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Hablar con Dios

 

De la mano de Roger Garaudy, en el capítulo anterior llegamos a la conclusión de que no hay vida cristiana sin oración.

Sin embargo, a la vez que afirmamos que la necesidad de oración es un absoluto para el cristiano. sostenemos que todas las oraciones son relativas, y nadie puede atreverse a juzgar a ningún hermano porque prescinda de tal o cual práctica oracional, por muy querida que ésta pueda ser para la Iglesia. Sirva como aviso de lo injusta que podría resultar la condena de alguien por una razón semejante el siguiente testimonio de Santa Teresa del Niño Jesús en que reconoce haber prescindido del rosario en su piedad privada:

«Lo que me cuesta en gran manera, más que ponerme un instrumento de penitencia (me da vergüenza confesarlo) es el rezo del rosario, cuando lo hago sola... Re conozco que lo hago tan mal! En vano me esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo fijar la atención. Algunas veces (...) rezo muy despacio un padrenuestro, y luego la salutación angélica. Estas oraciones. así rezadas, alimentan a mi alma mucho más que si las recitara precipitadamente un centenar de veces... »

Y, con la deliciosa ingenuidad que la caracterizaba, concluía:

"La Santísima Virgen me demuestra que no está enfadada conmigo, nunca deja de protegerme en seguida que la invoco"1.

Cuando los niños rezan

Un equipo de pedagogos vinculados a la revista "Escuela Española" sondeó en 1971 a los niños españoles sobre diversos temas de interés. Uno de ellos fue cómo rezaban. He aquí tres muestras de esas oraciones infantiles:

"Por favor, que engorden los subnormales, y los albañiles y todos."

"Pues cuando sea mayor me haces alta, y no baja, que todos se ríen de mí."

"Y te pido otra vez que mi compañero no me toque la espalda, que la tengo quemada. Ya te lo pedí otra vez. Y con esta son dos. Pero él sigue tocando."

Es indudable que cada cual reza según la imagen que tiene de Dios. Parodiando un famoso refrán podríamos decir: "Dime cómo rezas y te diré cómo es tu Dios." El Dios de esas oraciones infantiles es el "deus ex machina" que ya tuvimos ocasión de conocer 2. Y allí concluíamos, con santo Tomás de Aquino, que "no hay que esperar de Dios algo menor que él mismo". Como contraste con esas oraciones infantiles, he aquí el testimonio de una chica de 15 años: Antes pedía a Dios que me ayudase a salir bien de los exámenes, hasta que hace un tiempo comencé a hacer régimen para adelgazar, y adelgacé. Y eso no se lo debía a Dios, sino a mi fuerza de voluntad en privarme de tortas, pan y helados. De golpe comprendí que con los exámenes pasaba lo mismo. Y poco a poco dejé de rezar. No le encontré sentido.

Parece una actitud humanamente adulta, pero ¿no nos llevaría a prescindir de Dios? Y. por otra parte, ¿acaso no dice Cristo:

Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está  en los cielos dará  cosas buenas a los que se las pidan! (Mt 7, 7-11)?

No podemos interpretar correctamente este pasaje sin comparar con la versión de Lucas -mucho más teológica- que nos dice cuáles son esas "cosas buenas" que podemos esperar de Dios. He aquí¡ el final de Lucas: "... ¡cuánto más el Padre del cielo dará  el Espíritu Santo a los que se lo pidan" (Lc 11, 3). Así, pues, la ayuda de Dios, su respuesta a nuestras peticiones, habitualmente no consistirá en una ayuda paternalista (no somos "hijos de papá"; ni siquiera de "papá" Dios). Pero, sin embargo, sí nos ayudará: con el don de sí mismo; de su Espíritu que, como ya hemos repetido en los capítulos anteriores, es fuente de creatividad y energía para nuestra acción: la fuerza de nuestra fuerza.

Orar no es nunca negociar con Dios

Queda así reducida la oración de súplica a una simplicidad extraordinaria; ya no se trata de conseguir, a fuerza de mucha insistencia, la recomendación de alguien muy importante. Semejante antropomorfismo fue, una vez más, magistralmente criticado por santo Tomás de Aquino:

"Ante un semejante, la oración sirve, primero, para manifestar los deseos y las necesidades y, segundo, para inclinar su ánimo en favor nuestro. Pero esto no es necesario en la oración a Dios, pues cuando oramos no nos proponemos manifestar a Dios nuestras necesidades o deseos, porque lo conoce todo. ( ) La voluntad divina tampoco se determina a querer, por las palabras del hombre, lo que antes no quería. La oración dirigida a Dios es necesaria por causa del mismo hombre que ora, a fin de que se haga idóneo para recibir" 4.

La oración de Abraham intercediendo ante Dios a favor de Sodoma y Gomorra (Gen 18, 23-32) es una preciosa ilustración de lo que dice santo Tomás.

Abraham cree ingenuamente que ha descubierto un error de bulto en los planes de Dios referentes a la destrucción de las dos ciudades y debe hacérselo notar, puesto que a él le ha pasado desapercibido: "¿Así que vas a borrar al justo con el malvado (...) el juez de toda la tierra va a fallar una injusticia?" Y, con una táctica que sería el orgullo de cualquier pedagogía no directiva, va haciendo reflexionar a Dios:

...¿no perdonarás a aquel lugar por los 50 justos que hubiera dentro ... ?

... ¿y si faltaran cinco para los 50 ... ?

...¿y si fueran solamente 40 ... ?

¿treinta?

¿veinte?

¿diez?

Dios, una vez tras otra, le contesta: "Sólo por esos no destruiré la ciudad." Abraham cree poder descansar tranquilo: ¡Por fin había logrado que Dios atendiera a razones! Pero nosotros sabemos cuál fue el final de la historia: Sodoma y Gomorra fueron destruidas tal como Dios tenía pensado desde el principio. Se da el caso de que en ellas no había nada más que cuatro justos: Lot, su mujer y sus dos hijas (y los cuatro fueron salvados de la destrucción).

Entonces, ¿no sirvió para nada la oración de Abraham? Sí, para mucho: para que, cuando se cumplió la voluntad de Dios, comprendiera que era justo y pudiera aceptarla. La oración. no es para cambiar a Dios, sino a nosotros. No es para adaptar la voluntad de Dios a la nuestra, sino la nuestra a la de Dios: "Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú" (Mt 26, 39).

Ninguna oración muestra mejor ese fin que la del P. Foucauld que, aligerada de algunas repeticiones, dicen los "Hermanos de Jesús" al terminar el día y dedicarse al reposo:

Padre mío, me entrego en tus manos; haz de mí lo que quieras; sea lo que sea te lo agradezco. Gracias por todo; estoy dispuesto a todo; lo acepto todo; te agradezco todo. Con tal que tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, en todos aquellos que tu corazón ama; no deseo nada más, Dios mío. Me entrego en tus manos sin medida, con infinita confianza, porque tú eres mi Padre 5.

Naturalmente, si la oración es para conseguir que nuestra voluntad se ponga de acuerdo con la de Dios, y no al revés, lo más importante de la oración no será hablar a Dios, sino escucharle. Así hacía Samuel: "Habla, Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 3, 1-20), y así invitaba a hacer Unamuno: "¡Silencio, silencio, para oír al Señor!" 6.

Dios, precisamente porque no es "hechura de manos humanas" (Sal 115, 4), es un Dios "totalmente otro" que nos juzga, nos desilusiona, nos contradice y nos saca de quicio; frecuentemente nos obliga, en definitiva, a superar nuestros propios planes. En una inolvidable novela, el viejo cura de Torcy dice:

Permitirá que me ría en las narices de las personas que cantan a coro antes de que Dios haya levantado su batuta. (... ) No quisiera citar el ejemplo de un buenazo como yo. Sin embargo, cuando tengo una idea trato de elevarla hasta Dios por medio de la oración. Es sorprendente cómo cambia de aspecto. A veces ni siquiera se la reconoce 7.

Oración y vida

La oración de Jesús extraía de la vida su "materia prima": reza antes de tomar decisiones importantes, como cuando tiene que elegir a los Doce (Lc 6, 12); reza por los que ama (Lc 22, 32) y por sus verdugos (Lc 23,34); reza cuando algo le maravilla (Mt 11, 25; Lc 10, 21) y cuando algo no entiende (Mc 14, 35 y ss.). Y siempre para referir cada situación a un Dios "siempre mayor": "No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre" (Jn 5, 19). "Yo hablo lo que he visto en el Padre" (Jn 8, 38).

Nosotros, que no tenemos esa visión del Padre que tenía Jesús, debemos ser cautos y no dar por supuesto en seguida que hemos entendido lo que quiere:

(Hay quienes) lo bautizan todo por de Dios y suponen que es así, diciendo "Díjome Dios", "Respondióme Dios", y no será así, sino que (como habemos dicho) ellos las más de las veces se lo dicen 8.

Nuestra oración deberá ser el resultado de la interferencia de la vida cotidiana y de la palabra de Dios. Como escribía san Ambrosio: "A El hablamos cuando oramos; y a El oímos cuando leemos las palabras divinas." 9 San Gregorio Magno expresaba muy bien con qué actitud debemos asomarnos a la Biblia:

"La Sagrada Escritura se pone ante los ojos de nuestra mente como si fuera un espejo para que se vea en él nuestro rostro interior. En él conocemos nuestra fealdad y nuestra belleza. En él conocemos cuánto adelantamos y lo lejos que aún estamos de la perfección" 10.

Y después de haber oído lo que Dios nos pide aquí y ahora, se trata de que hagamos de nuestra vida un "salmo responsorial"; eco a la Palabra de Dios, para que, como decía san, Pablo, un día también nosotros podamos afirmar: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gál 2, 20).

Oración y alabanza

Luego ya sólo falta pedir perdón si no hemos respondido bien a la voluntad de Dios o alabarle si hemos sido fieles.

La oración de alabanza es una dimensión tan fundamental de la vida cristiana que, empleando una hermosa expresión de san Atanasio, debemos llegar a ser "el hombre convertido en salterio" 11.

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1 SANTA TERESA DE LISIEUX, Historia de un alma, cap. XI, o.c., pp. 385-386.

4 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Compendio de teología, lib. II, cap. 2, Rialp, Madrid, 1980, pp. 340-341.

5 CARLOS DE FOUCAULD, Escritos espirituales, Studium, Madrid, 3., ed., 1975, p. 37.

6 MIGUEL DE UNAMUNO, Diario íntimo, en Obras completas, t. VIII, p. 826.

7 GEORGES BERNANOS, Diario de un cura rural, o.c., pp. 16 y 54.

8 SAN JUAN DE LA CRuz, Subida del monte Carmelo, lib. 2, cap. 29, núm. 4, o.c., p. 553.

9 SAN AMBROSIO, De oficiis, I, 20, 88; PL 16, 50.

10 SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, 2, 1.

11 SAN ATANASIO, Epístola a Marcelino, 28; PG 27, 39.