IV

LA CONFORMIDAD CON CRISTO
 

1. La persona de Jesús,
fuente de la vida espiritual


La vida cristiana no está regulada principalmente por medio de textos de leyes, ni por ideas, ni por instituciones, sino por la relación de fe y de amor con una persona, con Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos habla con ayuda de los Evangelios. Estos lo testimonian claramente: ellos son la Buena Nueva de la salvación obrada para todos en Jesús, Hijo de Dios (Mc 1, 1). Ellos nos sitúan ante la cuestión decisiva planteada por Jesús a sus discípulos: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?», y nos proponen la respuesta de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 15-16). Juan lo confirma: los Evangelios han sido escritos «para que vosotros creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 20, 31). San Pablo, por su parte, se presenta a los romanos como llamado a «anunciar el Evangelio de Dios... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 1-4).

La vida cristiana se concentrará, por tanto, en torno a la persona de Jesús. Se construirá sobre la base inconmovible que nos proponen los Evangelios: la fe en Jesús como hijo de María, hasta el sufrimiento y la muerte, y como Hijo de Dios, vivo por el Espíritu, como Hijo del hombre y Señor de la Gloria, o también, tal como precisan los concilios, como verdadero hombre y verdadero Dios, como una sola persona que reúne en ella las dos naturalezas, divina y humana. La unión con Cristo por medio de la fe y el bautismo conferirá la adopción filial y formará en los discípulos el «hombre nuevo» (Ef 2, 15), el «hombre interior» (Rm 7, 22), el «hombre perfecto» (Ef 4, 13).

Semejante relación con una persona determinada constituye un hecho único en la historia de las religiones y en el campo de las doctrinas espirituales. La persona de Cristo en su vida, en su mismo cuerpo que ha sufrido, muerto y resucitado, se convierte en una fuente de sabiduría y de vida para sus discípulos.

La persona de Cristo está asimismo en el centro de nuestras relaciones con Dios: Jesús, por su doble naturaleza, es el único mediador entre Dios y los hombres. Por el Hijo tenemos acceso al Padre: sólo él nos lo revela (Mt 11, 26) y nos obtiene su perdón; él nos enseña a rezarle (Lc 11, 2) e intercede por nosotros ante el Padre (Rm 8, 34). También es él quien nos envía al Espíritu Santo y quien nos procura sus dones, comenzando por el ágape, para introducirnos en la vida trinitaria: «Si alguien me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23).

Esto es lo que enseñan, finalmente, los himnos paulinos, que nos descubren las cimas de la vida espiritual. Ya en la carta a los Filipenses se nos presenta a Jesús, tras su kenosis y su humillación, como «Señor en la gloria de Dios Padre», a cuyo nombre todo se arrodilla en lo más alto de los cielos y en la tierra. La carta a los Colosenses nos lo revela como «el Primogénito de toda criatura», como «la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia», como el Principio, el Primogénito de entre los muertos». Por último, la carta a los Efesios nos asegura que todas las bendiciones del Padre nos han llegado por Jesucristo, el Amado, el único Jefe de los seres celestes y terrestres, y que estas bendiciones culminan en el don del Espíritu Santo, que «prepara la redención del Pueblo que Dios se ha adquirido para alabanza de su gloria».

Como procede de esta fe y de esta unión con Cristo, la vida cristiana adoptará naturalmente como regla y como fin la conformidad con su persona, tal como nos la describen los Evangelios. Por esa razón el tema de la conformidad con Cristo se impone a nosotros como la línea de orientación principal de la vida espiritual y como un eje central en la organización de sus componentes.


II. La conformidad con Cristo según san Pablo

Para tratar de la conformidad con Cristo nos apoyaremos en los tres pasajes en que san Pablo emplea el término «sym-morfos» que significa literalmente «con-forma», «de la misma forma». Observemos, con todo, que forma, en griego, tiene un sentido mucho más rico que el simple aspecto exterior de las cosas en el que nosotros pensamos habitualmente. La forma manifiesta la naturaleza de una cosa, en su idea y en su armonía, en su calidad y su belleza. Los Padres hablarán de la «forma de Dios» para designar su naturaleza revestida de sus atributos: la Gloria y la Majestad.

El primer texto, de la carta a los Romanos, sitúa la conformidad con Cristo en el corazón mismo de la obra de Dios en favor de los que le aman: «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir (ser conformes con) la imagen (el icono) de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 28-29). Todo el trabajo del Espíritu Santo, cuando da testimonio de que somos hijos de Dios y nos impulsa a orar al Padre (cfr. 8, 15-16), tiene como fin formar en nosotros la imagen espiritual de Cristo, tan real como lo es la semejanza en virtud de la carne y de la sangre en los lazos familiares. Mediante esta asimilación en la filiación nos convertimos en los hermanos de Cristo. Resulta significativo que este pasaje desemboque en el himno dirigido al amor de Dios: «,Quién nos separará del amor de Cristo...?» (8, 35ss.). La conformidad es la obra propia del amor.

La doctrina de la conformidad con Cristo según la carta a los Romanos encontrará su aplicación concreta en la catequesis moral de los capítulos 12-15. Pablo la introduce empleando un término estrechamente emparentado con la «conformación»: «metamorfein» que ha dado origen a nuestra «metamorfosis» y se traduce literalmente por transformar, adquirir una nueva forma. Es la palabra empleada para la Transfiguración de Jesús. «Y no os modeléis según el (no os "esquematizéis con", termino que designa una actitud que sigue siendo exterior) mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios...» (12, 2). Los rasgos concretos de la conformidad con Cristo en la vida de los cristianos serán proporcionados, en consecuencia, por la paráclesis, por la exhortación apostólica centrada en el ágape. La conformidad con Cristo será el objetivo principal de esta enseñanza.

El tema de la conformidad con la imagen de Cristo es muy evocador. Nos remite a la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26), y, después, al primado de Cristo ya que «El es la Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda criatura» (Col 1, 15). La obra de Cristo, constituido Cabeza de la Iglesia y Primogénito de entre los muertos (cfr. 1, 18), es restablecer en el hombre la Imagen de Dios empañada por el pecado, con la ayuda de una creación nueva que forma en él el Hombre nuevo, partícipe de la gloria que Cristo posee como Hijo y como Imagen de Dios. Esa «gloria», esa luz espiritual, penetra cada vez más en el discípulo de Cristo hasta el día en que su mismo cuerpo será revestido por el Señor «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro para con-formarlo (sym-morfon) con su cuerpo glorioso» (F1p 3, 21). Este es nuestro segundo pasaje. Como se ve, el tema de la conformidad va ligado al de la imagen, que le otorga una gran dimensión' y se aplica a nuestro mismo cuerpo.

El tercer texto de san Pablo (F1p 3, 10) nos muestra la dimensión personal que adquiere el tema de la conformidad con Cristo: «Por él he aceptado perderlo todo..., no teniendo ya mi propia justicia..., sino la justicia por la fe en Cristo...; conocerle a él con el poder de su resurrección y la comunión en sus sufrimientos,

1. Cfr. P. LAMARCHE, art. Image et Ressemblance, en DSAM, t. 7/2, col. 1401-1406.

llegar a ser conforme en su muerte, a fin de conseguir, si es posible, a resucitar de entre los muertos».

Nos encontramos aquí en la misma raíz de la espiritualidad paulina: la fe en Cristo, fuente de la justicia de Dios en nosotros y causa de nuestra participación en su vida, en sus sufrimientos, en su gloria. Esta conduce a Pablo a representarse la vida como una carrera «por Si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (3, 12). El Apóstol lleva así, en su exhortación fraterna, al tema de la imitación, que va a precisar el de la conformidad: «Hermanos, volveos a porfia imitadores (symmimetoi: mimos conmigo) míos» (3, 17).


III. El paso del seguimiento a la imitación de Cristo

Los temas del seguimiento y de la imitación de Cristo han jugado un papel determinante en la espiritualidad cristiana. Ambos han estado unidos durante mucho tiempo en la tradición; pero fueron disociados en el momento de la Reforma por la crítica luterana, que apartó la imitación y dio preferencia a la idea del seguimiento de Cristo («Nachfolge» mejor que «Nachahmung»). La exégesis ha estudiado ampliamente estos temas inspirándose en la problemática moderna 2. Por nuestra parte, quisiéramos, siguiendo los pasos de la exégesis católica reciente, reunir de nuevo ambos temas en la perspectiva de una moral de las virtudes, y devolver a la idea de la imitación de Cristo la riqueza y la originalidad que le proporciona el arraigo en la fe y en la caridad.

Si se observa el empleo de ambos términos en el Nuevo Testamento, se observa una diferencia sobresaliente entre los Evangelios y las cartas apostólicas. Para designar la relación de los discípulos con Jesús, los Evangelios emplean regularmente el verbo «seguir» (akoluthein) sin recurrir al vocabulario de la imitación (mimesis), que se encuentra, por el contrario, de manera regular, en el corpus paulino.

El seguimiento de Cristo ocupa, pues, el lugar central en los Evangelios. Presenta grandes exigencias. Los apóstoles están llamados a dejarlo todo para seguir a Jesús —familia, propiedades, oficio— a fin de llevar un nuevo tipo de vida bajo su dirección (cfr. Mt 4, 18-22). Los discípulos forman con Jesús una comunidad permanente, que se consagra a la escucha de su palabra, al acompañamiento de su ministerio y a la proclamación de su mensaje cuando los envía en misión (cfr. Mt 10). Deben aceptar las privaciones, las pruebas, las persecuciones significadas por la invitación a la renuncia que figura en el discurso

2. Como no podemos exponer de modo detallado el estudio de estos dos temas, remitimos a las siguientes obras que proporcionan una buena bibliografla:

R. SCHNAKENBURG, Le message moral du Nouveau Testament, Le Puy-Lyon, 1963, 43-52, 145-150; 186-196 (existe traducción española en Herder).

E. COTHENET, art. Imitation du Christ. Dans l'Ecriture, en DSAM, t. 7/2, col. 1536-1562.

apostólico (Mt 10, 17-39). Los apóstoles, se ha llegado a decir, se comprometen con una nueva profesión que ocupa toda la vida. Pero son apoyados por grandes promesas: convertirse en pescadores de hombres (Mt 4, 19), poseer el Reino de los cielos siguiendo las bienaventuranzas (Mt 5, 3ss.), sentarse un día junto a Cristo en su gloria y juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19, 28), heredar la vida eterna (Mt 19, 29).

El tema de la imitación de Cristo no está, a pesar de todo, ausente en los Evangelios, aunque no aparezca la palabra, porque Jesús no aparece en ellos sólo como el maestro que enseña, se presenta también como el modelo a seguir. La llamada a la imitación está implícita en las palabras que definen al discípulo tras el primer anuncio de la pasión: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24). Seguir a Jesús es imitarle dejando reproducir en nuestra propia vida el misterio de la Cruz al que Jesús va a dar cumplimiento. La invitación a imitar a Jesús está especialmente clara en esta llamada dirigida a todos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados... Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 28-29).

San Juan, que consiguió beber la misma copa que su Maestro, sin saber lo que pedía (Mt 20, 20-23), explicita esta enseñanza en la escena del lavado de los pies, en la que Jesús propone su gesto de servicio, que significa la pasión que ya está a las puertas, como ejemplo a imitar: «Os he dado este ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15). Se trata, en suma, de una repetición de la lección dada a los hijos de Zebedeo y a los otros diez: «El que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro siervo... El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 25-28). Tomando los textos en sentido más amplio y siguiendo en profundidad los indicaciones que nos brindan, podemos concluir: si es cierto que Jesús ha venido a dar plenitud a la Ley, como él afirma, y es preciso tener por grande en el Reino de los cielos, según él dice, a quien pone estos preceptos en práctica antes de enseñarlos (Mt 5, 17-19), ¿no habrá que considerar el Sermón de la montaña, predicado con tanta autoridad, como el modelo perfecto, plenamente realizado en su propia vida, que Jesús propone a la imitación de sus discípulos? El Sermón sería entonces una manifestación del rostro espiritual de Jesús; representaría el más bello retrato de Cristo, el más inspirador.

De esta suerte, se ha podido escribir que la imitación de Cristo es uno de los fundamentos y una de las características más sobresalientes de la doctrina evangélica y de toda la moral neotestamentaria 3.

Para comprender el paso del tema del seguimiento de Cristo en los Evangelios al de la imitación en las cartas apostólicas, es preciso tener en cuenta un hecho histórico que afecta a la composición misma de nuestros documentos. Los escritos del Nuevo Testamento aproximan y combinan dos planos: la activi-

3. A. FEUILLET, La coupe et le Baptéme de la Passion, en «Revue biblique», t. 74 (1967), 384.

dad histórica de Jesús con sus apóstoles durante su vida y la predicación de la fe después de la resurrección en la Iglesia primitiva. Esta conjunción es legítima, pues procede de una fe que vive e interpreta la enseñanza de Cristo en una situación nueva en perfecta fidelidad espiritual.

Desde esta perspectiva, el paso del seguimiento de Cristo a la imitación se explica con facilidad. Para los apóstoles, seguir a Cristo tenía una significación concreta: vivir con él, acompañarlo en sus peregrinaciones desde Galilea a Jerusalén. Pero, después de la muerte de Jesús, la expresión ya no podía conservar sino un sentido metafórico y era normal que cediera el sitio al tema de la imitación, para significar un seguimiento espiritual, especialmente en las comunidades de cultura griega, donde la idea de la imitación era corriente 4. Mas la conjunción entre el seguimiento y la imitación de Cristo va a renovar profundamente este último tema.

Sin embargo, antes de exponer la doctrina de la imitación de Cristo en los escritos apostólicos, es indispensable que digamos una palabra sobre las objeciones modernas contra este tema, que siguen estando presentes en nuestras mentes, hasta sin darnos cuenta.

La crítica luterana a la imitación

Lutero planteó el problema –y, en parte, lo creó– de modo vigoroso, aplicando al tema de la imitación su doctrina de la justificación por la sola fe y no por las obras. Clasifica la imitación de los ejemplos de Abraham y del mismo Cristo en el orden de las obras que realizamos con nuestras propias fuerzas y que no pueden justificarnos; de este modo, separa la imitación radicalmente del orden de la fe. «La imitación del ejemplo de Cristo no nos hace justos ante Dios», escribe. De ahí resulta que ya no se puede emplear el tema de la imitación para significar nuestra relación principal con Cristo por la fe; hay que sustituirlo por el del seguimiento de Cristo 5. A partir de ahora, ambos temas se opondrán en la tradición protestante. Teólogos y exégetas rechazarán el ideal de la imitación de Cristo en favor del seguimiento de Cristo, entendido como una llamada a la obediencia en la fe.

  1. Cfr. R. SCHNAKENBURG, Le message moral du Nouveau Testament, Le Puy-Lyon, 1963, 47-51 (existe traducción española en Herder).

  2. «Del mismo modo que los judíos no se glorian más que de este Abraham que obra, así el Papa no propone más que a un Cristo realizando obras: un ejemplo... Nosotros no negamos que los fieles deban imitar el ejemplo de Cristo, ni que deban hacer buenas obras, pero no por estas cosas son justificados ante Dios... Los papistas y todos los que apelan a su justicia no consideran ni captan, en Cristo, a aquel que justifica, sino únicamente al que realiza obras (propuestas como ejemplos), y [no caen en la cuenta de que], así, se alejan tanto más de Cristo, de la justicia y de la salvación... La imitación del ejemplo de Cristo no nos hace justos ante Dios» (carta a los Gálatas, cap. 3, vv. 9-10. Oeuvres, t. XV, 252, Ginebra, 1969). Otras referencias: Comentario a san Juan, t. III, 301-309; Comentario a Gálatas, t. XV, 177; t. XVI, 63; 211-212; Comentario al Génesis, t. XVII, 339-340; 387.


La influencia del individualismo del Renacimiento

La influencia del individualismo del Renacimiento, heredado del nominalismo, explica, en buena medida, este rechazo de la imitación por parte de Lutero, al cual corresponderá, por otro lado, una cierta marginalización del tema en la moral católica.

Los antiguos concebían al hombre como un ser inclinado espontáneamente a la vida en sociedad; esa disposición se desarrollaba por medio de la educación en la virtud y alcanzaba su plena realización en la amistad. El tema de la imitación se insertaba de un modo natural en este marco y desempeñaba un papel esencial en la pedagogía, en la relación entre el discípulo y el maestro. La distancia con respecto al modelo era progresivamente colmada por la atracción, el compartir y la reciprocidad que favorece la amistad. Entendido así, el tema se prestaba a una recuperación por parte de los cristianos, para expresar las relaciones anudadas con Cristo a través de la fe.

La antropología nominalista, aislando al hombre en su libertad, frente a Dios y los demás, rompió esta base de comunicación: cada hombre está abandonado, a fin de cuentas, a su libertad, a su propio esfuerzo, y, en virtud de ello, puede reivindicar el mérito de sus actos ante Dios, incluido el caso de la imitación de Cristo. Esto es precisamente lo que niega el protestantismo.

En esta concepción, la moral tendrá menos necesidad de ejemplos y de modelos que de obligaciones, de imperativos y de prohibiciones para controlar la libertad. Por eso el tema de la imitación de Cristo perderá terreno, incluso en la moral católica que se elabora tras el concilio de Trento. Incluye, además, la llamada a una perfección representada por el modelo, que rebasa el mínimo requerido a todos por la ley, por el Decálogo. De ahí que el tema sea transferido a la ascética, que trata del esfuerzo encaminado a la perfección, o a la mística, bajo la forma de una devoción a Cristo.

Así, tanto del lado católico, como del lado protestante, tenemos necesidad de redescubrir qué es verdaderamente la imitación de Cristo, aprendiéndolo en la Escritura y, en particular, en san Pablo.


IV. El tema de la imitación en san Pablo

San Pablo evoca, desde la primera carta a los Tesalonicenses, el tema de la imitación de Cristo y nos presenta en unas cuantas palabras lo que podríamos llamar la cadena de la imitación que une a los cristianos. Esta afecta a la predicación misma del Evangelio anunciado por Pablo con el poder del Espíritu para el servicio de los creyentes. «Por vuestra parte, os hicisteis imitadores ("mimetoi") nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera os habéis convertido en modelo ("typos") para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya» (1 Ts 1, 6-7). El tema es recordado en la segunda carta en relación con el trabajo manual que Pablo se ha impuesto para evitar ser una carga para los nuevos convertidos: «Ya sabéis vosotros cómo debéis imitarnos, pues estando entre vosotros no permanecimos ociosos» (3, 7). Como ya hemos visto, en la carta a los Filipenses la exhortación a la imitación procede directamente del deseo de la conformidad con Cristo manifestado por el Apóstol y representa su puesta en práctica: «Hermanos, volveos a porfía imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros» (3, 17). Encontramos el tema más tarde, en la carta a los Efesios, en el centro de la catequesis apostólica: «Sed, pues, imitadores de Dios ("mimetoi tou theou") [perdonandoos mutuamente] y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (5, 1-2).

Entendido así, el tema de la imitación desempeña un papel principal en la espiritualidad cristiana, recordando el precepto superior del Sermón de la montaña: «Así pues, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (amando incluso a vuestros enemigos)» (Mt 5, 48). Puede abrazar toda la vida de los creyentes: imitación de Dios y de Cristo, y, después, imitación apostólica y fraterna hasta en el trabajo cotidiano que acompaña el anuncio del Evangelio. Una imitación tan amplia como la Iglesia, llegando hasta los paganos mediante el testimonio de la fe y de las obras.

La imitación procede de la fe en Cristo

El primer punto que Pablo nos indica en estos textos es decisivo: la imitación de que habla procede directamente de la fe en Cristo. La fórmula que introduce el tema de la imitación pertenece claramente a ese estilo tan denso del Apóstol. Traducimos literalmente: «Acordándonos de vosotros, de la obra de la fe y de la labor del ágape y de la paciencia de la esperanza de nuestro Jesucristo en presencia de nuestro Dios y Padre» (1 Ts 1, 3).

La mención de Cristo afecta al conjunto: en la fuente de la imitación se encuentran, en un solo chorro, la fe en Cristo, el amor de Cristo, la esperanza en Cristo. Pablo precisa a continuación: tal es la esperanza del Evangelio que ha predicado y que obra con el poder del Espíritu Santo, convirtiéndole en siervo de todos.

La relación entre la fe y la imitación evoca la relación del discípulo con el maestro: el discípulo aprende del maestro dando crédito a su enseñanza y siguiendo su ejemplo. Así aparece Cristo bajo la figura del Maestro que enseña a sus discípulos por medio de su palabra y a través de sus actos, como en el Sermón de la montaña. La fe de la escucha se prolonga en la docilidad de la imitación.

Esta representación tradicional es, ciertamente, exacta; pero no basta por sí sola para dar cuenta de lo que hay de nuevo en la relación con Cristo instaurada por la fe. Cabría, efectivamente, no ver en ella nada más que la sumisión a un maestro de prudencia y sabiduría, a un educador modélico.

La imitación está situada, en la carta a los Corintios, en el marco de una relación más rica que la pedagógica: la relación única de paternidad que une a san Pablo, en el don de la fe, con los cristianos de Corinto: «Pues aunque hayáis tenido miles de pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús. Os ruego, pues, que seáis mis imitadores» (1 Co 4, 15-16). Se ha observado a este respecto que Pablo no se propone a sí mismo como modelo sino a las comunidades fundadas por él: Tesalónica, Corinto, Filipos, Galacia (Ga 4, 12). A las otras les habla de la imitación de Dios y de Cristo 6. En consecuencia, debemos buscar en la fe y en las relaciones que ésta crea la raíz de la imitación evangélica.

La fe como fuente de la vida moral

En las cartas a los Romanos y a los Corintios es donde nos expone san Pablo con mayor claridad la conmoción operada por la fe en Cristo en el campo de la vida moral en que se realiza la imitación. Tras desenmascarar con vigor el fracaso de la moral judía, que conduce a la hipocresía, y el de la moral griega, que conduce a la corrupción, el Apóstol levanta ante ellas la moral evangélica: esta nace de la fe en Cristo crucificado, que se ha convertido para nosotros en dispensador de la justicia y de la sabiduría de Dios. La Palabra del Evangelio, rechazada como una locura y un escándalo por los sabios y los poderosos, penetra en lo más hondo del corazón del hombre, más allá de las ideas y de los sentimientos, para cambiar en él la fuente misma del obrar moral: la Palabra sustituye la confianza del hombre en sí mismo, engendrada por el orgullo, por la fe en Cristo, humilde y obediente hasta la Cruz, pero convertido, en virtud de la resurrección, en el donante de una vida nueva, cuyo origen está en Dios. De este modo, la imitación comienza en la misma fe: es una humilde entrega de uno mismo al Cristo humillado por nosotros y exaltado por Dios. «Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 22-24)7.

Al situar así san Pablo la fe en el origen de la moral evangélica, le confiere una característica única en su género: la persona misma de Cristo se convierte en el centro de la vida de los creyentes. Por medio de la fe se establecen unos vínculos vitales entre el Maestro y los discípulos. A través del bautismo, que los asocia a la muerte y a la resurrección de Jesús, los discípulos reciben un ser nuevo en el origen de una vida que formará en ellos un «hombre nuevo» y que Pablo caracterizará como una «vida en Cristo», una «vida con Cristo». Estos podrán

  1. E. COTHENET, art. Imitation du Christ, en DSAM, col. 1555.

  2. Cfr. nuestro libro Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Barañáin, 1988, 123ss. (de la versión francesa).

decir a su vez con el Apóstol: «y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20-21).

San Pablo añade a esto la comparación de la Iglesia con el cuerpo y sus miembros, en los que circula una misma sangre que los asimila entre sí. Coloca esta consideración al comienzo de su catequesis moral, para mostrar con claridad la dimensión cristológica y eclesial de la vida cristiana, con las virtudes que ella pone en práctica. «Así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rm 12, 5). «...para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 12-13).

San Juan, por su parte, expondrá esta comunicación de vida con ayuda de esa comparación tan expresiva de la viña y de los sarmientos, alimentados por una misma savia: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (15, 5).

Esta es la nueva base que recibe la imitación: ya no reproduce un modelo exterior. Procede de una unión vital con Cristo, realizada a través de la fe, y se presenta como una conformidad necesaria para aquellos que se convierten en miembros de su Cuerpo.

La imitación de Cristo, obra del Espíritu Santo

Al mismo tiempo, san Pablo nos presenta la vida cristiana como una vida según el Espíritu. En la carta a los Gálatas la describe como una lucha entre la carne y el Espíritu, y opone a la lista de las obras de la carne: fornicación, impureza, libertinaje... discordia, etc., el cuadro atrayente de los frutos del Espíritu en nosotros: caridad, alegría, paz, paciencia, servicialidad, bondad, confianza, mansedumbre, dominio de sí (5, 19-22). El trabajo del Espíritu se lleva a cabo en nosotros desde el interior, sólo él escruta las profundidades de Dios y puede revelar a nuestro espíritu los dones de Dios, haciendo de nosotros «hombres espirituales» (1 Co 2, 10-15). El Espíritu es el principio, el alma, como la sangre y la savia de la vida nueva en Cristo: «Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Ga 5, 24-25).

En la primera carta a los Corintios, Pablo expone la obra del Espíritu bajo la forma de carismas. Algunos de estos dones son exteriores y visibles, como el don de lenguas, la enseñanza y los diferentes ministerios. Pero el don principal es el más interior: el ágape, al que acompañan la fe y la esperanza; aquel acompaña y vivifica a los otros dones y virtudes para realizar nuestra conformidad con Cristo e integrarnos en la unidad diversificada de la Iglesia.

A partir de ahí, podemos referir al Espíritu Santo y a la caridad las diferentes exposiciones de la catequesis moral que nos presenta san Pablo (Rm 12-15; Col 3-4; Ef 4-6; etc.), considerando las virtudes que en ellas nos recomienda y propone para imitar, las obras y los frutos del Espíritu Santo en nosotros, no ya como el resultado de nuestro esfuerzo, sino como gracias. La moral, con sus preceptos y sus virtudes, queda transformada en su estrato más profundo; se convierte propiamente en espiritual. El obrar del cristiano no procede ya únicamente de la sabiduría y de la fuerza del hombre, sino de la docilidad al Espíritu. La idea, e incluso la misma naturaleza, de la virtud, queda cambiada: ya no es una conquista, un dominio voluntario; se convierte en una acogida humilde y ferviente, en una concordancia de amor. Eso es lo que ha pretendido expresar la teología al hablar de virtudes infusas. Estas no obran sobre nosotros desde el exterior, como los maestros y los modelos humanos. La acción del Espíritu llega a nosotros a través de ellas desde el interior, bajo la modalidad de la inspiración y del impulso.

De ahí se desprende una nueva comprensión del tema de la imitación. Cristo no obra en nosotros únicamente a través de la palabra y del ejemplo, sino como el Maestro del Espíritu, que envía a sus discípulos para procurarles la inteligencia del misterio de su persona y elaborar en ellos la obra de la imitación, conformándolos con su rostro espiritual perfilado en los Evangelios. El Nuevo Testamento nos presenta, con una notable sobriedad, los rasgos que el Espíritu Santo se propone reproducir en nosotros, para modelarnos a imagen de Cristo por la conducta y por el corazón, de suerte que la faz misteriosa de Jesús aparezca en nuestra vida, en filigrana, mejor que en los escritos o los cuadros.

La presencia de Cristo y la actualidad de sus «misterios»

La acción del Espíritu Santo se extiende aún más lejos. No es sólo una especie de pintor interior que nos utilizara como telas para reproducir en ellas a Cristo. Su obra principal es hacer que Cristo esté realmente presente en lo íntimo del alma, como una persona está presente en otra y la hace vivir en la fe y el amor. Esto es lo que podríamos llamar el milagro del Espíritu: colma la distancia de tiempo y de espacio que nos separa de la vida de Cristo en esta tierra y lo pone cerca de nosotros, como un Amigo habla a su amigo, como el Esposo conversa con la esposa. El Espíritu hace desaparecer, al mismo tiempo, por la misericordia y el perdón que nos otorga, el foso cavado por nuestros pecados entre Dios y nosotros, entre nuestras miserias y su perfección.

Por consiguiente, los hechos y gestos, los principales acontecimientos de la vida de Cristo, eso que nosotros llamamos sus «misterios», van a actualizarse en favor nuestro por la acción del Espíritu; se reproducen ante nosotros, en nosotros, como un influjo de la gracia que nos conforma con ellos, cuando los celebramos en Iglesia y cada vez que, al meditarlos, nos sometemos a su irradiación espiritual. Tal fue la intuición de la fe que presidió la formación del año litúrgico en los primeros siglos de la Iglesia; ella lo sostiene aún y hace fructificar su celebración. San León Magno expresa de manera excelente la vinculación entre la liturgia y la vida cristiana en una fórmula sencilla y densa. La liturgia es, a la vez, «sacramento y ejemplo». Como sacramento, nos confiere la gracia de Cristo y a través de esta gracia nos modela a su ejemplo en toda nuestra conducta. De esta suerte el Espíritu Santo conforma a la Iglesia en su conjunto y a cada cristiano personalmente a imagen y a imitación de Cristo. Eso es lo que la carta a los Efesios llama: «constituir el Hombre perfecto, en la madurez, que realiza la plenitud de Cristo» (4, 13), o también: «Revestirse del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (4, 24).

Ahora podemos concluir esta primera consideración. La imitación de Cristo es la realización de una vocación: la iniciativa de la misma le corresponde a Cristo, que nos ha llamado a seguirle, y el artesano principal es el Espíritu Santo que nos conforma al Señor según la imagen que de él nos presentan las Escrituras, «la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios». La imitación de Cristo tiene su fuente, sin duda, en la fe; de ella recibe sus rasgos característicos; no puede ser separada de ella. El «seguimiento» de Cristo se realiza a través de la imitación de Cristo; y produce una conformidad del alma que se comunica e irradia.


V. Nuestra parte en la imitación

Si bien conviene otorgar a la acción del Espíritu Santo y de la gracia el papel principal en la imitación de Cristo, no se puede dejar de lado, no obstante, el esfuerzo personal que reclama a los discípulos. La imitación no se realiza en un alma puramente pasiva, como la cera blanda se presta a la presión del sello, en cuyo caso tendríamos un modelo imitado, pero faltaría el imitador. El papel del Espíritu Santo consiste más bien en despertar y formar nuestra libertad para hacernos capaces de colaborar en su obra a la manera de la fe y del amor. La imitación presupone una asociación activa entre la gracia del Espíritu y la libertad del hombre, y la pone en práctica.

Volvemos a encontrar aquí la cuestión crucial de las relaciones entre la gracia y la libertad, que ha contribuido, efectivamente, a apartar, del lado protestante, el tema de la imitación de Cristo, y, del lado católico, a reducir su alcance. Apenas podía evitarse esta consecuencia a partir del momento que se concebía la gracia y la libertad como exteriores entre sí, e incluso como rivales.

El modo en que la gracia nos hace libres

Para resolver este problema, que en modo alguno está reservado a los teólogos, conviene más recurrir a la experiencia espiritual que a los razonamientos y a las teorías. Aquella es quien mejor nos revela este principio fundamental: cuanto más dóciles nos mostramos a la gracia del Espíritu, más libres interiormente nos volvemos, mejor imitamos a Cristo y nos conformamos con él y, asombrosamente, más nos volvemos nosotros mismos. Eso es a buen seguro lo que quería decir aquel principio de santo Tomás frecuentemente citado: la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona; la intervención del Espíritu no disminuye nuestra libertad, ni traba nuestra espontaneidad espiritual; al contrario, la suscita y la desarrolla, incluso por encima de nuestras capacidades naturales. No cabe duda de que el concurso entre la gracia y la libertad no está conseguido por adelantado, ni se muestra sereno en todas sus etapas a causa del pecado; mas ningún debate, ninguna sacudida, debe hacernos olvidar esta correspondencia de fondo, que el Espíritu Santo mismo nos enseña y nos hace experimentar interiormente.

Así pues, la imitación de Cristo, si es auténtica, nada tiene de una pérdida, de una alienación de sí mismo, aunque se trate de morir a nosotros mismos en el seguimiento del Señor. Más aún, es ella la que nos purifica en la prueba; nos fortifica por medio de sus exigencias en el esfuerzo cotidiano; nos ilumina por medio de la inteligencia íntima que procura la experiencia; nos enseña con paciencia las virtudes necesarias para que también nosotros demos, con humildad y alegría, frutos de libertad, sabrosos y fecundos, como los siervos fieles, dichosos de ofrecer a su señor el doble de los talentos que les había confiado. Sabemos también que el esfuerzo mismo que nosotros ponemos proviene ya de una gracia.

La imitación de Cristo realiza, por tanto, de un modo concreto, la colaboración entre la gracia y la libertad, entre el Espíritu Santo y nosotros, en la práctica de la vida que nos propone el Evangelio. Así entendido, el tema de la imitación puede aplicarse a la vida moral en su totalidad y servir como principio director de la vida espiritual. El cristiano está llamado a una vida en Cristo, a la imitación de Cristo; es una vida según el Espíritu y, al mismo tiempo, plenamente nuestra.

La variedad y la fecundidad de la imitación de Cristo

Para simplificar las cosas, nos gustaría disponer de una imagen clara de la personalidad de Cristo, de una especie de patrón de confección, si no de un retrato-robot, que bastaría con volver a copiar, a continuación, en nuestra vida, cada uno según sus capacidades. Este modo de ver las cosas es superficial; si fuera así, la vida cristiana se volvería muy aburrida, como lo sería la reproducción de la vida de Cristo a miles de ejemplares. Algunos objetan también que, dado que Cristo vivió en unas condiciones de vida y de cultura que no son ya las nuestras, no podemos ya, estrictamente, imitar su conducta. Esto es tomar las cosas demasiado materialmente, como si la imitación nos impusiera un molde uniforme hasta en el detalle.

La imitación que nos propone el Evangelio es de una naturaleza completamente distinta. La colaboración entre el Espíritu Santo y aquellos a quienes él anima, por medio de las virtudes y los dones, confiere a la imitación una diversidad tan grande, una fecundidad tan inagotable como la variedad de las personas; sin embargo, se puede reconocer, al mismo tiempo, en cada creyente los rasgos característicos de la figura de Cristo, reproducidos por el único Espíritu que obra en todos. La cosa es fácilmente verificable en el ejemplo de los santos. Cada uno a su manera, a través de sus virtudes y sus obras, es un testigo de Cristo en su vida y se remite a un mismo Evangelio; pero ¡cuántas diferencias y cuánta variedad en las realizaciones!: entre Pedro y Pablo en sus ministerios, entre Mateo y Juan en sus evangelios, entre Agustín y Jerónimo o el apacible Benito, más tarde, entre Francisco de Asís, el inspirado, y Domingo, el organizador, entre teólogos como Tomás de Aquino y el devoto Buenaventura en el siglo XIII, entre Catalina de Siena, Teresa de Ávila y hoy la madre Teresa entre la mujeres, entre el combativo Ignacio de Loyola, el místico Juan de la Cruz y el generoso Vicente de Paúl. Los podemos tomar a todos; no hay ni uno solo que haya copiado simplemente al otro; son diferentes y, sin embargo, comulgan en una misma imitación de Cristo que los ha dirigido. ¡Y qué creatividad! La mayoría de ellos han marcado su época e influido en la historia de la Iglesia de una manera original a través de obras maestras, respondiendo a las necesidades de sus contemporáneos. Con todo, cada uno de ellos fue modelado en lo hondo de su ser personal, en su corazón y, a veces, en su carne, como es el caso de Francisco de Asís, por la conformidad con Cristo buscada apasionadamente. El ejemplo de los santos muestra con la mayor claridad posible la fecundidad espiritual de la imitación de Cristo, sus componentes y cómo puede, de una manera asombrosa, asociar la imitación con la invención, la fidelidad con la creatividad, la perfección con el olvido de sí en la consagración al bien de muchos.

La consideración de los santos reconocidos no debe hacernos olvidar, sin embargo, la santidad oculta y sin aureola que se elabora, en medio de las imperfecciones y las vueltas a empezar, en la vida del común de los cristianos, bajo la discreta moción del Espíritu Santo. Ahí es donde se preparan, al abrigo de las miradas, las cosechas futuras en el campo del Señor.


VI. La imitación y la cruz

Imitación y obediencia de amor

El rasgo más importante y sorprendente de la imitación evangélica nos lo proporciona la carta a los Filipenses. Al invitarnos san Pablo en ella a compartir los sentimientos que tuvo Cristo Jesús, eligió para calificar su persona y su obra un solo rasgo: la humildad obediente hasta la muerte. Tal es, a buen seguro, la diferencia esencial entre el nuevo Adán y el antiguo: este último, que no era más que un hombre, rehusó obedecer a Dios porque quería llegar a ser como Dios e imitarlo en su poder y grandeza; Cristo, que era Hijo de Dios, manifestó su identidad mediante su obediencia a la voluntad del Padre hasta la muerte, demostrando que la imitación de Dios se realiza en la pequeñez y la humildad del amor. Tal es la puerta estrecha de la obediencia, que rige el acceso a la imitación de Cristo.

El himno a los Filipenses manifiesta asimismo en qué gran medida es central el misterio de la Cruz, porque la imitación no empieza verdaderamente sino a partir de su aceptación, como una conformidad con el Cristo sufriente. La Cruz constituye el objeto principal de la imitación de los discípulos, la condición de la participación en la gloria de Jesús. Eso es lo que nos enseñan diversos pasajes de las cartas, que nos proponen el ejemplo del Cristo sufriente como modelo en situaciones muy concretas. Pedro aconseja a los criados obedecer incluso a los amos dificiles. En efecto, «si obrando el bien soportáis el sufrimiento, esto es cosa bella ante Dios. Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2, 18-22; también 3, 17-18). Al invitar a los Corintios a participar con generosidad en la colecta por los hermanos de Jerusalén, les escribe Pablo: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8, 9). Invoca asimismo el ejemplo de Cristo en favor del perdón fraterno: «Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros...» (Ef 4, 32ss.; Col 3, 13). Cuando invita a los fuertes a que ayuden a los más débiles, les dice Pablo: «Que cada uno de nosotros trate de agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación; pues tampoco Cristo buscó su propio agrado, antes bien, como dice la Escritura: Los ultrajes de los que te ultrajaron cayeron sobre mí» (Rm 15, 2-3).

Nos encontramos aquí en las antípodas de una conducta autosuficiente, orgullosa o reivindicativa ante Dios. La obediencia y la humildad son, como se ve, los signos irrecusables del amor auténtico y la piedra de toque de la imitación de Cristo. Sobre esta base puede edificar el Espíritu Santo la obra de nuestra conformidad con el Padre. San Pablo nos indica varias notas que la caridad comunica a esta obediencia: es gozosa y apacible; es paciente, servicial y mansa. Está repleta de docilidad a Cristo y al Espíritu (cfr. F1p 2, 1-4; Ga 5, 22-23).

Las riquezas del tema cristiano de la imitación

Como puede verse, la experiencia cristiana ha enriquecido ampliamente el tema de la imitación. Esta, centrada por la fe en la persona de Cristo, obtiene, primero, una dimensión eclesial y se convierte en un principio de interacción entre los miembros de la Iglesia, invitándose los unos a los otros a la conformidad con Cristo mediante el ejercicio mismo de los ministerios y carismas recibidos del Espíritu Santo. Los pastores en particular deben convertirse en los modelos del rebaño del que están encargados (1 P 5, 3). El tema, prolongado hacia su fuente, manifiesta sus raíces trinitarias: la imitación de Cristo nos conduce a la imitación del Padre que Jesús nos revela en su calidad de Hijo único; ésta es principalmente la obra del Espíritu, que nos modela a imagen de Jesús. La imitación tiene, evidentemente, una dimensión moral, constituida por una asociación única entre la gracia y la libertad en el seno de la caridad: cuanto más se entrega el hombre a la gracia, más crece en él la libertad interior y más se convierte en sí mismo. Más fielmente imita a Cristo y más se vuelve, en su persona y en su conducta, un ejemplo para los otros. Por último, el tema de la imitación adquiere en el cristianismo una dimensión corporal y cósmica original en virtud de la Encarnación del Hijo. La lucha entre la carne y el Espíritu, que con tanto vigor expone san Pablo, no conduce a un dualismo que Ios disociaría; sino que desemboca más bien en una correspondencia tal, que el Espíritu lleva a plenitud su obra y da sus frutos en el cuerpo mismo y con él (la paz, la alegría, la mansedumbre). El cuerpo, formado por el Espíritu (el dominio de sí, la sobriedad, la castidad), puede convertirse en un signo tangible que proporciona los símbolos que expresan las realidades espirituales y reflejan, a su manera, los rasgos del rostro de Cristo.

La liturgia supone esta base que podríamos llamar imitación corporal. Su lenguaje pone directamente en práctica el simbolismo del cuerpo, extendiéndolo al mundo fisico: el agua y el fuego, la tierra y el cielo, el trigo, la viña, las plantas y hasta el grano de mostaza, y especialmente el pan y el vino, se vuelven signos fecundos. Tal es la obra del Espíritu, que renueva la creación con la ayuda del hombre gracias a una imitación libre y variada, que garantiza, de un ser a otro, la transmisión de la luz espiritual. Así podemos decir que Dios es nuestra roca, que Cristo es la piedra angular, que nosotros somos piedras vivas para la edificación del Templo en que se celebra el culto espiritual (cfr. 1 P 2, 4-6). No se trata de simples imágenes poéticas; reposan sobre el realismo del Espíritu, que hace de cada ser un signo de Cristo y de su obra, una llamada a la imitación viva y creativa.


VII. La imitación de Cristo
en los Padres Apostólicos

Mencionaremos, para concluir, el desarrollo del tema de la imitación de Cristo en los Padres Apostólicos. Nos va a servir para definir, en cierto modo, al discípulo de Cristo, en relación con el martirio, como la realización más perfecta de la imitación. Así escribe san Ignacio de Antioquía a los Efesios: «He acogido en Dios vuestro nombre amado ("efesis" en griego evoca la idea de deseo), que habéis conquistado por vuestro natural justo según la fe y la caridad en Cristo nuestro Salvador: "imitadores de Dios" (Ef 5, 1), reanimados en la sangre de Dios, habéis acabado de modo perfecto la obra que conviene a nuestra naturaleza» (I, 1). Y a los de Filadelfia: «El Espíritu es quien me lo anunciaba diciendo: "... Amad la unión, huid de las divisiones, sed imitadores de Jesucristo como también él lo es de su Padre"» (VII, 2). El tema de la imitación aparece en distintas ocasiones en el relato del martirio de Policarpo: «Policarpo, como el Señor, esperó ser entregado, para que también nosotros seamos sus imitadores, sin mirar únicamente nuestro interés, sino también el del prójimo» (I, 2). «Nosotros adoramos (a Cristo), porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor» (XVII, 3). «(Policarpo) fue no sólo un doctor célebre, sino también un mártir eminente, cuyo martirio conforme al Evangelio de Cristo todos desean imitar» (XIX, 1) 8.

Cuando, después del siglo IV, el ideal de la santidad tome la sucesión de la espiritualidad del martirio, heredará la representación de los santos como verdaderos imitadores de Cristo, que reflejan la imagen de su Maestro en la Iglesia, como testimonio del Evangelio y como una llamada lanzada a todos. Eso es lo que expresará san Agustín en una homilía sobre san Juan: «"Si alguien me sirve que me siga". ¿Qué quiere decir "que me siga", si no: que me imite? Pues "Cristo, dice el apóstol Pedro, sufrió por nosotros, dejándonos ejemplo para que nosotros sigamos sus huellas"... ¿Para qué fruto, para qué recompensa, para qué ventaja? "Y allí donde yo esté, dice, también estará mi siervo". Que sea amado gratuitamente y que el salario de la obra, que es su servicio, sea estar con él» (tr. 51, 11-12).

8. Según la versión del P. Th. Camelot, S. Ch. n. 10.

 


BIBLIOGRAFÍA

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