I

TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD


¿Qué relaciones hay entre la teología y la espiritualidad, entre una teología que se pretende racional, científica, y una espiritualidad que se apoya en la experiencia y compromete ampliamente la afectividad? O de un modo más material: ¿qué lugar otorgar a la espiritualidad en un programa de teología? ¿Tiene derecho a ocupar un lugar en una teología que reivindica un estatuto científico? ¿Seguirá siendo un suplemento a la enseñanza de la teología moral, como el antiguo curso de ascética y mística? ¿Puede acaso la teología espiritual, como se prefiere llamarla hoy, anudar unas relaciones más estrechas con las restantes ramas de la ciencia sagrada y desempeñar un papel más importante entre ellas?

Vamos a dividir nuestra investigación en dos partes: quisiéramos mostrar, en primer lugar, cómo conviene reintegrar la espiritualidad en la teología moral y volver a ponerla en comunicación con todas las partes de la teología. A continuación, deberemos precisar las relaciones existentes entre la teología, que ha adquirido un punto de vista principalmente especulativo desde la escolástica del siglo XIII, y la doctrina espiritual más directamente práctica y ligada a la experiencia, tal como la encontramos tanto en los autores espirituales y Ios místicos, como en la catequesis apostólica. Este será nuestro segundo capítulo.

Para determinar el lugar de la espiritualidad en la teología es preciso considerar, previamente, la historia de la enseñanza teológica de la moral y de la espiritualidad a lo largo de los últimos siglos. Esto nos brindará el indispensable status quaestionis. En esta historia vemos nacer nuevas divisiones que se imponen pronto y se vuelven clásicas. A pesar de las críticas, las mejoras y los cambios de vocabulario, subsisten aún y afectan de modo absolutamente particular a la espiritualidad.
 

I. La división entre moral ascética y mística,
o la espiritualidad en la época moderna

La división entre moral, ascética y mística, que actualmente preferimos llamar espiritualidad o también teología espiritual, es, en realidad, de formación relativamente reciente. Data del siglo XVII y se difundió sobre todo durante los siglos XVIII y XIX.


A. Definiciones

He aquí cómo expone el padre Pourrat (1871-1957), sulpiciano, en una consideración sistemática, el lugar de la espiritualidad en la teología: «La espiritualidad es esa parte de la teología que trata de la perfección cristiana y de las vías que a ella conducen. Se distingue entre la teología dogmática, que enseña lo que es preciso creer, la teología moral, que enseña lo que se debe hacer o evitar para no pecar ni mortal ni venialmente, y por encima de ambas, pero basada en ellas, la espiritualidad o teología espiritual. Ulteriormente, la espiritualidad se subdivide en teología ascética y en teología mística.

La primera tiene como objeto los ejercicios a los que debe entregarse todo cristiano que aspira a la perfección... Dios nos invita a ellos y nos da las gracias necesarias para corresponder a su invitación. No ocurre lo mismo con los estados extraordinarios, de los que se ocupa la teología mística, tales como la unión mística propiamente dicha y sus manifestaciones accesorias, que son el éxtasis, las visiones y las revelaciones. Lo propio de estos estados es no depender de quienes los experimentan... En la ascética, el alma, sólo en virtud de la gracia, se esfuerza por elevarse hacia Dios; en la mística, por el contrario, es Dios quien invade de modo repentino e impetuoso el alma, sin que ésta tenga que desplegar su actividad de otro modo más que para recibir y gustar el don divino» (La spiritualité chrétienne, París, 1943, t. I, VII-VIII; t. IV, Conclusión).

Tenemos, pues, una triple distinción:

teología dogmática: lo que debemos creer;

teología moral: lo que debemos hacer para no pecar;

teología espiritual:


B. Historia

Debemos completar la exposición del padre Pourrat con una ojeada sobre la historia.

En el siglo XV se empezó a distinguir entre teología especulativa, escolástica, enseñada en las universidades, con su lenguaje técnico y abstracto, y teología mística, cuyo objeto era describir y favorecer la experiencia y la búsqueda de la perfección cristiana, exponer sus medios y sus etapas, con un lenguaje bastante concreto y accesible a todos. Uno de los iniciadores de la teología mística fue el canciller Jean Gerson (1363-1429), que, dicho sea de paso, había adoptado en moral el principio de Occam según el cual nada es justo o injusto en sí mismo: es la voluntad divina la que hace bueno lo que ella permite y malo lo que ella prohibe. La teología mística dio nacimiento a una vasta literatura, especialmente en el siglo XVI, en el surco abierto por la mística renana y la mística española después. Mas, en esta época, el término teología mística recubre aún el conjunto de los fenómenos y experiencias de la vida espiritual descrita por los autores.

El siglo XVII contempla el nacimiento de las «Institutiones morales», manuales de moral destinados a la enseñanza en Ios seminarios y ordenados especialmente a la administración del sacramento de la penitencia. La materia moral está dispuesta en ellos siguiendo los mandamientos de Dios y los de la Iglesia, entendidos como el código de las obligaciones que se impone a todos los cristianos, así como los pecados que deben evitar o declarar en la confesión para ser absueltos.

Esta concepción de la moral, centrada en los mandamientos y los pecados, trajo consigo la separación entre la moral, obligatoria para todos, y el estudio de las vías hacia la perfección, en las que se comprometen libremente algunos cristianos, especialmente los religiosos. Este último terreno, considerado, primero, como la materia de la teología mística, se va a dividir en dos partes: de un lado, la ascética, que describe las vías ordinarias, en las que basta con el esfuerzo humano para avanzar con la gracia habitual y para practicar lo que recibirá el nombre de contemplación adquirida, y, de otro, la mística, que se dedica a las vías extraordinarias favorecidas con gracias divinas especiales, en las que el alma permanece fundamentalmente pasiva bajo la acción de Dios y goza de la contemplación infusa.

La división entre ascética y mística se difundirá sobre todo en el siglo XVIII gracias a las obras del padre Scarameli, s. j. (1687-1752), el Directorio ascético (Nápoles, 1752) y el Directorio místico (Venecia, 1754).

El término de espiritualidad significó, primero, la calidad de lo que es espíritu, distinto de la materia. Así se habla de la espiritualidad del alma. Fue en el siglo XVII cuando comenzó a tener el sentido que ahora tiene 1. Littré (filósofo, lexicógrafo, médico y político francés, 1801-1881) definió así la espiritualidad: «Término de la vida devota. Todo lo que se relaciona con los ejercicios interiores de un alma desprendida de los sentidos, que no busca más que perfeccionarse a los ojos de Dios». Y cita, como ejemplo, la nueva espiritualidad de Mme. Guyon y de Fénelon.

La palabra espiritualidad, mezclada en la querella del quietismo, tomó primero una coloración peyorativa por el empleo que de ella hizo Bossuet para de-

1. Para más detalles, cfr. A. SOLIGNAC, art. Spiritualité, en DSAM, t. 15, col. 1142ss., 1989.

signar lo que él llama «la nueva espiritualidad»; Fénelon, por el contrario, la identifica con la doctrina de los santos. Cabría definir la espiritualidad, en el sentido moderno, como una doctrina sobre los progresos de la vida interior del cristiano en su relación con Dios, formada por un conjunto de principios, de métodos y de ejercicios sacados de la experiencia, concernientes de modo especial a la oración y la ascesis, que tiene como fin la perfección de la caridad. Notemos que, antes de ser una doctrina, la espiritualidad presupone un aliento inspirador, un cierto espíritu, que se concretiza en una enseñanza y en una práctica.

Así comprendido, el término acabará por reemplazar la expresión de ascética y mística, demasiado técnica para el lenguaje corriente y que se ha vuelto áspera. Se impondrá hasta en el título de obras importantes, a partir de la primera guerra mundial, y sugerirá una visión más unitaria de la vida espiritual.

Al volverse usual, el término de espiritualidad se va a aplicar ampliamente. Servirá para designar las diferentes escuelas que proponen alguna descripción o dirección de la vida espiritual. Se hablará de la espiritualidad ignaciana, franciscana, carmelita, dominica. El rasgo constante en estos empleos es el ordenamiento a la perfección de la vida cristiana, distinguida de la exigencia de los mandamientos obligatorios, de los que se ocupa la teología moral. De este modo se podrá decir que la moral es una y las espiritualidades múltiples.

Cuando vea la luz la idea de la llamada de todos los cristianos, laicos o religiosos, a la perfección, el empleo del término se extenderá aún más: se hablará de espiritualidad del matrimonio, del laicado, etc.


C. Discusiones recientes

Para terminar esta rápida ojeada sobre la historia, digamos una palabra sobre los debates, en ocasiones intensos, que se han desarrollado durante la primera mitad de este siglo en torno a la división de la espiritualidad en ascética y mística.

A fines del siglo pasado, el padre, más tarde monseñor, Auguste Saudreau (1859-1946), apoyándose en la tradición de los Padres de la Iglesia, volvía a poner en cuestión las divisiones que se habían vuelto clásicas y lo que ellas implicaban, en su libro Los grados de la vida espiritual (Angers, 1896), afirmando que las gracias místicas eran las condiciones normales de la perfección, ampliamente ofrecida a quien se dispusiera a ella con generosidad, y que el camino de la contemplación está abierto a todos en la vida de oración. No conviene, pues, estimaba él, separar la ascética y la mística; existe continuidad entre la una y la otra. En consecuencia, Saudreau descartaba la teoría de una contemplación adquirida mediante el esfuerzo personal ligado a la ascética; no reconocía más que la contemplación infusa, de naturaleza mística, en la que el alma permanece pasiva bajo la acción de Dios, y sostenía que esta forma de contemplación era accesible a todo cristiano por la gracia. Este era, según Saudreau, el camino de la santidad, que es la vocación común en la Iglesia. Precisaba, por último, que los fenómenos extraordinarios, éxtasis o arrebatos, no desempeñaban más que un papel secundario y no pertenecen a la esencia de la mística 2.

Las consideraciones de Mons. Saudreau fueron atacadas por el padre Poulain, s .j. (1836-1919), autor de un Traité de théologie mystique (París, 1910), por A. Farges, sulpiciano (1848-1926) y, un poco más tarde, del lado de los carmelitas, por el padre Gabriel de Sainte Marie-Madeleine (1893-1953), que asumió la defensa de la contemplación adquirida. Las ideas de Mons. Saudreau fueron confirmadas y prolongadas por las publicaciones del padre Arintero (1860-1928), dominico español, que sostuvo vigorosamente la coextensión de la vida mística a la vida cristiana, y del padre Garrigou-Lagrange, o.p. (1877-1964), uno de los más autorizados intérpretes de santo Tomás en materia espiritual. Intervinieron asimismo, entre otros, el padre de Guibert, s j. (1877-1942) a través de su Theologia spiritualis ascetica et mystica, de tendencia conciliadora, y Jacques Maritain (1882-1973) a través de Los grados del saber y de Ciencia y Sabiduría, donde propone una reflexión original sobre la ciencia moral y sobre las relaciones entre la teología y la mística. Mencionemos, finalmente, a dom Stolz (1900-1942), en Alemania, cuya Teología de la mística, que se sitúa en la línea de los Padres, critica el lado psicológico de la mística española y promueve la unidad entre la ascesis, la liturgia, la vida espiritual y la doctrina mística fundamentada dogmáticamente.

Respecto a esta larga discusión, dice el padre Adnes a modo de conclusión: «Algunos intentaban encontrar un camino de conciliación, como J. de Guibert. Algunas aristas vivas se limaron, algunos puntos de vista se acercaron. Pero se trataba, de hecho, de posiciones inconciliables. La controversia terminó menos por un acuerdo de principio que por la muerte de los combatientes. La muerte había aclarado sus filas... Pero es preciso confesar que los problemas subsisten» (DSAM, art. Mystique, col. 1937).

Esta polémica no debe ocultarnos el poderoso movimiento de renovación espiritual que ha marcado la primera mitad de este siglo y producido un nuevo brote de interés por la vida espiritual y la mística. De ello dan testimonio numerosas y valiosas obras consagradas a la historia y a la doctrina de la espiritualidad, así como algunas revistas como Vie spirituelle a iniciativa del padre Bernadot, o.p. (1883-1941), la Revue d'ascétique et de mystique, lanzada por el padre de Guibert, y ciertas obras monumentales, como el Dictionnaire de Spiritualité ascétique et mystique, comenzado en 1932. El fondo del debate reside en la puesta de la vida espiritual al alcance de los cristianos como una vocación común, incluida en su dimensión mística, caracterizada por la oración contemplativa. Se produce un esfuerzo por remontar las clasificaciones teológicas, que rompen la unidad de la vida espiritual, la continuidad de su progreso e impiden al pueblo cristiano acceder a la mejor parte del Evangelio.

2. Cfr. DSAM, art. Contemplation, t. 2, col. 2159-2179, y art. Saudreau Auguste, t. 13, col. 1988.

A nosotros nos corresponde tomar hoy el relevo, en un momento en que sale a la luz un nuevo interés por estas cuestiones.


II. Crítica de la división entre moral ascética,
mística
y espiritualidad


A. El origen de esta división: la sistematización
    de la moral en torno a la pura obligación

La división entre moral, ascética y mística, de la que estamos tratando, es tal que lleva a cabo prácticamente una separación entre la moral y la espiritualidad, y después respecto a la mística, continuando así en el terreno moral el proceso de división de la teología, que se constata desde el final de la Edad Media. La crítica de la que acabamos de dar cuenta se ha centrado sobre todo en la separación entre la ascética y la mística. En nuestra opinión, el origen de estas divisiones, la causa principal de su instauración, debemos buscarla en la concentración de la teología moral sobre las obligaciones, siguiendo los pasos del nominalismo a partir del siglo XIV. Esta concepción, que se hizo clásica, se impuso especialmente gracias a los manuales, que, después del concilio de Trento, organizaron la materia moral en torno a los mandamientos de Dios y de la Iglesia, comprendidos como el código de obligaciones del cristiano, y no ya en torno a las virtudes, como en la Suma de santo Tomás, tomada teóricamente como modelo a pesar de todo. Todo procede lógica e ineluctablemente de ahí.

La concentración de la moral sobre las obligaciones tiene como primera consecuencia la puesta aparte de la búsqueda de una perfección situada más allá de las obligaciones estrictas y referida a los consejos evangélicos. Para dar cuenta de esta materia y hacer sitio a los autores espirituales, se constituye una ciencia anexa, entendida como un suplemento a la moral; esta ciencia será la ascética y la mística. La distinción se refuerza porque se conjuga con una división existente en el seno de la Iglesia entre el pueblo, al que corresponde la moral, y los religiosos, consagrados a la perfección por su estado.

La lógica del sistema va a proseguir sus efectos provocando la separación entre la ascética y la mística. Efectivamente, una moral de la obligación, que erige la ley frente a la libertad, recurre sobre todo en el cristiano al esfuerzo voluntario, dando como presupuesta una gracia ordinaria, prometida a todos. Esta concepción voluntarista de la moral va a ser trasladada a la espiritualidad, originando su división en dos áreas: el de la ascética, que se ocupa de la búsqueda de la perfección que está al alcance del esfuerzo personal, en el orden de la ascesis y, de modo más especial, en la oración y la contemplación, de donde procede la idea de la contemplación adquirida; y, después, el de la mística, dependiente de gracias extraordinarias que Dios concede a ciertas almas escogidas, que las reciben pasivamente, como en la contemplación infusa, con los éxtasis, las visiones y otros fenómenos que la pueden acompañar. En el quietismo de Molinos (1628-1696), y después en el de Mme. Guyon (1648-1717), vemos este tipo de actitud de pasividad mística. Por eso, la condenación del quietismo, el año 1695, traerá consigo el hundimiento de estas corrientes espirituales y una reacción antimística general, que llegará hasta nuestro siglo.

Esta triple división implicará dos organizaciones diferentes de la materia: la moral se ordenará en torno a los mandamientos, fijando las obligaciones y los pecados; la doctrina sobre las virtudes, que supone una tendencia hacia la perfección, será trasladada a la ascética y afectará especialmente a las virtudes adquiridas; la doctrina sobre los dones, que incluye un modo de obrar especial sometido a la acción del Espíritu Santo, será atribuida a la mística.

La concepción voluntarista de la moral, basada en las obligaciones, es, por consiguiente, la causa principal de las divisiones que estamos criticando. Concuerda, además, con el racionalismo ambiente, que refiere la ciencia a la razón, la moral a la voluntad y el resto a los movimientos de la sensibilidad, que es preciso controlar de modo riguroso. De ahí se sigue un rechazo radical tanto de la mística y de la experiencia espiritual, como de todo conocimiento superior a la pura razón científica del tiempo.

La ruptura entre la libertad y las inclinaciones espirituales

Estas consecuencias históricas tienen una causa más profunda, que vamos a indicar de manera breve. Son fruto de una concepción de la libertad que se difundió en las escuelas teológicas desde el siglo XIV: la libertad de indiferencia, pronto admitida de modo común. Esta libertad, definida por Guillermo de Occam como el poder de elegir entre Ios contrarios a partir de la sola voluntad, produce una ruptura con las aspiraciones espirituales, especialmente con la inclinación al bien y a la felicidad, fuente del deseo natural de Dios, que santo Tomás había colocado en el origen de la libertad humana, según su concepción llamada por nosotros libertad de calidad o de perfección. En lo sucesivo la libertad se afirma como el poder radical de aceptar o de rehusar toda inclinación previa, ya sea de orden natural, como la aspiración a la felicidad, o adquirida, como las tendencias que crean las virtudes. En este caso, la moral no puede provenir ya de un impulso interior cualquiera; no puede tener ya otro origen que la intervención exterior de la voluntad divina todopoderosa, que se impone con la fuerza de la obligación. La libertad y la moral se separan, pues, de todo lo que forma parte del dominio de las inclinaciones, de las aspiraciones, de la atracción y del impulso interior hacia el bien, es decir, de todos los movimientos del espíritu y del corazón, que ponen en acción el deseo de Dios y constituyen la materia privilegiada de la espiritualidad y de la mística. La moral se vuelve un asunto de obligación y de voluntad; la espiritualidad queda reducida al orden de la afectividad y del sentimiento, frecuentemente considerados como una amenaza para la libertad y la calidad moral.

La ruptura entre la teología y la mística es grave, porque cava un foso entre la moral y sus fuentes espirituales. La cosa es tanto más sorprendente por el hecho de que el corte se produce en el seno de la escuela franciscana, heredera de esa mística tan resplandeciente de san Francisco, y entre sus discípulos llamados «espirituales». La ruptura modificó la concepción misma de la voluntad, cuyo acto propio ya no será en adelante el amor, que es una inclinación, sino el poder de imponer lo que uno quiere a sí mismo o a otro bajo la forma de un imperativo 3.

La filosofía moderna heredará estas concepciones de la libertad y de la moral, creyendo con frecuencia innovar, porque ignora la filiación histórica. El sistema de Kant, en particular, tan fuertemente centrado en el imperativo categórico, que se impone en nombre de la razón a una libertad apasionada por la autonomía, manifestará también, por su parte, una oposición radical con respecto a la mística y a las inclinaciones, y negará toda validez a la experiencia espiritual.

La cuestión de las relaciones entre la moral y la espiritualidad encubre, pues, un problema de fondo concerniente a la libertad, que afecta tanto a la filosofía como a la teología. Puede conducir a poner en cuestión la existencia misma de un conocimiento y de una ciencia espiritual.

Para restablecer unos vínculos sólidos entre la espiritualidad y la moral, y después con el conjunto de la teología, es preciso, pues, disponer de una concepción del hombre que vuelva a situar las aspiraciones espirituales en el mismo corazón del acto libre.


B. Las consecuencias de la división:
    la reducción del contacto con la Escritura y la Tradición

Señalemos otro inconveniente capital que resulta de la separación entre moral, ascética y mística o espiritualidad: la reducción del contacto tanto con la Escritura, como con la tradición de los Padres. En efecto, esta división no se encuentra en la Biblia, ni en los Padres, aunque estos emplean los términos de moral, de ascesis y de mística. Es la organización de este trinomio en ciencias distintas, en categorías separadas, lo que es nuevo y no se puede aplicar sin caer en anacronismo, ni perjudicar los textos antiguos.

El problema en la teología moral

El inconveniente principal es el siguiente. El moralista, en posesión de la idea de que su ciencia está delimitada por las obligaciones, no se interesará más que por aquellos textos de la Escrituras que dicten preceptos imperativos. Estos serán

3. Cfr. nuestro libro Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Barañáin, 1988, cap. XIV.

principalmente los mandamientos del Decálogo, sobre los que concentrará su atención, incluso en su lectura del Nuevo Testamento. Abandonará al predicador y al hombre espiritual los textos de orden sapiencial que no puedan reducirse a una obligación legal, considerándolos como simples exhortaciones o consejos. Así entendida y aplicada, la división entre la moral y la espiritualidad formará una verdadera pantalla filtradora en la mente del moralista. Es la falsilla de lectura que hemos llamado esquizoscopia: el recorte artificial de un texto, causado por categorías que se tienen en la mente y que se proyectan sobre aquello que se lee 4. Este modo de hacer impide al moralista ver lo que, sin embargo, se hace manifiesto en cuanto se abren los ojos: la enseñanza moral de la Escritura nos conduce más allá de las obligaciones y rebasa el móvil de la pura obediencia a la ley, porque es espiritual por esencia: nos propone una vida según el Espíritu, ordenada al misterio de Dios revelado en Jesús, y nos traza las vías que nos llevan a él, como a nuestra salvación, a nuestra bienaventuranza y a nuestra perfección.

De esta miopía, causada por unas categorías inadecuadas, resultará que los grandes textos de la catequesis apostólica, comenzando por el Sermón del Señor, serán dejados de lado por los moralistas, con el pretexto de que pertenecen a la espiritualidad más que a la moral.

El problema en la exégesis

La dificultad se agrava por el hecho de que los moralistas han transmitido sus modos de pensar a Ios exegetas, que los han transcrito en su propio lenguaje. Se distinguirá, por ejemplo, el indicativo de las proposiciones de fe, que forman el dogma, el imperativo de los preceptos de orden ético, y, finalmente, el optativo o la simple exhortación que forma parte de la parénesis. Bajo la distinción entre ética y parénesis se encuentra bastante exactamente la separación entre moral y espiritualidad. El resultado será el mismo: los exégetas, suficientemente ocupados por las cuestiones dogmáticas y éticas, tampoco otorgarán mucha atención a esos textos que ellos mismos han calificado de parenéticos, pero que, sin embargo, constituyen los documentos principales de la doctrina moral y espiritual del tiempo de los apóstoles.

El encogimiento de la espiritualidad

El encogimiento de la moral trae consigo un encogimiento de la espiritualidad, puesta en lo sucesivo al margen y considerada como una ciencia anexa. Los espirituales podrán alimentarse, sin duda, en las fuentes vivas de la Escritura. Sin embargo, su lectura de los libros santos padecerá, en cierta medida, de la falta de apoyo por parte de los moralistas y exegetas, de la ausencia de

4. Cfr. Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Barañáin, 1988, 120 y 180 (de la versión francesa).

una reflexión racional firme, que éstos hubieran podido brindarle. Además, a causa del acaparamiento del sentido literal de la Escritura por los científicos y los teólogos, el sentido espiritual será desprendido de su base, como la espiritualidad, y parecerá flotar en el aire a voluntad de inspiraciones y de sentimientos incontrolables.

Los efectos de la crisis protestante

El contexto histórico ha contribuido sobremanera a la disminución del contacto de la moral y de la espiritualidad con la Escritura, en el seno de la Iglesia católica, tras el concilio de Trento. El afán de protegerse contra la Reforma protestante y su exaltación de la Escritura frente a la Tradición provocó, entre los católicos, un distanciamiento respecto a la Biblia, que afectó —entre otros, especialmente a los que no eran clérigos y desconocían el latín— a los espirituales. Desde finales del siglo XVI la Biblia dejó de ser accesible al pueblo en su lengua. Santa Teresa de Avila, por ejemplo, nunca pudo disponer, al contrario que nosotros hoy, de una Biblia, y san Francisco de Sales no pudo recomendar a Filotea la lectura regular de la Escritura. De ahí resultó una reducción de la comunicación con la Palabra de Dios, que hubo de pasar por los canales de la enseñanza de la Iglesia dispensada en los catecismos, en la predicación, en los libros de piedad, en las obras espirituales. Esta situación no ha impedido al Espíritu Santo llevar a cabo su obra y formar grandes místicos; mas las corrientes espirituales de la época han sufrido incontestablemente a causa de estas limitaciones, lo mismo que la reflexión teológica que se ocupaba de ellos.

De aquí resultó una tendencia a la división y al particularismo en el dominio espiritual originada por la multiplicación «de las» espiritualidades, comparables a las capillas en la catedral de la Iglesia, y por la diversificación de las devociones particulares, que se convirtieron en necesarias para alimentar el fervor del pueblo cristiano, privado asimismo de acceso directo a la liturgia.

Para poner remedio a esta tendencia general, caracterizada por la división y la estrechez, surgieron los principales movimientos de renovación de la época preconciliar: la renovación bíblica, que ha logrado devolver a todos el acceso a la Escritura, la renovación litúrgica, comenzada ya por dom Guéranger a comienzos del pasado siglo, la renovación patrística, con las ediciones críticas y las traducciones de las obras de los Padres, y también la renovación tomista, en la medida en que ésta ha logrado restablecer vínculos con la experiencia espiritual y darle una expresión teológica. Existe aquí una amplia convergencia que nos indica la dirección en que tenemos que encaminarnos.

No obstante, una de las cuestiones más difíciles reside en la puesta a punto de las categorías que usamos en la teología, especulativa o espiritual. Eso es lo que vamos a intentar hacer rápidamente.


III. Propuesta de una concepción reunificada de
la moral y de la espiritualidad en el marco
de una moral de las virtudes

Para restablecer la unidad entre la moral y la espiritualidad nos basaremos en la concepción de la moral que nos propone santo Tomás de Aquino en la línea de los Padres: la moral es una respuesta a la cuestión de la bienaventuranza y se organiza en torno a las principales virtudes, teologales y morales, a las que se vinculan los preceptos del Decálogo y que perfeccionan los dones del Espíritu Santo. Estamos, pues, frente a una moral de la felicidad y de las virtudes.


A. La aspiración al bien en la raíz de la libertad

Visto desde esta perspectiva, el paisaje de la moral cambia ampliamente. El punto más radical es la concepción de la libertad ligada a la aspiración al bien y a la felicidad. En efecto, la libertad no se define aquí por la indiferencia en la elección entre el bien y el mal, sino por la atracción ejercida por el bien, siendo el mal la falta de éste. En la raíz de la libertad se encuentra una espontaneidad espiritual: ella nos inclina hacia una bondad que causa el amor, suscita el movimiento del deseo y procura, finalmente, la alegría. Somos libres, no a pesar de esta inclinación, sino a causa de ella, pues ella es la que abre nuestro corazón y nuestro espíritu a las dimensiones infinitas de la verdad y del bien; ella nos proporciona el poder de progresar incesantemente y superar todo bien limitado y creado, apreciándolo al mismo tiempo según su valor.

San Agustín ha expresado de un modo excelente esta aspiración primitiva en una pequeña frase, célebre, que colocó al comienzo de su Confesiones, al principio de su itinerario espiritual: «Señor, nos has hecho para ti, y nuestro corazón no encontrará descanso hasta que repose en ti». El hombre es libre, a imagen de la libertad divina, a causa de esta aspiración hacia el reposo en Dios, hacia el reposo del amor, inscrita en las profundidades de su espíritu.

Esa es la libertad que se encuentra en la raíz del dinamismo espiritual y en la base de toda la vida moral. Encontramos en ella, en su orientación hacia la perfección del bien y de la felicidad, el fundamento de la reunión entre la moral y la vida espiritual.


B. La virtud ordenada a la perfección

La libertad, como poder de obrar según el bien, no nos ha sido dada en plenitud al comienzo de la vida, sino como un germen que deberá crecer y desarrollarse para dar frutos, al modo de un árbol plantado cerca de un arroyo, según la bella comparación de la Escritura. Por otra parte, la experiencia nos enseña ampliamente que esta libertad puede estar trabada en nuestro corazón y amenazada por el pecado, que divide el alma y la afecta como una enfermedad. En consecuencia, tendremos que emprender un verdadero combate de liberación y de curación en el plano moral y espiritual.

La protección y el crecimiento de la libertad constituirán la obra propia de la virtud, con la ayuda de los preceptos, que nos enseñan qué pecados se le oponen y amenazan la caridad. La virtud, arraigada en nuestra inclinación natural al bien y tomando su savia de él, hace crecer nuestra libertad y la robustece con el ejercicio perseverante de los actos conformes con ella. De este modo nos procura un creciente poder para realizar obras de calidad, con facilidad a pesar del esfuerzo requerido, con alegría a pesar de la pena, por nuestra propia iniciativa a pesar de las dificultades encontradas, al modo como trabaja, sin escatimar esfuerzos, un buen artesano que conoce su oficio y lo ama. La virtud nos enseña a ejercer nuestro oficio de hombre.

La virtud, como por lo demás todo arte, incluye también, en su misma labor, una parte de inspiración, que tiene el mayor valor. Este será especialmente el caso en la colaboración entre el hombre y Dios, gracias a las virtudes infusas y a los dones, que nos ordenan a una perfección superior bajo la moción del Espíritu Santo, que nos ha sido dada para enseñarnos nuestro oficio de discípulos de Cristo y de hijos de Dios.

Notemos, a este respecto, que es preciso evitar separar las virtudes adquiridas y la virtudes infusas. Ambas están íntimamente asociadas, como en el artesano el trabajo y la inspiración, en la realidad del obrar cristiano. El trabajo prepara la inspiración y ésta incita a la labor. Consideradas en relación con nosotros, las virtudes adquiridas e infusas constituyen las dos caras del actuar cristiano: una es la eficiente, la otra receptiva respecto a la moción superior. Ambas forman juntas un único obrar, fruto de la colaboración entre la gracia, que «infunde» e inspira, y la libertad, que la recibe por el sí de la fe y se asocia a ella por el amor activo. De modo semejante, si bien se las puede distinguir por una diferencia de acento, no conviene, en nuestra opinión, oponer una contemplación adquirida a otra que sería infusa. Toda contemplación es pasiva o receptiva con respecto a la luz, en su primer movimiento, especialmente frente a Dios, a quien no podemos conocer si él no toma la iniciativa de revelarse a través de su Palabra. En este sentido, toda contemplación cristiana es infusa. Con todo, la más elevada contemplación que haber pudiere tendría siempre necesidad del humilde trabajo de la meditación, que nos conduce al «palabra a palabra» de la Palabra encarnada y a las exigencias de la práctica.

La virtud incluye, por consiguiente, un dinamismo interior hacia la perfección del bien, como la vida hacia su plenitud, como el árbol hacia la producción de sus frutos. De este modo desaparece el principal motivo de separación entre la moral, la ascética y la mística, a las que se reservaba el estudio de las vías encaminadas a la perfección. A través de las virtudes es toda la teología moral la que está ordenada a la perfección de la vida cristiana; y reclama por sí misma su despliegue en una espiritualidad que posee una dimensión ascética y mística.


C. El impulso y el progreso de la caridad

Estas consideraciones valen particularmente para la caridad y para toda moral que reconozca, previamente, que aquélla es la inspiradora y la forma de todas las virtudes. En efecto, la caridad, como todo amor, produce un impulso espontáneo hacia su crecimiento y perfección desde el primer momento de su formación en nosotros, desde el «flechazo» por Dios y por Cristo, que nos la infunden. Esto es lo que expresa perfectamente el primer mandamiento: amarás a Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas. Significa la aspiración a la plenitud que reside en la naturaleza del amor, sean las que fueren nuestras imperfecciones, nuestras debilidades y nuestras lentitudes. No existe amor real sin esta aspiración. Detener el propio crecimiento, rehusar nuestro progreso o intentar sentirnos dispensados de él, sería mortal para la caridad.

Una moral de las virtudes, ordenadas en torno a la caridad, no puede renunciar, por consiguiente, a la búsqueda de la perfección, ni separarse de la espiritualidad, que constituye su objeto de estudio. Será, en el fondo, necesariamente espiritual e incluso mística.


D. La ascesis y la mística ordenadas a la perfección de la caridad

Por otra parte, la consideración de la caridad como la virtud principal, nos brinda una base para legitimar, en cierta medida, la distinción entre la ascética y la mística, haciendo de ellas, no ya ciencias separadas, sino otorgándoles como materia etapas distintas en el progreso hacia la perfección y en la educación en las virtudes que la perfección requiere.

La caridad es, en efecto, muy exigente: lo reclama «todo» al nivel del corazón y en la vida. Ahora bien, nosotros no podemos corresponder a esta llamada íntima, en la acción cotidiana, sin someternos a una paciente educación que comienza por la aceptación de una «disciplina», de una ascesis, necesaria para vencer en nosotros los defectos y los pecados, contrarios a la caridad, y para desprendernos de lo que es incompatible con ella.

Toda vida cristiana incluye, pues, una etapa ascética y reclama, además, el mantenimiento de tal esfuerzo hasta el final. Mas la ascesis recibe aquí una significación positiva: está ordenada al progreso de las virtudes, de la caridad principalmente. Está asimismo al servicio de la libertad interior, que no puede crecer sin ella.

A continuación, en la plenitud a la que aspira el amor, se oculta el «misterio» de la persona amada. El amor nos inclina hacia aquel a quien amamos con el deseo de conocerlo en su intimidad, de contemplarlo en su «secreto», de «ver su rostro», como dice la Escritura. El amor es, en este sentido, naturalmente, místico y contemplativo. Esto es verdad en particular del amor divino, que, desde la primera chispa provocada en nosotros por la Palabra reveladora, contiene la invitación a entrar en el Misterio de Dios, a buscar su Rostro conformándonos a su Imagen, que es la de Cristo trazada por los Evangelios.

La ciencia mística tendrá, por tanto, como objeto la exposición de las etapas de la caridad que conducen a la contemplación del Misterio divino manifestado en Cristo. En la línea de las virtudes perfeccionadas por los dones, no habrá que separar la mística de la ascética. Está ordenada con ella a la perfección de la caridad, y se distingue de ella como el estudio de los estados más perfectos aquí abajo del amor y de la vida contemplativa.

En conclusión, consideramos que hoy es preciso reintegrar la ascética y la mística en el seno de la teología moral y otorgarles un estatuto plenamente teológico. De ello resultará que la misma teología, particularmente la moral, podrá recuperar su dimensión espiritual e incluso mística. Tal vez se trate incluso de una condición de supervivencia para la teología.

Nos hace muy dichosos constatar que el «Catecismo de la Iglesia católica» se pronuncia exactamente en este sentido. Tras haber recordado, con la Lumen gentium, que «Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad», que todos son llamados, por consiguiente, a la santidad, prosigue el Catecismo: «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama "mística", porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —"los santos misterios"— y, en El, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con El, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos» (n. 2013-2014).

 

BIBLIOGRAFÍA

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Revistas de bibliografía

Bibliographia Internationalis Spiritualitatis. A Pontificio Instituto Spiritualitatis O.C.D. ed. Roma, Edizioni del Theresianum.

Ephemerides Teologiae Lovanienses. Elenchus bibliographicus, VIII, Theologia ascetica-mystica.