27 de abril

SAN PEDRO ARMENGOL
Religioso mercedario

 

La Guardia deis Prats (Tarragona), siglo XIII
+ Santa María deis Prats, hacia 1304

Descendiente de familia noble, entroncados los Armengol con los condes de Urgel, debió de nacer a mediados del siglo XIII —probablemente, fallecido ya el fundador de la Merced—, en La Guardia deis Prats (diócesis tarraconense, de tradición apostólica paulina).

Pasó su infancia y adolescencia en la abundancia de una familia de cierta nobleza, piadosa, a la vez que sin privaciones. Solía cultivar su afición por la caza de fieras, en las montañas y riscos catalanes, junto a otros jóvenes, compañeros suyos. Y esto —unido a algunos desmanes, propios del orgullo de la juvenil audacia— le arrastró, con malas compañías, a abandonar su casa paterna, y vivir como bandolero, asaltando a caminantes y a gentes de los pequeños poblados. (Así noveló su vida fray Gabriel Téllez, en la obra miscelánea Deleitar aprovechando (1635) con el título de El bandolero). Más tarde, en su Historia de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes (1639) vuelve a tratar de él como santo, aunque —siempre amante de la creación literaria— adorne su biografía con datos no basados en documentación, que, por lo demás, escasea de estos gloriosos personajes, que florecieron en santidad —en este caso, después de su «conversión— en pleno siglo XIII o a comienzos del XIV. La tradición firme de la Merced, pues, más que la documentación de archivos, es la base de esta vida, que tuvo una etapa de «descarrío», a partir del cual cambiará de rumbo totalmente, pasando de «bandolero»» a «fraile mercedario» y de «redentor de cautivos en África» a «quedarse en rehenes y estar dispuesto a sufrir el martirio». Tan sólo el amor de sus compañeros de profesión, y el amparo de María, merced suya especialísima, lograron librarlo del martirio.

El relato de Tirso de Molina está lleno de belleza, dentro de los contrastes de una vida propia de un personaje de novela o de teatro. En aquel tiempo, Jaime I —que debía hacer un desplazamiento por la serranía— manda a sus vasallos y nobles, bien armados, que den una batida por aquellos lugares inhóspitos, para liberarlos de maleantes peligrosos. Entre ellos iba el padre de Pedro Armengol, don Arnaldo. No ignoraba Jaime que Arnaldo podría encontrarse con su propio hijo. Y le hizo algunas observaciones al respecto. «Quedó el generoso catalán con las congojas que suceden en los bien nacidos a los desdenes reales, que para dar la muerte a un noble no necesita un príncipe las armas: ¡una palabra sola es su veneno!» (Tirso).

Y, en efecto, en plena serranía se encontraron, frente a frente, padre e hijo. (Aquí es el padre quien halla al «hijo pródigo», y —como siempre— en vez de ejecutar con él la justicia de las armas, se fundieron en un abrazo de misericordia, que sólo el amor es digno de fe). No olvidemos que la justicia catalana era severísima en aquellos tiempos, y tenía fama de ello en el resto de los reinos de la Península. Pero ni Jaime I, ni su padre, iban a mostrase, en esta ocasión «inaudita», crueles.

Al contrario, se dieron los parabienes, por tan feliz hallazgo, y Pedro regresó con la comitiva de su padre a su hogar. Sin duda que ésta ha sido una especial providencia del Señor para con este hijo suyo, a quien destinaría a mayores proezas del espíritu.

Después de un tiempo de sosiego, y de arrepentimiento, Pedro Armengol, decide llamar a la puerta de un convento mercedario -no olvidemos que entonces la Merced era una orden laical, para la redención de cautivos-, y solicita ser recibido como fraile, para hacer el noviciado. Ya profeso, vive intensamente el «carisma redentor, y es designado, en un par de ocasiones, para ir al Norte de África a redimir cautivos en las mazmorras donde gemían, faltos de libertad, don sagrado del ser humano, el más preciado de todos, y, por eso mismo, el más ansiado, cuando se carecía de él. Ni el historiador Vargas, ni Remón, ni Téllez, pueden darnos precisiones de los años en que él se desplazó a redimir, ni del número de cautivos. Se sabe el hecho, no los detalles.

En su segunda ida a Berbería, en Bugía, al parecer, el año aproximado de 1266 -según algunos historiadores antiguos-optó por quedarse en rehenes, en lugar de un liberado, en espera de que llegase otra redención con más dinero. Los días transcurrían y los redentores no aparecían, con la consiguiente rabia por parte de los «moros», y el nerviosismo de nuestro Pedro Armengol, que se temía lo peor. Y así sucedió. Decidieron sus «dueños ahorcarle. Colgado de un árbol, con una soga al cuello permaneció, milagrosamente, más de veinticuatro horas, según él mismo testificó después. Cuando llega fray Guillermo de Florencia, no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: ¡Pedro Armengol, con la soga al cuello, estaba vivo! Las historias nos dicen que fue una ..gracia.. de Santa María de la Merced, que le sostuvo con sus manos maternales. De hecho, la iconografía así lo representa. Dispuesto estaba él al martirio, cuyo mérito conserva, aunque haya salvado la vida. Dicen que, a causa de los cordeles al cuello, mantuvo el resto de sus días la cabeza torcida, y el cuello con las señales de la horca.

Vuelto a Cataluña, se incorporó a una de las pequeñas comunidades, y guardó siempre el recuerdo de las finezas de Marta para con él, mientras animaba a los demás a seguir con la obra redentora. Sobrevivió -según se nos cuenta, en escritos posteriores- unos cuarenta años a este momento extraordinario, a esta experiencia vital que le marcó para el resto de su vida, gastada en recolectar limosnas, rezar y compartir la vida comunitaria con los hermanos de redención. Se piensa que falleció en el convento de Santa Marta deis Prats, hacia el año 1304.

Modelo de entrega redentora, de sacrificio asumido por el prójimo, de amor sin límites, San Pedro Armengol, laico consagrado por un «cuarto voto», que daba sentido a los otros tres, de pobreza, castidad y obediencia, se nos ofrece hoy como modelo de una vida al servicio incondicional, de quienes están privados de libertad, de quienes sufren en su carne la falta de dignidad de toda persona humana. Su ejemplo debe ser un aliciente para cuantos nos sentimos seguidores de Cristo Redentor, modelo único y supremo, en nuestra vida cristiana: «Sólo quien pierde su vida por mí la salvará», dijo el Señor. En San Pedro Armengol vemos la realización modélica de esta aparente paradoja.

LUIS VÁZQUEZ, O. DE M.