13
de abril
SAN
HERMENEGILDO, REY, MÁRTIR
(†
585)
El
dominio visigótico se afianza y organiza en España durante el reinado de
Leovigildo. Asociado primero a su hermano Liuva, quedó después como único
soberano en el año 573. Catorce años ocupó el trono, realzando con
pompa externa y enérgicas medidas la dignidad regia y viviendo en
continua actividad bélica para asegurar y ensanchar las fronteras limítrofes
con los suevos, francos y bizantinos. No faltaron tampoco rebeliones
internas, castigadas con mano dura, no exenta en muchas ocasiones de
crueldad.
Tan
pronto como quedó único soberano asoció al gobierno del reino a sus dos
hijos, Hermenegildo y Recaredo, destinados en su proyecto a que le
sucedieran en el trono visigótico, al menos, alguno de los dos. Este
sistema para prevenir la elección del sucesor y asegurar la monarquía en
la propia familia constituía tiránico abuso del poder, en contra del
principio germánico para la libre designación del monarca. Posiblemente
a esta causa hubieron de atribuirse muchas de las conjuraciones abortadas
durante su reinado, surgidas en el seno de la nobleza, que veía así
menoscabados sus derechos al trono, y atizadas posiblemente por los reinos
vecinos, deseosos de minar de cualquier forma la pujanza creciente de
Leovigildo.
En
segundas nupcias había contraído matrimonio con la viuda del rey
Atanagildo, Godsuinta, de quien algún cronista nos dice que era tuerta de
cuerpo y alma. Godsuinta, mujer elemental, tenía clavada en la entraña
una trágica espada, pues una de sus hijas, habidas de su primer
matrimonio, Gelesuinta, casada con el rey franco Luilperico de Rouen, había
sido asesinada por orden de su esposo, quien la hizo matar en el mismo
lecho conyugal, proporcionando con ello emotivo tema para que el poeta
Venancio Fortunato compusiese en su loor una tierna elegía. La otra hija,
Brunequilda, había matrimoniado con el rey franco Sigiberto de Reims y la
unión había sido feliz y fecunda. Pero el hecho de que un católico como
Luilperico hubiera dado muerte a su hija dejó en el alma de Godsuinta un
poso tal de amargura y deseos de venganza contra todo lo católico, que
tendría muy pronto trascendentales y sangrientas consecuencias.
El
año 579 trajo jornadas jubilosas para el reino visigótico. En él se
verificó el enlace matrimonial de la princesa Ingunde con el primogénito
Hermenegildo. La esposa, hermana del rey de Austrasia, Childeberto II, era
hija de Sigiberto I y Brunequilda, la feliz hija de Atanagildo y de
Godsuinta. Esta, abuela de la desposada y nuevamente reina de los
visigodos, hubo de ser la muñidora de este enlace entre su nieta y su
hijastro, donde los móviles políticos jugaron, sin duda, papel muy
importante.
Las
perspectivas de felicidad y poderío para la joven pareja eran
halagadoras, pues mientras los visigodos contarían entre los francos con
un poderoso rey amigo, Ingunde era entronizada en un matrimonio que reinaría
en la Península en el apogeo de una época de esplendor.
Los
cálculos halagüeños resultaron fallidos, tal vez desde los primeros
momentos. Ingunde era católica; los componentes de la familia y corte
real eran arrianos. Entre ellos influía poderosamente Godsuinta, que
albergaba contra los católicos un odio represado de madre vengativa.
Intentó perseverantemente, primero con ternezas de abuela, después con
amenazas de reina violenta, que Ingunde renunciase al catolicismo y
recibiera el bautismo arriano. El Turonense nos relata los diálogos vivos
entre las dos mujeres, en los que la nieta, inconmovible en su fe, sufrió
las violencias de la airada abuela. La atmósfera palatina se tornaba cada
día más tormentosa e irrespirable, sobre todo para Hermenegildo, ganado
por el amor y las cualidades de su esposa. Para evitar escenas violentas
que no pudieron menos de trascender desde la intimidad doméstica al
pueblo, integrado en su mayoría por hispanorromanos católicos, se arbitró
el recurso de instalar al nuevo matrimonio en Sevilla, territorio
fronterizo con el de los bizantinos y que necesitaba un representante del
rey digno de toda confianza y seguridad. Allí el matrimonio viviría en
paz, no estorbarían las medidas persecutorias contra los católicos,
proyectadas por Leovigildo, y con el tiempo se pondría fin a la firmeza
religiosa de Ingunde, que debía ser casi una adolescente.
No
es fácil precisar la calidad del mando que Hermenegildo desempeñaba en
la Bética. Los autores coetáneos utilizan frases ambiguas que, glosadas
con el contexto de los acontecimientos, insinúan que se trataba del
gobierno de aquella región con categoría de representante real, no como
soberano independiente. Cualquier grado de desmembración del reino
visigodo pugnaba con el programa unificador de Leovigildo.
Coincidiendo
con el alejamiento de Toledo de Hermenegildo, incrementa su padre la política
religiosa de unificar en la religión arriana a todos sus súbditos para
lograr la fusión de godos e hispanorromanos, pues la diferencia de religión
era el mayor obstáculo opuesto a ella. Un concilio de obispos arrianos,
celebrado en Toledo, facilitó el paso a la apostasía, reconociendo válido
el bautismo recibido en el seno del catolicismo y exigiéndose tan sólo
una fórmula trinitaria muy en consonancia con su error. Hubo defecciones
en abundancia y hasta el obispo de Zaragoza, Vicente, se pasó al
arrianismo, más que por razones teológicas, por cálculo y miedo.
La
persecución, fomentada e instigada por la reina, “cabeza responsable de
las medidas tomadas", fue copiosa en destierros, expropiaciones,
castigos corporales y encarcelamientos. Pero también con ella se puso de
manifiesto el temple de algunos prelados, tales como Masona de Mérida,
paladín de la resistencia católica, que no se intimidó ante las
amenazas; depuesto de su sede, fue en ella impuesto el arriano Sunna, que
ha pasado a la historia de los prelados emeritenses como "feísimo,
de rostro, de fiera catadura, mirada torva, aspecto repugnante y
descompasados ademanes..." Masona entabló con el intruso una disputa
pública, en la que le fue fácil quedar victorioso, pero no impidió que
le arrebataran la basílica de Santa Eulalia, destinada al culto herético,
como también lo fueron la de Santa María de Toledo y otros numerosos
templos del reino. Hubo intentos de asesinato para el prelado enérgico, y
el monarca le amenazó con el destierro, recibido con ironía por la víctima:
"Me ofreces el destierro. Ten sabido que no temo las amenazas. No me
intimida el exilio. Y por ello te ruego que, si conoces algún lugar donde
no esté Dios, me envíes allí desterrado". "Imbécil, ¿en qué
lugar no está Dios?", le increpó el rey. "Si sabes que Dios
está en todas partes —respondió Masona—, ¿por qué me amenazas con
el destierro? A cualquier sitio que me envíes sé que no me faltará la
ayuda de Dios. Y esto lo tengo tan seguro que, cuanto más duramente tú
me aflijas, tanto más me auxiliará su misericordia y me consolará su
clemencia." Como en Mérida, también se vieron precisados a
abandonar sus diócesis los prelados Leandro de Sevilla, Fulgencio de
Ecija, Frominio de Agde. San Isidoro resume la persecución diciéndonos
que Leovigildo, rebosando fanatismo arriano, persiguió a los católicos,
desterrando obispos, adueñándose de los bienes eclesiásticos, aboliendo
los derechos de la Iglesia. Con ello consiguió que muchos, atemorizados
por los castigos, pasaran a la herejía y que otros apostataran atraídos
por el dinero y los favores reales.
Instalado
Hermenegildo en Sevilla como gobernador de la Bética, rodeado de una
corte adicta, vio renacer la paz doméstica. Ingunde pudo profesar
libremente su catolicismo y gozar de las primicias maternales con el
nacimiento de un hijo, a quien se puso de nombre Atanagildo.
Coincide
la llegada de Hermenegildo con el pontificado de San Leandro, el primogénito
de aquellos cuatro santos hermanos que, oriundos de Cartagena, pasaron al
territorio visigótico, donde desde las cátedras episcopales o desde el
claustro se constituyeron en lumbreras y ejemplos de la época.
Merced
al continuado trato del príncipe con el obispo y a las reiteradas
insinuaciones de Ingunde, Hermenegildo fue penetrando en la auténtica
revelación cristiana y conociendo la falsedad de la secta arriana, tan
ajena a la doctrina cristiana, pues negaba dogmas tan fundamentales como
la divinidad de Jesucristo y la naturaleza de la Santísima Trinidad.
Trabajado por la gracia de Dios, abjuró del arrianismo y pasó a formar
parte de la grey católica, tomando en el bautismo el nombre de Juan.
Es
interesante subrayar el apostolado eficaz ejercido por las reinas católicas
durante la Edad Media europea. La borgoñona Clotilde influye en la
conversión del rey franco Clodoveo, su esposo; la merovingia Berta,
casada con Etelberto de Kent, es el puente abierto para el catolicismo en
el sur de Inglaterra, como en el norte Etelberta, esposa de Edwin,
introduce al monje Paulino de York, quien, ante el movimiento de
conversiones que siguieron a la del rey, tiene que recurrir al bautismo de
masas verificado en los ríos de Nortumbria. Y así Teodolinda entre los
lombardos y Olga entre los súbditos del príncipe Igor en las tierras
rusas. En España cupo a Ingunde la misión de preparar la entrada oficial
del catolicismo en el reino visigótico. Pero a costa de tremendos
sacrificios, dolores, lutos y lágrimas.
La
persecución contra los católicos desencadenada por Leovigildo, en vez de
fomentar la unión nacional sirvió para ahondar más profundamente las
grietas de la separación. En el siglo que los visigodos llevaban
dominando en España la tranquilidad política interior estaba muy lejos
de haberse logrado. Los nativos hispanorromanos no se habían acostumbrado
a considerar al pueblo invasor como compatriotas, sino como dominadores;
ellos se habían reservado los altos cargos de la administración y del ejército.
Los ásperos nombres germánicos son los únicos que aparecen en los
documentos oficiales de la época. Hay durante este reinado grandes focos
de malestar interno, exteriorizados con las frecuentes sublevaciones, que
Leovigildo se ve obligado a reprimir duramente, sin conseguir del todo
acabar con los rescoldos vivos. Los vascones, los cántabros, el litoral
de Levante, los pobladores de la Oróspeda constituyen serios motivos de
sobresalto para el monarca. Son antes que ninguna otra las regiones béticas,
Sevilla y Córdoba, recientemente arrebatadas a los bizantinos, las que
albergan núcleos de disidentes, dispuestos siempre a manifestar su
insumisión. Es el mismo problema que siglo y medio después van a
reactualizar los visigodos contra la invasión árabe. La conversión de
Hermenegildo produjo dos efectos encontrados: en la corte toledana
enfureció al monarca, aguijoneado por la irreprimible cólera anticatólica
de Godsuinta y su círculo de fanáticos arrianos; creemos que el
recrudecimiento de la persecución, hasta entonces larvada, se debió al
deseo de atajar las consecuencias de tan inesperada noticia y de hacer
abortar por la fuerza el movimiento hacia el catolicismo que de hecho
pudiera seguirse. En la Bética, por el contrario, los resistentes se
agruparon en torno al gobernador de la provincia, en quien adivinaban al
defensor de sus ideales religiosos y políticos. El duelo estaba entablado
desde el primer momento trágicamente. Los pueblos limítrofes, suevos,
bizantinos y francos, católicos todos, midieron la magnitud de los
acontecimientos que se avecinaban y se pusieron alerta para sacar de ellos
el mejor partido.
Hermenegildo,
tajamar de estas dos tendencias tan irreconciliables, hubo de pasar horas
amargas solicitado por sus deberes de fidelidad al monarca, su padre, que
le había asociado al reino, y por su responsabilidad católica como
gobernador y correinante sobre su pueblo integrado en su mayoría por católicos,
injustamente vejados en la libre profesión de sus creencias por
imposiciones arrianas que les obligaban a la apostasía. La solución
viable en tamaño aprieto hubo de irse madurando lentamente, al ritmo de
los acontecimientos.
Posiblemente
en los primeros momentos se produjo una situación violenta entre el padre
y el hijo. Tal vez Leovigildo impuso la vuelta al arrianismo abandonado y
la presentación de Hermenegildo en Toledo. Ambos mandatos fueron
soslayados por este, decidido a mantenerse en su actitud. Mientras estas
cosas se ventilaban, hemos de suponer un movido ajetreo diplomático con
las cortes vecinas, a quienes se les pidió, o tal vez ofrecieron espontáneamente,
ayudas militares en el caso de que Leovigildo intentase reducir por la
fuerza la resistencia de su hijo. De hecho, San Leandro se trasladó a
Bizancio para interesar en la empresa al emperador Mauricio, regresando
con seguridades de auxilio castrense. Entretanto, se sumaban al partido bético
otras ciudades de la Lusitania, situada fuera del gobierno de
Hermenegildo; llegaron promesas y alientos de parte de los suevos, y quizá
también de los francos. El príncipe sevillano se sintió animado, midió
sus fuerzas y se proclamó rey. Algunas monedas e inscripciones, venidas
hasta nosotros, testimonian la proclamación de este título aplicado a
Hermenegildo. Hoy nos es difícil asegurar si lo que pretendía era crear
un reino simultáneo al de su padre o suplantar a éste en el gobierno de
los visigodos.
Leovigildo
se decidió a poner fin a las insumisiones. Con fortuna militar dominó la
resistencia de Mérida y Cáceres, cortó el paso a los suevos, dispuestos
a prestar ayuda a los andaluces, y sobornó, mediante subida cantidad de
dinero, al general bizantino, que desde Cartagena había de ayudar a
Hermenegildo. Este quedó solo, sin más contingentes militares que los de
su provincia, que cada día iba perdiendo territorios, conquistados por el
ejército paterno. Hermenegildo se apresta a la defensa; pone a su mujer y
a su hijo en territorio de los imperiales y con sus tropas se ampara en
las fortalezas y castillos. Uno tras otro son conquistados por los
toledanos; la feroz resistencia de los sitiados no impidió que el
castillo de Osset, en las mismas puertas de Sevilla, cayera en manos de
los atacantes. Cae la ciudad y su caudillo pudo escapar a Córdoba,
perseguido por el ejército de Leovigildo. Viendo definitivamente perdida
su causa, Hermenegildo se acoge al asilo de una iglesia. Era el año 584.
Interviene entonces —según se dice— su hermano Recaredo para
ofrecerle, en nombre del padre, la conservación de la vida si se entrega.
Así lo hizo el refugiado, que quedó desde este momento prisionero del
padre. Se habla de traslado a Sevilla y de encarcelamiento en Valencia. Se
dice también que el rey franco, su cuñado, intentó ayudarle invadiendo
la Galia Narbonense, y se sospecha que Hermenegildo pudo huir de la cárcel,
con proyecto de unirse a las fuerzas francas, siendo nuevamente apresado y
encarcelado en Tarragona.
En
la prisión fue nuevamente trabajado para que abjurase del catolicismo y
abrazase otra vez la religión arriana, pero la desgracia no aminoró la
firmeza de su fe católica, siendo asesinado en el propio calabozo por
Sisberto, al negarse a recibir la comunión de manos de un obispo arriano,
en el 585.
El
mártir Hermenegildo, engañado por sus confidentes, burlado por sus
aliados, desafortunado en sus campanas, no tuvo, de los historiadores
contemporáneos, si se exceptúa a San Gregorio Magno, ni una frase
escrita en su favor. Nosotros, a muchos siglos de los acontecimientos, sin
más testimonios que los que nos facilitan sus incriminadores, vemos en su
levantamiento y resistencia una actitud noble y de moralidad plena en su
calidad de gobernador de un pueblo católico, injustamente vejado por
imposiciones reales, ordenadas directamente a fomentar la apostasía. Hay
circunstancias en la vida en que la fidelidad a la religión exige saltar
por encima de la carne y de la sangre y posponer a ella el bienestar y la
propia vida.
El
mérito de su sangre martirial tuvo en seguida un triunfo impensado. En el
año 586 fallecía Leovigildo recomendando a Recaredo la conversión a la
religión católica. De hecho, éste abrazó inmediatamente el
catolicismo, y el 8 de mayo del 589, cuatro años tan sólo transcurridos
desde el martirio de Hermenegildo, el pueblo visigodo abjuraba
solemnemente el arrianismo, abrazándose con la religión católica y
dando, con ello, unidad a cuantos en el reino vivían. Fue, sin duda,
aquella fecha una de las más solemnes de toda nuestra historia nacional,
emotivamente glosada por San Leandro en la homilía pronunciada en tal
ocasión en la basílica de Toledo: "Nuevos pueblos han nacido de
repente para la Iglesia; los que antes nos atribulaban con su dureza ahora
nos consuelan con su fe. Ocasión de nuestro gozo espiritual fue la
calamidad pasada. Gemíamos cuando nos oprimían y afrentaban; pero
aquellos gemidos lograron que los que antes eran peso para nuestros
hombros se hayan trocado por su conversión en corona nuestra".
Aquella
conversión nacional fue el fruto inmediato de la sangre de Hermenegildo,
asesinado en una lóbrega cárcel, y de las penalidades de su mujer,
Ingunde, fallecida en el norte de Africa bizantina cuando era conducida a
Constantinopla.
Al
cumplirse el milenario del martirio, el papa Sixto V, a petición de
Felipe II, canonizaba a San Hermenegildo, el 14 de abril de 1585.
JUAN
FRANCISCO RIVERA