresan; cediendo el paso al esfuerzo encaminado a progresar en la virtud y la caridad, adopta un aspecto más distendido, más alegre incluso, y se adapta a las necesidades del crecimiento espiritual. Con todo, y en contra de lo que enseñaban ciertos gnósticos, parece que los más «perfectos» conocen las mayores pruebas, como muestra el ejemplo de san Pablo y del mismo Señor en su Pasión. No por nada habla el Apóstol de las «marcas de Jesús» que lleva en su cuerpo (Ga 6, 17). En esta ascesis, que llega hasta el fondo del alma, es donde mejor se manifiesta la fuerza de la caridad, pues, «en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8, 37).

La ascesis pasiva

Conviene distinguir en la práctica dos tipos de ascesis: una que podemos llamar pasiva y activa la otra. La primera consiste en la aceptación de las privaciones y las pruebas que nos sobrevienen con independencia de nuestra voluntad, como la pobreza, la enfermedad, los fracasos, el sufrimiento en general, «las angustias, los golpes, las prisiones, los desórdenes», en la lista de san Pablo (2 Co 6, 4-5). Esta es la ascesis principal, más dura porque no la elegimos nosotros, más enriquecedora porque nos conforma mejor a la Pasión del Señor.

Este tipo de ascesis constituye el objeto de una virtud frecuentemente recomendada por san Pablo: la «hypomoné», que puede traducirse por «paciencia» o «constancia»; consiste en «soportar» las penas y las pruebas, pero con esperanza y amor. «Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 3-5). Pablo hablará incluso del «Dios de la constancia y del consuelo» que nos ha entregado las Escrituras para mantener en nosotros la esperanza (Rm 15, 4-5).

2. Cfr. Las fuentes de la moral cristiana, cap. XV, Eunsa, 1988.


La ascesis activa

El segundo tipo de ascesis depende de nuestra voluntad. Son los ayunos, las vigilias, las fatigas, en la enumeración de san Pablo (2 Co 6, 5). Según el lenguaje clásico, esta incluye las penitencias, los sacrificios, las mortificaciones de toda clase que podamos imponermos.

No debemos dejarnos engañar aquí por el envejecimiento del vocabulario ascético, que le ha dado un aspecto rudo. Como ya hemos visto, la ascesis recupera un sentido positivo en cuanto volvemos a colocarla en la línea del progreso espiritual, como una condición del dominio y de la libertad interior. Para el cristiano, la ascesis es asimismo una respuesta a la llamada del Espíritu Santo, una colaboración humilde y libre en su obra de purificación y de santificación. Sirve para conformar nuestra sensibilidad y hasta nuestro cuerpo al amor de Cristo, a su serenidad y a su fuerza. Desde esta perspectiva, podemos incluir también en la ascesis el esfuerzo y la pena que reclama el trabajo, ya sea corporal, intelectual o apostólico. En efecto, el estudio, la predicación, la enseñanza y todas nuestras tareas incluyen su parte de ascesis, si queremos hacerlas lo mejor que podamos.

La medida de la ascesis

Mientras que la ascesis pasiva no tiene otra medida que la del amor, que nos hace capaces de soportarlo todo (1 Co 13, 7), la activa, como no tiene su fin en sí misma, recibe su medida de las virtudes a las que sirve, en particular de la templanza, la sobriedad de san Pablo, que la somete a la regla de la razón. Así, las privaciones no deben perjudicar a la salud, ni quitarnos las fuerzas necesarias para el cumplimiento de las tareas que nos han sido confiadas. Es preciso combatir asimismo un cierto mal humor, que se infiltra fácilmente en la ascesis y ataca en ella de manera insidiosa la alegría, signo de la salud interior y fruto de la caridad. «Dios ama a quien da con alegría» (2 Co 9, 7). Por último, la practica de los ejercicios necesarios para mantenerse en buena condición física constituye también una forma de ascesis.

Esta, ligada a las virtudes morales, tendrá una medida variable según las fuerzas, las disposiciones, las necesidades y el estado de vida de cada uno; podrá cambiar también siguiendo las edades de la vida espiritual. Mas, sean cuales fueren estas modificaciones, subsiste la necesidad de una parte de ascesis en toda vida cristiana, como condición de su realismo y de la participación de nuestro cuerpo en la obra del Espíritu Santo en nosotros.

La medida del Espíritu Santo

La ascesis, como la virtud, sigue normalmente la medida de la razón; aunque puede suceder que la intervención del Espíritu modifique este criterio. Esto es lo que enseña santo Tomás, en conformidad con la experiencia cristiana ilustrada por la vida de los santos. Expone el Doctor Angélico, en su comentario a las bienaventuranzas, cómo la medida inspirada por los dones puede ir más allá de los desprendimientos requeridos por las virtudes morales. La virtud nos inculca, por ejemplo, un uso moderado de los bienes de que disponemos, siguiendo nuestras necesidades, evitando el apego del corazón que engendra la esclavitud. A esto no se puede llegar sin una parte de renuncia. Mas el don del Espíritu nos lleva mucho más lejos. En lo que toca a la primera bienaventuranza, puede inspirarnos tal amor a la pobreza que suprima del corazón toda atadura a los bienes materiales y hacer que los tengamos en nada. Eso es lo que muestra el ejemplo de san Francisco, santo Domingo y tantos otros, que se prendaron de la pobreza a causa del Evangelio.

La práctica de la pobreza, especialmente en comunidad, variará también según las vocaciones, pues es distinta la pobreza que conviene a una comunidad contemplativa, apostólica, enseñante u hospitalaria, o a los laicos.

La misma diferencia en la medida encontraremos en el campo de la afectividad, en el dominio de las pasiones y los deseos, de los temores y los miedos. Según santo Tomás, la bienaventuranza de los mansos nos enseña la fortaleza, que modera nuestros sentimientos ante las dificultades y los sufrimientos, según la medida de la razón; mas el don de fortaleza puede conferirnos una asombrosa tranquilidad de corazón y una seguridad plena en medio de los más graves peligros y tormentos, como en el caso de los mártires.

De modo semejante, la bienaventuranza de los afligidos nos inspirará, bajo el impulso del Espíritu, la práctica del desprendimiento respecto a los placeres sensibles, que supera la disciplina reclamada por la virtud de la templanza, según el término de «duelo» empleado por la tercera bienaventuranza. Este será el origen de la vocación a la virginidad consagrada y a la vida religiosa, como una forma de participación en la Pasión del Señor y un testimonio del «consuelo» que nos procura su Resurrección.

Observaremos, por último, que esta doctrina sobre las bienaventuranzas y los dones corresponde al tratado de la bienaventuranza, en donde santo Tomás coloca el fundamento y el final de la moral cristiana en la llamada del hombre a la visión de Dios, según la bienaventuranza de los corazones puros que verán a Dios. La ascesis, con los desprendimientos progresivos que enseñan las bienaventuranzas, aparece aquí como un borde del camino que lleva a la verdadera bienaventuranza.


III. La ascesis como signo del amor de Cristo

Un amor único

La ascesis cristiana, en virtud de las mismas renuncias que implica, constituye el signo de la penetración de un amor nuevo en la vida del hombre. ¿Cómo habrían podido los apóstoles dejarlo todo, familia, oficio, y seguir a Jesús, si su corazón no hubiera sido arrebatado por un amor más fuerte que los afectos y las otras ataduras humanas? Ya desde el primer momento de su vocación, la fe en la palabra de Jesús había sembrado en ellos la semilla de un amor único, que iba a crecer lentamente, a través de las alegrías y las pruebas, para manifestar, finalmente, su fecundidad tras el don del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. Ahora serán los testigos y los siervos del amor de Cristo, como muestra la triple cuestión de Jesús a Simón-Pedro tras la Resurrección: «Pedro, ¿me amas?», que le vale el recibir la tarea del amor pastoral: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas».

La llamada recibida por los apóstoles es el modelo de toda vocación cristiana, si la tomamos en su fuente, a nivel del corazón. No cabe la menor duda de que en la Iglesia existe una gran variedad en las formas de recibir la llamada, en los dones recibidos y los ministerios confiados, en los modos de realización, así como en las respuestas; pero en el origen de toda vida cristiana se encuentra la revelación del amor de Cristo, con la invitación, suave y vigorosa, a estar dispuesto, en el corazón, a dejarlo todo, si él lo pide, para seguirle por los caminos de la vida. La disposición al desprendimiento, hasta la renuncia a nosotros mismos y a nuestra propia vida, constituye el signo indubitable de la verdad y del vigor del amor. La ascesis cristiana tiene su raíz en la caridad; manifiesta y mantiene su pureza; de ella recibe su fecundidad, así como la alegría que la habita, según el testimonio de los apóstoles: «Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre» (Hch 5, 41).

La ascesis en la vida religiosa o consagrada

La llamada a la vida evangélica, a imitación de los apóstoles, ha inspirado las renovaciones posteriores y figura especialmente en el origen de la formación de las órdenes religiosas, cuya doctrina y ejemplos han contribuido a nutrir la vida espiritual de la Iglesia, en cada período de su historia.

Tras los pasos del monacato, la vida religiosa, la vida consagrada, en general, se ha organizado en torno a los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. La experiencia eclesial ha reunido así los consejos evangélicos en estas tres renuncias principales: a la propiedad, al matrimonio y a la propia voluntad. Estas forman los tres pilares de la ascesis religiosa, que sostienen las otras observancias y prácticas. Estas renuncias plantean claramente la cuestión de la ascesis cristiana para el conjunto de los fieles, a los que está destinado este testimonio de la vida evangélica en el seno de la comunión eclesial.

Para comprender estos votos, conviene considerar las renuncias que implica la vida consagrada a partir de su causa —el amor a Cristo engendrado por la fe y mantenido por el Espíritu— y en su fin: el desprendimiento de toda traba para conseguir la liberad de amar, de entregarse sin reserva. Los tres consejos evangélicos, según su inspiración primitiva, nos proponen los caminos más directos hacia la perfección de la caridad. Se les puede aplicar la comparación empleada por el Señor: representan la sal del Evangelio; tienen la aspereza de la sal por la ascesis que exigen, por los desprendimientos que operan; aunque es para enseñarnos el sabor de la sabiduría y el gusto del verdadero amor. En realidad, estos consejos nos revelan tres facetas de la caridad: el amor es pobre, el amor es casto, el amor es obediente. Por eso es libre y fuerte.

El amor de Cristo: pobre, casto, obediente y fiel

Basta con echar una mirada al Evangelio para verificarlo. El amor de Cristo es pobre. San Pablo nos describe la obra del Señor precisamente con este rasgo: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8, 9). Pablo se refiere aquí, evidentemente, a la pobreza de la Encarnación y de la Cruz, de la que volverá a hablar en el himno de la carta a los Filipenses. La primera bienaventuranza nos pone ya sobre este camino. La educación en el amor comienza por el aprendizaje de la pobreza, de cuerpo y de espíritu, que nos libera de los lazos materiales, para revelarnos las riquezas espirituales que no se atesoran, pues no pueden ser obtenidas más que distribuyéndolas con la liberalidad del amor. «A quien te pida, dale».

El amor de Cristo es casto. Quiere unirnos al Señor en cuerpo y alma, con una alianza comparada por san Pablo a un matrimonio y que nos hace participar de la unión misma de Cristo con la Iglesia. «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27). La castidad realiza la pureza del amor espiritual y es la obra característica del Espíritu Santo. No implica ningún desprecio al cuerpo, sino que da cumplimiento a la penetración del amor de Cristo en nuestro mismo cuerpo, para convertirlo en una «hostia viva, santa y agradable a Dios», apropiada al culto espiritual, que prolonga en nuestra vida la ofrenda eucarística del Cuerpo del Señor.

Entendida de este modo, la castidad puede invocar la bienaventuranza de los corazones puros, en la que ha visto la tradición el resultado del trabajo purificador iniciado por la pobreza. El compromiso con la castidad está enteramente al servicio del amor. Contribuye a abrir nuestro corazón a una caridad que se dilata en extensión y en profundidad, por encima de los necesarios límites del amor humano.

Mas si se considera el voto de castidad únicamente desde el ángulo de las privaciones que impone, desde una perspectiva estrechamente ascética o jurídica, se convierte inevitablemente en un problema y no se puede mantener de manera conveniente, pues sólo el impulso del amor de Cristo le procura su legitimidad, su fecundidad, y hace que pueda ser vivido con toda sencillez.

Por último, el amor es obediente. San Pablo eligió, para describir tanto la castidad como la obra de Cristo, dos rasgos bastante extraordinarios: la humildad y la obediencia: «apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó...» (F1p 2, 6-11). El compromiso con la obediencia le propone al hombre la ascesis más radical y más dificil: la renuncia a su propia voluntad. Sólo el amor, con la penetrante sabiduría que procura, puede enseñar la obediencia evangélica y hacerla voluntaria, pronta, alegre y emprendedora. El amor tiene, además, necesidad de la obediencia, desde el punto de partida, pues no podemos conocerlo ni servirle, si no nos hemos desprendido de nuestro amor propio, de esa propensión a poseer y a dominar que nos encierra en nosotros mismos y corrompe nuestro deseo de amar. La obediencia benevolente a la voluntad de otro es el primer paso en el acceso a la comunión de voluntades que define el amor verdadero, según el ejemplo del Señor, que vino a nosotros «no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28), para cumplir así en todo la voluntad de su Padre. La obediencia es la forma activa de la humildad, identificada con la pobreza en la primera bienaventuranza. La obediencia es la caridad dócil al Espíritu, paciente y servicial con todos (1 Co 13, 4).

Observemos, finalmente, que los votos y otros tipos de compromisos evangélicos proceden de la fidelidad del amor de Cristo; expresan su firmeza y duración; nos ofrecen un apoyo dirigido a su puesta en práctica perseverante en nuestra vida para siempre, según el tiempo de Dios.

La contestación de este mundo por medio de la ascesis

La ascesis cristiana es un camino hacia la libertad espiritual que pertenece al amor. Como tal, constituye una contestación radical respecto al mundo en que vivimos, en la medida en que está conducido por el deseo de poseer, de gozar y de dominar, por la atracción del dinero, del sexo y del poder, y se deja deslumbrar por la tentación de una libertad sin trabas ni medida. El compromiso con la pobreza, la castidad y la obediencia ataca directamente estos deseos; pero traslada el debate al corazón del hombre para sustituir en él la voluntad de poder, que es una voluntad de ser «como dioses», según la expresión del Génesis, por una voluntad de amor que nos llega a través del humilde y alegre reconocimiento de Dios como nuestro Dios, especialmente a través de la acogida de su misericordia en el perdón ofrecido en Jesucristo.

La contestación de este mundo por la ascesis cristiana posiblemente sea la única verdaderamente realista, porque se atreve a ir hasta el fondo de los problemas, hasta sus raíces ocultas en el corazón de cada hombre. Es como una rebelión de amor contra el sometimiento a las pasiones y a las codicias que se extienden en el mundo bajo la tapadera de la libertad, con las injusticias que de ello se siguen. Proclama también a su manera, sin hacer demasiado ruido, más a través del comportamiento que de las palabras, que existe otro tipo de libertad, puro don del Espíritu: la libertad de amar como Dios nos ama en Jesucristo, a pesar de nuestras faltas y nuestras debilidades.


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