5 de noviembre
SANTA ÁNGELA DE LA CRUZ
(1846-1932)
Ángela nació en Sevilla el año 1846, de familia numerosa y pobre, trabajadora y
piadosa. Desde muy joven trabajó en un taller de zapatería, a la vez que se
entregaba al servicio de los más pobres y marginados. Bajo la guía de un experto
confesor, el P. Torres, intentó hacerse religiosa, hasta que comprendió que el
Señor la llamaba a fundar una congregación, la Compañía de Hermanas de la Cruz,
que, viviendo en gran austeridad, atendían a enfermos y menesterosos. A pesar de
no tener estudios, dejó escritos de gran profundidad. Su vida y espiritualidad
tienen rasgos franciscanos muy marcados. Murió el 2 de marzo de 1932 en Sevilla.
Juan Pablo II la beatificó el 5 de noviembre de 1982 y la canonizó en 2003.
* * *
RASGOS FRANCISCANOS DE SANTA ÁNGELA
por José María Javierre
[José M.ª Javierre, sacerdote operario
diocesano, es un estudioso de la vida y obras de San Ángela. Prueba de ello son
las biografías de la Santa que ha publicado y la edición crítica de los escritos
de la misma: Sor Ángela de la Cruz. Escritos íntimos. Madrid, BAC - 362, 1974.
En esta obra, además de la edición de los escritos, Javierre ofrece una extensa
"Introducción biográfica" (pp. 3-144), así como introducciones particulares y
notas a los escritos. A continuación reproducimos algunos de los fragmentos de
sus introducciones en que se refiere a la presencia de lo franciscano en Santa
Ángela:]
A finales del siglo XII, por el año 1181 ó 1182, iba a nacerle un hijo al
acaudalado comerciante de Asís Pedro Bernardone.
Bernardone se hallaba en Francia, traficando para aumentar su fortuna. La noble
madonna Pica, su mujer, se vio asaltada de temor en el momento del parto. Para
invocar la protección de Nuestra Señora y alcanzar que el hijo le naciera bien,
ordenó a los criados que le bajaran al establo en memoria del portal de Belén.
El alumbramiento sucedió felizmente. Y así fue como el llamado Francisco de
Asís, hijo de Bernardone y de Pica, comenzó su existencia no en las ricas
habitaciones de su casa familiar, sino en un establo.
Igual que Jesús, el hijo de María y José.
Siete siglos más tarde, en el año de gracia de 1875, Angelita Guerrero dio a luz
en Sevilla la «Compañía de Hermanas de la Cruz».
Nació pobre la Compañía, igual que Jesús. Sólo que Angelita no tuvo que
descender ningún peldaño, pues ya ella vivía en el portal.
Francisco y Angelita sabían los dos que el camino para dar con la «perfecta
alegría» pasa por la «pobreza absoluta». Francisco fue pobre cuando ya se vio
desnudo en presencia del obispo. Angelita fue siempre pobre. Desde su pobre
casita de Santa Lucía, 5, cambió a un convento tan pobre..., que ni convento
era.
Así nació la Compañía de la Cruz. Igual que Jesús en Belén. Conocemos la
historia de San José, que buscaba un refugio la noche del parto de María; y
Jesús nació en un portal.
A finales del mes de junio de 1875, el padre Torres dijo a Angelita que convenía
dejara el taller y dedicara todas sus fuerzas a preparar el sistema de vida, el
horario, la vivienda primera de la Compañía de la Cruz. Y las compañeras que
iniciarían con ella la aventura.
Angelita explicó a su madre, como pudo, lo que se traía entre manos. Y se
despidió del taller. (...)
En menos de un mes tuvo todo a punto. Lo traía bien meditado. Todo está
dispuesto, y las compañeras también. Angelita ha realizado tres conquistas. Tres
y ella cuatro. Forman ya una patrulla, minúscula y ferviente.
Josefa de la Peña, la terciaria franciscana bienestante que la acompaña en
visitas a los necesitados ha dado el paso. Ella decide vender sus bienes, dejar
su casa, poner el dinero a su disposición y tomar parte desde el primer día en
la Compañía. Una testigo del Proceso de Beatificación puntualiza: «En unión de
otras tres amigas suyas, que eran también, como ella, terciarias franciscanas,
las recibió [Angelita] como primeras en el instituto de las Hermanas de la
Cruz». No era fácil este paso para doña Josefa de la Peña. Persona conocida en
Sevilla, encontraría luego reticencias y comentarios si el arriesgado ensayo
fracasaba.
Pero ha mirado largamente los horizontes de Angelita, conoce el temple de esta
mujer, a primera vista frágil. Y entre las dos escogen, del círculo de sus
amistades, dos muchachas pobres, sencillas y buenas: Juana María Castro y Juana
Magadán. Aceptan. Son cuatro, patrulla minúscula.
Con el dinero de Josefa Peña, no es gran cosa, alquilan «su convento». Un
cuartito con derecho a cocina en la casa número 13 de la calle San Luis. (...)
A finales de julio se trasladaron a «su convento». Para entrenarse, para
calentar su nido: Pues la «inauguración oficial» está prevista, de acuerdo con
el padre, en el día 2 de agosto, fiesta de Nuestra Señora de los Angeles. (...)
Caía la noche, salen a rezar un rato en Santa Paula. Están citadas con el padre
Torres. Terminados sus rezos, les platica el padre en el atrio: Que Juana María
cambie de nombre para no confundirse con la otra Juana; que Angelita sea
superiora; que él mismo asume la dirección jurídica de la Compañía.
La mínima patrulla está ya formada. Hermana Josefa, hermana Juana, hermana
Sacramento y sor Ángela, hermana mayor.
2 de agosto de 1875. Nuestra Señora de los Angeles.
El padre Torres Padilla está, muy de madrugada, orando ante el altar mayor de la
iglesia de Santa Paula. Cuatro mujercitas, vestidas modestamente, vienen de una
casa de la calle San Luis para oír la misa. (...)
Las cuatro mujercitas comulgaron. Y allí estuvieron largo rato diciéndole al
Señor sus cosas.
Se olvidaron de comer.
Las hermanas de la Cruz, el primer día de su existencia, fecha oficial de
inauguración del instituto, olvidaron guisar la comida. De modo que su fiesta
careció de banquete. Es decir, hubo varios banquetes en casas de pobres del
barrio. (...)
Estas son las historietas antiguas que los discípulos de Francisco de Asís
llamaban de «perfecta alegría». Y añadían al final: En alabanza de Cristo. Amén.
Sea, pues, en alabanza del Señor.
(páginas 55-59)
* * *
Sor Ángela era terciaria franciscana antes de fundar la Compañía; también lo
eran las primeras compañeras. Parece que, después de fundada, debían asociarse
todas las hermanas a la Orden tercera, según una carta de la fundadora a la casa
de Utrera, el 18 de mayo de 1882, que se conserva en la casa madre. En 1929,
según documento conservado en el citado archivo del instituto, se pidió y obtuvo
la agregación de éste en la Orden Tercera Franciscana; pero vistas y expuestas
las dificultades que esto presentaba, al acomodar la regla al derecho canónico
en 1941, el Definidor general de la Orden franciscana, por entonces el padre
Agustín Zuluaga, envió en 1947 un documento que textualmente dice así: «...
quede bien asentado que, sin ser las Hermanas de la Cruz propiamente terciarias
franciscanas, por cuanto no hacen profesión de observar la regla de las
Congregaciones Terciarias, como agregadas a la Orden, gozan, sin embargo, por
una concesión especialísima, de los favores y gracias espirituales de que la
Santa Sede ha ido enriqueciendo a través de los siglos a nuestra Orden». Este
documento también se conserva en el mismo archivo.
(páginas 356-357, nota 158)
* * *
4. No es oportunidad apropiada esta breve introducción para tomar postura en la
compleja controversia acerca de las escuelas de espiritualidad. Pero, referidos
los documentos de sor Ángela de la Cruz a las preguntas esenciales -qué ideal se
propuso a sí misma y a sus hijas; qué medios utilizó para acercarse al ideal; de
qué fuentes se alimenta su espiritualidad; qué notas externas presenta como
característica suya en la oración, en la penitencia y en el apostolado-, habría
que responder: Primero, que la fisonomía espiritual de sor Ángela se acopla en
líneas esenciales a los esquemas ignacianos, si bien acentúa notablemente las
influencias de la Imitación de Cristo; segundo, que afloran constantemente en
ese esquema general matices propios de otras dos corrientes espirituales, la
franciscana y la carmelitana; y tercero, que la condicionan fuertemente las
circunstancias de la época y del lugar en que sor Ángela cumplió su trayectoria
humana. Analicemos estos puntos. (...)
9. El espíritu franciscano en sor Ángela de la Cruz no surge como un complemento
accidental y gracioso, sino que pertenece al núcleo de actitudes conscientemente
escogidas por la fundadora. Ella formula referencias explícitas a «mi padre San
Francisco» al reseñar que las virtudes «que deben brillar más en mí, son la
pobreza, el desprendimiento de todo lo terreno y la santa humildad»; al
programar el instituto decide que sus monjas «serán hijas de San Francisco de
Asís, hermanas terceras, y los domingos y días de fiesta, en vez de rezar el
rosario, rezarán la corona [franciscana]»; al explicar las tareas de las
Hermanas advierte que «los medios no serán otros que los que nuestro padre San
Francisco tuvo, que lo hizo todo con la limosna». Por el testimonio de las
primeras Hermanas conocemos el episodio del sermón oído por sor Ángela en
alabanza de San Francisco: le entraron deseos fervorosos de desprenderse de todo
y «pisar la tierra sin pisarla». El hábito de las Hermanas y sus costumbres,
novenas, misas, proponen permanentemente la cercanía del Santo de Asís hasta la
misma partida de este mundo: «Si a última hora [alguna Hermana] pide morir como
su padre San Francisco, se le concederá morir en la tarimita».
Esta identificación de sor Ángela con el espíritu franciscano nace más de
actitudes existenciales que de fundamentos ideológicos. A pesar de ricas
expresiones acerca de la mediación de Cristo, de la soberana presencia de Dios,
de la inmersión personal en la vida de Cristo, sería desorbitado establecer en
las paginas de sor Ángela alguna vinculación con las sentencias teológicas de la
escuela franciscana sobre la prioridad de Jesucristo en los motivos de la
encarnación. Pienso que todas las frases de sor Ángela admiten la normal
conexión con la ideología ignaciana, tomista en este punto.
Sin embargo, sor Ángela, por su origen familiar, por su ubicación popular y por
sus disposiciones naturales, se halla abierta a conexiones con el horizonte
franciscano. Las explosiones amorosas para con Dios y con los hombres más
desamparados, la atmósfera de alegría en el desprendimiento, el fiero apego a la
pobreza, le colocan entre los discípulos fervorosos del Santo de Asís. Y surgen
lances deliciosos de su biografía que constituyen como un capítulo reciente de
las Florecillas: se olvida de comer el día de la fundación; convierte los piojos
-único terror de sor Ángela- en «perlas de nuestro padre San Francisco»; un
pichón «providencial» proporciona caldo para la hermanita enferma; traen los
pies secos en día de lluvia torrencial; hermanita Ana consigue la suspirada casa
de calle Lerena y cumple las exhortaciones sobre el desprecio del mundo al pie
de la letra; sor Ángela remedia la falta de dinero para el pago del pan...
La fundadora introduce prácticas de sabor franciscano en el tenor de vida de las
Hermanas: besar la mano a las enfermas, y a los enfermos los pies, viendo en
ellos la imagen de Cristo; postraciones para ponerse en presencia de Dios al
comenzar la oración; uso habitual de las esteras, que ya sirvieron de cama al
grupo inicial en calle San Luis; petición de limosna de puerta en puerta, modo
«más gustoso» para San Francisco; utilización común de los libros; dedicación de
las flores a la Virgen, escribiendo incluso el nombre de María en las macetas;
celebración jubilosa de la fiesta de Navidad con «juegos» y procesiones en torno
al Niño y sus pesebres.
En el meollo de estas prácticas laten los fervores «exagerados» de la zapaterita
enamorada de Jesús y dispuesta a inventar locuras de cariño. Quiere que la
comida no le sepa a nada, y a escondidas le neutraliza el sabor con un poquito
de ceniza; considera «basura» el oro, igual que Francisco llamó basuras a la
riqueza; y lo mismo que el pobre de Asís suplicaba a fray León que le pasara por
encima diciéndole «miserable pecador», sor Ángela siente deseos «de aparecer a
los ojos de todo el mundo como una miserable pecadora y como una mujer
perdida...».
Este matiz tan franciscano del íntimo y poético desprecio de sí mismo halla en
la imaginación sevillana de sor Ángela refuerzos que hubieran entusiasmado al
«pobrecito» de Asís. Ella escribe de sí: «¿No os mueve a compasión la pobrecita
Ángela, tan sucia, tan fea y tan haraposa?» «He recibido de mi amado Dueño un
gran conocimiento de mi nada. Sí, este conocimiento, que en la presencia de Dios
me encuentro tan desnuda de todo, gracias a Dios que lo es todo y yo la nada»
«Quería más bajar, más pobreza, más humillación». «Me ha tocado un borrico que
no me ayuda..., parece que el borrico desmaya y no quiere andar». Imagina la
alegría del mendigo tontico que alcanza favor del rey. Inventa la deliciosa
parábola de la «negrita» despreciable, enamorada de Señor tan hermoso, gimiente
con suspiros que traen perfume del Cantar de los Cantares. Y concibe una de las
situaciones más sorprendentes de la historia de la espiritualidad contemporánea
al proponer, en serio y repetidas veces, a su padre espiritual la huida secreta
para ocupar una plaza de «mujer arrepentida». Decididamente, Francisco de Asís
le hubiera mirado con buenos ojos. Sor Ángela está autorizada por la trayectoria
anterior para escribir el epitafio místico de su testamento: No ser, no querer
ser...
En documentos posteriores a los papeles recogidos en este volumen, sor Ángela
aplica constantemente a la existencia de las Hermanas de la Cruz la tónica
franciscana de su espiritualidad: «Estamos de feria», les dice repetidamente
aludiendo a los jolgorios de las ferias primaverales andaluzas, que constituyen
un prodigio de luz y de color. Las Hermanas de la Cruz «están de feria» cuando
les aplasta el trabajo, cuando asisten a coléricos, cuando les falta el alimento
del día o ropas con que mudarse: «Siento mucho los males que han sufrido en los
días de más tarea y las privaciones que por las circunstancias actuales tienen
que experimentar; pero al mismo tiempo me alegro de la poquita de feria que ha
habido para el espíritu» (Carta a Arjona, 2 noviembre 1895); «Estas son nuestras
ferias y debemos dar muchas gracias a Dios» (Carta a Villafranca, 17 diciembre
1895); «... todos los pobres de Utrera, que los están socorriendo [...]; están
de feria, las pobrecillas. Pero no apurarse, que en todas las casas vamos a
estar de feria si correspondemos a nuestro Dios» (Carta a Ayamonte, 22 agosto
1885).
(páginas 150 y 158-161)
* * *
De los Escritos de Santa Ángela
[CONTEMPLACIÓN DEL MONTE CALVARIO]
El monte Calvario. Nuestro Señor enclavado en la cruz y la cruz levantada de la
tierra. Otra cruz a la misma altura, pero no a la mano derecha ni a la
izquierda, sino enfrente y muy cerca.
Pues conocía yo que el que quiere llegar a la santidad debe imitar a nuestro
Señor en todo. Y bien, ¿qué han hecho los santos todos, sino seguir los pasos de
su divino Salvador, imitándole primero en su vida oculta, cuando, viviendo con
su familia sin que apareciese en ellos ninguna cosa extraordinaria, ellos se
preparaban para el Calvario por la práctica de las virtudes con que han
asombrado al mundo, que no comprende ese misterio, ni puede darse la explicación
del cómo se realiza? Y no lo comprenden porque no conocen a Dios.
Pero yo, que al ver a mi Señor crucificado deseaba con todas las veras de mi
corazón imitarle, conocía con bastante claridad que en aquella cruz que estaba
frente a la de mi Señor debía crucificarme con toda la igualdad que es posible a
una criatura; y en lo íntimo del alma sentía un llamamiento tan fuerte para
hacerlo así, con unos deseos tan vivos y una ansia tan vehemente y un consuelo
tan puro, que no me quedaba duda que era Dios quien me convidaba a subir a la
cruz.
Era tan fuerte este llamamiento, que yo no podía resistir, y parece me ofrecía
toda a mi Dios, deseando el momento de verme crucificada frente a mi Señor; pero
estaba mi voluntad tan unida a la de Dios y tan sujeta a la obediencia, que,
aunque deseaba mucho, esperaba la voz de mi padre Torres [su confesor] para
conocer la voluntad de Dios y seguirla.
Otras dos cosas comprendía perfectamente.
Primera, que aquella cruz era el término de la santidad, de la cumbre de la más
elevada perfección, donde han llegado todos los santos, con las mismas virtudes,
aunque practicadas de distintos modos, según el estado de cada uno y los varios
caminos por donde Dios los ha llevado.
La segunda, que, a imitación de mi padre San Francisco, las virtudes que deben
brillar más en mí son:
-- la pobreza,
-- el desprendimiento de todo lo terreno, y
-- la santa humildad.
Pero con esta diferencia: que así como Dios quiso que este santo fuera conocido
y respetado de todos por sus heroicas virtudes y admirables fundaciones, por lo
que todo el mundo lo veneró en su vida y en su muerte, haciéndose eterna su
memoria, a mí me quiere nuestro Dios desconocida de todo el mundo, de tal manera
que no vea en mí otra cosa que una gran pecadora cubierta de deshonra y de
ignominia. Quiere nuestro Señor que yo baje tanto, tanto, que no haya otro
estado tan bajo, tan despreciable, tan humillante a que yo no pertenezca. Y esto
que se siga hasta después de mi muerte. (...)
(páginas 176-177)
* * *
[Medios para socorrer al necesitado: limosna]
El cariño, dulzura, respeto y humildad con que deben tratar a los pobres, la
regla debe marcarlo.
Los medios para esto no serán otros que los que nuestro padre San Francisco
tuvo, que todo lo hizo con la limosna: así nosotras todo lo pediremos de
limosnas, hasta que nos hagamos de devotos que nos señalen alguna limosna, bien
todas las semanas o todos los meses.
(página 331)
* * *
[Tiempo libre]
Hasta las diez [después de la cena] pueden las Hermanas con desahogo hacer lo
que gusten: las que sean más devotas, novenas; las que sean más místicas,
oración; las que sean más activas, coser la ropa de los pobres y hacer
escapularios. Aunque serán pocos los días que puedan disponer de esta hora,
porque el mes de María, novena de ánimas, de nuestro padre San Francisco,
septenario de San José y los Dolores de Nuestra Madre, lo harán en comunidad a
esta hora. (...)
A las diez en punto entrarán en el dormitorio y rezarán cinco padrenuestros en
cruz a las cinco llagas, diciendo aquella oración «Vedme aquí, ¡oh Dios mío!,
que postrado...», una salve a los Dolores, más un padrenuestro a San José, San
Francisco; y en seguida examen general de un cuarto de hora.
(páginas 340-341)
* * *
[Pobreza en vida y en muerte]
Serán hijas de San Francisco de Asís, Hermanas terceras [terciarias
franciscanas]; y los domingos y los días de fiesta, en vez de la parte de
rosario, rezarán la corona [franciscana]. (...)
Cuando enferme [alguna hermana] de cama, no entrará nadie a verla. Y si a la
última hora pide morir como su padre San Francisco, se le concederá el morir en
la tarimita; después, su mortaja será el hábito que le servía en casa y sus
sandalias. Se pondrá de cuerpo presente en el dormitorio y cuatro velas, y nadie
la verá, sólo el padre, que le dirá algún responso. Su entierro será muy pobre;
aunque tenga familia y quiera otra cosa, no se le admitirá.
(páginas 356-357)
* * *
[En sus "Apuntes de ejercicios y retiros", Santa Ángela muestra gran devoción a
muchos santos a los que nombra sus "protectores", pero sólo a San Francisco le
llama "mi padre", "nuestro padre" o cosas parecidas]
Segundo día [de Ejercicios de 1884]. Protector de este día, nuestro padre San
Francisco. (página 464)
Cuarto día [de Ejercicios de 1885]: jueves 22. Protector, mi amadísimo padre San
Francisco. (página 488)
Último día de Ejercicios [de 1885]. Me levanté con esta tranquilidad, pero muy
fría; y como era la última comunión de los Ejercicios, me esforcé cuanto pude
para hacerla con fervor. Le pedí a la Santísima Virgen me cubriera con su manto
para comulgar. Renové los votos. Le pedí al Santo Patriarca [San José] me
llevara de la mano para comulgar, y a mi padre San Francisco de la izquierda, al
Santo Ángel de mi Guarda que viniera a mi lado y a los demás santos protectores
que me acompañasen; y con esta santa comitiva fui a comulgar. (página 499)
Día 9 de enero de 1888, empecé los santos Ejercicios. Tomé de maestro de todos
ellos al Sagrado Corazón; y a nuestra querida Madre y nuestro amado San José de
protectores. Y también para cada día un protector particular. El primero, a mi
Santísima Madre; el segundo, a San José; el tercero, al Santo Ángel de mi
Guarda; el cuarto, a mi padre San Francisco; el quinto, a San Ignacio; el sexto,
a Santiago y Santa María Cleofás; el sétimo, a señora Santa Ana y San Joaquín, y
el octavo, a mi padre Torres. (páginas 540-541)
Empecé los santos Ejercicios el 19 de enero de 1889. Y puse de protectores de
todos ellos al Sagrado Corazón de Jesús y a nuestra Santísima Madre y nuestro
procurador San José. Y el primer día al Santo Ángel de mi Guarda; el segundo a
Santa María Magdalena, Santa Margarita de Cortona y Santa Pelagia; el tercero a
San Ignacio; el cuarto a nuestro Padre San Francisco; el quinto a Santa
Magdalena de Pazzis; el sexto San Antonio y Santa Isabel; el sétimo a San
Joaquín y Santa Ana; y el octavo a San Benito José de Labre y a nuestro padre
Torres. (página 545)
Tercer día [de los Ejercicios de 1891]. [Protector], nuestro padre San
Francisco. (página 548)
Empecé estos santos Ejercicios el 7 de diciembre del año 1894. Puse de
protectores: El primero, San José; el segundo día, San Cayetano; 3.º, San
Ignacio; 4.º, nuestro padre San Francisco; 5.º, los dos protectores del año:
Santa Margarita de Cortona y San Félix de Cantalicio. Sexto, San Benito José de
Labre y demás protectores de la Compañía; 7.º, San Joaquín y Santa Ana; 8.º,
todos los santos de mi devoción y todos los de la corte celestial. (página 562)
YA, SANTA ÁNGELA DE LA CRUZ
por José María Javierre
Si esta página no saliera de Sevilla, yo podría ahorrarme contar aquí quién es
sor Ángela: una mujer que ha conseguido el consenso absoluto de la ciudad.
Digamos casi absoluto, por si queda un despistado que ignora de qué va.
Imposible: desconocer a sor Ángela en Sevilla sería como no haber visto la Torre
del Oro.
Ángela de la Cruz es un milagro que nos ocurrió en Sevilla al pasar del siglo
XIX al siglo XX; un milagro que sigue vivo, actual. En el mes de enero de 1846,
a un matrimonio sencillo, humildes obreros, cardador él, venido de las montañas
de Grazalema, y costurera su mujer, Josefa, les nació una niña en la casita
donde moraban, arrabales de la Trinidad. Seis hijos sobrevivieron, de los
catorce nacidos; Angelita fue la predilecta, el juguete de la familia. Le
pudieron dar muy poca escuela, medio leer y mal escribir. Vivaracha, traviesa, a
los doce años entró de aprendiza en un taller de calzado, donde las señoronas de
Sevilla, y los canónigos, todo hay que decirlo, encargaban sus botas a la moda
de París. En aquellos años, Sevilla tenía rango de Corte, por la presencia de
los duques de Montpensier en el palacio de San Telmo; la infanta María Luisa
Fernanda, hermana de la reina Isabel II, y el duque don Antonio, hijo del rey de
Francia. Angelita trabajó a gusto en el taller, ganó la amistad de sus
compañeras, y comenzó a visitar enfermos pobres llevándoles consuelo y limosnas.
A los diecisiete años ya la tenían por santa. A ella le daba mucha risa. Hacía
penitencias escondidas y le ocurrían lances raros: un día, cuando rezaban juntas
el Rosario las oficialas del taller, se quedó de rodillas deslumbrada y
sonriente, les pareció que alzada sobre el suelo. Las chicas salieron de
puntillas dejándola sola; una hora después Angelita apareció bromeando esta
disculpa: «Me dejaron dormida...» La cosa iba a mayores; en el cuidado de los
enfermos ponía una dedicación absoluta, hasta chupar los pechos supurados de una
mujer para limpiarle la herida repugnante: la enferma sanó y no hubo que
operarla. El relato alborotó Sevilla, unos a favor, otros en contra. Angelita,
ni enterarse.
A los diecinueve años solicitó permiso de su confesor, un cura culto y penitente
llamado padre Torres, para entrar de lega en las Carmelitas; y a los
veinticuatro, para irse con las Hermanas de la Caridad. Los dos ensayos
fracasaron, a causa de su salud débil. Resignada a vivir de monja sin convento,
Ángela firmó un papel comprometiéndose ante Dios a cumplir los consejos
evangélicos. Prosiguió con su grupo de amigas el cuidado de enfermos pobres,
hasta que una tarde le sobrevino esta idea genial: van a fundar un Instituto
dedicado a la caridad haciéndose pobres con los pobres, no ayudándoles desde
fuera, sino siendo como ellos, experimentando la pobreza desde dentro.
Manos a la obra. El padre Torres le ordenó escribir todos sus pensamientos. Ella
-le costaba horrores- obedeció pacientemente y, poco a poco, mejoró su letra:
redactó Papeles de conciencia, con maravilloso contenido místico, algunas
páginas comparables a santa Teresa y san Juan de la Cruz.
Fundó su Instituto, imaginado por ella como un Calvario donde hay una cruz
disponible para crucificarse a sí misma junto a Cristo. Un día regresa Ángela a
su casa por la calle enladrillada. Va pensando que el oratorio de su convento
debe ser muy bello: si alguna religiosa se ve atormentada por el cansancio y los
sacrificios, que halle consuelo a los pies de la Virgen. Toda la casa será un
calvario, y el oratorio la única pieza rica. La talla de la Virgen que sea
hermosa, y en vez del Niño llevará una cruz y una corona, símbolos de las
Hermanas de la Cruz: la cruz en la tierra, y la corona en el cielo. De pronto,
Ángela se quedó inmóvil porque ve delante de ella a la Virgen tal como la
imaginaba, y la Señora le promete su ayuda. Así nacieron las Hermanas de la
Cruz, hijas de sor Ángela. Las cuatro primeras alquilaron un cuartito con
derecho a cocina: una mesa, media docena de sillas, un arca ropero, un
crucifijo, una estampa de la Virgen de los Dolores y cuatro esterillas para
cama. Ese primer día Ángela nombró a la Virgen superiora del convento; salieron
las monjas a repartir el dinero que les quedaba y a atender enfermos: era tanta
su alegría que no cocieron potaje, se les olvidó comer.
Crecían, buscaron casa más grande. Cuando ya eran doce Hermanas de la Cruz,
llamaron Madre a sor Ángela, y desde entonces bastó en Sevilla decir Madre para
saber de quién se trataba. Se les acumuló el trabajo: piden limosna, con una
mano toman y con otra reparten: visitan enfermos, dan clase a niñas huérfanas,
escuela nocturna para obreras. En los lugares de mayor pobreza y necesidad se
las ve luchando silenciosamente contra la miseria. Sonrientes. En época de
inundaciones, o de peste, o de hambre, ellas son el consuelo de los enfermos:
con las Hermanas de la Cruz llegan a cada tugurio recursos y limpieza.
Aumenta el número de Hermanas, abren casa en los pueblos: la bondad y ternura de
Madre les gana, entre la gente sencilla, fama de milagrera; sus milagros, las
cosas que ella realiza fuera de lo corriente, son maternales caricias, pequeñas
ayudas llenas de cariño. De aquellos años se cuentan curaciones, consejos
certeros, profecías. Un periodista describió así a sor Ángela: «Lo que en Madre
destaca, sobre todo, es la naturalidad, la sencillez, toda modestia y verdad,
toda ponderación y equilibrio». Ella repetía a sus monjas cuando escuchaba
alabanzas: «Ahora estamos obligadas a ser como dicen y creen que somos». En sus
casas puso toques deliciosos de belleza, característicos de Andalucía: la
limpieza, las flores, la cal. Un clima de paz serena y alegre. Las Hermanas
siguen a rajatabla las normas de mortificación establecidas por sor Ángela,
comen de vigilia, casi siempre el tradicional potaje; duermen vestidas sobre
tarima de madera; y las noches que les toca velar enfermos descansan poquísimo:
quieren estar instaladas en la cruz, enfrente y muy cerca de la Cruz de Jesús,
para no sentirse atadas a los bienes o placeres de este mundo, y acudir sin
tardanza donde los pobres las necesiten.
En el paisaje urbano de Sevilla la estampa de dos Hermanas de la Cruz que pasan
en pareja por la calle gana siempre miradas de ternura: los sevillanos saben
que, bajo el vuelo de los amplios mantos, las Hermanas llevan medicinas,
alimentos, consuelo, cariño, a una familia necesitada.
A sor Ángela le asustó verse tan querida, y pensó huir a escondidas pidiendo
cobijo en alguna casa de mujeres de vida airada arrepentidas. Sus confesores no
lo consintieron; y murió al fin, el 2 de marzo de 1932, en su tarima. España
estaba políticamente dividida, pero Sevilla toda se puso en marcha como una
riada de amor agradecido en honor de sor Ángela. A los dos días de la muerte, el
Ayuntamiento republicano dedicó una calle a la madre de los pobres.
Juan Pablo II la beatificó en Sevilla el 5 de noviembre de 1982. [Y la canonizó
en Madrid el 4 de mayo de 2003].
No equivocarse, amigos lectores forasteros de Sevilla: ella, Madre, sor Ángela,
sigue viva, está aquí, con nosotros. Continúa repartiendo bien a manos llenas.
Sus manos son las Hermanas de la Cruz, sus hijas. Sus manos...
[En Alfa y Omega, Nº 349, del 10-IV-2003]
* * * * *
«LA HUMILDAD NO TIENE FIN»
por el Card. Carlos Amigo, o.f.m.
[Con motivo de la canonización de sor Ángela de la Cruz, monseñor Carlos Amigo,
cardenal arzobispo de Sevilla, publicó la Carta pastoral Dios nos ha tomado de
su cuenta, un acercamiento a la fundadora de la Compañía de las Hermanas de la
Cruz, y de la que ofrecemos algunos párrafos]
Porque en su vida resplandecieron las virtudes evangélicas, la Iglesia quiere
poner a la Beata Ángela de la Cruz como modelo de imitación para todos los
fieles. Que veneren la memoria de tan ejemplar mujer e invoquen su nombre con
devoción y súplica, para que ella interceda en nuestro favor ante el Señor
Jesucristo, el Santo de los Santos. Junto a la bienaventurada Virgen María, la
Iglesia manifiesta especial veneración a los que han seguido fielmente a
Jesucristo, y los pone como ejemplo para el pueblo cristiano. Son los santos.
En ellos aprendemos el camino que lleva a la unión con Cristo. Pues la
identificación con el Señor manifiesta la bondad de Dios Padre que colmó con la
gracia del Espíritu a tan fieles seguidores. «Si vemos cosas extraordinarias en
los santos -decía la Beata Ángela de la Cruz- todo es de Dios y a Él sólo se le
debe glorificar, alabar y bendecir. Porque los santos no toman otra parte en
estas cosas que la grande fidelidad con que hacen en todo la voluntad de su
amado Señor, y por eso son dignos de alabanza; pero esta alabanza no se les da
por lo extraordinario que hay en ellos, porque esto es de Dios, sino porque han
sido fieles (…) ¿Y qué más hacen los santos? ¡Ah!, ellos mueren de amor y desean
derramar hasta la última gota de su sangre por su dulce Amado; pues bien, yo, a
imitación de ellos, quiero morir de amor, quiero derramar mi sangre unida a mi
dulce Dueño en el Calvario; quiero ser muy fiel a Dios, quiero hacer en todo la
voluntad de Dios. Si como, si bebo, si descanso, si trabajo, si pienso, si me
muevo, si respiro, todo con la pureza de intención de que todo sea en Dios, por
Dios y para Dios y todo para agradarle» (Papeles de conciencia, 366-367). Entre
estos santos, y así reconocida por la Iglesia, está la Beata Ángela de la Cruz.
Las virtudes de sor Ángela
Sor Ángela deseaba ser fiel con todo su corazón a la voluntad de Dios, pero le
parecía que ella no era el instrumento adecuado para realizar la obra que se le
pedía. Esa obra no era otra que la misma fundación y cuidado de la Compañía de
las Hermanas de la Cruz. La fundadora no se consideraba ni fuerte ni digna, pero
ella se mantendría en fidelidad abrazándose a la cruz de Cristo.
Sor Ángela había oído decir a su director espiritual, don José Torres Padilla:
«Si quieres ser bueno, sé obediente y humilde; si quieres ser más bueno, sé más
obediente y más humilde; si quieres ser buenísimo, sé obedientísimo y
humildísimo». Nuestra santa lo diría, en una síntesis admirable, con estas
sencillas palabras: «La humildad no tiene fin, es como el mar». Un mar ilimitado
de sufrimiento y resignación interior para encontrar siempre el amor del Señor.
No se trata de reconocer o limitar la propia valía, sino de proclamar en todo la
grandeza de Dios. Como es obvio, sor Ángela no intentó nunca hacer filosofía
moral de la Historia; sin embargo, hay entre sus escritos algunas páginas
verdadera y atinadamente sorprendentes, sobre el siglo XIX, en las que va
haciendo un parangón entre la humildad y la soberbia: «Mis armas son muy
contrarias a las tuyas, pero lo verás como te venzo y confundo. Tus armas son la
soberbia, el deseo de ser y elevarte sobre los demás, que te conozcan y que te
alaben; y, en fin, te parece que eres superior a todos y, si fuera posible,
mandarías que te adorasen. Pues yo te hago frente con la humildad; una vida
oculta, desconocida y de humillación con el conocimiento de mi nada y siempre
nada, que me lleva hasta abrazarme con gusto con los desprecios y ponerme bajo
los pies de todos, me hace superior a ti, porque en esta humillación está el
principio de toda grandeza; porque Dios premia a los humildes, y los eleva hasta
su gloria. Pues mira, mira cuánto subo, mira la ventaja que te llevo, pues
llegará el día de mi grandeza y será muy superior a la tuya y parecida a la de
los ángeles, y nunca se acabará porque será eterna» (Papeles de conciencia,
253). En este punto del diálogo con el siglo XIX, sor Ángela descubre el secreto
de la alegría: «Y en vez de apartar de mí al que padece, como tú haces, porque
su presencia ataja el paso a tus deleites, yo lo socorro en lo que puedo, y
estoy dispuesta a sacrificar mi vida por aliviar sus penas y, de este modo,
hacérselas más llevaderas. Si tú supieras la felicidad que se siente y la
alegría de que es bañada el alma de quien así lo practica, dirías que tengo
razón en decir que soy más dichosa que tú» (Papeles de conciencia, 255).
Que ella nos tome de su cuenta
Son muchas las lecciones que podemos aprender en la escuela de la vida de sor
Ángela. Todas ellas de imperecedera actualidad. De una manera particular,
quisiera subrayar algunas vivencias y actitudes especialmente significativas de
su vida, y que son, en estos momentos, tareas urgentes que realizar en nuestra
vida cristiana:
• Dios, lo primero. Necesitamos una fe profunda y viva. Estar atentos a su
Palabra, que es Jesucristo. Escuchar al Espíritu que se nos ha dado y vive en
nosotros.
• Ese vivir escondidos con Cristo en Dios no aleja de los hombres,
particularmente de los más pobres, sino que, al contrario, es fuego que quema
las entrañas en deseo de servir.
• Los pobres son el camino que Dios ha trazado en la vida de sor Ángela para
encontrarse más cerca de su Señor. Los pobres nos evangelizan.
• La elevada contemplación de misterios tan sublimes se traducía, en la vida de
sor Ángela, en virtudes domésticas y cotidianas de sencillez, alegría, ternura,
afabilidad, servicio a los demás… Todo lo había aprendido en el corazón de
Cristo.
Dios la había tomado de su cuenta. Y ahora, glorificada, le pedimos que sea ella
la que también nos tome a nosotros de su cuenta para que, por su intercesión, el
Señor nos conceda la gracia de seguir tan buen ejemplo como el que tenemos en la
Beata Ángela de la Cruz, y sirvamos con alegría e incansable caridad a nuestros
hermanos.
[En Alfa y Omega, Nº 349, del 10-IV-2003]
* * * * *
UNA SANTA ACTUAL
por Antonio María Calero
El Papa Juan Pablo II ha tenido, durante su prolongado pontificado, la feliz
intuición de afirmar que la prioridad primera y principal de la Iglesia, en el
umbral mismo del siglo XXI, es el compromiso de santidad de todos sus miembros.
Para ello, no ha dudado en impulsar, a lo largo de los 25 años de ministerio
pastoral al servicio de la Iglesia universal, un amplísimo número de cristianos
-mujeres y hombres, adultos y adolescentes, obispos, sacerdotes, religiosos,
religiosas e incluso matrimonios- que, según la feliz expresión del Concilio
Vaticano II, «han llegado a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección
de la caridad», es decir, a la santidad.
Entre esa inmensa muchedumbre, que recuerda la que describe el apóstol Juan en
el Apocalipsis, se encuentra una mujer sencilla del pueblo, Ángela Guerrero
González, nacida en el barrio sevillano -absolutamente marginal y periférico en
aquel entonces- de la Trinidad, el 30 de enero de 1846, y muerta el 2 de marzo
de 1932, a los bien cumplidos 86 años.
La que con el tiempo habría de ser conocida y amada como Madre de los pobres,
conoció de primera mano, y por propia experiencia, lo que es la escasez de
medios en una familia de un barrio periférico que tiene que hacer frente, con el
propio trabajo, a las necesidades elementales de la vida. Por eso, cuando, en
1875, funda la Compañía de las Hermanas de la Cruz, lo hace no sólo a favor y al
servicio humilde de los pobres y necesitados, sino desde una vida de pobreza
real, libre y alegremente asumida y vivida: «Deben estar muertas las hermanas
-escribía en una circular-, que, si llega un día en que no hay qué darles a los
pobres, deben darle su propio alimento; es decir, deben estar dispuestas cada
una de ellas a quedarse sin comer porque coman sus hermanos».
La pobreza de la cruz
Ahora bien, la pobreza que vivió Ángela de la Cruz, y quiso para sus Hermanas,
no fue de orden puramente sociológico, es decir, una pobreza consistente en
carecer voluntariamente de muchas cosas que, en nuestra sociedad consumista, se
presentan y son consideradas como absolutamente imprescindibles: una pobreza
expresada en una austeridad de vida que estremece al que la observa desde fuera.
Su pobreza fue, ante todo, una exigencia interior que brotó de una experiencia
espiritual profunda que la marcó definitivamente para el resto de su vida: la
experiencia de la Cruz. El 22 de marzo de 1873, a los 27 años, tuvo una
auténtica contemplación espiritual: «El monte Calvario. Nuestro Señor enclavado
en la Cruz, y la Cruz levantada en la tierra. Otra cruz a la misma altura, pero
no a la mano derecha ni a la izquierda, sino enfrente y muy cerca. Al ver a mi
Señor crucificado, deseaba con todas las veras de mi corazón imitarle; conocía
con bastante claridad que, en aquella cruz que estaba enfrente a la de mi Señor,
debía crucificarme con toda la igualdad que es posible a una criatura; y en lo
íntimo del alma sentía un llamamiento tan fuerte por hacerlo así, con unos
deseos tan vivos y un ansia tan vehemente y un consuelo tan puro, que no me
quedaba duda que era Dios quien me convidaba a subir a la cruz».
Solamente desde esta decisiva experiencia espiritual es posible entender la
persona y la obra de Ángela Guerrero González, Ángela de la Cruz desde el
momento de su profesión religiosa. Desde ahí se extiende su extrema humildad,
expresada en innumerables gestos personales y, muy especialmente, en el
sorprendente Canto a la nada, escrito con toda naturalidad en la madurez de sus
59 años (Ejercicios Espirituales de 1887): «Dios mío, dame la gracia para
cumplir el propósito de reducirme a la nada. La nada calla; la nada no se
disgusta; la nada no se disculpa; la nada no se justifica; la nada todo lo
sufre; la nada del pecado es la vergüenza, la confusión; nada merece, más que el
infierno; nada se le debe, sólo el infierno. La nada no se impone; la nada no
manda con autoridad; la nada, en fin, en la criatura, es la humildad práctica».
Desde ahí, su recia austeridad personal, vivida con tal naturalidad que la hacía
pasar completamente desapercibida. Desde ahí, su proverbial amabilidad y agrado,
a pesar del genio violentísimo que tenía. Desde ahí, su alegría inalterable, aun
cuando los dolores físicos y psicológicos la aquejaran con más frecuencia de la
deseada. Desde ahí, de manera muy particular, su irrevocable decisión de servir
a los pobres. El servicio a los pobres, en aquellas décadas de mitad del siglo
XIX y a lo largo del siglo XX, no fue para Madre Angelita fruto simplemente de
una sensibilidad femenina exquisita, o del deseo de remediar una necesidad
contrastada: no fue una pura filantropía. El servicio a los pobres y necesitados
fue para sor Ángela, y sigue siendo para los miembros de la Compañía de la Cruz
por ella fundada, la forma externa de estar crucificadas con Cristo en la cruz
que estaba enfrente y muy cerca de la del mismo Cristo. Cristo crucificado y
servicio a los pobres fueron para sor Ángela, y son para sus hijas, el haz y el
envés de una misma realidad: la cruz profundamente amada.
Una pregunta asalta la mente del lector: ¿qué actualidad puede tener la
espiritualidad de esta mujer a la que pronto veneraremos como santa Ángela de la
Cruz? La respuesta es bien fácil, aunque sea difícil asumirla personalmente. En
un mundo en el que existen millones de pequeños Cristos crucificados, es
imposible ser un cristiano coherente y actual, sin asumir valientemente la cruz
de Cristo, cargando ante todo con la propia cruz de cada día. Convencidos,
además, de que sólo desde la cruz de Cristo será posible trabajar perseverante y
eficazmente por liberar a los millones y millones de crucificados existentes en
nuestro mundo.
[En Alfa y Omega, Nº 349, del 10-IV-2003]
* * * * *
MADRE DE LOS POBRES
por Dionisio Cueva
Sor Ángela de la Cruz, fundadora de la Compañía de las Hermanas de la Cruz,
falleció en Sevilla el 2 de marzo de 1932. Pero la podéis encontrar viva en
numerosos barrios marginados de España, Italia y Argentina. En esos barrios de
casas humildes, sirven a los pobres las hijas de sor Ángela, a las que el pueblo
llama cariñosamente Hermanitas de la Cruz. Y digo sirven, que no es lo mismo
servir que ayudar, o echar una mano, o dar a un necesitado algo de lo mucho que
nos sobra. Las hijas han aprendido a servir mirándose en el espejo de su Madre.
Y ella aprendió la lección meditando a los pies del Maestro, que dijo a sus
apóstoles: «El Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir»; y
más adelante: «Estoy entre vosotros como el que sirve». Cuando estaba a punto de
llegar su hora, confirmó con hechos las palabras, lavando los pies a sus
discípulos, invitándoles a seguir su ejemplo.
Para servir a los pobres hay que hacerse antes pobre. A sor Ángela le costó muy
poco. Nació pobre y permaneció toda su vida pobre. Sus gestos, su lenguaje, sus
maneras eran idénticos a los que caracterizaban a los jornaleros de su tierra.
Nació un 30 de enero de 1846 en las afueras de Sevilla, donde se borra el plano
de la ciudad y se abre el horizonte infinito del campo. Hija de padres honrados,
pero pobres. El padre, Francisco Guerrero, cardador de lana y, más tarde,
cocinero. La madre, Josefa González, costurera. Bautizaron a la niña el día de
la Purificación de Nuestra Señora y la llamaron María de los Ángeles, que se
quedó en Angelita y llegó a ser sor Ángela. Reparte su merienda diaria y las
propinillas que le dan las buenas gentes con los niños pobres del barrio. Desde
los 16 a los 29 años trabaja, mañana y tarde, en un taller artesanal de calzado.
Le apodaron, con fundamento y su pizquita de buen humor, la zapaterita. Y le
gustó el apodo, por lo que tenía de diminutivo y porque respondía a la verdad.
A los pies de los más pequeños
Sus compañeras de taller dicen que tenía manos de ángel para el trabajo. Y un
temperamento muy vivo y muy alegre. Y un toque de natural sencillez. Y un deseo
ardiente de ser de Dios, total y únicamente de Dios. A lograrlo le ayudó el
padre José Torres Padilla, sabio en teologías y en dirección de almas, pobre
como un anacoreta y espectador fijo ante la ventanilla de la Providencia.
Definió a la joven zapaterita como «una joven de condición pobre, muy humilde».
Y la primera medida del director fue encaminarla hacia los pobres: que visite a
los enfermos, que socorra a las familias desvalidas. No le faltaron ocasiones,
especialmente durante la epidemia de cólera que azotó Sevilla en 1865, lo que
lanzó a Angelita a multiplicar sus horas para socorrer a las familias
angustiadas, hacinadas en los corrales de vecindad. Con los enfermos llegó hasta
el heroísmo, lavando y curando heridas profundas y llagas purulentas. Este
contacto con la realidad le hace volver la vista a Cristo pobre y a canonizar a
la misma pobreza: «Oh, santa Pobreza, ¡quién os poseyera para imitar a nuestro
Señor!» Por esa vertiente de imitación, intenta meter gozosamente en su corazón
a los pequeños para depositarlos en el corazón de Dios; que de eso se trata, de
aliviar sus penas y acercarles el mensaje. Es el momento en que comprende, letra
por letra, el alcance íntimo de las palabras de Jesús: «El Espíritu del Señor…
me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres».
Cuesta poco, tras estas experiencias que se van a prolongar a lo largo de su
larga vida, interpretar su teología de la pobreza. Consiste, fundamentalmente,
en seguir a Cristo pobre, desde la desnudez de los que suben a la cruz. Sus
virtudes preferidas y sus compromisos son consecuencia de este principio básico.
En 1873 escribe: «A imitación de mi padre san Francisco, las virtudes que deben
brillar en mí son la pobreza, el desprendimiento de todo lo terreno y la santa
humildad» (Escritos íntimos). Y después de afirmar que ser pobre significa
llorar con los pobres y sentir sus penas, vuelve a escribir en 1875: «La primera
pobre, yo…; desearé sentir los efectos de la pobreza y me alegraré cuando la
sienta, estaré pronta para dar todo lo que haya en las casas, teniendo abandono
total en Dios y en su Providencia» (Escritos íntimos). Esta referencia a la
Providencia le venía por línea directa del padre Torres, quien solía repetir en
sus conversaciones: «El bolsillo de esta señora no tiene fondo».
En 1875 funda sor Ángela la Compañía de la Cruz. Un instituto nuevo, levantado
sobre la pobreza, «que es el muro de la religión», bendecido desde su nacimiento
por el pueblo y aprobado muy pronto por la Iglesia. Sor Ángela quiere a sus
monjitas -y ella la primera- «desprendidas de todo, hasta de ellas mismas».
Organiza desde el principio turnos de asistencia a los enfermos, por el día y
por la noche. El padre Torres, que bendice las iniciativas de sor Ángela, añade
que van a visitar enfermos, les llevan alimentos, medicinas, ropas, incluso cama
y colchón, y dan escuela a cincuenta niñas de familias humildes. Sí, irán
socorriendo a enfermos abandonados a su suerte, a familias sin techo, a pobres
vergonzantes, a niñas huérfanas, a mujeres analfabetas. Abrirán escuelas diurnas
para niñas sin posibilidades, y escuelas nocturnas para obreras que se ganan el
sustento trabajando de día. Y hasta el puchero y la brocha terminarán haciendo
milagros en las manos jóvenes de las Hermanas de la Cruz. Porque un pucherito de
caldo caliente, ofrecido con amor, puede resucitar a la vida a una anciana
desesperada, y una brocha y un balde de cal, movidos con garbo, pueden hacer
entrar el sol en un tugurio. De pucheritos así y de blanqueos domiciliarios nos
pueden dar lecciones las hijas de sor Ángela…
Van por las calles, recogidas, en silencio. Un hábito de bayeta parda y áspera
por vestido. Y por calzado, alpargatas. Como las mujeres pobres del pueblo, ni
más ni menos. Impresiona su austeridad en el vestir, en la comida, en la
capillita, en las tarimas del dormitorio común. Pobre la casa, como la de
Nazaret. Con macetas de flores a la entrada, en los pasillos y en todas las
ventanas. Una casa, transformada en jardín, y tan limpia como los chorros del
oro. En 1924 dice sor Ángela a sus hijas, con tres palabras esenciales, cuál
debe ser la manera de hacer realidad el carisma recibido: «Pobreza, limpieza y
antigüedad». Pobreza, entendida sin glosas ni epiqueyas. Limpieza, que brille y
alegre los ojos y el alma. Antigüedad, que equivale a fuentes de agua
transparente, no contaminada por la rutina. Volver a las fuentes ha recomendado
a los consagrados el Concilio Vaticano II.
La idea de sor Ángela echó raíces en Sevilla. Pero era muy linda, muy práctica,
muy evangélica aquella idea. Y corrió como reguero de luz por los caminos de
España. Llovieron vocaciones y llovieron peticiones. Había que andar con
prudencia, pero ¿quién podía hacer oídos sordos a los gritos de los pobres?
Primero por Andalucía, después por Extremadura, finalmente por Castilla. De las
manos de sor Ángela fueron brotando 25 fundaciones. Tenía envidia a sus hijas
cuando salían de la Casa madre de Sevilla y se iban, con el hatillo al hombro, a
tierras lejanas, a servir a pobres desconocidos, a plantar nuevas cruces.
«Teneos por felices en ser las primeras que plantéis la cruz de Cristo en ese
pueblo…, sin abrigo, sin casa, sin agua, sin sol, pero contentas» (Epistolario).
¿Y de los ricos, qué? Sor Ángela supo, entre sus habilidades, tender la mano a
los ricos para poder atender más y mejor a los pobres. Tuvo amigos pudientes, la
infanta doña María Luisa Fernanda de Borbón entre ellos. Acepta sus regalos,
reza por sus bienhechores, agradece en nombre de sus pobres. Pero la doctrina se
mantiene imperativa: «La asistencia a los enfermos ricos se ejecutará, en casos
limitados…, y salvando siempre el derecho preferente de los enfermos pobres».
Así de claro. Y con validez jurídica.
Son ellos los primeros y gozan de un derecho de preferencia. Se comprende que la
amasen como a una madre y que uniesen su dolor callado al de la Compañía entera
cuando fueron llegando las noticias de que se apagaba lentamente la candelita de
su vida. Ochenta y seis años ardiendo. Muchos años, mucha luz en el mapa de
España, mucho amor en las casas de los pobres. Quedaban las hijas. Pero Madre no
hay más que una, y la perdían para siempre.
Se fue la Madre, como queda dicho, con las primeras flores de la primavera. Día
2 de marzo de 1932. Miércoles, al amanecer. El pueblo quiso retenerla unos días.
Y, al darle sepultura el sábado, un obrero se abrió camino entre la multitud y
el clero. Llevaba en la mano derecha un ramo de claveles que acababa de comprar
con el dinero de su jornal. Depositó los claveles sobre el féretro de sor
Ángela, y añadió en voz alta que deseaba prestar aquel último homenaje a la que
tantas veces había dado el pan a sus hijos.
¿Un símbolo? El agradecimiento de los pobres es siempre un símbolo. Los claveles
y el agradecimiento reverdecieron en Sevilla la mañana del 5 de noviembre de
1982, cuando Juan Pablo II beatificó a sor Ángela. Y volverán a ser símbolo ante
el pueblo de Dios, dentro de ya pocos días en Madrid, cuando el Vicario de
Cristo escriba el nombre de sor Ángela en el Catálogo de los santos [el 4 de
mayo de 2003].
[En Alfa y Omega, Nº 349, del 10-IV-2003]
* * * * *
SOR ÁNGELA DE LA CRUZ
por José María Javierre
Ángela Guerrero nació en Sevilla en el seno de una familia humilde, a las
afueras de la ciudad, el 30 de enero de 1846; su padre, Francisco Guerrero,
cardador de lana, su madre, Josefa González, costurera. Ambos trabajaban como
sirvientes del convento de frailes trinitarios: Francisco les cocinaba, Josefa
lava y cose la ropa. Catorce hijos tuvieron, de los cuales murieron
tempranamente ocho, víctimas de la mortandad infantil. La penúltima nació niña,
Ángela.
Apenas tuvo ocasión de asistir a la escuela: con sólo doce años la pusieron a
trabajar para ayudar a la familia. Niña viva y laboriosa, aprendió a colocar
adornos en los chapines de las damas distinguidas. Así pasó doce años como
ofíciala del taller Maldonado, donde se calzaba «la corte de los duques de
Montpensier»: el gobierno había instalado en Sevilla a la infanta Luisa
Fernanda, hermana de Isabel II, casada con un hijo del rey francés Luis Felipe.
Ángela repartió su tiempo entre su casa, el taller, las iglesias y los hogares
pobres, que le gusta visitar, sobre todo algunos célebres corrales de vecindad,
donde se hacinan familias marginadas. Hasta que un día confió a su confesor, el
padre Torres, un canónigo venerado de Sevilla, el deseo de «hacerse monja».
Las carmelitas descalzas no se atrevieron a recibirla, temerosas de que aquel
cuerpecillo menudo y débil apenas pudiera resistir los sacrificios del convento.
También le falló la salud cuando intentó entrar en las Hijas de la Caridad. Bajo
la experta guía de su confesor, decidió consagrarse al servicio de los pobres,
«viviendo a los pies de Cristo crucificado» conforme a los consejos evangélicos.
A lo largo de cinco años maduró su proyecto fundacional, experimentando un
proceso espiritual de altos valores místicos: hacerse pobre con los pobres,
ayudar a los pobres «desde dentro», siendo ellas rigurosamente pobres.
Su instituto había de llamarse «Compañía de la Cruz», y ellas «Hermanas de la
Cruz». Ángela tuvo conciencia clara de que no le correspondía una función de
magisterio espiritual sino el testimonio de mujeres cristianas entregadas por
amor de Cristo al bien de los hermanos necesitados. Sus Papeles íntimos, páginas
asombrosas para una joven iletrada, redactadas con graves deficiencias
ortográficas y sintácticas, identifican su proyecto de «Compañía» con las formas
existenciales propias de Sevilla: no sólo en las vinculaciones que podríamos
llamar «políticas», por la atención que los responsables ciudadanos prestaron a
la obra cristiana de Sor Ángela, o en la función «social» desarrollada por las
Hermanas de la Cruz a favor de los menesterosos, sino en la repercusión
hondísima que los modos estéticos sevillanos produjeron sobre el estilo
espiritual de Sor Ángela y de su familia religiosa.
Ángela y sus hermanas no se dejaron cazar en la trampa espiritual de una
«caridad desde arriba»: dieron y dan su testimonio evangélico instaladas dentro
de la pobreza, la necesidad, la renuncia. En esta materia, la postura de Sor
Ángela fue tajante. Para sí misma: «La primera pobre, yo... No me consideraré
interina en el cargo, desearé sentir los efectos de la pobreza y me alegraré
cuando los sienta; estaré pronta para dar todo lo que haya en las casas,
teniendo abandono total en Dios y en su Providencia». Y para sus hermanas: «Todo
en silencio, sin publicidad».
La fundadora imprimió a su «Compañía» un ambiente de limpieza, de saludable
alegría, de contenida belleza: sus conventos obtuvieron esplendor a base de cal,
un estropajo, dos esterillas y cinco macetas. A pesar del tenor heroico de sus
renuncias, de su pobreza y de su entrega al servicio de los menesterosos, las
hermanas de Sor Ángela no adoptan aires grandilocuentes: son mujeres sencillas,
verdaderamente populares, apartadas de cualquier colosalismo; impregnan el aire
de dulzura, provocan sonrisas cariñosas. La gente agradece esta manera de querer
a Dios y a los pobres.
El 2 de agosto de 1875 nació oficialmente la Compañía de la Cruz, con una
minúscula patrulla formada por tres hermanas más Ángela, «hermana mayor»:
gastaron su capital fundacional en socorros a familias necesitadas, visitaron
enfermos y se olvidaron de hacer la comida, la fiesta careció de banquete. En
torno suyo se forjó enseguida una aureola tejida de episodios auténticos y
legendarios: la biografía de Sor Ángela, «madre Angelita», es una inacabable
letanía de bondad y caridades. La congregación cubrió rápidamente las provincias
andaluzas y Extremadura. Luego alcanzó Madrid. En nuestros días, Italia y
América. Roma aprobó el instituto a mediados de 1908.
Sor Ángela murió, anciana, el 2 de marzo de 1932. Mientras toda la iglesia
sevillana rezaba sin parar, el Ayuntamiento republicano de Sevilla celebró una
sesión extraordinaria para dar carácter oficial a los elogios de Sor Ángela. El
alcalde puso a votación «que se cambie el nombre de la calle Alcázares por Sor
Ángela de la Cruz». La minoría socialista, prescindiendo del matiz religioso,
estuvo conforme, la minoría radical, conforme... por unanimidad. Sevilla
republicana le regaló una calle a Sor Ángela. Cuando acomodaban el ataúd en el
sepulcro de la cripta, llegó un obrero: con el jornal del día había comprado un
ramo de claveles y suplicó que se los pusieran a Sor Ángela.
Juan Pablo II la beatificó en Sevilla, en su primer viaje a España, el 5 de
noviembre de 1982, y la canonizó en Madrid el 4 de mayo de 2003.
[Ecclesia, Nº 3151, del 3 de mayo de 2003, pp. 26-27]
* * * * *
SOR ÁNGELA DE LA CRUZ
por Joaquín L. Ortega
Esta sevillana, chiquitita y menuda, hermana de otros 13 hermanos y «zapatera
prodigiosa» para aliviar las cargas familiares, es otra prueba de lo grande que
puede ser el Señor en la pequeñez de sus criaturas.
De notar, que Angelita (como gustan de llamarle los sevillanos) no tuvo desde
niña otro «arrimo» que Dios y su Santa Voluntad. De jovencilla quiso entrar en
las carmelitas. Pero las «teresas» de Sevilla no le dieron facilidades.
¿Despiste de la Madre Priora o Providencia de Dios? Las Hermanas de la Cruz se
decantan netamente por lo segundo. El Señor lo permitió así para que Angelita,
que parecía ya decidida a ser «monja sin convento», optara por fundar la
Compañía de las Hermanas de la Cruz.
El núcleo de su fundación fue y es hoy día la vivencia severa y amorosa de la
cruz. Y, al propio tiempo, la dedicación a los pobres más pobres y a los
necesitados más necesitados. Las claves de tan extremada opción de vida están en
sendas afirmaciones de Sor Ángela: «Hijas mías, nuestro país es la cruz y fuera
de la cruz somos forasteras». Convicción que se solapa con esta otra: «Hacerse
pobre con los pobres. La caridad, no desde arriba sino desde dentro».
De tales y tan escuetas pautas se deriva una estética de la pobreza limpia y de
la mortificación gozosa que llena la vida y las casas de las Hermanas de la
Cruz. Su ascética la dejó sellada Sor Ángela con la mística del amor, que es el
mejor sello.
Así pasó ella por la vida. Mucho más ligera de equipaje de lo que hubiera
pensado su paisano, Antonio Machado. Por otra parte, el olor de la santidad de
Angelita hace ya mucho tiempo que, como el azahar, inunda las calles de Sevilla.
Su celebridad y el cariño que concita entre sus paisanos no son inferiores a los
que dedican a la Macarena o a la Giralda, según los expertos. Es más, son muchos
los que apuestan por la primacía de Sor Ángela de la Cruz, dentro de esa
trinidad.
[Ecclesia, Nº 3151, del 3 de mayo de 2003, pp. 11]
Fuente: Santoral Franciscano
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