VII

LA EXPERIENCIA INTERIOR QUE HAY
A LA BASE DE LA VIDA ESPIRITUAL


Ya esté integrada en la teología, como ocurre en los Padres de la Iglesia, o que haya sido distinguida de ella, como en la época moderna, la espiritualidad siempre ha estado ligada a la experiencia. Por eso es necesario precisar qué tipo de experiencia implica la vida espiritual.

La experiencia propia de la vida espiritual

El término experiencia adquiere múltiples acepciones y matices según sea empleado en las ciencias, en filosofía, en el ámbito religioso, espiritual o místico. Designa habitualmente un conocimiento inmediato y vital de cosas concretas, a diferencia de un conocimiento nocional, abstracto y discursivo 1. En su excelente obra «L'expérience chrétienne» (París, 1952), distingue Jean Mouroux tres planos y como tres especies de experiencias:

1. La experiencia empírica, vital, aunque ni refleja ni crítica; se trata, en suma, de la experiencia bruta, y designa, de hecho, elementos de la experiencia bastante dispares y superficiales más bien que la experiencia auténtica, tomada en su conjunto.

2. Lo experimental: se trata de la experiencia científica. Está provocada conscientemente y versa sobre los elementos susceptibles de medida, tratados y coor-

1. Cfr. A. LÉONARD, art. Experience en DSAM, t. 4/2. Asimismo Recherces phénoménologiques autour de 1 'expérience mystique, en Supplément de la Vie spirituelle (1952) 430-494.

dinados por el sabio para construir ese universo al que llamamos ciencia. Se trata igualmente de una experiencia parcial.

3. Lo experiencial designa la experiencia tomada en su totalidad personal con todos los elementos que la estructuran, con todos sus principios de movimiento, en la lucidez de una conciencia que se posee a sí misma y la generosidad de un amor que se entrega. La auténtica experiencia espiritual es de este tipo.

Conviene anotar asimismo que las ciencias experimentales han acaparado, en gran medida, el término experiencia. En efecto, estas ciencias se construyen con la ayuda de experiencias constatables y repetibles, en principio, por cualquiera. Las experiencias proporcionan los hechos de los que se inducirán las leyes necesarias que liguen entre sí los fenómenos de una materia constatados por la observación, materia que puede variar según los campos científicos de que se trate: las experiencias físicas o químicas o los datos de orden histórico o sociológico. Es bueno observar que el sabio no toma nunca en cuenta la totalidad de la experiencia concreta. Por método, hace abstracción de los componentes cualitativos y psicológicos, y no retiene más que los elementos cuantificables y medibles en función del espacio y el tiempo.

La experiencia espiritual es de otra naturaleza. Pertenece al mismo orden que la experiencia de la vida que vamos adquiriendo normalmente con la edad. Mientras que la ciencia progresa mediante una multiplicidad de experiencias y de hechos, conviene hablar de experiencia humana en singular para designar ese precipitado de acontecimientos vividos y comprendidos personalmente, que se forma en nuestra conciencia y en ella toma para nosotros un sabor único, un poco al modo como se acumula y se enriquece la miel en el panal de una colmena. Esta experiencia, cuando llegue a su madurez, se llamará sabiduría. Presupone, ciertamente, experiencias variadas, pero se forma mediante una recuperación interior que las hace entrar en una memoria viva, un poco como la abeja extrae el jugo de las flores para llevarlo a su alvéolo. Así vamos sacando nosotros de nuestros hechos vitales una determinada materia, recogida por su calidad más que por su cantidad, que hacemos entrar en nuestra substancia espiritual. Este trabajo, oculto en parte a nuestros ojos, parecido a una especie de digestión del espíritu, está vuelto hacia la interioridad.

La vida espiritual reposa, pues, sobre la experiencia interior, y más concretamente sobre la experiencia de la acción. No cabe duda de que sacamos provecho de todo un mundo de impresiones recibidas, de sentimientos experimentados, de acontecimientos y de recuerdos recogidos; mas nuestra interioridad no queda comprometida plenamente sino por nuestras opciones, cuando nos comprometemos libremente en acciones en las que se refleja nuestra personalidad, igual que se manifiesta el obrero en sus obras.

Nuestro obrar personal es, en primer lugar, interior, como las voliciones que se sitúan en la raíz de nuestras acciones visibles. Acciones como querer, amar, creer y esperar, reflexionar y decidir, esforzarse y perseverar, forman en nosotros unas disposiciones a obrar que los moralistas llaman hábitos: éstos nos inclinan a persistir en la conducta seguida y sostienen nuestro progreso. Estamos, pues, frente a una experiencia dinámica, que nace de la acción y provoca a la acción.

Con todo, no toda experiencia es buena para garantizar el progreso espiritual. Hay caminos que suben y nos conducen hacia amplios horizontes; pero hay otros que bajan, se desvían y nos extravían. Hay caminos que van derechos a la meta y otros que nos conducen a laberintos y callejones sin salida. Hay también experiencias que nos enriquecen y nos hacen crecer, y otras que nos empobrecen, nos ciegan y nos corrompen. Practicar el discernimiento sobre la calidad de las acciones, sobre los objetivos y sobre las vías a seguir, constituye, por consiguiente, una condición esencial para edificar la vida espiritual. Aquí es donde interviene la doctrina sobre las virtudes.

La experiencia según la virtud

La doctrina sobre la virtudes no es una teoría. Es el fruto de la experiencia humana y cristiana. Y no podemos comprenderla convenientemente sin recurrir a la experiencia. Ella elabora, en cierto modo, el mapa geográfico de los caminos de la verdad y del bien, del progreso hacia la perfección.

Se impone una primera actualización. Constituye un lugar común decir que la virtud se adquiere mediante la repetición de actos. Sin embargo, nos equivocamos cuando la comprendemos como una repetición de actos materiales, que crean en nosotros esa especie de mecanismo psicológico que son las costumbres. Las simples costumbres nos dispensan del compromiso personal, del esfuerzo, y, como tales, disminuyen más bien la calidad moral de los actos, cuando no representan una traba para el progreso, como, por ejemplo, la rutina en la oración, que favorece la distracción y engendra el aburrimiento.

La virtud es algo completamente distinto a una costumbre 2. Se adquiere a través de actos de buena calidad que son fruto de un esfuerzo logrado y que nos hacen mejores, pues, como proceden de nuestra interioridad, nos cualifican personalmente. La repetición no es aquí más que aparente, porque, al sucederse, estos actos progresan en bondad y desarrollan en nosotros ese poder obrar cada vez mejor que recibe precisamente el nombre de virtud. Mientras que la costumbre es enemiga del cambio, de la novedad, la auténtica virtud nos perfecciona y nos renueva; se muestra inventiva; favorece el talento y mantiene la inspiración.

Los actos que forman la virtud tampoco están separados entre sí como en una serie mecánica. Están ligados entre ellos vitalmente por una intención profunda, que los ordena desde el interior hacia una perfección, hacia un bien superior, tomado como un fin, que obra en nosotros por la atracción que ejerce, por el deseo y el amor que suscita.

2. Cfr. nuestra obra La renovación de la moral, II, cap. IV: La virtud es algo completamente distinto a un hábito, Verbo Divino, 1971, 144-161 (de la versión francesa).

Conviene notar, por otra parte, que las virtudes no están separadas entre sí como puede hacer creer su lista y los conceptos que las definen. La presentación analítica que hace de ellas santo Tomás en la Suma podría inducirnos a error, si no la completáramos considerando que las virtudes están conexas, que forman un organismo de acción comparable al cuerpo humano con sus diversos miembros y su unidad. En realidad, todas las virtudes intervienen en la acción concreta. No podemos ejercer una de ellas sin la participación de las otras. Un acto de justicia o de caridad fraterna requiere el discernimiento prudencial de lo que corresponde o conviene al prójimo; requiere fortaleza para llevar a bien el servicio emprendido, templanza para moderar Ios sentimientos contrarios que nos sobrevienen.

Así, tanto si lo pensamos como si no, las virtudes, desde las más elevadas a las más humildes, se reúnen en nosotros y se activan, cada una en su sitio, cuando actuamos. Ellas nos procuran la experiencia moral, como una captación interior y global de lo que se realiza en nosotros y por nosotros. Esta experiencia es espiritual en la medida en que compromete principalmente nuestro espíritu, nuestro corazón, y nos ordena a un fin del mismo tipo.

La experiencia de la acción personal constituye, en consecuencia, el lugar en que se ejercen las virtudes, el lugar en que realizan su obra, y en el que podemos conocerlas en su realidad dinámica. Ahí es donde se nos descubren, mejor que en todos los libros, los caminos de la vida interior a medida que los vamos recorriendo.

La experiencia del sufrimiento y del pecado

El ejercicio de la virtud nos proporciona igualmente la clave de dos experiencias humanas fundamentales: el sufrimiento y el pecado.

El sufrimiento nos coloca ante una opción crucial: la rebelión o la aceptación. La aceptación del sufrimiento no puede ser ni una renuncia al modo del fatalismo o de abatimiento, ni una pura resignación. Toma su energía en la virtud de la fortaleza; de ella recibe el poder de transmutar el sufrimiento y hacerlo servir más para nuestro crecimiento que para nuestra destrucción. La confrontación con el sufrimiento constituye una prueba decisiva para el acceso a la madurez humana. No se puede llegar a ser plenamente adulto sin haber conocido y asumido el sufrimiento. Por esa razón consideraba Cicerón la fortaleza como la virtud del hombre por excelencia, y como la que condiciona el ejercicio de todas las otras virtudes.

La carta a los Hebreos sitúa la aceptación del sufrimiento por Cristo bajo el signo de la obediencia; ésta constituye el instrumento de la perfección y de la salvación para todos los que le obedecen en la fe: «y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5, 8). Vemos aquí la fortaleza ante el sufrimiento trasladada al seno de la obediencia de Cristo a su Padre. La escena de la agonía en Getsemaní marca su momento decisivo. La fortaleza del Señor, ensanchada y enriquecida de esta suerte, se vuelve fecunda para la salvación y ejemplar para sus discípulos.

La experiencia del pecado parece oponerse radicalmente a la virtud. Esta oposición es real, porque el pecado conduce al vicio; aunque no es absoluta. Ya en el plano humano, el reconocimiento de los propios errores y de las propias faltas resulta determinante para el conocimiento de nosotros mismos; este reconocimiento contribuye a la fortaleza necesaria para recuperarse y proseguir el camino, sin perder la confianza. El cristianismo, sin embargo, establece una relación nueva y sorprendente entre el pecado y las virtudes que nos unen a Dios. La confesión sincera del pecado ante Dios («Dije: daré gracias al Señor confesando mi pecado» Sal 31) se convierte en la condición para la recepción del perdón y para el descubrimiento personal de la misericordia. De este modo, la virtud de la humildad, que disuelve el orgullo, lleva a cabo la conversión y como una transmutación del pecado en gracia. Pone, a través de la lucidez sobre Dios y sobre uno mismo, la base firme y profunda de toda construcción espiritual. Mediante la confesión humilde y confiada, el perdón se vuelve eficaz y engendra las otras virtudes a partir de la fe y de la caridad.

La imitación de Cristo, que ha vencido el mal tomando sobre él nuestro sufrimiento y nuestro pecado, en obediencia y por misericordia: ésa es la respuesta cristiana a estas duras cuestiones contra las que fracasan todas las teorías.

La adquisición de la experiencia

La experiencia moral o espiritual puede adquirirse mediante una sola acción, si esta es intensa y rica, si tiene profundidad y bastante amplitud para orientar la vida, como sucede en la elección de una conversión o en una vocación. Habitualmente, sin embargo, semejantes decisiones están preparadas por una búsqueda más o menos prolongada y deben madurar, a continuación, para dar sus frutos.

De hecho, la experiencia moral, como cualquier experiencia humana, no se desarrolla más que con el tiempo, a lo largo de los años, mediante una repetición de experiencias de calidad. Es preciso incluso haber alcanzado una cierta edad, una madurez confirmada, para ser considerado como un hombre de experiencia. Por eso consideraba Aristóteles a los jóvenes ineptos para el estudio de la moral, la ciencia de las virtudes, por falta de experiencia. En efecto, la materia de que trata la moral no se manifiesta verdaderamente sino en el seno de la experiencia, que nos revela la realidad humana en sus múltiples y frecuentemente contrastadas facetas.

Para adquirir semejante ciencia, tenemos necesidad de una reflexión sobre los «hechos de vida» que constituyen nuestra experiencia. Estos son tan ciertos, tan objetivos como los hechos sobre los que se construyen las ciencias experimentales, pero los captamos de otro modo, a través de la conciencia y de la memoria, como testimonios en favor de la calidad moral que ellos han formado en nosotros, como apoyos e indicadores seguros en el camino del progreso espiritual. Por consiguiente, la moral es también una ciencia de hechos, pero de hechos interiores, de los hechos que nosotros hemos realizado y bien realizado. Los estudia menos mediante la observación que mediante la reflexión, menos para describirlos que para reproducirlos y mejorarlos. Por eso la moral, como la espiritualidad, más que una ciencia, es una sabiduría. Su adquisición requiere tiempo para acumular una cosecha bastante grande de datos y para llevar a buen puerto el paciente trabajo del pensamiento y del esfuerzo. Eso es, sin duda, lo que quería decir Aristóteles, pero quizás fuera demasiado severo respecto a los jóvenes, pues podemos gozar bastante pronto de una experiencia moral suficiente para realizar opciones importantes y perfectamente justas. Sucede también en ocasiones que hasta algunos niños gozan de un sentido moral y espiritual más lúcido y más recto que algunos ancianos, sobrecargados por los desengaños y las fatigas de la vida. Por último, la intervención del Espíritu Santo en la vida cristiana puede modificar las condiciones de la edad y procurar a la juventud una lucidez sobre los designios de Dios que supera la sabiduría de los mayores. «Tengo más prudencia que todos mis maestros... Poseo más cordura que Ios viejos» (Sal 119, 99-100). Eso no es óbice para que la experiencia joven tenga necesidad de crecer y robustecerse a través de una paciente fidelidad.

Las virtudes teologales y la experiencia espiritual.
Su conjunción con las virtudes morales

Era necesario poner como una base la consideración de las virtudes, así como los principios de la vida interior y las fuentes de la experiencia moral. Ahora tenemos que examinar la aportación especial de las virtudes teologales y de las virtudes infusas, que nos introducen en el corazón de la vida espiritual cristiana.

También aquí debemos desconfiar de las representaciones excesivamente abstractas. Las virtudes infusas y las virtudes adquiridas, las virtudes teologales y morales no están separadas las unas de las otras en la acción real, ni tampoco en la experiencia, como podrían hacernos creer las distinciones practicadas por los teólogos en virtud de las necesidades del análisis y de la clarificación. En realidad, cuando obramos como cristianos, las virtudes teologales se conjugan en nosotros con las virtudes morales para formar un único organismo activo y para hacer penetrar la energía del Espíritu Santo en aquello que tenemos de más personal y humano. La fe, la esperanza y la caridad actúan en el interior mismo de nuestras virtudes morales para inspirarlas con la penetración del amor, para confortarlas y adaptarlas a una función y a una vida nuevas. La expresión de virtudes «infusas» significa, entre otras cosas, que esta moción procede del interior, como hace la vida, como obra el alma en el cuerpo.

Al mismo tiempo, puede decirse que las virtudes teologales se encarnan en nosotros gracias a las virtudes morales, de las que tienen necesidad para ejercerse de manera eficaz. En efecto, tanto el anuncio de la fe, como la práctica del amor fraterno, requieren la fortaleza para hacer frente a las resistencias y aceptar las pruebas, hasta la persecución; hace falta aquí «la prudencia de la serpiente» para discernir lo que debemos decir o hacer en cada situación, y también la sencillez de la paloma, dispuesta a todo lo que haga falta. ¿Cómo podríamos vivir nuestra fe sin un amor verdadero, sin la regulación y sin el dominio de los instintos mediante una ascesis juiciosa?

Las virtudes teologales no obran, pues, en nosotros como desde arriba de una especie de plataforma sobrenatural, desde donde dirigirían a distancia nuestros actos, o añadiendo una moción exterior a las virtudes humanas sometidas a normas racionales. Penetran tan profundamente en nosotros que nos confieren una interioridad nueva poniéndonos en comunicación con la interioridad misma de Dios. Nos hacen vivir y obrar en la comunión del Padre, con el Hijo y en el Espíritu, y, al mismo tiempo, abren los canales que conducirán la gracia a todas las partes de nuestro ser, incluidos nuestra sensibilidad y nuestro cuerpo. La oración, por ejemplo, que dirigimos al Padre, nos inspira una serie de actitudes y gestos en armonía con ella, que hacen de nuestro cuerpo un instrumento del Espíritu Santo, como muestra el célebre cuadro de las nueve maneras de orar de santo Domingo. Así, las acciones más humildes, las más triviales en apariencia, como un trabajo de limpieza o la dispensación de asistencia sanitaria, pueden convertirse en actos de fe y de amor irrigados por la gracia.

Ésa es la obra realizada en nosotros por las virtudes teologales, orgánicamente unidas a las virtudes morales. Juntas, transforman nuestra vida interior y contribuyen a formar nuestra experiencia espiritual.

El obrar teologal como indicio de la acción de la gracia

Si es cierto que las virtudes teologales se encarnan, como acabamos de ver, y realizan su obra a través de nuestras acciones y a través de todo el curso de nuestra vida, entonces disponemos con esto de un dato de experiencia firme, que nos permite detectar el trabajo y discernir los caminos de la gracia en nuestra vida, según el adagio evangélico que juzga el árbol por sus frutos.

Sin ningún género de dudas, la meditación del Evangelio, la práctica regular de la oración y de la plegaria, las lecturas y las conversaciones espirituales pueden aportarnos luces sobre la acción de la gracia; pero serían muy insuficientes y permanecerían en la ambigüedad sin la experiencia del obrar, sin la puesta en práctica efectiva de la fe y de la caridad en la vida cotidiana. Ahí es donde estas virtudes se vuelven una realidad para nosotros y se revelan por medio de los cambios que operan en nosotros. Esto nos permite disponer de «hechos de vida» tan seguros, para aquel que los ha vivido, como hechos materiales. Tienen incluso una fuerza mayor para nosotros, pues nos afectan más profundamente. El cristiano que proyecta una mirada sobre su vida puede ver así desfilar los acontecimientos espirituales, un poco como piedras echadas por alguien que pasea a lo largo del camino; éstas dan testimonio de su paso y de la dirección que ha tomado. Así son la fecundidad de un acto de fe en el que alguien ha comprometido su futuro, que le ilumina en lo sucesivo y mantiene sus fuerzas, la fructificación de un fiat de amor que ha cambiado nuestro corazón, y tantos otros beneficios recibidos por la adhesión a la Palabra de Dios, que manifiestan al cristiano la eficiencia de las virtudes teologales y el trabajo de la gracia. Semejantes experiencias constituyen, a su manera, demostraciones, o más bien «mostraciones» de la acción divina, tanto más eficaces y «sensibles al corazón» por el hecho de que su efecto persiste y crece, si les permanecemos fieles.

Mas este tipo de argumentos tiene su propia naturaleza: no pueden ser captados más que desde el interior, a partir del compromiso en la fe que los ha producido. Desde este centro irradian y muestran su fuerza, adoptando preferentemente la forma de testimonio. Esa es la materia prima de la espiritualidad, tal como la encontramos expuesta en los mejores autores; reposa sobre la experiencia del obrar en sus múltiples dimensiones. La experiencia cristiana tiene así muchos rasgos comunes con la experiencia moral común, mas la intervención de las virtudes teologales le proporciona una dimensión espiritual que posee sus caracteres propios.

Una experiencia de fe

De entrada, la experiencia teologal reposa en la relación con Otro en lo invisible: en la fe en Dios, cuyo misterio rebasa toda inteligencia, pero se revela en Jesucristo; la esperanza en la gracia y en sus promesas, que sobrepasan y desconciertan a menudo nuestras expectativas; por último, la caridad, que nos une a Dios íntimamente, aunque en lo secreto, más allá de los sentimientos. Podría decirse que la vida cristiana origina la paradoja de proporcionarnos la experiencia de lo inexperimentable. Eso es lo que exponía el profeta con su lenguaje concreto: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos –oráculo de Yahvé–. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55, 8-9). San Pablo, retomando otro pasaje de Isaías, dirá: «anunciamos: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó» (1 Co 2, 9). Eso es lo que expresa la teología cuando dice que no podemos tener experiencia directa de la gracia, porque ésta es sobrenatural. Por eso la experiencia cristiana, nacida de la fe, se desarrollará siempre, aquí abajo, a través de una continua renovación del movimiento de la fe hacia el Dios invisible. Podemos observar incluso que cuanto más crece la fe en nosotros más caemos en la cuenta de la distancia que nos separa de Dios, y adquirimos una conciencia más clara de nuestra debilidad y de la necesidad de su gracia. Más profundas se vuelven también nuestras razones para creer y comprendemos mejor las razones que pudiera haber para no creer.

Sin embargo, la Palabra de Dios ha resonado en nuestros oídos; Dios se ha vuelto visible a nuestros ojos y como tangible a nuestras manos en Jesucristo, según el testimonio de san Juan: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... os lo anunciamos» (1 Jn 1, 1). Ya predecía Isaías, tras haber recordado la superioridad de las vías divinas: «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (55, 10-11). Esta profecía se cumple plenamente en la misión del Verbo de Dios, cuya Palabra se convierte en una semilla fecunda en la vida de aquellos que la reciben con fe.

El poder de la Palabra de Cristo, que actúa en el corazón de los fieles por la gracia del Espíritu Santo, es lo que engendra en ellos la experiencia cristiana en lo que tiene de específico. Ésta no incluye una percepción directa de la gracia, ni de la acción de Dios en el alma, a causa de su infinita discreción. Pero sí podemos percibir en la experiencia global de nuestra vida de fe los efectos de la gracia, los beneficios de su acción y los frutos del Espíritu que actúan en nosotros: el perdón, la curación, la bondad, la constancia, la paz, la alegría. Estos se manifiestan del mejor modo posible cuando los examinamos a la luz del Evangelio, en su concordancia con la enseñanza del Señor y de los apóstoles, en el testimonio de los santos. De este modo, tomando conciencia de la obra de la fe en nosotros, comparable al lento crecimiento de una semilla, podemos percibir, como por refracción, el paciente trabajo de la gracia de Dios y discernir las vías, a menudo extrañas, a las que nos conduce. Así podemos admirar cuánto se ha aproximado Dios a nosotros en Cristo.

El lenguaje concreto de la Escritura

Anotaremos aquí una particularidad del lenguaje de la Escritura, que lo hace especialmente apto para servir de alimento a la vida espiritual. A diferencia de nuestras maneras modernas de pensar y de hablar, que se sitúan al nivel de las ideas abstractas y distintas, la Escritura nos conduce de nuevo al contacto con la experiencia concreta, con sus riquezas y sus conexiones. El término «pobre», por ejemplo, no significa sólo la idea de una pobreza material o espiritual; designa la experiencia vital de la pobreza con su irradiación a todos los niveles, y lo hace tan bien que necesitamos varios términos para describirla: la pobreza implica la humildad, la pequeñez, el espíritu de la niñez, la docilidad, la necesidad y el hambre de Dios, etc. La experiencia es como un centro en torno al cual se gira para mostrar sus múltiples facetas, e incluye siempre, en la Biblia, de modo expreso o tácito, la relación con Dios inscrita en la profundidad. La experiencia de la vida de fe nos sitúa exactamente en este plano y nos pone en consonancia con ese lenguaje que es propiamente espiritual. Se trata de una lengua globalizante y viva, cuyas palabras están llenas de sugerencias y se muestran fecundas en significaciones para quien sabe oírlas. Por eso la Escritura ha podido y puede aún engendrar los sentidos espirituales, mientras que nuestro lenguaje abstracto y técnico, como no sabe decir más que lo que dice, termina por empobrecerse y perder su fuerza evocadora.

Una experiencia en el seno de la docilidad

Hemos insistido en el carácter dinámico de la experiencia moral. La experiencia espiritual engendrada por la fe tiene asimismo este carácter e incluso más, porque nos conecta, en cierto modo, con la acción creadora y vivificante de la gracia de Dios y recibe de ésta una fuerza nueva. De una parte, las virtudes teologales exigen de nosotros un compromiso pleno, que se prolonga a través del esfuerzo moral, con la ayuda de 1as virtudes adquiridas; de otra, nos enseñan la docilidad a la acción divina, por medio de una actitud interior que alguien ha calificado de pasiva y que consiste propiamente en una receptividad radical a los impulsos del Espíritu Santo.

Santo Tomás, siguiendo a Macrobio, sitúa la docilidad entre las partes casi integrales de la prudencia (I-II, q. 49, a. 3). Como esta última, la docilidad es una virtud intelectual y práctica; se inserta en el marco de las relaciones entre discípulo y maestro y se refiere en particular a la adquisición de la sabiduria por medio de la experiencia. Según Aristóteles, «las palabras y las opiniones no demostradas de la gente de experiencia, de los ancianos y de las personas dotadas de sabiduría práctica son tan dignas de atención como las que se apoyan en demostraciones, pues las experiencia les ha dado una visión experta que les permite ver correctamente las cosas» (Ética a Nicómaco, 1, VI, 12, 1143 b). Anotemos que la docilidad es, como la prudencia, una virtud de la razón, aunque origina la disponibilidad de la voluntad, de la afectividad.

En el marco de la experiencia cristiana, podemos darle a la docilidad un sentido más amplio y elevarla al nivel teologal. El mismo santo Tomás explica la fe, siguiendo la relación entre discípulo y maestro, como el asentimiento y la docilidad a la enseñanza de Dios, asentimiento necesario para llegar a la ciencia perfecta, a la visión bienaventurada (cfr. II-II, q. 2, a. 3). Precisa que la fe nos proporciona una determinada luz interior destinada a distinguir entre lo que concuerda con ella y lo que le es contrario.

Como la fe es una docilidad de la inteligencia, la caridad será una docilidad del corazón, completando la una a la otra para formar la sabiduría espiritual, que se ejercerá a través de Ios actos concretos en que se adquiere la experiencia.

Esta docilidad se dirige a Cristo como Maestro de vida, especialmente en el Sermón de la montaña, y al Espíritu Santo como Maestro interior en la Ley nueva. También podemos poner la docilidad en relación con la obediencia evangélica, pues es una variedad de la misma, aunque se dirige al que enseña más que al que manda. Por este lado, la fe es una obediencia pronta, que nos hace capaces de obrar según Dios en las obras más simples, como en las más audaces y emprendedoras.

Sentidos espirituales y conocimiento por connaturalidad

A través de esta experiencia receptiva y activa se desarrollan en nosotros los sentidos espirituales: la mirada, el oído, el tacto, el gusto, el olfato 3. Estos nos procuran una cierta percepción de las realidades espirituales y se ejercen en relación directa con las virtudes y los dones. En efecto, cada virtud –y todas juntas– forma en nosotros una «connaturalidad» en relación con su objeto, un determinado sentido de lo que conviene en su campo, una especie de intuición para juzgar lo que se debe hacer. El ejemplo clásico es el del hombre casto, que sabe apreciar las cosas de la sexualidad mejor que un sabio moralista, gracias a la sutileza y a la pureza que ha adquirido. Podemos ver una expresión de esto en el discurso que consagra san Agustín a la continencia en el momento de su conversión (Confesiones, 1, VIII). Lo mismo ocurre en el plano intelectual o artístico, pues el que ama un oficio, un arte o una ciencia, es habitualmente el más apto para juzgar lo que conviene hacer en virtud de su experiencia.

La observación se aplica asimismo a las virtudes teologales y a los dones, aunque de un modo particular. En efecto, nosotros mismos no tenemos ninguna «connaturalidad» activa en relación con las realidades divinas, a causa de la distancia infinita que nos separa del Creador. Sólo Dios, por pura gracia, puede procurarnos tal connaturalidad. Esta tendrá como fundamento la «participación en la naturaleza divina» en Cristo (2 P 1, 4) y la filiación adoptiva en el Espíritu «que nos hace clamar: ¡Abba! ¡Padre!» (Rm 8, 15). Se concentrará en la caridad que realiza nuestra unión afectiva con el Padre. De esta connaturalidad en el amor procederá precisamente el don de la sabiduría, según el testimonio de san Pablo: «Nosotros hablamos de una sabiduría de Dios... Dios nos la ha revelado por el Espíritu... (que) sondea hasta las profundidades de Dios... Nosotros hablamos de ella... con los discursos que enseña el Espíritu, expresando en términos espirituales realidades espirituales. El hombre espiritual lo juzga todo...» (1 Co2)4.

La connaturalidad de amor y de sabiduría es el mejor don del Espíritu Santo. Figura en la raíz de la apreciación y de la experiencia espirituales. Asume todas las «connaturalidades» creadas por las otras virtudes e inspira sus juicios. Reunidas así en la caridad, las virtudes van formando en nosotros el sentido espiritual, la sabiduría contemplativa y práctica que nos revela las vías de Dios en

  1. Cfr. A. SOLIGNAC, L 'application des sens, NRTh 80 (1958) 726ss.

  2. Para la articulación del don de sabiduría con la caridad en virtud de la connaturalidad con las cosas divinas que ésta procura, cfr. II-II, q. 45, a. 2.

nuestra vida y para con nuestros hermanos en la Iglesia. Tal fue la sabiduría que inspiró las «Confesiones» de san Agustín y, en general, las obras de los autores espirituales y místicos: son modelos, representan una llamada para muchos, y se insertan con frecuencia en una misión eclesial bien caracterizada.

La profundidad «substancial» de la vida espiritual

La experiencia del «hombre interior» es vasta. Podemos distinguir en ella las diferentes dimensiones enumeradas por san Pablo para describir la interioridad. Sin embargo, parece ser que la profundidad expresa mejor la interioridad de la vida espiritual. Para mostrar la profundidad en que se desarrolla, podríamos retomar un término apartado hoy con demasiada frecuencia del vocabulario cristiano: el de «substancia». Pero si lo comprendemos adecuadamente, conviene muy bien para designar la vida que se desarrolla detrás de las apariencias, en la profundidad de las cosas y, de modo más particular, en la consistencia de nuestro ser en cuanto persona. Según la etimología de la palabra: sub-stare, mantenerse debajo, «substancia» tiene dos sentidos principales: aquello que es permanente en un sujeto susceptible de cambio, y aquello que existe por sí mismo bajo los «accidentes». Ahora bien, éstos son claramente los atributos de la persona: ésta, desde el nacimiento hasta su muerte, subsiste (se mantiene debajo) y permanece activa bajo los cambios y el paso del tiempo; ella es quien constituye la unidad de una vida. Yo me reconozco –iy con qué intensidad a veces!– en los acontecimientos, en las opciones realizadas en mi infancia; estas opciones han entrado en mi substancia. De modo semejante, la persona, actuando por sí misma, libremente, demuestra su poder de darse el ser mediante la calidad moral o de perderlo dejándose corromper, abandonándose a la vacuidad interior.

La «substancia» no se opone, pues, a la persona, bien al contrario. Este término puede designar perfectamente lo que hay de más fundamental en ella: el espíritu dotado del sentido del ser y de la vida que resiste al tiempo, el alma con su aspiración al bien y a la verdad que ordena el tiempo, la búsqueda de la solidez y el afán de calidad que construyen la existencia.

La gracia de Dios nos alcanza en nuestra misma substancia, en la raíz de nuestra personalidad, para ponernos en comunicación de vida con la «substancia» divina que mantiene todo ser en la existencia, y en la que «tenemos la vida, el movimiento y el ser», como decía san Pablo en su discurso en el Areópago (Hch 17, 28), lo que se aplica principalmente a la vida del espíritu en la fe y en el amor. De hecho, carecemos de palabras para designar unas realidades tan esenciales y debemos recurrir, a menudo, al registro de lo abstracto para significar aquello que nos afecta más íntimamente, o usar símbolos, figuras o parábolas, para hacer entender lo que es más real para nosotros.

San Agustín, como muchos otros, ha intentado describir la penetración de la luz de la gracia en su espíritu. Para ello empleó las notas que acabamos de decir: «Esta luz estaba por encima, porque ella es quien me ha hecho, y yo por debajo, porque yo he sido hecho por ella. Quien conoce esta verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la eternidad. Conoce la caridad». Vienen, a continuación, la anotación psicológica y la llamada al crecimiento espiritual: «Por ti suspiro día y noche... Tú me levantaste para hacerme ver que me faltaba por ver el Ser, y que yo no estaba aún preparado para verlo... Yo oía tu voz que me decía desde las alturas: "Manjar soy de grandes; crece y me comerás;... y te mudarás en mí"». Y, por fin, la certeza: «Tú gritaste desde lejos: "Yo soy el que soy". Yo oí como se oye en el corazón...; hubiera yo dudado más fácilmente de mi vida que de la existencia de la verdad» (Conf.,1. VII, X, 16).

Tales son las relaciones, substanciales y personales, que nos describe san Juan, con un lenguaje más familiar, como una morada en el amor: «Aquel día reconoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros... Si alguien me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará; vendremos a él y haremos morada en él... El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo» (Jn 14, 20-26). El evangelista pone así al alcance de todos la doctrina de la inhabitación trinitaria, que será una fuente principal de la espiritualidad cristiana.

Leyendo estos textos, acuden espontáneamente al espíritu aquellas palabras de la Escritura: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que le invocamos?» (Dt 4, 7). A pesar de todo, estos testimonios ponen siempre de manifiesto, en relación con esta proximidad, la extrema distancia que subsiste entre el hombre y Dios, que constituye lo que podríamos llamar el espacio de la fe en el que se desarrolla la vida espiritual aquí abajo. A la luz de Dios que le ilumina, Agustín, al que acabamos de citar, descubre que está Tejos de Dios, en la región de la desemejanza, y tiembla de amor y de horror. De modo semejante, la enseñanza de san Juan se sitúa en el umbral de la Pasión, en el marco del anuncio que hace Jesús de su partida: «Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y, lo mismo que les dije a los judíos, que adonde yo voy, vosotros no podéis venir, os digo también ahora a vosotros» (13, 33).

Se trata de diferentes maneras de expresar que la gracia de Dios en nosotros, aun cuando nos da el ser y la vida, sigue estando, sin embargo, fuera de nuestro alcance y permanece oculta en el misterio de Cristo, en lo secreto del Padre. De modo parecido, el trabajo de la gracia que se realiza por nuestra mediación a través del ejercicio de las virtudes y de los dones, a través del progreso de la vida espiritual, sigue siendo misterioso para nosotros, a pesar de las luces que de él recibimos y de la experiencia realísima que nos proporciona. Debemos caminar siempre aceptando con la mejor voluntad que sea posible la sorprendente mezcla de lo visible y de lo invisible, de la luz y de la tiniebla, de calor y de frío, de alegrías y de tristezas, que corresponde a la condición del creyente aquí abajo. En realidad, se trata de una suerte y de una protección, pues nosotros no podriamos sostener el brillo de la gracia y necesitamos, para caminar con ella, que nos albergue la sombra de la fe. Como escribe san Pablo en su carta a los Filipenses: «(Luchad) con corazón firme por la fe del Evangelio, sin dejaron intimidar en nada por los adversarios... Todo esto viene de Dios: pues por su favor se os ha concedido, no sólo creer en Cristo, sino sufrir por él» (1, 27-29). La oscuridad en que se esconde la gracia nos procura también la ocasión de presentar al Señor, según la pequeñez de nuestra medida, las sencillas ofrendas de nuestra fe y de nuestro amor, aun sabiendo que no lo podríamos hacer en modo alguno si, con toda delicadeza, no estuviera ya ahí la gracia para inspirarnos y sostenernos.

El conocimiento de Dios «visto de espaldas»

Podríamos expresar nuestra relación actual con la gracia, diciendo que, aquí abajo, no podemos ver a Dios de cara, sino sólo de espaldas, según el relato del encuentro de Moisés con el Señor en la montaña. Como Moisés le había dirigido a Dios esta plegaria: «Déjame ver, por favor, tu gloria», el Señor le respondió: «Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver» (Ex 33, 21-23).

Nosotros no podemos ver al Señor más que de espaldas, es decir, cuando ha pasado, cuando ha realizado su obra en nuestra vida. El cardenal Newman veía en ello un principio general de la acción de Dios en la Escritura y en el mundo. «Cuando Dios viene a nosotros o cuando interviene aquí abajo, no discernimos su presencia en el momento mismo en que esta presencia está en nosotros o entre nosotros, sino sólo después, cuando echamos una mirada atrás y examinamos lo que ha pasado y lo que ha terminado» 5.

Añadamos, sin embargo, que hay en la vida cristiana momentos privilegiados y decisivos en que la gracia de Dios se vuelve tangible en su Palabra que nos toca más profundamente, nos ilumina y nos mueve con más fuerza que ninguna palabra humana. Mas estas iluminaciones no duran más que un instante y no pueden ser reproducidas. No obstante, manifiestan su realidad mediante la permanencia de su influjo en nuestra vida.

La experiencia mística

Nos queda por decir una palabra sobre la relación entre la experiencia de la vida de fe, de que estamos hablando, y la experiencia mística. Como ha mostra-

5. Parochial and Plain Sermons, Christ manifested in Remenbrance, vol. IV, n. XVII, London, 1868. Traducción francesa: Le Christ découvert aprés coup, en Le Chrétien, 2e série, París, 1906. Este sermón anglicano fue predicado el 7 de mayo de 1837.

do J. Mouroux (op. cit., pp. 52-56), en la amplísima literatura que existe sobre el tema, se ha puesto demasiado aparte la experiencia mística, considerándola como una experiencia directa de lo sobrenatural bajo la modalidad de la pasividad consciente, el «pati divina», siendo que la experiencia cristiana común permite como máximo conjeturar el estado de gracia. Se ha llegado incluso a reservar el término de experiencia a los estados místicos a causa de su carácter extraordinario, olvidando que se insertan en el marco ordinario de la vida de fe. La diferencia se ha acentuado en virtud de la separación que se ha producido, entre los teólogos, entre la moral y la mística: la primera estaría dirigida a todos y bastaría, en principio, con un poco de ascesis, mientras que la segunda estaría reservada a ciertos privilegiados por la gracia.

Está claro que los estados místicos no son lote común de todos los cristianos; pero posiblemente se los ha descrito demasiado por su lado subjetivo, como un conjunto de sentimientos experimentados, de impresiones recibidas, de representaciones vividas de un modo especial. Tomando esos estados por su lado objetivo, donde se sitúa su causa primera, Cristo con su gracia, el Espíritu Santo en sus mociones, la presencia del Padre, la aportación de la Escritura, sin olvidar la comunión de la Iglesia, se vería mejor el arraigo de la mística en la fe y en la caridad de todos.

Por otra parte, se ha limitado excesivamente la experiencia cristiana común al sentimiento religioso, a la ascesis impuesta por la obediencia a los mandamientos y a la piedad mantenida por las devociones. No hemos estado demasiado atentos a las aspiraciones y a los movimientos espirituales que suscita la fe vivida y que alimenta la caridad. Apenas se ha hablado de los dones del Espíritu Santo, que actúa en el corazón de los creyentes para introducirlos en el misterio de Cristo. Los fieles no han sido suficientemente formados para buscar este misterio en la Escritura y en la liturgia, que brindan a los más humildes una apertura directa a la mística más auténticamente cristiana.

Conviene, pues, restablecer una continuidad entre las experiencias místicas y la experiencia de la vida de fe, que no es, por otra parte, común y ordinaria más que en apariencia, para nuestros ojos miopes, pues ¿hay algo más extraordinario, a fin de cuentas, que creer verdaderamente en Jesús crucificado como en un Salvador, como en el Hijo de Dios? San Pablo lo llama locura a los ojos de los hombres. La vida mística es uno de esos hermosos frutos de la caridad y de la inteligencia creyente. Se concierta bien con la vocación del cristiano, a quien el Espíritu impulsa interiormente a buscar el conocimiento del «amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento» y que habita ya en nuestros corazones por la fe, como una raíz y un fundamento (Ef 3, 17-19). Tenemos necesidad de recuperar la sensibilidad espiritual que proporcionan la experiencia de la fe y el tacto del amor. La atracción que ejercen sobre muchos lectores las obras de los místicos es un indicio de que no está cortada la comunicación, de que la aspiración espiritual subsiste bastante ampliamente, incluso entre no creyentes, a quienes intriga tal experiencia.

Con todo, sigue siendo verdad que las experiencias subjetivas referidas por los místicos son más bien raras. Forman parte de las gracias que el Espíritu Santo distribuye con toda libertad. Por eso conviene aplicarles la doctrina de san Pablo: se trata de dones que, por muy personales que sean, tienen como objetivo promover la vida espiritual en la Iglesia, como un testimonio, una luz y un ejemplo. Aunque tales gracias permanecen escondidas en la intimidad de la oración, obran eficazmente en la comunión de los santos.

De todas maneras, no tenemos que olvidar nunca que el don principal del Espíritu es la caridad, que nos es infundida a todos con la fe y que es, sin el menor asomo de duda, la más mística de las virtudes, puesto que nos introduce realmente en la intimidad del Padre, como hijos suyos, en Cristo.


BIBLIOGRAFÍA

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