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El cristiano nace dos veces

 

Un conocido principio dice que para captar la esencia de un fenómeno conviene estudiarlo allá donde se manifieste en su estado más puro. Pues si esto es así, creo que para comprender bien el bautismo no debemos fijar nuestra atención en el rito que nos resulta tan familiar del bautismo por efusión de los niños, sino en el bautismo por inmersión de los adultos. (Sólo a partir del siglo XIV el bautismo de inmersión fue sustituido por el de efusión, aunque siguió autorizado el anterior).

Los recién nacidos

Imaginemos la escena: Hasta el siglo IV solía bautizarse en los ríos. Después se construyeron baptisterios en cuyo interior había una piscina. Los catecúmenos, ayudados por el ministro. se sumergían tres veces en el agua mientras éste pronunciaba la fórmula ritual: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».

El gesto habla por sí solo. Bastaba ver hundirse al neófito bajo las aguas y emerger después para que se supiera lo que estaba pasando allí: «El hombre viejo ha sido sepultado y un hombre nuevo ha salido al mundo»’.

 

Es una imagen muy conocida. Jesús dijo a Nicodemo que si quería entrar en el Reino de Dios necesitaba «nacer de nuevo» (Jn 3, 3-6) y, de hecho, los anglosajones llaman a los convertidos twice born («nacidos dos veces») para distinguirlos de los once born («nacidos una vez»).

Lo mismo quería expresar el cambio de vestidos: Ya dentro del baptisterio los catecúmenos eran despojados completamente de sus vestiduras antes de penetrar en la piscina, y esta desnudez total simbolizaba, según los Santos Padres, el despojo del «hombre viejo»2. Una vez fuera de la piscina los neófitos eran nuevamente vestidos; pero ahora con una vestidura blanca como señal de que «se habían despojado de la tosca túnica del pecado y se habían revestido de los puros hábitos de la inocencia»

«Habéis sido enseñados a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 21-24; cfr. Col 3, 9-10).

Un momento antes de entrar en la piscina los neófitos aclaraban, mediante las renuncias, cómo era el «hombre viejo» que querían ahogar:

· ¿Renunciáis a creeros superiores a los demás, esto es, a cualquier tipo de:

  • abuso;

  • discriminación;

  • - fariseísmo, hipocresía, cinismo;

    • orgullo;

    • egoísmo personal;

    • desprecio?

    · ¿Renunciáis a inhibiros ante las injusticias y necesidades de las personas e instituciones por:

    - cobardía;

    - pereza;

    • comodidad;

    • ventajas personales?

    · ¿Renunciáis a los criterios y comportamientos materialistas que consideran:

    - el dinero como la aspiración suprema de la vida;

    - el placer ante todo;

    - el negocio como valor absoluto;

    - el propio bien por encima del bien común’?4

    A continuación, mediante la profesión de fe, esbozaban los rasgos del «hombre nuevo» que debía salir de las aguas bautismales:

    ¿Creéis en Dios Padre? (O sea, ¿creéis que, si Dios es nuestro Padre común, todos debemos vivir como hermanos’?)

    ¿Creéis en Dios Hijo? (O sea, ¿creéis que merece la pena seguir a Cristo, hasta des-vivirse por los demás’?)

    ¿Creéis en Dios Espíritu Santo? (O sea, ¿estáis dispuestos a dejaros llevar por El, renunciando de antemano a vuestros proyectos personales?)

    Las renuncias y la profesión de fe no dejan lugar a dudas: Los bautizados pretenden hacer presente un modelo alternativo de hombre. Ha «nacido otro» (traducción literal de «alter-nativo»).

    Naturalmente, las renuncias sólo tienen sentido en función de la profesión de fe. Suponen haber encontrado el «tesoro» y estar dispuestos a vender todo lo demás para hacernos con él (Mt 13, 44-46). O haber descubierto la grandeza del misterio de Cristo y considerar todo lo demás como «basura» con tal de ganar lo único que merece la pena de verdad (Flp 3, 8).

    Los dolores del segundo nacimiento

    Los Santos padres pensaron en seguida que la renuncia al pecado y la opción por la fe era una nueva alianza con Dios que sustituía a la del monte Sinaí. Pero, a diferencia de la Antigua Alianza, ahora no es un hombre (Moisés) quien acepta en nombre de todos. La pertenencia al pueblo de Dios se funda en la fe personal y cada cual debe responder por sí mismo.

    El bautizado, como consecuencia de este pacto, pasa a ser propiedad de Dios. Es probable, incluso, que los cristianos convertidos del judaísmo, recordando su circuncisión, quemaran literalmente a los neófitos con una cruz indeleble para visibilizar que el bautismo supone un compromiso definitivo (de hecho, todavía hoy lo hacen así muchos cristianos orientales). El sello bautismal evocaría la costumbre antigua del tatuaje que los soldados llevaban para indicar su unidad de pertenencia, la señal que los amos grababan sobre sus esclavos o la marca a hierro candente sobre las ovejas de un rebaño.

    De hecho, los Padres del siglo IV llamaban al bautismo sphragís («sello»). San Gregorio Nacianceno explica así la denominación: «Es un sello que significa la soberana propiedad de Dios sobre el bautizado» . Entre nosotros el «sello» ha quedado reducido a la señal de la cruz que el ministro hace sobre la frente del neófito.

    La costumbre del bautismo de los niños nos ha hecho perder de vista la magnitud del desgarramiento interior que suponía a muchos adultos tomar una decisión semejante, y que en la Iglesia de Roma se preparaba a lo largo de tres años de catecumenado. Quizás las luchas y angustias de San Agustín hasta que se decidió a dar el paso puedan ayudamos a comprender la seriedad del bautismo:

    «Pegado todavía a la tierra, rehusaba entrar en tu milicia (...). Decía: Ahora... En seguida... Un poquito más. Pero este ahora no tenía término y este poquito más se iba prolongando (...) Rehusaba aquello, pero no alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los argumentos. ¡Oh, Dios mío! Me gritaban todos mis huesos que debía ir a Ti (...) Con todo, no iba.

    Cuando yo deliberaba sobre consagrarme al servicio del Señor, Dios mío, conforme hacía ya mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería; y el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente, ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo.

    Y decíame a mí mismo interiormente: ‘¡Ea! Sea ahora, sea ahora’; y ya casi pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer (...) pudiendo más en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado. Tal era la contienda que había en mi corazón, de mí mismo contra mi mismo» 6

    Muchos hombres se sentirían hoy tan paralizados como San Agustín a la hora de adquirir un compromiso tal. Sin saber qué circunstancias nos rodearán mañana, ¿quién se atreverá a escribir por adelantado su autobiografía?

    Pero realmente esa decisión por la que el hombre toma con firmeza las riendas de su propia vida, sin dejarse arrastrar por las influencias de cada instante, es lo que le constituye como hombre. Nietzsche escribió en cierta ocasión que el hombre es distinto del animal porque puede hacer promesas

    Lo terrible es que cuando un hombre promete algo, en el fondo está todo por hacer. San León Magno decía a los neófitos: «Que vuestra vida realice ahora lo que ha significado el sacramento». Pero el neófito descubría al día siguiente de su bautismo que, si bien había ahogado sacramentalmente al hombre viejo, en la realidad parecía gozar todavía de buena salud y continuaba «una especie de guerra civil contra nuestros vicios interiores»9.

    Para lograr enterrar efectivamente al hombre viejo y desarrollar la vida nueva de hijo de Dios hará falta en realidad toda la existencia:

    «Cada cosa tiene su tiempo apropiado: hay tiempo de sueño y tiempo de vigilia; tiempo de guerra y tiempo de paz; pero toda la vida humana es el tiempo del bautismo» 10

    Como exhortación a no descuidarse, nada más salir del agua se entregaba al neófito una vela que recordaba la lámpara de las vírgenes de la parábola (cfr. Mt 25, 1-13), que debían tener constantemente encendida hasta que llegara el Esposo:

    «Habéis sido transformados en luz de Cristo. Caminad siempre como hijos de la luz, a fin de que perseveréis en la fe y podáis salir al encuentro del Señor, cuando venga con todos los Santos en la gloria celeste»11.

    Ahora que sabemos que toda la vida es tiempo del bautismo podemos entender mejor la unción prebautismal: Antes de que el catecúmeno bajara a la piscina se le ungía todo el cuerpo con aceite, igual que se hacía con los atletas cuando iban a comenzar un combate. Esta unción —que quería curtirle para el enfrentamiento con el adversario, al que se suponía viviendo en las aguas de muerte que iba a atravesar— es realmente unción para la vida entera, puesto que la vida entera es recorrer en la realidad el camino que la piscina representa sacramentalmente.

    Manos vacías, aunque abiertas

    Después de haber buceado en la riqueza pedagógica que encierran los signos del bautismo, debemos intentar comprender su misterio. Nada mejor para ello que ver el progreso que supone respecto de otros signos de similar expresividad.

    Realmente, el bautismo cristiano no es nada original. En muchos pueblos primitivos se daba «muerte» simbólica a los neófitos, por ejemplo, enterrándolos en una fosa que se recubría con follaje o arcilla mojada. Cuando se levantaban de la «tumba» eran considerados hombres nuevos que habían roto con el pasado.

    También los baños regeneradores se conocían en otros pueblos: en Egipto, en Babilonia y en las religiones mistéricas del helenismo (culto a Eleusis, a Baco y a Mitra: juegos de Apolo y de Peleo, etc.). Todavía hoy existen en la India piscinas sagradas donde los creyentes se sumergen varias veces al año para purificarse. Dados los efectos purificadores que el agua tiene sobre el cuerpo no es extraño que se haya hecho también de ella un símbolo de la limpieza interior.

    En el judaísmo se conocía igualmente el bautismo de los prosélitos (es decir, de los que se convertían de la gentilidad a la religión de Israel) y el de los esenios de la comunidad de Qumran, así como diversas abluciones para la purificación ritual.

    Pues bien, el bautismo de Juan, el Precursor, suponía un avance frente a todos esos baños regeneradores —cuya purificación era puramente ritual y externa— al exigir la conversión interior:

    «Dad frutos de conversión, y no andéis diciendo en vuestro interior: «Tenemos por padre a Abraham»: porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham... La gente le preguntaba: «Pues, ¿qué debemos hacer?» Y él les respondía: «El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene, el que tenga para comer que haga lo mismo». Vinieron también publicanos a bautizarse, y le dijeron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?» El les dijo: «No exijáis más de lo que os está fijado». Le preguntaron también unos soldados: «Y nosotros, ¿,qué debemos hacer?» El les dijo: «No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra soldada»» (Le 3, 8-14).

    Pero el bautismo de Juan, si bien exigía mucho, daba poco porque después de haber invitado al hombre a una conversión tan radical, le dejaba abandonado a sus propias fuerzas. Ahí está la diferencia respecto del bautismo cristiano: Mientras el bautismo del Precursor era solamente un bautismo de agua que no puede comunicar fuerza, el de Jesús hace entrar en comunión con el Espíritu Santo, «la fuerza de nuestra fuerza». «Yo os he bautizado con agua —decía Juan—, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 8).

    La capilla de los sacramentos de las catacumbas de San Calixto guarda una pintura bautismal muy expresiva: El neófito es representado en la figura de un niño sobre quien desciende el Espíritu Santo en forma de paloma. Así, pues, la recepción del Espíritu Santo es lo que diferencia el bautismo cristiano del de Juan (cfr. Hech 19, 1-7; 2, 38; 10, 47; etc.).

    El neófito se mantiene pasivo en el agua; ningún texto antiguo dice que se lave. Y las fórmulas verbales que utiliza el Nuevo Testamento son siempre pasivas: «Es bautizado», «es lavado», etc. (cfr. Hech 2, 38.41; Rom 6, 3; 1 Cor 1, 13.15; 12, 13; etc.).

    Eso significa que el actor principal del bautismo no es el hombre, sino Dios a través de su ministro. El hombre sólo puede recibir ese don con las manos vacías, aunque abiertas; es decir, con la disponibilidad de la fe.

    En realidad todo viene de Dios: la acción salvífica de Cristo —su vida entregada por nosotros y resucitada por el Padre— fue como el «bautismo general» de toda la humanidad, que se actualiza después para cada uno en su propio bautismo:

    «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con El sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva...» (Rom 6, 3-1 1).

    Bautismo y libertad

    Así, pues, el cristiano que se bautiza acepta de antemano una muerte como la de Cristo. La predicación de los primeros siglos comparaba el camino de Cristo hacia la cruz con el camino de los neófitos hacia las aguas del bautismo, y por eso —decían— se despojan de sus vestidos, imitando a Jesús, despojado de los suyos para subir al patíbulo. Seguramente por ese paralelismo muchas piscinas bautismales paleocristianas tenían forma de cruz.

    «Mira —decía un sermón pascual del año 582— en el santo bautismo morimos sacramentalmente; luego. en el martirio o sin martirio, morimos de verdad. Nuestra muerte sacramental no es distinta de la real, aunque sólo en la real se consuma»12.

    Es significativo que la Antigua Iglesia leía a los neófitos. durante la vigilia bautismal, el relato del martirio de los compañeros de Daniel. Es indudable que aquellos cristianos que al bautizarse eran conscientes de haber dado la vida de antemano disfrutaban de una libertad suprema. Pertenecían a una raza distinta de la mayoría de la gente, que «por miedo a la muerte se mantienen esclavos de por vida» (Heb 2, 15). Todo eso creaba en las comunidades cristianas un clima épico que, desgraciadamente, nosotros hemos perdido.

    Bautismo e Iglesia

    Otro tema muy grato para los Padres fue relacionar el bautismo con el Éxodo. Los neófitos accedían a la piscina por el occidente y salían por oriente, para recorrerla en el mismo sentido que los israelitas atravesaron el mar Rojo en busca de la libertad:

    «Sabed que los egipcios siguen vuestros pasos, que quieren conduciros de nuevo a la antigua servidumbre (...) Ellos tratan de alcanzaros, pero vosotros bajáis al agua y salís de ella sanos y salvos» 13.

    Y ha sido muy común considerar como meta del bautismo la entrada en la tierra prometida, esa tierra que «mana leche y miel» (Ex 3, 8), hasta el extremo de que después del bautismo se hacía gustar al neófito una mezcla de leche y miel 14.

    Lógicamente se consideraba que esa tierra prometida a la que se accedía por el bautismo era la Iglesia, y más tarde se empezó a ver en la mezcla de leche y miel un «praegustatum Eucharistiae».

    Así, pues, el bautismo significa la admisión en la Iglesia: «Hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu —decía Pablo— para no formar más que un cuerpo» (1 Cor 12, 13). Y por eso cuando los neófitos salían de la piscina bautismal la comunidad los acogía recitando el «Padre nuestro».

    Dentro de la Iglesia, si bien todos estamos llamados a vivir la consagración bautismal, la vida religiosa debe «expresarla con mayor plenitud»15, por lo que es interesante reflexionar sobre su aportación específica a la comprensión del bautismo.

    La «gran Iglesia» con frecuencia encuentra en el Evangelio exigencias «casi imposibles de cumplir»: «Si alguno viene donde mí y no me pone por delante de su padre, de su madre, de su mujer, de sus hijos, de sus hermanos, de sus hermanas, y hasta de su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Le 14, 26). «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis (...) Buscad primero el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 25-33).

    Sabemos que en todas aquellas «situaciones límite» en que el cónyuge, o los medios materiales de subsistencia o cualquier otro bien entren en conflicto con el Reino de Dios, el bautizado se compromete a anteponer los intereses del Reino. Pero, ¿serán muchos capaces de hacerlo así?

     

    Pues bien, el religioso ha convertido en «situación normal» lo que para los demás cristianos son «situaciones límite» y, por sus votos de pobreza, castidad y obediencia, ha renunciado de antemano a tales bienes sin esperar a que pudieran entrar en conflicto con el Reino; como gesto profético para los demás:

    «Gracias a su consagración religiosa —escribió Pablo VI—, los religiosos son, por excelencia, voluntarios y libres para abandonar todo y lanzarse a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Ellos son emprendedores y su apostolado está frecuentemente marcado por una originalidad y una imaginación que suscitan admiración. Son generosos: Se les encuentra no raramente en la vanguardia de la misión y afrontando los más grandes riesgos para la santidad y su propia vida. Sí, en verdad. la Iglesia les debe muchísimo» 16.

    Son, como dijo Metz, una «terapia de shock’ del Espíritu Santo para la gran Iglesia» 17.

    El bautismo de los niños

    Ahora llega ya el momento de reflexionar sobre el bautismo que habitualmente vemos alrededor. Si «el bautismo celebra la opción fundamental que un hombre hace por el Reino de Dios» y debe recibirse «con la disponibilidad de la fe» —tal como hasta aquí hemos dicho— surge inmediatamente una duda: ¿El bautismo es «cosa de niños»?

    Naturalmente, los primeros cristianos se bautizaban adultos. Tertuliano decía con orgullo: «Los cristianos no nacen, se hacen». Pero ya desde el año 180 tenemos un testimonio seguro de que también eran bautizados los niños. Y aquí empiezan los problemas:

    Como sabemos, en los símbolos de la fe se relaciona el bautismo con la remissio peccatorum. En el Nuevo Testamento, desde luego, se trataba de los pecados personales (cfr. Hech 2, 38; 22, 16). Pero parece indudable que la Iglesia tenía la convicción de que al bautizar a los niños les estaba confiriendo el mismo bautismo que a los adultos; es decir, un bautismo «para el perdón de los pecados»:

    «La Iglesia ha recibido de los apóstoles la tradición de bautizar a los niños. Aquellos a quienes les fueron confiados los misterios de los sacramentos sabían, en efecto, que la mancha del pecado existe en todos» 20.

    Pero, ¿de qué pecados se trata en este caso? Fue San Agustín el primero en afirmar que el pecado que exigía el bautismo de los niños era el «pecado original», y así lo recogió el Papa San Zósimo en el año 418 21 y más tarde el Concilio de Trento 22.

    Se planteó en seguida la cuestión de cuál sería el destino eterno de los niños que murieran sin bautismo. San Agustín pensaba que serían castigados, aunque con un castigo «más suave» 23. La teología posterior fue progresivamente atemperando su desgracia.

    Para Santo Tomás de Aquino no sufren ningún castigo, pero carecen de la visión de Dios. No están en el infierno, sino en una especie de «vestíbulo», al «borde» (en latín «limbus») del infierno 24, donde ya Gregorio Magno había colocado a los justos del Antiguo Testamento que, no teniendo pecados personales, esperaban que Cristo les liberara del «pecado original» 25.

    También se dijo que no sufrían por la falta de visión beatífica puesto que, no teniendo noticia de su existencia, no la echaban de menos 26. Y más tarde se les atribuyó una especie

    de «felicidad natural», con lo que el «vestíbulo del infierno» más bien se convirtió en un «vestíbulo del cielo».

    Pero el hecho es que la Iglesia nunca ha definido como dogma de fe la existencia de dicho «limbo de los niños»: y hoy los teólogos lo rechazan mayoritariamente, dando por supuesta la salvación eterna de tales niños. El mismo Cardenal Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, declaró recientemente: «El limbo no ha sido nunca definido como verdad de fe. Personalmente —hablando más que nunca como teólogo y no como Prefecto de la Congregación— dejaría en suspenso este tema, que no ha sido nunca nada más que una hipótesis teológica» 27

    En cuanto a la afirmación tridentina de que el bautismo «perdona» el pecado original, naturalmente debemos entenderla en sentido analógico. Puesto que se trata de un «pecado» que lo es en sentido analógico con respecto a los personales, sólo analógicamente podemos hablar de que es «perdonado».

    En el primer capítulo vimos que el pecado original tiene dos dimensiones: Por un lado el condicionamiento exterior que supone estar rodeados por la hamartiosfera, y por otro lado, aquel daño infligido a nuestra misma naturaleza que Jeremías y Ezequiel expresaban simbólicamente diciendo que tenemos un «corazón de piedra».

    Pues bien, es fácil ver que el bautismo actúa precisamente en ambas dimensiones: Al introducimos en la comunidad cristiana, opone a la hamartiosfera la solidaridad en el bien (o al menos se supone que debería ser así); y al «derramar el amor de Dios en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos comunica» (Ram 5, 5), se cumple el anuncio de Ezequiel: Dios sustituye el «corazón de piedra» por un «corazón de carne» (11, 19; 36, 26).

    Evidentemente, tras el bautismo se enfrentan en nosotros las dos fuerzas contrapuestas del pecado original y de la redención, por lo que no se puede hablar todavía de renovación total. Esta tendrá lugar en la parusía. Por eso Trento afirmaba que el bautismo borra el pecado original, pero quedan todavía las «reliquiae peccati». Todos tenemos experiencia de ellas.

    Con todo, el bautismo de los niños, más que por sus efectos negativos (eliminación del pecado original), debería justificarse por sus efectos positivos de Alianza con Dios e incorporación a la Iglesia:

    «Bautizamos a los niños, aunque no tengan pecado, para que les sea añadida la santificación, la justicia, la filiación, la herencia, la calidad de hermanos y miembros de Cristo, para que vengan a ser morada del Espíritu Santo» 28.

    Pero así surge una nueva dificultad: ¿Es que alguien puede optar por Cristo «sin saberlo», ser incorporado a la Iglesia sin su consentimiento? ¿Cómo pueden recibir el «sacramento de la fe»29 quienes todavía no son capaces de creer?

    La respuesta clásica ha sido que la Iglesia presta a los niños su fe hasta que la puedan aceptar personalmente:

    «Cree sin duda la madre Iglesia que les presta su corazón y boca maternal» 30.

    «Los niños creen, no por un acto propio, sino por la fe de la Iglesia que se les transmite» 31.

    Es decir, que el bautismo de los niños es un caso límite similar a la unción de los enfermos que han perdido el conocimiento. Tanto en un caso como en otro está justificado por la esperanza razonable de que lo pedirá él mismo si llega a poder hacerlo. Por eso lo cuestionable no es tanto el bautismo de los niños, como el bautismo de todos los niños. Sólo se debe bautizar a los que razonablemente podemos esperar que mañana harán suyo ese bautismo.

    Si el proceso de iniciación cristiana puede compararse —con una expresión inspirada en Ez 11, 19; 36, 26— a una operación de trasplante de corazón, podemos pensar que ningún cirujano aceptaría hacerse cargo de un enfermo que a medio operar se levanta de la mesa de operaciones. Por eso el nuevo Código de Derecho Canónico afirma que para bautizar lícitamente a un niño se requiere que «haya esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la religión católica; si falta por completo esa esperanza, debe diferirse el bautismo, según las disposiciones del derecho particular, haciendo saber la razón a sus padres»32. Como escribía Tertuliano, «el que entiende de responsabilidad del bautismo temerá más recibirlo que diferirlo» 33.

    Queda, evidentemente, el problema que supone condicionar ya desde el nacimiento el futuro de ese niño: pero, como dice Sartre —que, como todo el mundo sabe, no era creyente— «el hijo tiene que pasar por el bautismo del ateísmo o por el bautismo cristiano. La verdad más dura para los liberales —pero toda verdad es dura para las tiernas almas liberales— es que hay que decidir por el hijo, y sin poder consultarle, el sentido de la fe (es decir, de la historia del mundo, de la humanidad) y que se haga lo que se haga y se tome la precaución que se tome, padecerá durante toda su vida el peso de esa decisión» 34.

    Por último, después de haber señalado los riesgos del bautismo infantil, debemos señalar también su significado profundo:

    El bautismo conferido a un recién nacido que ningún mérito ha podido hacer aún, manifiesta que la fe es un don de Dios. El Reino de Dios es de los que son como los niños, dijo Jesús (Mt 19, 14 y par.); frase que —como atestigua Tertuliano35— desde muy antiguo se adujo para bautizar a los pequeños.

    La confirmación, que completa el bautismo cuando el niño ya ha crecido y la solicita personalmente, manifiesta que la fe también requiere la respuesta del hombre. Como más arriba decíamos: Manos vacías, pero abiertas.

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    1. GREGORIO DE NICEA, Homilía /3 (PC 40. 356 D).

    2. CIRILO DE JERUSALEN, Segunda catequesis mistagógica, 2 (PC 33, 1.077).

    3. CIRILO DE JERUSALEN, Cuarta catequesis mistagógica, 8 (PC 33, 1.104).

    4. Ritual del bautismo de niños, núm. 220 (Coeditores Litúrgicos. Madrid, 1970, pp. 148-149).

    5. GREGORIO NACIANCENO, Sermón sobre el santo bautismo. 4 (PC 36, 361-364).

    6. AGUSTIN DE HIPONA, Confesiones. lib. 8 (Obras completas de San Agustín, t. 2, BAC. Madrid, 5. ed., 1968, pp. 3 10-341).

    7. NIETZSCHE, Friedrich, La genealogía de la moral (Obras completas, t. 3, Prestigio, Buenos Aires. 1970, p. 920).

    8. LEON MAGNO, Homilía 70, 4 (Homilías sobre el año litúrgico, BAC, Madrid, 1969, p. 288).

    9. AGUSTIN DE HIPONA, Réplica a Juliano, lib. 2, cap. 3, n." 7 (Obras completas de San Agustín, t. 35, BAC, Madrid, 1984, p. 520).

    10. BASILIO EL GRANDE, Homilía 13 sobre el bautismo, 1 (PC 31, 424).

    11. Ritual de la iniciación cristiana de adultos, n.0 226 (Coeditores Litúrgicos, Madrid, 1976, p. 113).

    12. EUTIQUIO, De Paschate. 5 (PC 86 bis. 2 397).

    13. ORIGENES, Homilías sobre el Éxodo, hom. 5, n. 4 (PC 12, 329 D).

    14. Cfr. TERTULIANO, Contra Marción, lib. 1, cap. 14.

    15. VATICANO II, Perfectae caritatis, 5.

    16. PABLO VI, Evangelii Nuntiandi. 69 c.

    17. METZ, Johann Baptist, Las Ordenes Religiosas. Herder. Barcelona, 1978, p. 12.

    18. TERTULIANO, Apología contra los gentiles, cap. 18. n. 4 (Espasa-Calpe, Buenos Aires, 2.~ ed., 1947. p. 60).

    19. IRENEO DE LYON. Adversus Haereses. 2. 22.

    20. ORIGENES, Comentario de la Carta a los Romanos, lib. 5 n." 9 (PC 14, 1.043-1.045).

    21. Ds 223 D 102.

    22. «El bautismo perdona el pecado original en los niños y en los adultos» (Ds 1.514 = D 791).

    23. AGUSTIN DE HIPONA, Enquiridion, cap. 93 (Obras completas de San Agustín, t. 4. BAC, Madrid, 3.~ ed., 1975, p. 504); De los méritos y el perdón de los pecados, lib. 1, cap. 16, n.0 21 (Obras completas de San Agustín, t. 9, BAC. Madrid, 1952, p. 231).

    24. TOMAS DE AQUINO, De malo, 5, 2 y 3.

    25. GREGORIO MAGNO, Moralia, lib. 13, cap. 44 (PL 75, 1038).

    26. TOMAS DE AQUINO, De malo, 4, 1, ad ¡4; 5. 3. ad 4.

    27. RATZINGER, Joseph, y MESSORI. Vittorio. informe sobre la fe, BAC, Madrid, 1985, p. 163.

    28. JUAN CRISOSTOMO, Huit Catéchéses baptismales inedites, Ed. du Cerf, Paris, 1957, p. 154.

    29. DS 1.529 = D 799.

    30. AGUSTIN DE HIPONA, De los méritos y el perdón de los pecados, lib. 1, cap. 25, n.’ 38 (Obras completas de SanAgustín, t. 9, BAC, Madrid, 1952, p. 257).

    31. TOMAS DE AQUINO, Suma teológica, 3, q. 69, a. 6, ad 3 (BAC, t. 13, Madrid, 1957, p. 309).

    32. Canon 868 (Código de Derecho Canónico. Edición bilingüe. BAC, Madrid, 1983, p. 399). En el mismo sentido se expresan los prenotandos del Ritual del bautismo de flmos.

    33. TERTULIANO, Tratado del bautismo, cap. 18.

    34. SARTRE, Jean-Paul, Crítica de la razón dialéctica. t. 2. Losada, Buenos Aires, 2.’ ed., 1970. p. 153.

    35. TERTULIANO, Tratado del bautismo, cap. 18.