IX

LA VIRTUD DE LA ESPERANZA
Y SU DIALÉCTICA

 

«El justo vivirá de la fe», nos repite san Pablo; pero la fe no está sola. Es «como un árbol plantado junto a las aguas, que da fruto a su tiempo» (Sal 1, 3). El primer fruto de la fe es la esperanza originada por las promesas de Dios, por sus bienaventuranzas. «En el Señor puse toda mi esperanza... Dichoso el hombre que pone su confianza en el Señor» (Sal 40).

La esperanza, si la tomamos en un sentido general, es la virtud del deseo, que tiende hacia el bien afrontando con confianza las dificultades, los obstáculos y la prolongación del tiempo que la separan de su objeto.


1. La esperanza, virtud del deseo

El corazón del hombre está lleno de deseos, que surgen en él con el movimiento mismo de la vida. Sólo Aquel que sondea los riñones y los corazones sabe enumerarlos y dilucidarlos. Con todo, podemos proyectar alguna claridad en el asunto basándonos en las principales inclinaciones que distingue santo Tomás en el hombre y que le sirvieron para fundamentar la ley natural que lo dirige (I–II, q. 94, a. 2). Estas nos ayudan a discernir, bajo los «pequeños» deseos que nos ocupan, los deseos profundos que nos inspiran.

Los deseos naturales: el ser y la vida

Nuestro deseo más fundamental está dirigido a la existencia y a la vida. Se trata del instinto de conservación. Este nos inclina a mantener, defender y desarrollar la vida que hemos recibido. Se manifiesta en nuestras necesidades primitivas como el hambre y la sed. De este modo, buscamos de manera espontánea aquello que nos es de utilidad para asegurar nuestra subsistencia: el alimento, el vestido, el alojamiento, etc. Esta atadura radical a la existencia, que nos hace también huir de aquello que la amenaza, como el sufrimiento y la muerte, forma en nosotros el amor natural a nosotros mismos, que es la fuente de nuestras actividades. Este amor se desplegará asimismo en el plano espiritual, suscitando en nosotros hambre y sed de los bienes del espíritu.

El don de la vida

El Creador ha puesto en el hombre, como en todos los seres vivos, un instinto de fecundidad, la inclinación natural a dar, a propagar la vida. Tal es el deseo sexual, que lleva al hombre y a la mujer a unirse y a emprender la gran obra de la formación de un hogar, y que culmina en la educación de los hijos con todas las dimensiones que esta comporta, en especial la cultural y la religiosa. Este deseo, injertado en el amor natural a nosotros mismos, procura al hombre y a la mujer, si está bien ordenado, una experiencia específica del amor del otro a través de la diferencia y la complementariedad. Mediante esta apertura al cónyuge y a los hijos, el amor a nosotros mismos se transforma y engendra el amor al otro como a nosotros mismos, que es el amor en el sentido propio del término.

La aspiración a la verdad

Vienen, a continuación, los deseos de orden propiamente espiritual, que, no obstante, se ejercen siempre en nosotros a través de una vinculación natural con los movimientos de la sensibilidad y las actividades del cuerpo.

Mencionaremos, en primer lugar, el deseo de la verdad. La aspiración a la verdad forma parte constitutiva de nuestro ser espiritual; se ejerce por medio de las percepciones de la inteligencia y en el trabajo de la razón. El amor a la verdad ha creado las escuelas, las ciencias y se realiza en la cultura, en la sabiduría. Dirige los otros deseos mediante la luz que proyecta sobre ellos; si desobedecen a la razón, nuestros deseos sólo se pueden extraviar y corromper. Este instinto de verdad, que procede de nuestra capacidad de conocer, que no tiene límite, da testimonio de que hemos sido hechos para Dios y a su semejanza. Santo Tomás se basa precisamente en esta inclinación, que ha animado toda su obra, para elaborar su famoso argumento del deseo natural, que demuestra, en la medida en que ello es posible, la posibilidad que tiene el hombre de ver a Dios, si éste se revela, ya que una aspiración semejante no puede ser vana. Es el deseo contemplativo por excelencia. Sin embargo, se vuelve práctico a través de la dirección del obrar moral, por medio del juicio de la conciencia y el discernimiento de la prudencia.

La vida en sociedad

La inclinación a la vida en sociedad constituye asimismo en nosotros un deseo natural, que nos impulsa a buscar la compañía de los otros hombres y a mantener intercambios con ellos, no sólo buscando nuestro propio interés, sino por afán de justicia y por necesidad de amistad, de afecto. Según Aristóteles, aunque alguien poseyera todos los bienes, no puede ser feliz sin un amigo. Que el hombre sea un «animal sociable» y que no convenga dejarle solo, según el Génesis, proviene del sentido natural del otro, que forma también parte constitutiva de nuestro ser espiritual. De ello dan testimonio la regla de oro y el precepto del amor al prójimo. Nos encontramos frente a uno de los principales principios de la civilización, pues el que peca contra este sentimiento primitivo se vuelve pronto un «animal salvaje», como un lobo para los otros hombres.

La aspiración al bien

El último deseo, que santo Tomás ponía en cabeza de la serie, es el más importante porque reúne y mantiene unidos todos los demás. Es la aspiración al bien, entendido en un sentido pleno que tenemos que volver a encontrar absolutamente, porque este deseo afecta a la vida espiritual en su misma fuente. El bien es lo que engendra el amor, suscita el deseo y procura la felicidad, todo a la vez. Desdichadamente el término bien se ha empobrecido y endurecido al identificarse con la obligación legal y los imperativos; de este modo ha sido separado de la inclinación a la felicidad e incluso del amor. Se podría poner remedio a esto diciendo que el bien es aquello que es «bueno», bueno en sí por su perfección y bueno para nosotros por la alegría que de él recibimos; también en el sentido en que el libro del Génesis refiere que al contemplar su obra, vio Dios que era buena, muy buena.

La aspiración al bien, así comprendida, define, en cierto modo, la voluntad rcomo nuestra facultad de amar, de desear, de querer. Es un deseo primitivo que subyace en los otros y los engloba. Como la aspiración a la verdad, manifiesta nuestra capacidad de acoger lo «bueno» en toda su amplitud, sin límite alguno. Tal es el deseo de felicidad que san Agustín pondrá a la base de su exposición de la moral cristiana y del que se servirá para resumir lo que conviene pedir en la oración: «Pide la vida feliz», escribe a Proba, que le preguntaba sobre este tema.

De modo semejante, santo Tomás situará su estudio de la bienaventuranza al comienzo de la parte moral de su Suma teológica en vez del al final, como se hacía generalmente, porque la cuestión de la verdadera felicidad es, según él, decisiva para la orientación de todo el obrar moral. En este tratado construirá una vía ascendente que conduce al hombre, mediante una superación y desprendimiento progresivos, de los bienes exteriores –riqueza, honores y gloria– a los bienes interiores –placer, ciencia y virtud–, para mostrarle que la visión de Dios es el único bien que puede colmar su deseo. La atracción por el bien se presenta así como una verdadera fuerza de gravitación espiritual en el hombre. A la manera de la gravitación fisica, su acción es tan profunda y tan extendida que escapa a los que están sometidos a ella, perdiéndose estos a menudo en la persecución de deseos particulares y superficiales. Pero en toda vida se manifiesta, un día, este deseo planteando cuestiones de fondo: la felicidad y el sufrimiento, el sentido o el sin-sentido de la vida, el destino del hombre y el más allá, el bien y el mal, que son, a fin de cuentas, modulaciones en torno a la cuestión de Dios.

Citemos aún, con referencia al deseo que está en la raíz de la esperanza, este hermoso texto de san Agustín: «El deseo es el fondo del corazón (sinus cordis); recibiremos si extendemos nuestro deseo tanto como podamos. La Escritura divina, las reuniones del pueblo, la celebración de los sacramentos..., esta misma explicación, todo eso tiene como finalidad no sólo sembrar y hacer germinar en nosotros este deseo, sino también aumentarlo y otorgarle tal capacidad que sea capaz de recibir "lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que no subió al corazón del hombre"» (In Joan. tr. 40, 10).

El coraje de la esperanza

La esperanza es la virtud de ese deseo multiforme y concentrado, ligado a la vida en todos sus niveles, y que nos lleva hacia la felicidad. Contiene el coraje de ser y de obrar aceptando los riesgos de la vida, soportando con paciencia la pena y el dolor, sin retroceder ni siquiera ante la muerte. La esperanza es asimismo una confianza que nos sostiene en nuestras empresas y que se extiende hasta los otros hombres, a través de la colaboración en el seno de una familia, de una comunidad, de una nación. La esperanza es capaz de superar las decepciones, incluso graves, porque como tiene su origen en Dios que da la vida, tiende a hacer volver hacia él como hacia la fuente de toda bondad. La esperanza es, en suma, la energía espiritual primitiva en su despliegue; sin embargo nos hace aspirar tan alto —incluso sin saberlo demasiado, a causa del lftisterio en que ella nos introduce—, que nunca podría alcanzar su fin —la unión con Dios—, si éste no hubiera intervenido. Por eso, tras haber considerado el deseo del hombre y, de este modo, interrogado nuestro propio corazón, nos hace falta ahora consultar la Escritura, para ver cómo nos presenta ella la virtud de la esperanza y nos describe su historia.


II. La esperanza de Abraham y sus etapas

La Escritura no elabora teorías ni argumenta como la teología; sino que nos muestra la esperanza actuando en las relaciones entre el hombre y Dios. Para descubrir la naturaleza y los movimientos de esta esperanza nos basaremos en tres documentos: la historia de Abraham, que nos cuenta el nacimiento de la esperanza teologal y nos proporciona su primer modelo; el texto de las bienaventuranzas, que nos muestra su culminación proponiéndonos la respuesta de Cristo a la cuestión de la felicidad; y, por último, el Evangelio, que nos describe las etapas del misterio de Jesús, objeto de nuestra esperanza.

La formación de la esperanza de Abraham

La esperanza de Abraham conoció tres etapas: su formación, su prueba y su cumplimiento. Todo comienza con la promesa de Dios y la obediencia de Abraham: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre» (Gn 12, 1-2). La promesa se concreta a continuación mediante el anuncio de que Abraham tendrá de su mujer, Sara, un hijo, un heredero directo. Abraham creyó esta Palabra y Dios «se lo contó como justicia» (15, 6).

La promesa corresponde a la esperanza natural del Patriarca: tener un hijo, un heredero que garantice su descendencia. Reaviva en él este deseo y, al mismo tiempo, lo amplía y le da un alcance inesperado, fuera de toda medida: se convertirá en el padre de un gran pueblo, tendrá una posteridad tan numerosa como las estrellas del cielo. Mas la promesa, que se reviste así de un halo de infinito, choca contra un obstáculo humanamente insuperable: la esterilidad de Sara y lo avanzado de la edad de ambos. Sin embargo, Abraham se atrevió a creer en la Palabra de Dios, en contra de sus consideraciones de hombre y ensanchó su esperanza a la medida de las consideraciones de Dios. El hijo que va a nacer será verdaderamente el hijo de la promesa divina y de la fe de Abraham.

La fe de Abraham transforma su esperanza introduciendo en ella un elemento nuevo, que va a jugar un papel principal: ya no es sólo una esperanza de hombre, sino que se convierte en una esperanza en Dios, en el poder de Dios como origen de toda 'iría y paternidad. En adelante la esperanza de Abraham se proyectará hacia un doble objeto: hacia su hijo, con su descendencia, y hacia Dios mismo, hacia su ayuda benevolente, hacia su gracia. Aparentemente se sigue tratando de una esperanza bien humana que se realiza mediante la generación: aunque, interiormente, se convierte en una esperanza divina, que nosotros podemos llamar teologal. La misma herencia será cambiada: además de sus bienes y sus derechos, Abraham legará a su hijo el futuro de la promesa ligada a su fe. Por eso Abraham será llamado el «padre de la fe».

El nacimiento de Isaac fue la confirmación de la fe confiada de Abraham. Ahora, con la garantía de Dios, podía, al parecer, gozar en paz del hijo que había recibido y sobre el que reposaba la bendición.

La prueba de la esperanza

Sin embargo, he aquí que el camino de Abraham, trazado por Dios, se bifurca bruscamente y del modo más inesperado. «Después de estas cosas sucedió que Dios tentó a Abraham y le dijo: "¡Abraham, Abraham!... Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Mona y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga"» (Gn 22, 1-2).

La respuesta de Abraham es extraordinaria: sin decir palabra, sin plantear ninguna pregunta y guardando sólo para él la orden de Dios, prepara su asno, toma con él a su hijo y a dos siervos, prepara la leña para el holocausto y se pone en camino. Se nota claramente que una gracia secreta le guía y le sostiene.

Con todo, si se nos permite rebuscar lo que pasaba en el alma de Abraham –necesitamos hacerlo para comprenderle y seguirle en la fe–, debía sentirse cogido, como por unas tenazas, entre dos proposiciones de Dios que se contradecían: de un lado, la promesa realizada en Isaac como en su primer germen, y, del otro, la orden, tan cruel en apariencia, tan opuesta incluso a la ley divina, de ofrecerlo en holocausto. ¿Qué es, pues, lo que quería Dios?

Todas las explicaciones humanas se muestran aquí insuficientes. Es preciso hacerse pequeño del todo ante una cuestión semejante, pues únicamente la fe puede discernir la respuesta más allá de las pobres palabras y de las débiles ideas de que disponemos. Dios quería purificar, como a través del fuego, el corazón de Abraham, arrancándole de raíz lo que tenía de excesivamente humano, de posesivo, en su afecto por Isaac, a fin de abrirle a un amor nuevo, el amor de Dios como el Único y como la fuente primera de todo amor verdadero. Dios quería saber si Abraham le amaría por encima de todo, más que sus beneficios, más que al hijo de la misma promesa, a fin de elevarle hasta El mediante una especie de salto en la fe y la esperanza, mediante un impulso apasionado y absoluto que lo asociaría a su propio Amor. Iluminado por su fe, Abraham comprendió muy bien lo que Dios quería de él, pues, como dice la carta a los Hebreos: «Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura» (11, 19). Efectiv3.ente, según el sentido alegórico, los primeros cristianos y, a continuación, la liturgia vieron en el sacrificio de Isaac la figura del sacrificio de Cristo. No se basaban, para establecer este vínculo, en una analogía exterior, sino en la continuidad de la acción de Dios por medio de la fe. Percibían en la prueba de Abraham la primera revelación del amor de Dios manifestado en su Hijo, que proseguirá en el Evangelio y después en la experiencia de cada creyente a través de una prueba similar. La prueba de la esperanza es aquí la condición de su fecundidad por medio del don del amor.

La culminación de la esperanza de Abraham

Cuando Abraham ancló su esperanza en Dios por la fuerza de un amor sin reservas, el ángel que le guiaba, viendo que «temía a Dios», detuvo su brazo y le devolvió a Isaac renovando solemnemente la promesa: «Por haber hecho esto, por no haberme negado a tu hijo, a tu único, te colmaré de bendiciones». Al leer estas palabras tiene uno la impresión de que Dios está emocionado, conmovido por el gesto de Abraham. Como un amigo reconoce a su amigo en una mirada que va al corazón, Dios se ha reconocido en Abraham, y esto era una pura gracia. Ahora podía colmar la esperanza de Abraham con los frutos futuros de la promesa.

Dado que el corazón de Abraham está ahora fijado en Dios, la esperanza nacida de su fe podrá asumir la esperanza humana que le hacía desear un hijo. Esa esperanza proseguirá en el pueblo que va a nacer de Isaac y tomará cuerpo en la esperanza de su implantación en la Tierra prometida, que Abraham sólo había recorrido. Esa misma esperanza tan concreta determinará la historia del pueblo judío en el Antiguo Testamento y hasta nuestros días.


III. Las bienaventuranzas, objeto de nuestra esperanza

Las bienaventuranzas se presentan a nosotros, en el primer Evangelio, como la apertura magistral de la predicación de Jesús, como su respuesta a la cuestión de la esperanza. Se sitúan en la línea de la esperanza judía mantenida por las promesas dirigidas a Abraham, a Moisés, a David, pero la elevan a un nivel superior, fijándole como término, no ya una tierra a ocupar y defender, sino el Reino de los cielos que viene. Las bienaventuranzas «realizan» así la esperanza del Antiguo Testamento, del mismo modo que la Ley evangélica que las sigue «realiza» los preceptos de la Ley mosaica.

Las bienaventuranzas evangélicas, en virtud de la realidad que significan, son suficientemente ricas para permitir varias explicaciones convergentes. La tradición latina, siguiendo a Ambrosio y Agustín, las ha interpretado como la descripción del itinerario espiritual del cristiano, en siete u ocho etapas, que van desde la pobreza y la humildad hasta la paz y la sabiduría de los hijos de Dios o al testimonio del martirio. Con todo, cuando se examina atentamente el texto de san Mateo, vemos aparecer, como en la trama de un tejido, otra capa, que no excluye la primera, pero que atraviesa cada una de las bienaventuranzas. Desde este punto de vista, se puede decir que las bienaventuranzas están como trenzadas, en el fondo y en su forma literaria, con tres hilos de pensamiento, que corresponden a las tres etapas que hemos distinguido en la historia de Abraham: el hilo de la promesa de felicidad en primer lugar, el hilo de la prueba en medio, y el hilo de la recompensa al final.

El hilo de la promesa

El hilo de la promesa está constituido por la repetición del término «bienaventurados», que evoca todas las promesas de felicidad, los «makarismos», que encontramos un poco por todas partes en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Esa es la primera palabra del salterio: «Bienaventurado el hombre... que se complace en la Ley de Dios», o también: «Señor, Dios del universo, bienaventurado el hombre que espera en ti» (Sal 83, 13). Podemos pensar también en la bienaventuranza de María pronunciada por Isabel: «Bienaventurada la que ha creído en el cumplimiento de lo que le fue dicho de parte del Señor» (Lc 1, 45), y en la dirigida a Simón-Pedro tras su profesión de fe. No obstante, las bienaventuranzas evangélicas constituyen un conjunto único en la Biblia por su número y su coordinación. Cabe considerarlas como un punto de concentración de las promesas de Dios.

Como explica santo Tomás en su comentario a san Mateo, que perfecciona la exposición de la Suma (I-II, q. 69), las bienaventuranzas brindan una respuesta a la cuestión de la felicidad, que supera y sustituye la respuesta de todos los filósofos: aparta las respuestas falsas, basadas en la riqueza o el placer (la vida voluptuosa), corrige las respuestas imperfectas basadas en la virtud (la vida activa) o la contemplación aquí abajo. Sin embargo, en el contexto bíblico, las bienaventuranzas contienen más que la solución a un problema filosófico, por muy importante que sea éste. Emanan de una iniciativa divina por medio de una promesa que suscita una esperanza nueva y reclama la fe, como hemos visto en el caso de Abraham. Estas promesas corresponden, sin duda, al deseo natural de felicidad, pero sobrepasan la esperanza humana por su objeto, el Reino de los cielos, y la transforman haciendo que nos apoyemos en el poder de Dios más bien que en la fuerza del hombre. La primera frase de las bienaventuranzas contiene ya, por consiguiente, una llamada a la fe en Cristo, que las proclama para fundamentar la esperanza. Esta no nos deja solos; ya desde su primer movimiento- os asocia a la gracia de Dios, que viene hacia nosotros. De ella recibe su impulso y abre ante nosotros el amplio horizonte de los designios de Dios.

El hilo de la prueba

El segundo hilo de las bienaventuranzas, que ocupa la etapa intermedia, señala el tiempo de la prueba, de un modo claro para las cuatro bienaventuranzas de base: la pobreza, el llanto o el duelo, el hambre y la sed, la persecución junto con la calumnia, y de modo implícito para las bienaventuranzas añadidas por Mateo, pues la mansedumbre oculta la prueba de la violencia, la misericordia supone la injusticia que se perdona o la miseria que se alivia, la pureza combate la impureza y la doblez, mientras que el espíritu pacífico lucha contra la guerra.

Por este lado, las bienaventuranzas se disponen formando un contraste completo en relación con nuestros puntos de vista sobre la felicidad, que la asocian de manera espontánea con la riqueza, el goce, la saciedad, la posesión de la fuerza y la habilidad, que garantizan el éxito y el favor de la opinión pública. Las bienaventuranzas derriban nuestras ideas y nuestros sentimientos sobre la felicidad. Yendo más al fondo, nos revelan la prueba que nos espera, de una forma o de otra, y en dónde nos será planteada, más allá de las palabras, en la soledad ante Dios, la cuestión decisiva sobre la esperanza: ¿te atreverás a poner tu esperanza en la Palabra de Cristo en el momento en que experimentes tú mismo la pobreza, el sufrimiento, la injusticia? Tomando conciencia de tu debilidad, ¿serás capaz de poner tu confianza en la fuerza de Dios y obedecer a la voz que te llama interiormente a comprometerte por el camino misterioso y seguro del Reino? En tales momentos es cuando la Palabra del Evangelio se actualiza para nosotros y se convierte en una realidad viva. Las bienaventuranzas realizan así en nosotros un trabajo comparable al del arado, que penetra profundamente en la tierra, la revuelve con sus malas hierbas, y cava el surco donde será sembrado y germinará el buen grano.

Mediante esta esperanza, las bienaventuranzas transforman nuestra vida y producen un desprendimiento progresivo en relación con nuestros instintos de posesión, de goce, de dominio; purifican nuestro corazón, a la manera de

Abraham en su consentimiento al sacrificio; nos preparan para acoger el amor de Cristo, que nos hace dignos de ser llamados «hijos de Dios». De este modo, las bienaventuranzas cumplen el anuncio inicial: «¡Convertíos, pues el Reino de los cielos está cerca!»

El hilo de la recompensa

El tercer hilo de las bienaventuranzas significa el cumplimiento de la promesa bajo la forma del Reino de los cielos, presentado en diferentes aspectos que corresponden a cada bienaventuranza: el consuelo, la satisfacción, la misericordia, la visión de Dios, la cualidad de hijos de Dios, la alegría y la dicha. Podemos llamarlo también, con santo Tomás, el hilo de la recompensa, a condición de no ver en ello el mérito de nuestros exclusivos esfuerzos, sino la obra de la gracia del Espíritu actuando en el movimiento de la esperanza. Así, san Agustín tuvo la buena idea de poner las bienaventuranzas en relación con los dones del Espíritu Santo, según la enumeración de Isaías, estimando que no se puede recorrer el camino que estas describen sin la ayuda continua de la gracia.

En relación con estas recompensas, observa santo Tomás que su realización comienza ya desde esta vida y que procuran su verdadero objeto al deseo de aquellos mismos que ponen su felicidad en bienes perecederos y engañosos, ya que el Reino de los cielos contiene la riqueza, aunque espiritual; procura la alegría y la paz que desean, etc. (I-II, q. 69, a. 4). De ahí podemos inducir que la esperanza evangélica, en virtud de estar sólidamente adherida a Cristo, es capaz de asumir cualquier esperanza humana, rectificándola y ordenándola al Reino de los cielos, especialmente a través de la mansedumbre, el espíritu de justicia, la misericordia y la voluntad de paz.

Las bienaventuranzas, puestas al comienzo del Sermón de la montaña, dominan esta enseñanza de Jesús, que podemos considerar como la carta magna de la vida evangélica, como la regla fundamental de toda espiritualidad cristiana. Ellas sitúan esta doctrina bajo el signo de la esperanza en vistas al Reino de los cielos y nos muestran las tres etapas esenciales del movimiento que conduce a él. Por eso encontraremos esta dialéctica en toda vocación cristiana, empezando por la de los apóstoles, que el Evangelio nos propone como modelo. Tras haber sido llamados a dejarlo todo para seguir a Jesús, su esperanza quedará como aniquilada por la prueba de la Pasión, antes de resurgir con una seguridad sin par, cuando hayan recibido el don del Espíritu.


IV. Las tres fases del misterio de Jesús

Como la fe, también la esperanza cristiana se concentra en la persona de Jesús: él nos enseña las bienaventuranzas con una autoridad única, que sorprendía a sus oyentes, y éstas se realizan en él, como el Hijo de la promesa inaugurada en Isaac. Por eso es en la vida y en la obra de Cristo donde se realizan y se destacan del modo más claro los tres movimientos dialécticos de la esperanza, siguiendo las principales fases del misterio de la salvación: el misterio de la Anunciación y de la Encarnación en primer lugar, el de la Pasión a continuación, y el del don del Espíritu al final.

El misterio de la Encarnación

La Anunciación a María, completada con la Anunciación a José según san Mateo, nos cuenta cómo, por el fíat de la fe, la esperanza en las promesas de Dios se encarnó con el nacimiento de Jesús, «hijo de David». En el Verbo hecho carne se alcanzan y se asocian las promesas divinas y los deseos del hombre de una manera única, como substancial; estos deseos obtienen en la persona de Cristo la prenda segura y el medio eficaz de su realización. Esta esperanza, oculta primero, sale a plena luz con la predicación de la Buena Nueva preparada por Juan el Bautista, y proclamada después por Jesús, que llama al pueblo a convertirse y a seguirle: «El pueblo que estaba en tinieblas vio una gran luz...» Su predicación, sus curaciones, sus milagros son una llamada a la esperanza.

El misterio de la Pasión

El relato de la Pasión nos introduce en la gran prueba y en la profundidad del misterio oculto bajo las apariencias del proceso dirigido por el Sanedrín. El drama se desarrolla en el relato de la agonía, donde Jesús se ve colocado, a la manera de Abraham, ante dos voluntades del Padre aparentemente contradictorias: por una parte, que sea el Hijo de todas las promesas, enviado para cumplir «la esperanza de Israel» y de todos Ios hombres convocados por las bienaventuranzas; y, por otra, que sacrifique toda esperanza entregándose hasta la cruz, «cumpliendo» el sacrificio de Isaac para la salvación de todos. Jesús, sometiéndose a la voluntad de su Padre, cumpliéndola a renglón seguido con un silencio que impresionó al mismo Pilato, dejándose fijar al madero de la cruz, concluye la obediencia de Abraham y establece definitivamente en el corazón de Dios, en el amor de su Padre, el fundamento de la esperanza cristiana. Al mismo tiempo, ante aquellos que le condenan y lo convierten en objeto de burla, brinda su «hermoso testimonio» respecto a su persona, como Hijo de Dios y como Rey de Israel, que le convierte en el objeto de una esperanza nueva, en el mismo momento en que toda esperanza humana le abandona. Por medio de su humildad y sumisión, consigue la victoria sobre el espíritu del mal y sobre su orgullo, sobre la tentación de ser «como dioses», y se convierte, en su misma debilidad aceptada por amor, en el apoyo inquebrantable de una esperanza que ninguna fuerza maligna podrá vencer.

La Pasión es también la prueba radical para los apóstoles, que esperaban, como dicen los discípulos de Emaús: «que sería él el que iba a librar a Israel» (Lc 24, 21). Sin embargo, será del fondo de la Pasión de donde renacerá su esperanza con Cristo saliendo de la tumba. Pronto adoptarán como emblema la Cruz de Jesús, siguiendo la magnífica exclamación de san León: «¡Oh admirable poder de la Cruz! ¡Oh gloria inefable de la Pasión! Todo lo has atraído a ti, pues tu Cruz es la fuente de todas las bendiciones, la causa de todas las gracias» (Sermón VIII sobre la Pasión, n. 7). La Eucaristía, que los discípulos celebrarán en memoria de la Pasión, será el sacramento de esta esperanza mediante el apoyo de la presencia del Señor, que ella procura, y mediante la orientación hacia su vuelta, pues celebrándola «anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Co 11, 26).

La esperanza en la Resurrección

La esperanza cristiana reposa ahora sobre la fe en la Resurrección de Jesús, como la fuente de una vida nueva, y sobre el don del Espíritu, que nos la comunica interiormente. En esta fe, a partir del bautismo, que le hace morir y revivir con Cristo, el cristiano encuentra el punto de apoyo inquebrantable de su esperanza y recibe la revelación del fin al que aspira, en comunión con la Iglesia, bajo el impulso del Espíritu. Como enseña san Pablo: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios... Vuestra vida está ahora oculta en Dios» (Col 3, 1-3).

Esta esperanza nueva, que sobrepasa «las cosas de esta tierra», manifiesta, no obstante, su poder desde ahora penetrando en nuestra vida cotidiana, para impregnar y ordenar nuestras esperanzas concretas, hasta las más humildes, para sostener y dirigir las tareas y las actividades de todo tipo que se nos confían en la familia, en la Iglesia, en la sociedad, mediante la caridad y las virtudes que inspira, según la enseñanza de la catequesis apostólica: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia... Sea cual sea vuestro trabajo, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres...» (Col 3).

San Pablo estima incluso que la virtud de la esperanza posee una dimensión cósmica, pues la creación, actualmente sometida a la vanidad, comparte a su manera la esperanza de los hijos de Dios y se encuentra en trabajos de parto, aspirando a su liberación, como nosotros mismos esperamos la redención de nuestros cuerpos (Rm 8, 18-25).

Así, la esperanza cristiana, que nos hace vivir de una vida que no es de este mundo, nos empuja a trabajar en la transformación del mundo por la gracia del Espíritu, que tiene su fuente en la Pasión y la Resurrección del Señor y se actualiza en nosotros haciendo revivir y proseguir su misterio de salvación.

Anotemos, por último, que la liturgia hará revivir en la Iglesia estas tres etapas a través del ciclo anual. El tiempo de la Natividad y de la Epifanía celebra el nacimiento de la esperanza; la Cuaresma y la Pasión nos hacen comulgar con la prueba de la esperanza; Pascua y Pentecostés son como la cosecha de la esperanza.


V. La vigilancia y la esperanza

Ya hemos señalado el importante papel que juega la vigilancia en san Pablo: es la virtud de los cristianos, despertados por la fe a la luz de Cristo, que viene hacia nosotros como se acerca el día. La vigilancia los distingue de aquellos que se entregan a sus concupiscencias tenebrosas y .giktinúan como dormidos espiritualmente. La vigilancia, como atención del espíritu, como expectativa perseverante vuelta hacia Cristo, se une a la esperanza teologal. Expresa una actitud característica de la esperanza en la vida concreta, especialmente a través de la oración y el servicio: el despertar del corazón que se levanta ante el pensamiento de la proximidad del Señor.

La recomendación de la vigilancia en el Evangelio se vuelve instante ante la proximidad de los últimos acontecimientos. Adopta la forma de esas tres parábolas tan expresivas del siervo fiel, de las diez vírgenes que esperan al Esposo durante la noche y de la rendición de cuentas de los talentos confiados por el Dueño. Se vuelve explícita y patética en la boca de Jesús cuando entra en la agonía: «Velad conmigo...; velad y orad». Según estas palabras, sólo la vigilancia y la oración están en condiciones de mantener abierta la puerta de la esperanza en medio de la prueba. Pero, en esa hora de las tinieblas, los apóstoles se durmieron corriendo el riesgo de perder toda esperanza.

Conviene, pues, asociar estrechamente la vigilancia a la esperanza en la vida espiritual. Es la esperanza despierta de Cristo, podríamos decir. Es una mirada del corazón que va lejos y en profundidad, hacia Cristo «sentado a la derecha del Padre», y que, al mismo tiempo, sabe discernir ante nuestros pasos el sendero a seguir, el obstáculo a evitar, el trabajo que hay que hacer, el servicio a prestar; por ahí se une a la prudencia. En suma, la vigilancia es la esperanza de Cristo en expectativa y en acto.

 

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