XII
LA ORACIÓN


1. Una necesidad vital

La oración es una necesidad vital para el cristiano, como el comer y el beber; debe convertirse en algo así como una respiración del alma, armonizada con el soplo del Espíritu Santo. El Señor nos lo enseña mediante la parábola de la viuda inoportuna: «Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1). San Pablo retoma la recomendación: «Orad constantemente» 1. Les pide asimismo a los cristianos «que luchéis juntamente conmigo en vuestras oraciones» (Rm 15, 30; Col 4, 12). La invitación a la oración no es un imperativo exterior, sino la expresión de una espontaneidad espiritual emanada de la fe: tenemos tanta necesidad de orar como de hablar con aquellos a quienes amamos. La oración es la intérprete de nuestra esperanza amorosa para con Dios, a quien llamamos Padre nuestro.

La exhortación a la plegaria continua hace germinar en nosotros la oración y le brinda un primer impulso. Figura en el origen del impulso de la oración personal en los primeros cristianos, como la viuda que «persevera en sus plegarias y oraciones noche y día» (1 Tm 5, 5; 1 Ts 3, 10), y del desarrollo de la oración de la Iglesia, que organizará la distribución del tiempo de año y de los días para la celebración de la liturgia y de los oficios. Desde el siglo IV se constata ya que la semilla de la oración se ha convertido en la Iglesia en un gran árbol con numerosas ramas, según los diferentes ritos litúrgicos: griego, latino, sirio, etc. Esta fecundidad se ha mantenido hasta nuestros días, dando nuevos frutos de piedad en cada generación.

1. Cfr. nota de la Biblia de Jerusalén a este versículo: «Este breve consejo de orar "constantemente" tuvo una inmensa influencia en la espiritualidad cristiana». Cfr. 1 Ts 1, 2; 2, 13; Lc 18, 1; Rm 1, 10; 12, 12; Ef 6, 18; Flp 1, 3-4; 4, 6; Col 1, 3; 4, 2; 2 Ts 1, 11; 1 Tm 2, 8; 5, 5; 2 Tm 1, 3; etcétera.


2. Los modelos de la oración

La Escritura nos presenta numerosos modelos para la oración. Citemos, en primer lugar, la intercesión patética de Abraham, tan humana, por los justos y los pecadores de Sodoma: «Vaya, no se enfade mi Señor, que ya sólo hablaré esta vez: "¿Y si se encuentran allí diez?"» (Gn 18, 16-33). A continuación, Moisés, que se convierte en el tipo mismo del orante; su intercesión prefigura la de Cristo cuando sostiene el combate del pueblo contra los amalecitas, manteniendo sus manos levantadas hacia Dios hasta la puesta del sol (Ex 17, 8-16). Intercede aún por el pecado del pueblo tras el episodio del becerro de oro (Ex 32, 11-14; 32, 30-32) y en muchas otras circunstancias difíciles durante la larga marcha de los hebreos por el desierto 2.

Los evangelistas nos presentan a Jesús como el modelo acabado de la oración. Ora a menudo; le gusta retirarse para orar solo, por la noche, en la montaña (Mt 14, 23) 3. San Lucas relata de modo particular sus oraciones en relación con su misión: en el momento de su bautismo por Juan (3, 21), antes de la elección de los Doce cuando «pasó toda la noche orando a Dios» (6, 12), en la Transfiguración, que sobrevino mientras oraba (9, 29), en el origen de la enseñanza del «Padre nuestro» (11, 1).

La oración de Jesús culmina en el discurso de después de la Cena, donde sirve de corona (Jn 17). Resume todo el Evangelio en lo que podemos llamar la cadena del ágape, que une, en la conversación de la oración, al Padre con el Hijo, a Jesús con sus discípulos y a estos entre ellos para ejercer de testigos ante el mundo. «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (17, 21). La oración de Jesús anuncia la de todos los cristianos, pues él no oró únicamente por sus apóstoles, sino también «por todos aquellos que, gracias a su palabra, creerán en mí» (v. 20).

La oración de Jesús desempeña un papel decisivo en su agonía: ata, en cierto modo, la voluntad de Jesús con la voluntad de su Padre, que va a cumplir hasta la cruz para la salvación de todos. Cuando Jesús se levanta de su oración en Getsemaní, la pasión ya está realizada en su corazón.

A imitación de Jesús, la oración caracterizará a la primera comunidad apostólica: «Todos ellos (los apóstoles) perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14). Ese es el núcleo primitivo y ejemplar de la Iglesia; este núcleo va a recibir el don del Espíritu que lo hará crecer desde «Jerusalén por toda la Judea y Samaria, hasta los confines de la tierra». Este crecimiento estará continuamente nutrido y sostenido por la oración.

  1. Cfr. nota de la Biblia de Jerusalén a Ex 32, 11.

  2. Cfr. nota de la Biblia de Jerusalén a este pasaje.


3. Cristo, Maestro de la oración

Cristo no es sólo un modelo; es el Maestro de la oración, y ello de dos maneras: nos enseña las palabras y el contenido de la oración, y ora él mismo en nosotros y por nosotros.

Cristo es la Cabeza de la Iglesia y nosotros los miembros: «nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rm 12, 5; 1 Co 12); «El lo ha constituido... Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo» (Ef 1, 22). Esta doctrina se aplica particularmente a la oración. La oración de Cristo se continúa en la oración de los fieles y la pone en comunión con la oración de la Iglesia. Cuando oramos al Padre, Cristo mismo ora con nosotros, él que se mantiene ahora cabe Dios, «siempre vivo para interceder en (nuestro) favor» (Hb 7, 25). Las intenciones de nuestra oración, por muy humildes, por muy personales que sean, son asumidas de este modo por la oración de Cristo y pueden contribuir al bien de toda la Iglesia. La oración se convierte entonces en la expresión de la «comunión de los santos».

Pero el Señor conoce nuestra debilidad: «Nosotros no sabemos qué pedir para orar como hace falta». Por eso Cristo nos ha enviado su Espíritu, que conoce los puntos de vista de Dios, para inspirar y guiar nuestra oración; él mismo ora en nosotros «con gemidos inefables» (Rm 8, 26-27). El Espíritu Santo nos enseña a orar con Cristo y en Cristo, en comunión de Iglesia.

Esa es la oración que la Iglesia nos enseña en su liturgia y en sus oraciones: esta se dirige al Padre, por Cristo, en el Espíritu.


4. Las fórmulas de oración

El «Padre nuestro»

Cristo es también nuestro Maestro porque nos ha enseñado las palabras de la oración, ya que tenemos necesidad de palabras para expresar a Dios nuestros sentimientos, nuestros deseos, nuestras necesidades, para aprender a hablar con el Padre. Así es el «Padre nuestro», que san Mateo colocó en el centro del Sermón de la montaña (6, 9-13) y del que san Lucas (11, 2-4) nos ha conservado una versión breve.

El Padre nuestro es la oración del Señor, así como del Espíritu Santo que nos «da testimonio de que somos hijos de Dios» y «nos hace exclamar ¡Abba! ¡Padre!» (Rm 8, 15-16). En la versión de Mateo, adoptada por la Iglesia, se divide claramente en dos partes: las peticiones «para ti», para el Padre, en relación con su Nombre, su Reino, su Voluntad, y las peticiones «para nosotros»: el pan nuestro, nuestras deudas, nuestra protección contra la tentación y el mal.

Según la interpretación de los Padres, expuesta por san Agustín en su carta a Proba, el Padre nuestro es una oración perfecta, porque reúne en sus breves peticiones todas las oraciones formuladas en las Escrituras, en particular en los salmos, y nos brinda los criterios para apreciar nuestras propias oraciones, para garantizar su calidad. El «Padre nuestro» es la piedra de toque de la oración cristiana; como procede directamente de la oración misma del Señor, nos manifiesta las intenciones de su corazón y de su vida.

La perfección del Padre nuestro, sin embargo, no es de un orden tal, que excluya otras fórmulas y baste con repetirlo siempre. Es más bien una fuente de inspiración para las múltiples oraciones que el Espíritu sugiere a la Iglesia y forma en el corazón de los creyentes según sus necesidades.

Tales son especialmente las oraciones que nos propone la liturgia a diario. Estas se brindan a una recuperación personal por los fieles, que responden a ellas: Amén. Se trata de modelos de oración, resúmenes del Evangelio moldeados según el misterio de Cristo que se celebra y cargados de experiencia espiritual. Merecen ser meditadas y desarrolladas por cada uno según su inspiración. Nos introducen en la oración del Señor y en la vida profunda de la Iglesia. Representan una escuela de oración para todos.

El «avemaría»

Tras el Padre nuestro, conviene mencionar la oración del «avemaría», que se ha convertido en su fiel compañera en la piedad de la Iglesia. El «avemaría» se ha formado en la estela del Padre nuestro, mediante la reunión del saludo dirigido por el ángel a María, el día de la Anunciación, y de la bendición de Isabel en la Visitación. Fue completada con su título de «Madre de Dios», proclamado en Efeso, y, ya en el siglo XV, con la invocación y la petición de intercesión, que forman la segunda parte.

El «avemaría» es una oración de la Iglesia. Tiene sus raíces en el Evangelio y en la Tradición conciliar; concluye con una súplica que podemos decir en todos los momentos de la vida. Esta oración, asociada al Padre nuestro, ha constituido la oración del Rosario, que se inspira en el salterio por su disposición, e invita a la meditación de los misterios de Cristo y de María.

La oración de los salmos

El salterio es el libro de la oración por excelencia. Convierte en oración toda la Escritura, la historia del pueblo de Dios desde Ios orígenes hasta nosotros. Expresa con profundidad, y a menudo con audacia, la variedad de los sentimientos que brotan, como de corazón a corazón, en los intercambios y los debates, a veces dramáticos, entre Dios y su pueblo. Los salmos nos enseñan el lenguaje que conviene hablar con Dios; nos enseñan a vivir en diálogo con El y en comunión con la Iglesia. Constituyen un instrumento de elección de la pedagogía divina; bajo el impulso del Espíritu Santo, nos introducen en ese recinto privilegiado del encuentro con Dios y de la experiencia espiritual que es la oración.

Donde mejor se comprenden los salmos es en la experiencia de la vida, en los momentos de sufrimiento y de combate, de consuelo y de alegría, en que experimentamos que tal versículo se armoniza tan bien con las necesidades de nuestro corazón que parece haber sido compuesto especialmente para nosotros.

Los salmos son una oración realista. No se contentan con expresar buenos sentimientos. Son penetrantes como la Palabra de Dios. Nos descubren la realidad del hombre con su pecado para curarnos de él, con sus violencias y sus contradicciones para apaciguarlas y rectificarlas. Nos revelan también la realidad de Dios con su justicia y su misericordia, su mansedumbre y su verdad. Los salmos son una oración activa. Nos manifiestan los designios de Dios sobre nosotros y nos ayudan a responder a sus llamadas, a colaborar en su obra, con el impulso de la fe a través de un diálogo perseverante. Nos introducen por un camino rudo como es la vida, verídico como es el Evangelio, y nos enseñan a recorrerlo a través de la esperanza, sostenidos por las promesas y por la misteriosa presencia de Dios.

Los salmos fueron la oración de Cristo y de los apóstoles. Han entrado en la trama de los Evangelios; han ilustrado la vida de Jesús y la historia de la salvación que él ha escrito. Cristo cumplió los salmos y continúa poniéndolos en práctica en la vida de la Iglesia y de los fieles.

Por eso la Iglesia ha retomado el salterio como una materia principal de su liturgia; mas ha renovado su interpretación a la luz del Evangelio, ordenándolos a la persona y a la obra de Jesús. Como enseña san Agustín en su sobresaliente comentario a los salmos: cuando la Iglesia canta los salmos es Cristo mismo quien ora en su nombre, como Cabeza del Cuerpo místico, y en nombre de la Iglesia con Ios fieles que son sus miembros. Los salmos prosiguen así la obra de la Encarnación, de la Pasión ofrecida «por una multitud en remisión de los pecados» y comenzada «tras el canto de los salmos» (Mt 26, 28.30), así como de la Resurrección anunciada por el salmo 15: «No dejarás a tu santo ver la corrupción», según el discurso de Pedro cuando explica Pentecostés (Hch 2, 25-28).

El salterio adquiere, de esta guisa, una significación espiritual que debemos aprender. Ya no es un libro del pasado explicado por los historiadores; no pertenece ya al Antiguo Testamento. Debe ser rezado bajo la moción del Espíritu, en unión con Cristo, en la actualidad de la vida de la Iglesia y de cada fiel. Entonces es cuando manifiesta su verdad, su poder y su fecundidad espiritual.


5. Definición de la oración

Tras haber considerado los modelos de la oración, intentaremos definirla, aunque no podamos encerrarla en una fórmula, porque, cuando está bien hecha, la oración es una acción rica: compromete toda nuestra personalidad, tanto la inteligencia como la afectividad.

Varias han sido las definiciones propuestas de la oración. He aquí la definición clásica de san Juan Damasceno referida por santo Tomás: «La oración es una elevación del espíritu hacia Dios, o la petición a Dios de lo que conviene» 4. San Francisco de Sales, pensando en el papel de la oración en la vida espiritual, prefiere decir que «la oración es un diálogo y conversación del alma con Dios» (Tratado del amor de Dios, 1, VI, cap. I), lo que va en el sentido de la definición de la oración mental dada por santa Teresa de Avila como «el comercio de amistad en que se conversa a menudo e íntimamente con Aquel que sabemos que nos ama» (Libro de la Vida, 8/5/56).

La oración es una petición dirigida a Dios

Con la tradición teológica, podemos definir la oración como una petición a Dios, a condición de entenderla en el sentido amplio de las peticiones del «Padre nuestro» y de las oraciones litúrgicas. Puede tratarse de una petición para Dios, como la santificación de su Nombre que toma la forma de la alabanza, la venida de su Reino a nosotros y dentro de nosotros según nuestra esperanza, el cumplimiento de su Voluntad en nuestro corazón y en nuestra vida, que es la obra de la caridad. Se trata también de una petición en favor nuestro y en el de nuestros hermanos, para obtener el pan de cada día, espiritual y corporal, el perdón de nuestras faltas, la protección contra las tentaciones y el mal bajo todas sus formas. Así entendida, la petición no se limita a la búsqueda de nuestro propio interés; pone en nuestro corazón el afán de los «intereses» de Dios, de la Iglesia y de todos los hombres; nos hace tomar parte en la obra de la salvación que lleva a cabo la gracia de Cristo; adopta también la forma de la intercesión con toda la amplitud de la caridad.

La oración es la modalidad propia que toman nuestras relaciones con Dios por medio de la palabra. Es nuestra respuesta a la Palabra de Dios, que ha tomado la iniciativa de entablar la «conversación» con su pueblo desde el Antiguo Testamento, en la vocación de Abraham, la misión de Moisés y la elección de David. Este diálogo culmina con el envío del Hijo, el Verbo de Dios, y con el don del Espíritu, que posee «el arte de la Palabra», como muestra el relato de Pentecostés. En respuesta a esta Palabra divina, nuestra oración compromete nuestra inteligencia, a la luz de la fe, y nuestra afectividad, mediante la esperanza y el amor que se expresan en ella. Así, en nuestra oración, la escucha debe preceder a la petición.

La oración juega ya un papel privilegiado en las relaciones de amistad que unen a los hombres. No conviene, en efecto, que un amigo se dirija a su amigo empleando un tono de mandato, sino más bien bajo la forma de deseo, de solicitud, de sugerencia o de exhortación, y a veces de lamento, que son las formas de la oración. Lo mismo ocurre en los intercambios amorosos, cuando este amor es puro y respetuoso con la libertad del otro.

Nuestras relaciones con Dios reposan sobre la conciencia, iluminada por su Palabra, de que él es nuestro Creador, la fuente y el dispensador de todos los bie-

4. II-II, q. 83, a. 1.

nes, que es también verdaderamente nuestro Padre, que está animado de una misericordia que ningún pecado puede destruir, como nos revela el Evangelio. La oración nace del sentimiento de nuestra necesidad y echa sus raíces en el respeto y la humildad que suscitan la adoración, en el temor filial que nos impulsa a hablar a Dios con la confianza de un niño.

No pretendemos, ciertamente, poder dar órdenes a Dios, pero en alguna ocasión intentamos sutilmente imponerle nuestra voluntad, empleando la oración como un medio de presión, con el secreto deseo de poner su poder a nuestro servicio. La oración se convierte entonces en una exigencia disfrazada y únicamente puede fracasar. La verdadera oración es una petición sencilla, que sale del corazón y se dirige a la benevolencia de Dios, sabiendo que él conoce aquello de que tenemos necesidad y qué es lo mejor para nosotros, antes incluso de que se lo pidamos. Por eso, según el Sermón de la montaña, la oración cristiana no es machacona ni cede a la inquietud (Mt 6, 7.25-34; 7, 7-11); es una oración confiada y se eleva a Dios mezclada ya de acción de gracias. «No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias» (Flp 4, 6). En suma, toda oración debería terminar diciendo a Dios: «por favor», si mi petición es conforme a vuestros designios paternos.

La disponibilidad respecto a la voluntad divina es la condición de la eficacia espiritual de la oración. Si pedimos a Dios una curación o el éxito en nuestra tarea, debemos aceptar por adelantado que nos conceda más bien el valor de soportar la enfermedad con espíritu de fe, o perseverar en nuestra labor en favor de los demás a pesar de las contrariedades y las críticas. La oración nos enseña así cuáles son los mejores bienes y dónde reside la verdadera alegría, «lo que place a Dios, lo que es perfecto», lo que no rechaza nunca a una petición perseverante.


6. Los tipos de oración

La oración como petición está presente en todos los tipos de oración porque corresponde exactamente al don de la gracia, que necesitamos por todas partes. La tradición, para distinguir los distintos tipos de oración, se ha basado en un texto de la primera carta a Timoteo: «Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres» (2, 1). Podemos distinguir la oración o elevación del espíritu hacia Dios, que puede referirse también a la conversación amistosa con Dios donde se alimenta la vida contemplativa; la petición de algo determinado; la súplica, como petición de ayuda en general; la obsecración, que es una invocación a la santidad o a la misericordia divina, especialmente para obtener el perdón de los pecados, como oración de penitencia; está también la intercesión en favor de otro, que puede adoptar la forma de plegaria de reparación; y, por último, la acción de gracias por los beneficios recibidos, por las peticiones escuchadas. Podemos añadir la adoración que está en la base de toda petición, como reconocimiento de nuestra condición de criaturas, de nuestra dependencia respecto a Dios, y volvemos a encontrarla en la cima, como la culminación de toda oración. La petición es aquí incluso necesaria, puesto que no podríamos adorar como conviene sin la gracia. La oración de alabanza se eleva, sin duda, por encima de nuestras peticiones, aunque aún tenemos necesidad de la gracia para acceder al estado de alabanza y para progresar en él hacia Dios, que está por encima de toda alabanza.

La oración de petición responde así a la necesidad de la gracia y nos prepara para acogerla ahondando en nosotros el deseo. Ahí reside el secreto de su fuerza y de su eficacia, pues, como dice vigorosamente Tertuliano, la oración es «la única fuerza capaz de vencer a Dios».


7. La oración y las virtudes teologales

La fe, la esperanza y la caridad son virtudes orantes 5; se expresan a través de la oración, que es el acto principal de la religión; le proporcionan su contenido y sus dimensiones. La fe nos muestra la visión del mundo que implica la oración cristiana, la esperanza le propone sus objetos, la caridad le procura su extensión. La virtud de la religión, que ellas inspiran, nos inclinan, por su parte, a rendir a Dios el culto que le es debido, especialmente en la oración.

La oración y la Providencia según la fe

La oración cristiana reposa sobre la fe en la existencia de Dios y en su Providencia que gobierna el mundo, inclinándose especialmente sobre la vida y las acciones de los hombres. Se dirige a Dios, que se eleva por encima de los cielos y que proyecta su mirada hacia abajo sobre los humildes de la tierra (Sal 113, 4-7).

La Escritura no razona sobre la Providencia divina; nos la muestra en acción. Nos cuenta cómo ha intervenido Dios por su Palabra creadora y salvadora en la historia del mundo y en la vida de los hombres, eligiéndose un pueblo para enviarle a su Hijo y darle su Espíritu. Nos enseña que la Providencia está actuando en nuestra vida, día tras día, y nos invita a colaborar con ella mediante nuestra oración y mediante nuestra acción: «No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber? ... pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 31-33).

El pensamiento cristiano se ha visto confrontado con diversas concepciones filosóficas o religiosas contrarias a la oración 6: la negación de la existencia de Dios, que vuelve vana la oración, o el rechazo de su Providencia a causa de una representación de Dios tan elevada, que no puede admitir que se ocupe de los asuntos de este mundo o de cosas tan contingentes como nuestras acciones. El

  1. Cfr. SAN AGUSTÍN, Enchiridion ad Laurentium, cap. 7.

  2. Cfr. II-II, q. 83, a. 2: ¿Conviene orar?

ateísmo moderno opone a la Providencia de Dios y a la oración la providencia del hombre, que transforma el mundo con su ciencia y su trabajo. Algunos estiman asimismo que Dios no interviene directamente en el juego de las causas segundas, en el desarrollo de los fenómenos de la naturaleza regidos por las leyes científicas, que la oración carece de objeto y de eficacia a este nivel, y, en consecuencia, debe limitarse a lo espiritual.

La oración, iluminada por la fe, presupone la penetración de la acción divina en todas las causas que intervengan en el mundo, incluidos los trabajos de la ciencia o los inventos de la técnica. La Providencia obra en los seres desde el interior, a la manera de la vida, y especialmente por medio de la libertad humana, a la que mueve secretamente, no para disminuirla, sino para perfeccionarla y para asociarla, como un agente inteligente, a la obra de la gracia. La oración tiene su origen en la fe en la Providencia y asume con ella hasta las realidades corporales, para ordenarlas a Dios como a nuestro bien soberano. La oración une también en nosotros el espíritu y el cuerpo; como la piedad, es útil para todo, según san Pablo (1 Tm 4, 8). La experiencia de la oración personal es, finalmente, la respuesta más eficaz a las objeciones mencionadas; es irreemplazable para comprender la naturaleza y la utilidad de la oración.

En sentido opuesto a estas dificultades, algunos han pensado que la oración modificaba la voluntad de Dios y cambiaba sus designios en conformidad con nuestras peticiones, como sucede en las relaciones entre los hombres, lo que pondría a Dios en dependencia de nuestra voluntad y de sus variaciones.

La oración cristiana, inspirada por la fe y la caridad, se inscribe, por el contrario, en el marco de la conformidad con la voluntad y con los designios de Dios y colabora con ellos siguiendo este principio rector: nosotros pedimos a Dios en la oración todo aquello que él, en su bondad, ha decidido concedernos por medio de la oración y la intercesión de su Hijo. Entendida así, la oración nos hace siervos de Dios y colaboradores de su gracia, sin disipar, no obstante, el misterio de sus vías en donde nos introduce la fe. «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá... Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7, 7-11).

¿Qué pedir en la oración según la esperanza?

La oración es la intérprete de la esperanza, nos dice san Agustín en su carta a Proba. Podemos, según él, pedir en la oración todo aquello que necesitamos y esperamos justamente, como lo necesario para vivir, la salud, la amistad, las virtudes y, finalmente, la vida eterna, y resume el conjunto con una frase: «Pedid la vida feliz». La oración se situará, pues, en la línea del deseo de felicidad, que está en el corazón de todo hombre, y de 1as bienaventuranzas evangélicas, que orientan nuestra esperanza hacia el Reino de los cielos. Incluirá todos los bienes, materiales y espirituales, que nos son útiles, a nosotros y a nuestros hermanos, en nuestra marcha hacia Dios. Con este objeto y siguiendo los criterios proporcionados por el Evangelio es como podremos apreciar lo que conviene pedir y el modo correcto de hacerlo, considerando que los bienes del cuerpo están ordenados a los bienes espirituales. Tales serán los objetos principales de las oraciones litúrgicas: el progreso en las virtudes y los dones, la caridad y la paz, todas las gracias necesarias en relación con la obra de salvación y los «misterios» de Cristo. No podemos abusar de tales bienes y Dios no los niega a la oración confiada 7.

La oración, cuando tiene por objeto bienes corporales, no entra en competición con el trabajo humano que contribuye a procurárnoslos; se conjuga con nuestro esfuerzo situándose del lado de acá de la obra exterior; actúa en lo hondo de nuestro corazón, para hacernos tomar conciencia de que todos los bienes, de que todas nuestras capacidades y obras, nos vienen de Dios y están destinados a conducirnos a El, como a nuestra verdadera bienaventuranza. El hombre no está hecho para el trabajo, por necesario y exaltante que este sea, sino para Dios, que ha hecho al hombre a su imagen para que le conozca y le ame. La oración es una colaboración directa en la labor de Dios en el interior del hombre y de todas las cosas.

La extensión de la oración según la caridad

La caridad, situada en la raíz de la esperanza, comunica a la oración una extensión tan vasta como el mismo amor de Cristo. Haciéndonos amar al prójimo a imitación del Señor, nos hace esperar tanto por él como por nosotros y nos inclina a orar por él en el marco de la comunión de los santos. La oración seguirá los movimientos de la caridad; se extenderá a los parientes, a los amigos, a los que están cerca y a los que están lejos, a los miembros de la Iglesia y a los de fuera. Como la caridad, la oración será, a la vez, personal y universal en su intención, según el amor de Cristo, que murió y resucitó por todos, para que vivamos en él y esperemos en él (2 Co 5, 14-15) 8.

La oración, lo mismo que la caridad, alcanzará un punto neurálgico en la conducta en relación con los enemigos, que son quienes más alejados están de nosotros afectivamente, aunque vivan junto a nosotros. Esa es la cumbre de la enseñanza del Señor: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen» (Mt 5, 44). En este punto, se opera un giro en la caridad y en la esperanza precisamente a partir de la oración: el prójimo ya no es, en tal caso, aquel que está cerca de nosotros, sino que se convierte en aquel a quien nosotros nos acercamos, a pesar de los obstáculos, dando hacia él el paso de la oración y del perdón, abriendo

7. Cfr. II-II, q. 83:

a. 5: ¿Se debe pedir a Dios en la oración cosas concretas?
a. 6: ¿Debemos pedir bienes temporales en la oración?

8. Cfr. II-II, q. 17, a. 3: ¿Se puede esperar la bienaventuranza eterna para otro? q. 83, a. 7: ¿Debemos orar por los otros?

nuestro corazón a la medida de la bondad del Padre «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (5, 45). Ahora, bajo el impulso de la caridad, la oración se vuelve dinámica, expansiva, conquistadora. Estamos en el centro irradiante de la catequesis apostólica: «Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis. Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. Tened un mismo sentir los unos para con los otros» (Rm 12, 14-16).


8. La oración, acto de la virtud de la religión

La oración es el acto más típico de la religión. Ésta designa, en su sentido habitual, el conjunto de las relaciones del hombre con Dios bajo la forma del culto y de los ritos sagrados. Santo Tomás considera la religión como una virtud y la vincula a la justicia. La define como una voluntad firme de rendir a Dios el honor y el culto que se le deben 9. En el cristianismo, la religión se injerta en las virtudes teologales y se pone a su servicio con sus diferentes actos –la oración, las ofrendas, los sacrificios– para formar el culto espiritual en que ofrecemos con Cristo «nuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios» (Rm 12, 1).

Como religa a la criatura con su Creador, el débito religioso es el más radical y el más fuerte, además del más justo. Por eso no podemos reducirlo a una obligación jurídica o a un deber exterior; se trata más bien de una deuda de amor, a la manera del afecto filial, pues la religión procede de la aspiración a Dios, inscrita en el corazón del hombre, y se desarrolla normalmente en esperanza y en amor. Por esta razón el don de la piedad se vinculará de modo más particular a esta virtud, como un cierto «instinto del Espíritu Santo», que nos impulsa a rendir a Dios el culto y el honor, no sólo como a nuestro Creador y Señor, sino como a nuestro Padre, según la adopción filial recibida en el bautismo 10.

Así comprendida, la religión forma en nosotros, primero, la devoción, como una adhesión de corazón y una consagración a Dios, y, después, la oración como un impulso y una palabra dirigidas hacia Dios. Este movimiento determina las condiciones y las formas de la oración: la oración interior y la oración vocal, comunitaria o litúrgica.

La oración interior

La oración interior es la oración del corazón. La distinguimos de la oración vocal, porque permanece secreta y personal, siguiendo la recomendación del Señor de que nos retiremos para orar en nuestro cuarto, donde sólo el Padre nos ve (Mt 6, 5-6); pero no debemos separarlas, pues se necesitan entre sí: sin la oración interior la oración vocal sería como una concha vacía, como un cuerpo sin

  1. Cfr. 11-11, q. 83, a. 3.

  2. Cfr. II-II, q. 121, a. 1. Santo Tomás asocia el don de la piedad a la justicia, aunque conviene particularmente a la religión animada por la caridad.

alma, y, al revés, la oración interior se aprovecha de la oración vocal, que la completa y refuerza, haciéndonos orar con nuestro cuerpo y con la ayuda de los otros.

La oración interior es la principal; constituye la esencia de la oración, pues «Dios escucha, no la voz, sino el corazón», según san Cipriano. En efecto, en el corazón, entendido en sentido bíblico, que reúne la atención del Espíritu y el impulso de la voluntad, es donde se entabla el diálogo de la oración con el Padre, en «lo secreto» donde mana la fuente de la vida espiritual.

La atención desempeña aquí un papel decisivo: primero, la atención a la presencia de Dios, a quien nos dirigimos; después, la atención a las palabras que le decimos y a las intenciones que le presentamos. No cabe la menor duda de que la distracción es casi inevitable a causa de la debilidad humana. Tampoco puede negarse un cierto valor y eficacia a una oración incluso no atenta, si está movida por una buena intención. Con todo, la atención cordial es la condición de la eficiencia espiritual de la oración, pues ella es quien establece el contacto íntimo con Dios; ella nos hace receptivos al alimento interior y a la luz del Espíritu. Por medio de la atención se forman en nosotros la experiencia y el gusto de la oración. La atención es como el ojo del corazón fijado en Dios, como la boca de nuestro espíritu abierta a su Palabra, que alimenta mejor que el pan (Mt 4, 4) 11.

Como ocurre con cualquier otra virtud, la oración se aprende a la manera de un oficio, mediante un largo y paciente ejercicio, a través de un esfuerzo incesantemente recomenzado para garantizar la calidad y el progreso. Sin embargo, la línea de crecimiento de la oración no se sitúa en la obra exterior, sino a nivel del corazón, en lo hondo del alma. La eficacia y el éxito no dependen aquí sólo de nuestra pena y de nuestra habilidad, sino sobre todo de nuestra docilidad al Espíritu Santo, que es el maestro de la oración y asegura su fecundidad.

La oración interior puede adoptar diferentes formas. Se alimenta en la lectura de la Palabra de Dios, la «lectio divina», o en la lectura espiritual en general. Profundiza por la meditación, que es una reflexión sobre la Palabra en relación con nuestra experiencia. Culmina su desarrollo en la oración, que es una conversación filial con el Señor y puede adoptar la forma de una presencia sencilla y silenciosa, a través de un contacto de fe que supera las palabras y las ideas.

La oración vocal

La oración vocal designa la oración pronunciada en voz alta, recitada o cantada en grupo, en un coro o en una asamblea litúrgica. Se trata de una oración común, normalmente regulada y fijada en su forma y sus palabras; aunque también puede ser personal y espontánea, según la práctica de los grupos carismáticos, por ejemplo. Se puede asimismo orar sólo en voz alta, según el uso de los antiguos.

Se ha opuesto en muchas ocasiones, durante estos últimos siglos, la oración vocal, en la celebración del oficio y de la liturgia, a la oración mental, bajo la for-

11. Cfr. 1I-II, q. 83, a. 13.

ma de la meditación y de la oración contemplativa, como una oración pública, calificada de «objetiva», y una oración individual, «subjetiva». El debate que oponía dos tradiciones diferentes, ha perdido una de sus causas determinantes desde la reforma litúrgica, que ha hecho accesible a todo el mundo, en su propia lengua, la oración de la Iglesia. Ahora la cuestión consiste sobre todo en restablecer un vínculo vivo entre la oración litúrgica y la oración personal, de suerte que ambas se fecunden mutuamente. Así la liturgia podrá volver a ser una fuente principal de la vida de oración, mientras que la oración personal contribuirá a garantizar el contenido espiritual de las celebraciones.

En cuanto a las devociones particulares, que han florecido en la Iglesia y se han difundido sobre todo en la época moderna –devoción al Santísimo Sacramento, al Sagrado Corazón, a la Santísima Virgen y al Rosario, a los santos– han cumplido un papel necesario destinado alimentar la piedad del pueblo cristiano en un tiempo en que apenas podía acceder a las oraciones litúrgicas, ni a los salmos, para alimentarse. Ahora que el obstáculo ha desaparecido, no debemos rechazar estas devociones, sino situarlas de nuevo en el marco de la oración cristiana centrada en la liturgia, refiriéndolas al Evangelio como a su fuente primera, adaptándolas también a una sensibilidad y a unas necesidades espirituales nuevas.

La cuestión del tiempo

Como cualquier otra actividad, la oración requiere tiempo para que esté bien hecha. Es la parte de Dios en nuestras jornadas. Por eso conviene, en la oración, conceder al Señor «una buena medida..., porque con la medida con que midáis se os medirá» (Lc 6, 38). Efectivamente, una buena medida de tiempo y una cierta libertad en el don son requisitos necesarios para garantizar la calidad de la oración, para adquirir la experiencia y el gusto de la misma. La regularidad es aquí más importante que la cantidad de tiempo, y sucede que oraciones breves son más intensas; pero no hay que convertir eso en pretexto para acortar la oración. La oración, que emana de un corazón atento y fiel, tiende a prolongarse y puede introducirse entonces, como agua subterránea, en nuestras ocupaciones, para alimentarlas espiritualmente.

La liturgia nos muestra aquí el camino y nos sirve de modelo. Mediante su retorno regular, en el marco de la jornada y en el ciclo anual, contribuye a garantizar una oración continua e infunde una dimensión espiritual al tiempo de la Iglesia, ordenándolo a los misterios de Cristo y a su actualización en la vida de los fieles. Del mismo modo, bajo la acción de la oración nuestro tiempo personal se vuelve permeable al tiempo de Dios y se despliega en un crecimiento interior comparado por la Escritura al de las plantas, al grano de mostaza plantado en un campo o a la semilla que crece en una tierra buena (Mt 13). Bajo el impulso del Espíritu Santo, que obra en nosotros como savia paciente, el tiempo de nuestra vida se recoge lentamente en el seno de la oración, en lugar de dispersarse y fragmentarse al hilo de los días, y podemos ofrecer a Dios el fruto de nuestros años, como una gavilla bien repleta.

BIBLIOGRAFÍA

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