JOSUÉ

De Josué todo el mundo sabe algo. Quizá solamente una cosa: que en una ocasión, no se sabe cómo, fue capaz de increpar al sol y el sol se detuvo complaciente en su carrera. Una interpretación demasiado literal de aquel vago recuerdo de epopeya se convertiría en dolor para Galileo Galilei. Un dolor para los que ven insuperables incompatibilidades entre los caminos de la fe y los de la ciencia. Un dolor para el mismo Josué, tal vez, si hubiera podido adivinar la trascendencia espinosa de su gesto.


ENTRE EL COMBATE Y LA ORACIÓN

Josué aparece por primera vez en el libro del Éxodo, con motivo de la batalla de Refidín, en la que los israelitas se enfrentan a los amalecitas. Josué combate contra ellos en el llano, mientras Moisés intercede por su pueblo desde la colina (Ex 17, 8-15). Más adelante, tiene el privilegio, no concedido a los ancianos, de acompañar a Moisés a lo alto del monte en el que Dios revela su voluntad (Ex 24, 13). En otra ocasión, se nos dice que Josué permanece en la tienda en la que Moisés habla cara a cara con su Dios, como habla un hombre con su amigo (Ex 33, 11).

Además, Josué es fiel a Moisés en los proyectos y las esperanzas. Toda su vida recordará la misión de espionaje que le fue confiada cuando el pueblo estaba acampado en Cadés. Eran doce jóvenes: uno por cada tribu. Él debía de representar a su tribu de Efraím. Moisés le cambió su nombre de Hosea por el de Josué como para subrayar su misión. Era el tiempo de las primeras uvas y los exploradores trajeron a sus hermanos un espléndido racimo colgado de una pértiga. Es verdad que diez exploradores ofrecieron al pueblo un informe desalentador que provocó el llanto de la multitud y el motín en el que pretendían elegir otro guía para que lo ayudara a regresar a Egipto. Pero frente a aquel informe resonó el testimonio ardoroso de Josué y Caleb, que invitaban a su pueblo a subir a la tierra que Dios les había prometido (Nm 13 y 14). El resto es una parábola que se repetirá por los siglos. Los hombres de la desesperanza perecen en el camino. Según el texto bíblico, sólo entrarán en la tierra de las promesas los hombres que, como Josué y Caleb, han tenido el valor de creer en las promesas de Dios y de anunciarlas como posibles a sus hermanos.

Josué aprendió a imitar los gestos de Moisés y llegó a identificarse con su mismo espíritu. Su cercanía y su devoción superaron incluso a la de Aarón, hermano de Moisés. Tras el signo de la imposición de manos, Josué asumió su papel con esforzada dignidad y aprendió a ser vínculo de armonía para un pueblo siempre díscolo y dividido (Nm 27, 12-23).


ENTRE LA FIDELIDAD Y LA VALENTÍA

A la hora de morir, Moisés dirige a Josué unas palabras ejemplares que invitan a confiar en Yahvé, en la valentía y la firmeza (Dt 31, 7-8.23). En su fidelidad a la esperanza de su pueblo, Josué tendrá que afrontar la guerra con valentía. Es verdad que cuenta con la obediencia de su pueblo (Dt 34, 9), pero su corazón ha estado a veces al borde del titubeo y de la duda. En esos momentos, escucha de su Dios las mismas seguridades que había escuchado de Moisés: «Sé valiente y firme'. (Jos 1, 6). Su valentía será fruto de la cercanía de su Señor y de la fidelidad a la palabra de la Ley. Y su valentía traerá el fruto de la posesión del país de la identidad, prometido a los pobres.

En su fidelidad, Josué tendrá que mantener las promesas dadas a los hombres. Si sus emisarios hacen un juramento a Rajab, la prostituta de Jericó, Josué sabrá mantenerlo en gratitud y magnanimidad (Jos 2, 8-21; 6, 22-25). Nunca basta con aprender la fidelidad hacia los proyectos de Dios, si uno no ha aprendido la fidelidad hacia los más marginados de entre los hombres. Josué parece haber entendido que se puede vivir en la ciudad maldita sin tener un corazón de maldición.

En su fidelidad, Josué repite los pasos que hicieron posible la experiencia de la liberación. Al paso del mar Rojo, que dio la salida al largo peregrinaje bajo la mano de Moisés, corresponde el paso del Jordán que señala la meta bajo la mano de Josué (Jos 3). La fidelidad a los ideales del guía ha llegado a la identificación con su sueño. El paso del Jordán es la esperanza hecha presente. El paso del Jordán es la libertad sin retrocesos. El paso de la búsqueda al hallazgo.


ENTRE LA ÉPICA Y LA PARÁBOLA

Para muchos lectores de la Biblia, la vida de Josué ofrece el escándalo de la destrucción de la ciudad de Jericó. ¿Resulta extraño el relato de la toma de la ciudad, en una combinación de procesiones silenciosas y alarido de trompetas? (Jos 6, 1-16). Un recuerdo lejano se ha convertido de nuevo en parábola. La tradición épica se torna simbólica para recordar que el triunfo sólo llega para aquellos que tienen la osadía de creer en lo imposible. El silencio humano se alza contra el poderío de la ciudad que confía en sus murallas. Es el Señor quien lo ha hecho. Y la fuerza desvalida de sus hombres.

Algo parecido ocurre con el relato que cuenta que Josué hizo detenerse al sol en Gabaón (Jos 10, 10-15). Seguramente la copla del canto popular, mil veces repetida en las plazuelas, evoca el señorío del hombre fiel sobre los mismos elementos de la naturaleza:

Detente, sol, en Gabaón,
y tú, luna, en el valle de Ayalón.

Su victoria será un regalo asombroso e inexplicable, sólo referible al son de la danza. Pero su victoria será el fruto de su esfuerzo extenuante de sol a sol. Con ese relato se nos dice que no tienen derecho al triunfo los que no han hecho de su fidelidad un combate y una súplica.

Hay otro momento grandioso en la vida de Josué. A él se debe la aceptación solemne del pacto con Dios, renovado en Siquem (Jos 24). El clásico lugar de las experiencias religiosas de Abrahán y de Jacob, padres del pueblo, será ahora el escenario de la alianza religiosa de su pueblo. El recuerdo del pasado se torna acuerdo para el futuro. Si en otro tiempo los israelitas adoraron a otros dioses, al entrar en la tierra que su Dios les da, han de prometer apartarse de todos los demás dioses. Son guías ciegos que a ningún futuro conducen. La fidelidad de Josué florece en la fidelidad de su pueblo, que aclama: ,<A Yahvé nuestro Dios serviremos y a su voz atenderemos, (Jos 24, 24).

Antes de dispersar a las tribus, Josué levanta una piedra como recuerdo y testimonio de la fidelidad prometida (Jos 24, 27). Era una costumbre habitual. Pero no hubiera sido necesaria aquella piedra. La misma vida de Josué se elevaba como recordatorio y exigencia de una fidelidad, que un hombre fiel hace fieles a mil.

«Israel sirvió a Yahvé todos los días de Josué» (Jos 24, 31). Esas sobrias palabras del libro sagrado son el mejor elogio del hombre esforzado que busca la liberación para su pueblo. Sin demasiadas palabras, pero con osada esperanza en lo que parece imposible. Con una infinita confianza en el Dios que marca caminos. Con una valiente búsqueda en la fidelidad. Como quien se mantiene en la firmeza y camina en seguimiento del Señor, según recordará un día el libro del Eclesiástico:

«Esforzado en la guerra fue Josué, hijo de Nun,
sucesor de Moisés como profeta;
él fue, de acuerdo con su nombre,
grande para salvar a los elegidos del Señor,
para tomar venganza de los enemigos que surgían
e introducir a Israel en su heredad.
¡Qué gloria ganó cuando alzaba la mano
y blandía la espada contra las ciudades!
¿Quién antes de él tan firme fue?
¡Que las batallas del Señor él las hacía!
¿No se detuvo el sol ante su mano
y un día llegó a ser como dos?
Él invocó al Altísimo Soberano,
cuando los enemigos por todas partes le estrechaban,
y le atendió el Gran Señor
lanzando piedras de granizo de terrible violencia.
Cayó de golpe sobre la nación hostil,
y en la bajada aniquiló a los adversarios,
para que conocieran las naciones la fuerza de sus armas,
porque era frente al Señor la guerra de ellas.
Pues caminó en seguimiento del Todopoderoso,
hizo el bien en los días de Moisés,
él y también Caleb, hijo de Yefunné,
resistiendo ante la asamblea,
cerrando al pueblo el paso del pecado,
reduciendo a silencio la murmuración de la maldad.
Y ellos dos solos se salvaron
entre seiscientos mil hombres de a pie,
para ser introducidos en la herencia,
en la tierra que mana leche y miel.»

(Ecl 46, 1-8)

El nombre de Josué es una transcripción de la voz hebrea Yehosúa, que puede traducirse por «Yahvé salva». La misma palabra ha sido transcrita en griego y en latín como Jesús. No es extraño que los Santos Padres vieran muchas veces a Josué como modelo y anticipo de la vida y misión del Mesías Jesús, guía de su pueblo hacia la patria de la nueva y definitiva liberación.

JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS