III

LAS FUENTES DE LA
ESPIRITUALIDAD CRISTIANA


Si se entiende como fuentes de la espiritualidad todos los autores y las corrientes que han contribuido a alimentar esta ciencia, es preciso decir que son innumerables, desde la época de los Padres hasta nuestros días. De hecho, no obstante, la referencia principal se dirige hoy en día, de manera muy frecuente, a los autores de la época moderna, en los que la espiritualidad se ha constituido como disciplina distinta de la moral: los místicos del Carmelo, san Ignacio de Loyola, san Francisco de Sales, la escuela francesa con Bérulle, y los representantes de otras escuelas que se han formado sobre el mismo modelo. Son ellos, por lo general, quienes brindarán los modelos, los métodos y los criterios para dirigir la vida espiritual.

Por nuestra parte, hemos optado por consagrar este capítulo a la Escritura, como la fuente primera y principal de toda espiritualidad y teología cristiana. En teoría, todo el mundo admitirá, ciertamente, el primado de la Sagrada Escritura en materia de espiritualidad; mas, en la práctica, podemos constatar que las diferentes corrientes espirituales han padecido, en el curso de los últimos siglos, las restricciones impuestas, tras el concilio de Trento, en el empleo de la Escritura y han tenido que nutrirse más bien de una tradición propia, derivada.

Actualmente se nos ha devuelto, y se nos recomienda vivamente, el acceso a la Biblia. Para recuperar una afirmación del Concilio, la Escritura debe convertirse de nuevo en el alma tanto de la espiritualidad como de la teología. Con todo, la tarea está aún delante de nosotros e incluye importantes dificultades. En especial nos hace falta aprender de nuevo a leer la Escritura de manera que extraigamos de ella la substancia espiritual alimenticia.

Expondremos, en primer lugar, cuáles son los principales textos de la Escritura destinados a alimentar la vida espiritual. A continuación, abordaremos la cuestión de una lectura espiritual de la Escritura.


I. Los pasajes de la Escritura más directamenmte
ordenados a la vida espiritual

Toda la Escritura, a través de su doctrina y de su historia, nos brinda la materia prima de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, como en todo cuerpo bien organizado, los libros de la Biblia tienen funciones diferentes. Así, Ios salmos y el Padre nuestro sirven de un modo particular para la oración; en ellos se concentra el conjunto de la Palabra de Dios sobre el modo de la oración. De modo semejante, la Escritura brinda a la espiritualidad libros y pasajes que le corresponden de un modo especial. Son éstos, en el Antiguo Testamento, los libros sapienciales, que enseñan las vías de la sabiduría de una manera frecuentemente muy concreta. Por lo que se refiere al Nuevo Testamento, la doctrina espiritual tendrá como centro el Sermón de la montaña, que nos presenta a Cristo como el Maestro de la justicia y de la Sabiduría; vendrá, a continuación, la catequesis apostólica.

Estos pasajes no son los únicos, pues las espiritualidad cristiana se nutre también de los libros históricos y proféticos; pero los que hemos indicado son los textos más directamente adecuados a la formación y al desarrollo de la vida espiritual. Vamos a pasarles revista brevemente.


1. Los libros sapienciales

Los libros sapienciales ocupan un espacio considerable en la Escritura. Es el grupo que cuenta con más páginas en nuestras Biblias. De eso cabe inferir que representan una dimensión esencial de la vida religiosa. Son el libro de Job, Proverbios, Eclesiastés, Eclesiástico, Sabiduría, a los que se añaden el Cantar de los cantares y cierto número de salmos. La enseñanza de estas obras es de una gran variedad. Incluye preceptos y recomendaciones de sentido común, que pueden parecer en ocasiones muy prosaicas. Se trata de pequeños resúmenes condensados de la sabiduría, que revelan su sabor a aquellos que los ponen en práctica. Nos enseñan a remontar nuestras primeras reacciones y a reflexionar para descubrir las vías de una prudencia generosa en las más variadas situaciones de la vida, en familia o fuera de ella, con los amigos y con los enemigos, los pobres y los ricos, junto a los enfermos y a los ancianos, ante las pruebas y la muerte. Nos ejercen en el discernimiento y nos enseñan a mirarlo todo a la luz de la sabiduría de Dios, que comienza por el temor reverencia], y nos hace asistir a su escuela como discípulos. Estos escritos nos cogen al nivel de la experiencia cotidiana y nos van introduciendo poco a poco en el vasto conjunto de la doctrina sapiencial de que ellos forman parte, que culminará en la revelación de la Sabiduría creadora, personificada, como en Proverbios (cap. 8), en el Eclesiástico (cap. 24) y en el libro de la Sabiduría.

Estos textos serán recogidos en el Nuevo Testamento: desde las observaciones para la vida cotidiana de que está llena, por ejemplo, la carta de Santiago, hasta las más elevadas consideraciones que servirán a san Pablo y a san Juan para presentar a Cristo como la Sabiduría (1 Co 1, 24 ss; Col 1, 16-17) y como el Verbo de Dios (Prólogo de san Juan).

Los libros sapienciales ocupan un lugar importante en la liturgia cristiana y son presentados de modo regular a la meditación de los fieles en la predicación de los Padres. Citemos también los salmos cuya recitación era semanal en la antigua disposición del oficio, y su comentario por san Agustín, que constituye una verdadera suma de la vida espiritual. Está asimismo el libro de Job, tan patético en su confrontación con el problema del mal, que sirvió de base a san Gregorio Magno, el maestro espiritual de la Edad Media, para elaborar su doctrina, tan repleta de experiencia cristiana y humana. Por último, el Cantar de los cantares se convirtió en el libro predilecto de los místicos hasta nuestros días.

En la lectura cristiana, que renovaba su enseñanza aplicándola a Cristo y a la vida de los creyentes, los libros sapienciales se han presentado como una fuente fecunda y un alimento selecto para la vida espiritual. No deberíamos descuidar su lectura, porque, en un mundo en que el predominio de la técnica concentra la atención del hombre en las actividades exteriores, del orden de los medios, y nos hace correr el riesgo de desatender la búsqueda de los fines que dan sentido a la vida, suscitan el amor y forman el espíritu con el corazón, en este mundo –decíamos– tenemos una necesidad especial de la sabiduría que dispensan estos libros.


2. El Sermón del Señor: la catequesis evangélica

El Sermón pronunciado por el Señor en la montaña ocupa un lugar de primer orden entre las fuentes de la espiritualidad cristiana. A través de la historia de la Iglesia ha manifestado una fecundidad inagotable. Es un texto capital de la catequesis primitiva y una cumbre en la enseñanza bíblica de la sabiduría.

El Sermón, que forma el primero de los cinco grandes discursos que estructuran la obra de san Mateo, constituye la primera exposición de la catequesis moral del tiempo de los apóstoles y es el que goza de más autoridad. Reúne de manera ordenada la enseñanza de Jesús sobre la justicia encaminada a formar la Ley nueva, como fue llamada más tarde. Está dotado de la misma autoridad de Jesús, que se manifiesta con vigor en la fórmula: «se os ha dicho, pero yo os digo», que sorprende a la muchedumbre de Ios oyentes. Frente a la Ley de Moisés, a la que «da cumplimiento», el Sermón nos propone la «Ley de Cristo» como la carta magna de la vida cristiana, como la constitución fundamental del nuevo pueblo de Dios reunido por Jesús. Así fue como lo comprendió san Agustín. El Sermón del Señor, dice, contiene «todos los preceptos apropiados para guiar la vida cristiana» (Explicación del Sermón, I, 1). Tras sus huellas, santo Tomás convertirá el Sermón en el texto mismo de la Ley evangélica.

Al mismo tiempo, el Sermón nos presenta a Jesús como el Maestro de la Sabiduría, como el nuevo Salomón, según sus mismas palabras: «aquí hay mucho más que Salomón» (Mt 12, 42); nos enseña y pone al alcance de todos lasvías, trazadas en los corazones, que conducen al Reino de los cielos. Bajo esta forma se representa santo Tomás al Cristo de las bienaventuranzas: sólo él nos proporciona la respuesta plena a la cuestión de la felicidad que los filósofos han buscado en vano.

Cabe decir también que el Sermón constituye la Regla principal para todas las órdenes e institutos que se proponen vivir según el evangelio. Antes de la regla de san Basilio, de san Benito, de san Agustín, de san Francisco... está el Sermón del Señor, que constituye el principio evangélico en la idea misma de estos legisladores religiosos. Según una expresión puesta de moda por el Concilio, el Sermón expresa en plenitud el carisma del primer Fundador, aquel que inspiró a todos los demás y les comunicó su sabiduría y sus dones espirituales.

El Sermón no debe ser considerado de modo aislado, ni dividido en fragmentos. Forma un todo esmeradamente dispuesto y forma parte integrante del Evangelio, que lo pone en relación con el conjunto de la Escritura, especialmente a través de los pasajes morales y sapienciales. De este modo, podemos profundizar en su doctrina considerando, por ejemplo, cómo se realizan las bienaventuranzas en la vida y en la pasión de Cristo. Podemos buscar también sus múltiples raíces en el Antiguo Testamento, entre las muchas bienaventuranzas que encontramos en él, como la apertura del salterio: «Dichoso el hombre... que se complace en la ley del Señor y medita su ley, día y noche». Considerando el Sermón como un conjunto orgánico es como podremos percibir también el ritmo vital y las pulsaciones que lo animan.

Insistiremos de modo particular en la transformación que opera el Sermón en la concepción misma de la ley moral. Para retomar las palabras de H. Bergson, se distingue claramente en él el paso de una moral estática a una moral dinámica, de una moral material y restrictiva en sus preceptos a una moral espiritual por el impulso de la caridad que la inspira.

Esto es lo que explica santo Tomás con su lenguaje teológico. Mientras que la Ley de Moisés tiene principalmente como función regular las acciones exteriores a través de sus mandamientos y prohibiciones, el Sermón tiene por objeto dirigir las acciones interiores del hombre, los movimientos del pensamiento y del corazón, que son las raíces de nuestras acciones y se desarrollan gracias a las virtudes, empezando por las virtudes teologales. El Sermón constituye, efectivamente, la materia directa de la fe en Cristo, y nos propone su enseñanza para convertirnos en discípulos suyos. El alimenta la esperanza mediante la promesa del Reino de Dios expuesta en las bienaventuranzas. El dirige la caridad hacia su perfección, hasta el perdón otorgado a los enemigos, a imitación del Padre celestial. En estas virtudes reside la fuente del dinamismo espiritual. Estamos, pues, delante de una moral del espíritu y del corazón, que rebasa una moral de la ley exterior, necesaria, no obstante, para prepararle el camino. Por eso el Sermón conviene perfectamente como texto de la Ley nueva definida como una ley interior, como la gracia misma del Espíritu Santo obrando a través de la caridad. Comprendido de este modo, el Sermón es espiritual en su substancia. Es la Ley del Espíritu, del mismo modo que es la Ley de Cristo. Nunca ha podido ser reducido, por otra parte, a una interpretación legalista.

Podemos decir estas cosas de una manera más sencilla, comparando el Sermón con la concepción de los escribas y Ios fariseos, de la que se separa. Lo propio de una moral que tiende hacia el legalismo es imponer un determinado número de obligaciones, observancias y prohibiciones–mínimas, por lo general, o máximas como entre los fariseos, poco importa– dejando entender que tras haber pagado, puede uno detenerse y decir: «iCon esto es suficiente!», considerándose a partir de ese momento como en paz con Dios, como justo. Esa es propiamente la moral estática, inmóvil, en la que el derecho suplanta con frecuencia al espíritu, en vez de estar a su servicio. Le falta el aliento espiritual.

El Sermón realiza aquí una inversión completa. Cuando lo examinamos atentamente nos damos cuenta de que su doctrina es radicalmente dinámica: todos sus preceptos obedecen a una ley de conjunto, que proviene del amor en su movimiento hacia el crecimiento, y que puede ser expresada de este modo: «iVe siempre más allá! Que ningún mal te detenga. Pon tu alegría en dar más, en obrar mejor». Esto es lo que podríamos llamar el principio de la superación, de la libre añadidura, de la gratuidad generosa. Ése es el sentido de preceptos tan expresivos como éstos: «Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, ponle aún la otra...; si alguien te pide que camines una milla, camina dos con él. A quien te pida, dale...» Con la superación estos preceptos indican también una inversión, una conversión del corazón: el paso del corazón violento al corazón pacífico, que vence el mal con el bien, del corazón detenido en su interés a un corazón generoso, el cambio del corazón «de piedra» en corazón «de carne». Tal es la condición, la fuente misma del progreso espiritual.

Este dinamismo se manifiesta asimismo en los cinco preceptos que dan hondura a la ley de Moisés y reclaman el compromiso personal en favor del prójimo para apartar la cólera, expulsar los deseos adúlteros y hacer reinar la verdad en nuestras palabras. El corazón que pongamos en ello es precisamente esa añadidura que proporciona vida y progreso a las acciones y a las observancias. La transformación culmina en el precepto estremecedor de amar a los enemigos, de orar por los perseguidores, en que culmina el paso decisivo de una concepción estática del prójimo, como aquel que está cerca de nosotros, a una concepción dinámica: se vuelve prójimo aquel a quien nos acercamos, aunque sea el más alejado de nosotros, como el enemigo.

Así comprendido, el Sermón es el instrumento pedagógico de que se sirve el Espíritu para enseñarnos los senderos de la sabiduría, los caminos del Reino de los cielos y para conformarnos con Cristo. ¿No nos traza, en cierto modo, el rostro interior del Señor, que fue el primero en practicar lo que enseña? El Sermón es, por consiguiente, un verdadero icono de Cristo. El vínculo que mantiene con la gracia del Espíritu Santo nos proporciona, por otra parte, una respuesta a la dificultad principal que detiene a los intérpretes modernos: ¿es practicable esta doctrina? ¿Se dirige a todos los cristianos? ¿No nos pone ante una montaña inaccesible, ante una especie de Himalaya espiritual? La enseñanza de Jesús, entendida como una ley exterior, supera efectivamente las capacidades del común de los hombres, incluida la elite; pero se vuelve perfectamente practicable para los pobres y los humildes, gracias a la fe en Cristo y al don del Espíritu que la acompaña. Antes de ser una ley, el Sermón es, efectivamente, una manifestación y una promesa de lo que el Espíritu quiere llevar a cabo en la vida de Ios fieles; describe su vocación. En este sentido, había dicho muy bien san Agustín: «Quien quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que pronunció nuestro Señor sobre la montaña... encontrará en él, sin la menor duda, el modelo perfecto de la vida cristiana» (Explicación del Sermón, 1, 1).


3.
La catequesis apostólica o «paráclesis»

La segunda fuente neotestamentaria de la espiritualidad cristiana es la exhortación apostólica. Se le acostumbra a dar el nombre de «parénesis». Nosotros preferimos llamarla «paráclesis». El término «parénesis» se usa poco, de hecho, en el Nuevo Testamento, sólo en dos ocasiones: en el relato del naufragio de Pablo (Hch 27, 9.22); pero, en el lenguaje de los exegetas, favorece sobre todo la separación entre la moral, con sus imperativos, y la espiritualidad, reducida a un simple dar ánimos.

La palabra «paráclesis» es mucho más frecuente, más vigorosa y más rica. Hemos contado 106 empleos en forma de verbo y una treintena en forma de substantivo en el Nuevo Testamento, constituye en la práctica un término técnico en san Pablo para introducir su enseñanza moral. Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como hostia viva, santa y agradable a Dios...» (Rm 12, 1). Os exhorto, pues,... a llevar una vida digna de la llamada que habéis recibido» (Ef 4, 1). La volvemos a encontrar en la primera carta de Pedro: «Queridísimos, os exhorto... a que os abstengáis de los deseos carnales que hacen la guerra contra el alma» (2, 11). Y, por último, ¿es preciso recordar que san Juan la ha empleado para designar al Espíritu Santo como el Paráclito, el apoyo, el abogado y el consolador?

La paráclesis es una enseñanza moral dada por el Apóstol en forma de exhortación instante en nombre del Señor. A diferencia de la Ley antigua, que se expresa en modo imperativo, como un pedagogo se dirige a niños pequeños, la paráclesis se inscribe en el marco de las relaciones paternas y maternas creadas por la común recepción de la gracia de Cristo: «Como un padre a sus hijos, lo sabéis bien, a cada uno de vosotros os exhortábamos y alentábamos, conjurándoos a que vivieseis de una manera digna de Dios, que os ha llamado a su Reino y gloria» (1 Ts 2, 11-12). Tiene como objetivo principal el progreso en la caridad y en las otras virtudes, lo que reclama la iniciativa y el compromiso personal de cada uno bajo el impulso del Espíritu. Incluye asimismo la idea de consuelo y de apoyo fraternos en el combate espiritual. La paráclesis es el modo característico de la catequesis moral de los tiempos apostólicos. Podemos distinguirla de la enseñanza del Sermón, que pone inmediatamente en práctica la autoridad soberana de Cristo; la paráclesis, sin embargo, es una participación directa otorgada a la misión de los apóstoles en el seno de la Iglesia en formación'.

La «paráclesis» de la carta a los Romanos

Los textos de exhortación apostólica son numerosos e importantes. Manifiestan la preocupación que sentían los apóstoles y las primeras comunidades cristianas por elaborar exposiciones de la moral evangélica suficientemente completas y bien construidas para servir en la instrucción y en la formación de los fieles. En una cultura en que la comunicación de las ideas se realizaba sobre todo de manera oral, era necesario disponer de resúmenes de la doctrina que emplearan fórmulas breves, fáciles de memorizar. Semejante procedimiento de expresión garantizaba mejor la fidelidad de la transmisión, especialmente a través de las asambleas litúrgicas, y convenía a la reflexión personal en vistas a la puesta en práctica.

Los capítulos 12-15, 13 de la carta a los Romanos, pueden ser considerados como modelo del género. Aquí los vamos a presentar brevemente desde el punto de vista de la espiritualidad cristiana, de la que constituyen una fuente de primer orden.

San Pablo nos presenta en ellos la vida cristiana como una liturgia, como un culto espiritual en el que ofrecemos nuestros cuerpos y nuestras personas como hostia agradable a Dios, abandonando la mentalidad del mundo mediante una «metamorfosis» de nuestro espíritu para conocer y hacer la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le place, lo que es perfecto. Mediante esta oblación participamos en la vida del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, en la que cada uno recibe unos dones y ejerce un ministerio ordenados al bien de todos. Señalemos, entre otros, el don de exhortar, que va a la par con el de enseñar. Percibimos aquí, como en filigrana, la ofrenda del Cuerpo de Cristo en la Pasión y en la Eucaristía, en el origen de la liturgia y, por consiguiente, de la vida cristiana (12, 1-8).

En el corazón de esta acción reside la caridad, el ágape, descrita en un pasaje típico, acompasado, escandido de asonancias, que forman un cuadro compuesto de pequeñas anotaciones convergentes. Permítasenos traducirlo literalmente: «Que vuestra caridad no sea fingida..., viviendo del espíritu, sirviendo al Señor, alegrándoos de la esperanza, pacientes en la prueba, perseverantes en la oración, compartiendo las necesidades de los santos, proporcionando pronta hospitalidad» (12, 9-12).

El pleno desarrollo de la caridad se presenta, a continuación, en una exhortación que recuerda directamente, tanto por el contenido como por su dinamismo, la enseñanza del Sermón de la montaña: «Bendecid a los que os persiguen; ben-

1. H. SCHLIER, Die Zeit der Kirche, Freiburg, 1958 2, 74-89.

decid, no maldigáis... Llenos de una misma complacencia para con todos... Sin devolver mal por bien... Vence al mal con el bien» (12, 14-21).

Pablo aplica este principio al dificil problema de la obediencia de los cristianos a la autoridad civil y a su inserción en una sociedad que les persigue. Resuelve el problema en la línea de una sumisión generosa, que procede del amor al prójimo, en la que ve el Apóstol el resumen y la plenitud de la Ley (13, 1-10).

La consideración de esta plenitud suscita la idea de la hora única en que nos encontramos: la proximidad de Cristo, comparable al día que va a levantarse. Este es el momento de permanecer vigilantes y entablar el combate contra las obras de las tinieblas con las armas de la luz.

Bajo la égida de una caridad semejante a la de Cristo examina Pablo, a continuación, la delicada cuestión de la conducta a seguir con los más débiles en lo concerniente al uso de las carnes ofrecidas a los ídolos. Su respuesta es un modelo para el tratamiento de los casos de conciencia (14, 1; 15, 12).

La conclusión recupera los temas centrales de la carta; revela las notas dominantes de esta enseñanza y de la espiritualidad cristiana primitiva: la paz y la alegría: «Que el Dios de la esperanza os conceda en plenitud en vuestro acto de fe la alegría y la paz, a fin de que sobreabunde en vosotros la esperanza por la virtud del Espíritu Santo» (15, 13).

La riqueza de un texto semejante es inagotable para quien percibe la realidad viva que hay detrás de las palabras. Nos encontramos aquí, incontestablemente frente a una moral dinámica, como en el Sermón. Esta catequesis se convierte en una vigorosa fuente espiritual bajo la acción del Espíritu, de quien es instrumento.


4. La presentación del misterio de Cristo

La catequesis moral no constituye una pieza aislada en las cartas de san Pablo. Mantiene vínculos profundos con la enseñanza del misterio de Cristo, que la precede a menudo y que proporciona a la contemplación cristiana su mejor alimento. Por consiguiente, hay que evitar absolutamente aplicar a los escritos del Apóstol la división tajante entre dogma, moral o parénesis, que hemos conocido.

La paráclesis de la carta a los Romanos procede directamente de la enseñanza sobre la fe en Cristo, la única que justifica; nos enseña cómo obra esta fe por medio de la caridad y cómo da en nosotros sus frutos bajo el impulso del Espíritu, que lleva a cabo nuestra santificación. El himno al Cristo obediente, humillado y glorificado, de la carta a los Filipenses nos introduce en el misterio de la Pasión y tiene como objetivo, al mismo tiempo, inspirarnos «los sentimientos que había en Cristo Jesús», de los que el mismo Pablo da ejemplo en su vida participando en los sufrimientos del Señor y en su resurrección. Por eso puede decir: «Volveos a porfía imitadores míos» (3, 17). En la carta a los Colosenses, Cristo, Imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, primogénito de entre los muertos, es el modelo del Hombre nuevo del que debemos revestirnos y cuyas virtudes describe el cap. 3. En la carta a los Efesios, las bendiciones dirigidas al Padre, a la alabanza de su gloria, asocian a los designios de Dios, que ellas revelan, a aquellos hombres que intentan «imitar a Dios como hijos amados», según la enseñanza de los caps. 4 y 5.

Estos pasajes representan cimas en la contemplación cristiana del misterio de la salvación y son fuentes eminentes para la vida espiritual. Sin embargo, el estudio y la meditación de tales textos no conduciría más que a una especulación estéril, si no se tomara en consideración ni se pusiera en práctica la enseñanza moral que les sigue, si el cristiano no se preocupara de despojarse del hombre viejo con sus obras, para revestirse de «aquel que se encamina hacia el verdadero conocimiento renovándose a imagen de su Creador» (Col 3, 9-10).

La lectura espiritual, como la exégesis por otra parte, debe tomar, pues, cada escrito apostólico en su conjunto, a fin de darle su pleno valor a la catequesis que expone. La cosa se ha vuelto dificil por las divisiones que siguen incrustadas en nuestras cabezas; pero es la condición que impone una lectura fiel y enriquecedora.

Añadamos que, a nuestro modo de ver, la parte contemplativa del Evangelio de san Mateo, que corresponde al Sermón de la montaña, nos la proporciona el relato de la Pasión y de la Resurrección. No se trata de una simple narración de los acontecimientos. El evangelista nos presenta una honda lectura de los mismos hecha a la luz del Espíritu Santo. Nos muestra cómo vio Cristo las cosas: como el cumplimiento de la voluntad de su Padre, como la nueva liturgia que él celebra, como la nueva Pascua que él instaura, como la nueva Alianza que él funda e inscribe en los corazones, y, sobre todo, como el testimonio sobre su propia persona, en el sentido de que él es el Hijo de Dios y el Rey de Israel. De este modo, podemos establecer el vínculo entre el Sermón y la Pasión, para considerar cómo se ha realizado en él y cómo actualiza este vínculo nuestra comunión con la vida y el sufrimiento de Cristo.


5. Lista de textos de la catequesis moral

He aquí el elenco de los principales pasajes de catequesis moral que encontramos en los libros del Nuevo Testamento, siguiendo el orden corriente de nuestras Biblias.

1 Corintios: tras el examen de los «casos de conciencia», resueltos principalmente mediante la relación con Cristo, relativos al incesto, al recurso a los tribunales paganos, a la fornicación, etc., los capítulos 12 y 13 exponen los dones del Espíritu entre los que domina la caridad, en su dimensión eclesial, pues ella es quien edifica el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, y en su dimensión personal, pues ella es quien inspira las otras virtudes y carismas.

Gálatas 5: descripción del combate espiritual con las obras de la carne y los frutos del Espíritu, el primero de los cuales es la caridad.

Efesios 4 y 5: exhortación a la unidad en un mismo Cuerpo y un mismo Espíritu, a través del despojo del hombre viejo para revestirse del Hombre nuevo, «creado según Dios en la justicia y la santidad de la verdad».

Filipenses 2, 1-17 y 3, 1-4, 9: exhortación a imitar los sentimientos de Cristo en la humildad y obediencia, y a convertirse en los imitadores de Pablo, tenso en su carrera para ganar el premio del conocimiento de Cristo Jesús.

Colosenses 3, 1-4, 6: exhortación a vivir escondidos en Cristo para revestir el Hombre nuevo, «que se encamina hacia el verdadero conocimiento renovándose a imagen de su Creador».

1 Tesalonicenses 4 y 5: exhortación a la santidad y a la vigilancia en espera del Día del Señor, como hijos de la luz.

Es preciso mencionar aún, en su conjunto:

La carta de Santiago y su enseñanza sapiencial, tan concreta y sabrosa.

La primera carta de Pedro, que es una verdadera joya de la exhortación moral; su enseñanza, ligada a la catequesis bautismal, se acerca frecuentemente a la del Sermón de la montaña y a la de san Pablo.

La primera carta de Juan con sus grandes temas: la luz, el pecado y el mundo, la caridad y la fe.

Señalemos que el «Catecismo de la Iglesia católica» inserta la catequesis apostólica en el marco de su exposición de la Ley nueva (n. 1971).


II. La cuestión de la lectura espiritual de la Escritura

Nos limitaremos aquí a mostrar cómo la lectura espiritual de la Escritura se distingue de la lectura simplemente histórica, no para oponerlas, sino a fin de ordenarlas y ver cómo podemos sacar provecho de una y de otra.


1. Lectura histórica y lectura «real»

En nuestra opinión, la distinción fundamental estriba en ser dos tipos de lecturas determinadas por dos tipos o dos niveles de verdad. La diferencia tiene su origen en la introducción del método histórico y crítico en la exégesis en el siglo XVII. La lectura histórica se liga directamente a la verdad material del texto, como documento, como hecho del pasado, como «fenómeno» de la historia. Por ejemplo, se investigará si el texto de las bienaventuranzas que poseemos es auténtico, si ha sido redactado por el apóstol Mateo y con qué fuentes y, por último, qué ideas tenía el autor en la cabeza. Se desemboca, finalmente, en la cuestión: ¿nos refiere el texto de las bienaventuranzas las palabras del mismo Jesús? Al realizar semejante investigación, el historiador se debe mantener a distancia de los documentos con objeto de estudiarlos sin prejuicios, objetivamente, sin mezclar en ellos sus ideas o sus sentimientos. Esta lectura nos proporciona una base y una información actualmente indispensables. Pero, ¿basta?

Ésa es la cuestión. Para alimentar una espiritualidad, ¿no es preciso recurrir a otro tipo de lectura?

Hay, efectivamente, otra manera de leer la Escritura, que se sitúa dentro de la lectura histórica, pero va más lejos que ella; apunta a la verdad del contenido que hay tras las palabras que lo envuelven. Se trata de saber no ya lo que ha escrito o pensado Mateo, sino si lo que dice es verdad. Siguiendo con el ejemplo de antes, esta lectura consiste en preguntarse: ¿es verdad que los pobres, o los que lloran, o son perseguidos, son felices y poseerán el Reino, tal como anuncia Cristo?

Ante esa pregunta, que penetra en la substancia del texto y del mensaje que pretende transmitir, el lector no puede ya quedarse a distancia, ni permanecer neutro: debe tomar partido. Ya no está, en realidad, frente a un texto del pasado, sino ante una palabra que se dirige a él en el presente y que le pone en cuestión en su propia vida. Debe responder personalmente, sobre todo cuando está sometido a la prueba de la pobreza y del sufrimiento de los que se habla en el texto. En el caso de las bienaventuranzas, además, la respuesta no puede apenas venir más que de un acto de fe, pues no es en modo alguno evidente, es incluso contrario a la opinión y al sentido común que los pobres y los perseguidos sean felices. No obstante, esta respuesta creyente es la que va a procurar al lector la experiencia personal de la verdad escondida en la bienaventuranza, por medio de una especie de contacto íntimo con la realidad de vida que ella expresa.

Tal es la verdad que intenta captar lo que nosotros llamaremos una lectura «real» de la Escritura, a diferencia de una lectura simplemente literaria o histórica. La llamamos «real» porque nos hace alcanzar la realidad de fondo que significan las palabras de la Escritura y porque nos procura la experiencia de la verdad de esta enseñanza, que afecta a nuestro mismo ser, cuando la ponemos en práctica

Por otra parte, con santo Tomás, debemos añadir que Dios tiene el poder de dar una determinada significación no sólo a las palabras, sino tanto a la realidad de las cosas como a los acontecimientos de la historia (cfr. I, q. 1, a. 10). Así, en

2. Nuestra distinción es bastante cercana a la de J.H. Newman entre el asentimiento nocional y el asentimiento real, que rige su reflexión en la «Gramática del asentimiento». A diferencia del asentimiento nocional, obtenido mediante un razonamiento lógico, el asentimiento real está ligado a la experiencia y procede de una convergencia de indicios y de argumentos probables que procuran la certeza. He aquí cómo J.H. Walgrave expone la lectura de la Escritura según Newman: «De este continuo contacto con la Biblia es de donde Newman tomó su concepción de la exégesis cristiana. Para él la Sagrada Escritura tiene un doble sentido: un sentido literal, objeto de la exégesis científica, y un sentido espiritual, que no se revela sino a aquel que lee la Biblia con un espíritu religioso. La Sagrada Escritura contiene la palabra de Dios de manera objetiva. Por tanto, es posible estudiar su contenido de manera científica. Pero, al mismo tiempo, es la palabra viva de Dios. Dios, por medio de la inspiración, ha adoptado, en cierto sentido, la palabra histórica de los antiguos escritores para transferirla a la esfera de su presencia eterna Sigue hablando, hic et nunc, al creyente que busca en ella Su presencia. Así es como el instinto de la fe nos hace aprehender la realidad viva del Dios Salvador, a través de la palabra que nos dirige por medio de la letra. Esa letra es como un sacramento: el signo visible en el que tiene lugar el encuentro entre el creyente y el Dios de la salvación» (NEWMAN: Le développement du dogme, Toumai, 1957, 368).

el designio de Dios, que es su autor principal, la Pascua judía prefiguraba la Pascua de Cristo. En este caso, la lectura creyente alcanza la realidad profunda de los acontecimientos, que una lectura simplemente histórica no puede más que rozar. Esta aprehensión de la verdad espiritual corresponde exactamente, además, a la intención de los autores sagrados. Los evangelistas no han escrito para contarnos historia o para dar trabajo a los sabios, ni para brindarnos temas de discusión intelectual, sino -y lo dicen explícitamente (Jn 20, 30)- para suscitar en nosotros la fe, para comunicarnos la verdad vivificante contenida en las palabras y en las acciones de Cristo.

He aquí, pues, dos tipos de lectura y dos clases de verdad. De un lado, una verdad formada a base de hechos, de documentos, tomados del flujo de la historia, inscritos en el pasado, que no puede ser alcanzada, en nuestro caso, sin conocer las lenguas antiguas. Del otro, una verdad que se hace presente a cada uno, que se muestra capaz de cambiar la historia de un hombre, de una comunidad, y que puede ser comprendida en todas las lenguas 3.

3. Spinoza ya había hecho esta distinción al establecer los principios del método histórico. Escribe: «Nos ocupamos aquí del sentido de los textos y no de su verdad». Con el sentido de los textos designaba la verdad histórica, que él distinguía de la verdad del contenido, que,-para él, seguía siendo de la competencia de la sola razón. Con este objeto, muestra especialmente cómo el conocimiento del hebreo es necesario para interpretar hasta el Nuevo Testamento (cfr. Tractatus theologicus-politicus, cap. VII). No obstante, está claro que el hebreo, por muy útil que pueda ser, no es indispensable para comprender que los pobres puedan ser felices. Aquí se requieren la fe y la experiencia. Se trata de un orden distinto.

La lectura histórica o literaria y la lectura «real» de la Escritura son, pues, diferentes, pero no se oponen en sí mismas, ya que la primera debe conducir normalmente a la segunda y prepararla. Está claro, sin embargo, que la lectura «real» es la única capaz de engendrar una espiritualidad, así como una teología viva. En efecto, sólo una consideración semejante, comprometida y experimentada, puede hacer captar en toda su densidad el verdadero sentido literal de la Escritura, constituido principalmente por la verdad de fondo de que acabamos de hablar, que podemos comparar con un grano de trigo escondido en su espiga. Por eso, por contener una verdad espiritual, el sentido literal puede engendrar los sentidos espirituales de la Escritura en toda su riqueza y diversidad.


2. Los sentidos espirituales de la Escritura

Llegamos así, y podremos comprenderla mejor, a la doctrina de los sentidos espirituales heredada de los Padres y sistematizada por santo Tomás al comienzo de la Suma, donde presenta la Escritura como la materia principal de la teología (I, q. 1 a. 10). Se trata de una pieza maestra en el arte de explotar la Escritura en orden a la espiritualidad.

Según el Doctor Angélico, conviene atribuir a la Escritura un cuádruple sentido. El fundamento lo pone el sentido literal, al que hay que volver siempre. Como acabamos de explicar, el sentido literal, tanto para santo Tomás como para los Padres, está constituido principalmente, más allá de las palabras, de la letra, por la «res» que esta significa, por la verdad de vida que contienen esas palabras y que constituye la materia directa de la reflexión teológica. Tal es el sentido literal, que fructifica produciendo un triple sentido espiritual, gracias a la verdad fecunda de que está impregnado y que está en relación con la intervención de Dios en la historia de su pueblo: el sentido alegórico o tipológico designa la significación que adquiere el Antiguo Testamento como anuncio y prefiguración del Nuevo, en el que alcanza su cumplimiento; el sentido moral procede de la Escritura cuando se aplica la enseñanza y los hechos de Cristo a la vida de los cristianos; el sentido anagógico o escatológico, por último, considera el Evangelio como un anuncio de la gloria futura.

Esta doctrina tiene como base principal la nueva lectura de la Escritura hecha por los apóstoles y la comunidad cristiana primitiva. Sitúa en el centro de la historia a la persona de Cristo, en quien se realizan las promesas de Dios, las profecías y las figuras. De ahí resulta una nueva concepción y división de la historia. La historia santa, que depende de la iniciativa divina según sus designios de salvación en Jesús, se divide en tres grandes períodos: la preparación comienza con la elección del pueblo hebreo y prosigue al ritmo de la pedagogía divina, que lo va formando bajo la égida de los profetas, de los reyes y de los sabios a partir de Moisés: es el tiempo de Israel. La cima de esta historia se alcanza con el nacimiento, la predicación, la muerte y la resurrección de Jesús: es el tiempo del Evangelio. Esta acción decisiva prosigue con el don del Espíritu por medio del anuncio de la Buena Nueva a todas las naciones y por su puesta en práctica en la vida de los creyentes: es el tiempo de la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios. La orientación del largo período en que nosotros vivimos está determinada por la espera de Cristo y por la esperanza del Reino de los cielos. El Catecismo de la Iglesia católica ha reintroducido, felizmente, la doctrina de los sentidos espirituales en la catequesis (n. 115-118).

La espiritualidad cristiana reposa, pues, en una interpretación espiritual, que se encuentra en las mismas Escrituras y se funda en la intervención de Dios en la historia de su pueblo, para suscitar en él una vida nueva en Cristo, que será la obra del Espíritu. La inspiración de la Escritura no es sólo verbal, se puede decir que es vital: se refiere a la realidad de la vida espiritual, que la Escritura está destinada a producir y a mantener en aquellos que reciben la Palabra de Cristo y la meditan en la fe.


3. La exégesis de Ios Padres o el arte de fabricar
    pan alimenticio con la Escritura

La lectura «real» de la Escritura, iluminada por la fe, engendra un cierto arte de interpretación que podríamos llamar exégesis de experiencia, ya que no procede tanto de las palabras y de las ideas como del contacto con las realidades que ellas representan. Los Padres de la Iglesia han ejercido este arte de modo sobresaliente; por eso sus obras son como frutos de la Escritura, que han conservado su vigor y su sabor a través de los siglos.

Podemos describir la exégesis de los Padres con ayuda de una comparación: han poseído el arte de hacer pan alimenticio con el trigo de la Escritura. Efectivamente, muchos pasajes de la Escritura están compuestos de sentencias, que constituyen resúmenes de doctrina comparables a granos que llevan el germen de la vida espiritual. Así es precisamente la percepción de la fe: bajo la envoltura de las palabras con su contexto histórico, esta adivina, recoge y separa el grano de la Palabra de Dios. Esta es la primera operación, comparable al trillado del trigo que lo despoja de su envoltura: aprehender la Palabra detrás del revestimiento histórico mediante la escucha atenta del corazón, penetrar hasta ella dejándola penetrar en nosotros mismos, captarla dejándonos tocar y cautivar por ella.

A continuación, hace falta moler el grano y reducirlo a harina. Eso es obra de la meditación. Esta tritura, en cierto modo, la Palabra de la Escritura mediante una reflexión que intenta extraer de ella la verdad, para ponerla en relación con la vida y la experiencia. La conserva también en la memoria para emplearla en el tiempo apropiado y comunicarla.

La meditación conduce a la práctica, pues la Escritura reclama actos. Es el amasado de la harina en que nos convertimos nosotros mismos al dejarnos trabajar por la Palabra en contacto con la vida, con sus dificultades y la prolongación del tiempo, aceptando también nuestras debilidades, nuestras resistencias y nuestras recuperaciones. Debemos verter al mismo tiempo en la artesa el agua de la oración, del esfuerzo paciente, con las lágrimas del arrepentimiento que convierten el corazón.

Cuando el pan ha tomado su forma, ha llegado el momento de meterlo en el horno: actuará entonces el fuego de la prueba, larga, según el tiempo de Dios, y penetrante, como la espada del Espíritu. La Escritura compara asimismo este proceso espiritual con la purificación del oro y de la plata, que son refinados siete veces 4.

Tal es el proceso, probado, que nos permite extraer de los textos de la Escritura un alimento vivificante, que podemos ofrecer de inmediato a los de

4. La comparación de la lectura de la Escritura con la fabricación del pan se encuentra en los Padres y fue retomada por la escolástica. En su desarrollo de la Ley del Levítico, santo Tomás, que se inspira en Hesiquio, explica de este modo, aplicándola a Cristo, la ofrenda de espigas o harina prescrita por la Ley de Moisés: «La razón figurativa de estas disposiciones reside en que el pan significa a Cristo, que es "el pan de vida" según Juan (6, 41-51). Cristo estaba aún oculto en la fe de los Padres, como el grano en la espiga, en los tiempos de la Ley natural, en la fe de los Padres; era comparable a la harina en la doctrina de los profetas de la Ley; como el pan, también él fue moldeado cuando asumió la humanidad, después fue cocido en el fuego, es decir, formado por el Espíritu Santo, como en un fuego, en el seno virginal. Fue cocido también en la sartén por los trabajos que soportó en el mundo; en la cruz fue asado como en una parrilla» (III, q. 102, a. 3 ad 12).

más, como lo hacían los Padres en sus comentarios. Aquí reside el secreto de la exégesis patrística y de las obras espirituales producidas por la Palabra de Dios. Este arte corresponde con gran exactitud a la elaboración de los escritos evangélicos y a la intención profunda de sus autores, que querían hablarnos «de fe en fe» (Rm 1, 17). Estos escritos han sido compuestos como resúmenes de la doctrina y de la experiencia, para ser escuchados, meditados, puestos en práctica y convertirse para los creyentes en un alimento que les da la fuerza para producir frutos de vida conformes al Evangelio.

Este método ha sido practicado por los cristianos desde los orígenes, tanto en comunidad, en el marco de la celebración litúrgica, como en la vida personal. Y se nos impone como el punto de partida de todo trabajo de renovación y de progreso espiritual.


4. En la escuela de la liturgia

La Escritura y la liturgia caminan cogidas de la mano; no pueden ser separadas. Muchos de los pasajes del Nuevo Testamento, como el relato de la Pasión, fueron escritos con la mirada puesta en las celebraciones pascuales, que se prolongan en la Eucaristía dominical. La liturgia eucarística, que reúne a la comunidad cristiana, forma el marco natural de la lectura de la Escritura, que en ella recibe normalmente el comentario autorizado del obispo o de un predicador delegado para tal oficio.

La Escritura ha sido confiada, efectivamente, a la Iglesia y ella la entrega a cada creyente. La lectura del texto sagrado posee así dos polos: la escucha comunitaria en el marco de la liturgia y de la vida eclesial; y, a continuación, la escucha personal de una Palabra que resuena en lo secreto del corazón «donde sólo el Padre nos ve» y puede hablarnos a través del Espíritu de su Hijo. Por consiguiente, la Escritura debe ser recibida, comprendida, interpretada y vivida en la comunión de la Iglesia.

La liturgia no es sólo el lugar más apropiado para el anuncio y la explicación de la Palabra de Dios; también la pone en práctica en la acción que mejor le corresponde y resulta más necesaria: en la oración, que podemos definir como una conversación con el Padre, por el Hijo, bajo el impulso del Espíritu, en comunión fraterna. A través de la liturgia, la Escritura se transforma en oración y nos proporciona el acceso a la fuente viva de la gracia que nutre la vida espiritual y engendra la acción. La liturgia, inaugurada en la Pasión del Señor y ordenada en torno a la Eucaristía, nos enseña a ejercer el culto espiritual en el que ofrecemos, día tras día, nuestros cuerpos, nuestras personas, nuestra vida como «hostia viva, santa, agradable a Dios» (Rm 12, 1).

La manera en que la liturgia nos enseña a leer la Escritura corresponde al método de los Padres y a la lectura «real» de que hemos hablado. La liturgia no nos reúne para estudiar la Escritura y discutirla, sino para escucharla como Palabra de Dios dirigida a nosotros y convertirla en oración; nos la explica también para dirigir nuestra vida y brindarnos la experiencia progresiva de las realidades espirituales. Con esta intención nos invita la liturgia a recorrer el conjunto de la Escritura a través del año, siguiendo el ritmo cíclico que caracteriza el crecimiento vital.

Además, el marco en que nos introduce la liturgia responde exactamente a la división del tiempo, que distribuye y ordena entre sí los sentidos espirituales. El ciclo litúrgico tiene su centro en la persona de Cristo y se organiza siguiendo los «misterios», los principales acontecimientos de su vida y de su obra, agrupados en torno a la Pasión y Resurrección. Ésta es la cima permanente de la historia de la salvación. Todos los textos del Antiguo Testamento serán leídos como una preparación, como una prefiguración, o una profecía del misterio de Cristo, según el sentido alegórico o tipológico.

Cristo murió y resucitó por nosotros; la Eucaristía se celebra para que vivamos de ella y hagamos fructificar esta gracia y esta enseñanza recibidas del Señor. Es la puesta en práctica del sentido moral de la Escritura. Es digno de destacar, notémoslo, que la liturgia haya mantenido a través de los siglos la lectura de la catequesis moral del Nuevo Testamento, hasta en los tiempos en que los teólogos parecían haberla olvidado.

Por último, la liturgia, de modo particular en el tiempo de Adviento y al final del año, dirige nuestras miradas y nuestra esperanza hacia la venida de Cristo, esperado como el Esposo y como el Señor a quien amamos, o aún como la Luz de un día nuevo que no tendrá noche. Ese es el sentido anagógico o escatológico que orienta la vida cristiana hacia el encuentro de Cristo.

Podemos concluir así: la liturgia, al ponernos continuamente en contacto con la Escritura, al enseñarnos a escucharla como Palabra de Dios, a convertirla en oración y a interpretarla en comunión con la Iglesia, al exhortarnos a practicarla a través de la esperanza, siguiendo el ritmo de los tiempos inaugurados por Cristo, la liturgia –decíamos– constituye una fuente principal y una escuela de primer rango para cualquier espiritualidad cristiana.


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