Vocación
 

II. TEOLOGÍA ESPIRITUAL: VOCACIÓN DEL CRISTIANO. Se ha dicho antes que la palabra V., sin más añadidos, se interpreta siempre en un contexto espiritual. El Diccionario de la R. Academia refleja esta realidad, pues indica como primera acepción la siguiente: «Inspiración por la que Dios llama a alguien a algún estado, especialmente al religioso». Esta definición manifiesta además la orientación que ha dado a esta palabra la teología de los últimos siglos, centrando la reflexión en la experiencia psicológica de la llamada, y reservándola además a una determinada categoría de cristianos. Esa orientación, que es fruto de una evolución muy compleja, representa en realidad no sólo un alejamiento del modo específico de hablar propio de la S. E. -lo que de por sí tal vez no sería digno de especial atención-, sino además un empobrecimiento de la temática teológica. En esta, como en otras tantas cuestiones, se hace necesaria una vuelta a las fuentes, que nos permita recuperar toda la riqueza del dato bíblico.

1. La vocación en la S.E. a) Escenas de vocación. Lo primero que salta a la vista al leer la S. E. es la frecuencia con que aparecen escenas de v.: es decir, ocasiones en las que Dios interpela a un hombre y le llama. Se puede decir con verdad que esas escenas jalonan toda la historia de la Revelación. Con una escena así se inicia la historia de Israel: «Dijo Yahwéh a Abraham: Sal de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré. Yo te haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre» (Gen 12,1-2). En otro momento importante, cuando el pueblo israelita atraviesa la gran prueba de la esclavitud en Egipto, de nuevo Dios interviene designando y llamando a un hombre para que libre al pueblo: el Éxodo cuenta la sorpresa de Moisés al ver la zarza ardiendo, y cómo, al acercarse, Yahwéh «le llamó de en medio de la zarza: " ¡Moisés!, ¡Moisés!" Él respondió: "Heme aquí"» (Ex 3,4).
Para no extendernos más, hagamos referencia a algunas de las escenas más gráficas de v., hasta el punto de que se ha visto en ellas el modelo literario de todas las otras escenas de v.: aquéllas en las que el Señor designa y envía a sus profetas: Elías, Eliseo (v.), etc. Narra, p. ej., Isaías (v.) que un día tuvo una visión del Señor sentado en su trono, rodeado de los serafines que glorificaban su nombre; al oírlos tiembla la casa entera e Isaías con ella, pues se reconoce culpable y pecador. Uno de los serafines se acerca y le purifica tocándole con un carbón encendido. «Y -continúa el profeta- oí la voz del Señor que decía: "¿A quién enviaré, y quién irá de nuestra parte?" Y yo le dije: "Heme aquí, envíame a mí". Y É1 me dijo: "Ve y di a ese pueblo..."» (Is 6,1-9).
El N. T. comienza con unas escenas muy parecidas. Con la misma libertad y poder con que, a lo largo de toda la Antigua Alianza, Yahwéh ha llamado a patriarcas, profetas y reyes, Jesús llama a sus discípulos. «Caminando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos: Simón, que se llama Pedro, y Andrés su hermano, los cuales echaban la red en el mar, pues eran pescadores; y les dijo: "Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres". Ellos dejaron al instante las redes y le siguieron» (Mt 4,18-20; cfr. 4,21-22; 9,9; lo 1,35-51).
b) La vocación coma acción divina y coma misión recibida. Analizando esos textos, se pueden observar algunos rasgos comunes. En primer lugar, todos ellos ponen fuertemente de relieve la intervención de Dios: la v. es un acto de Dios que, habiendo elegido a un hombre, se dirige a él, dándole a conocer su voluntad. En algunos textos, la v. es presentada en forma de un diálogo iniciado de pronto por Dios (cfr. Ier 1,5 ss.); en otros, la escena comienza con una visión o teofanía, cuyo sentido es explicado en seguida (cfr. la citada v. de Isaías y también Ez 1 y 2). En cualquier caso -y encontramos aquí una segunda nota distintiva de esas escenas- al reconocer a Dios, la persona llamada se ve afectada hasta lo más hondo: A veces su respuesta es inmediata y total, acogiendo plenamente la palabra divina; en otras se puede observar una resistencia, que acaba no obstante, siendo vencida. «Tú me sedujiste, ¡oh Yahwéh!, y yo me dejé seducir. Tú eras el más fuerte, y fui vencido... Y aunque me dije: No me acordaré de él, no volveré a hablar en su nombre, es dentro de mí como fuego abrasador, encerrado dentro de mis huesos» (Ier 20,7-9). Esa fuerza de la palabra de Dios, que arrastra al llamado, tiene un dinamismo que lleva a poner por obra los designios divinos: porque -y este último rasgo es algo que debemos subrayar sobremanera- toda v., tal y como la presenta la S. E., es una llamada para cumplir una determinada misión o cometido. Dios llama y, llamando, envía.
Si la idea de v. se refiere a un fenómeno predominantemente individual, la de misión evoca en cambio, una dimensión colectiva. Ambos elementos, en las S. E., están constantemente unidos y entrelazados; más aún, se puede afirmar que todas las escenas de v. suponen un cuadro amplio del que no deben separarse. Desde la perspectiva de la terminología bíblica, puede expresarse esa misma idea advirtiendo que la palabra v. está íntimamente relacionada con el término elección, que la completa y la aclara (V. ELECCIÓN DIVINA).
Las diversas v. que encontramos a lo largo del A. T. dependen y se refieren en efecto a la elección de Israel. Abraham es llamado para ser padre de ese pueblo; Moisés es el guerrero y el organizador que dará al pueblo la ley por la que se debe regir y que lo conducirá hasta la tierra prometida; los profetas tienen por misión la de recordar a la comunidad de Israel su dependencia de Dios y la necesidad de arrepentirse de sus pecados y de mantenerse fieles a la Alianza y a la elección de la que esa alianza es una consecuencia, etc. Este proceso no es un mero sucederse de acciones y acontecimientos, sino que a través de esa larga historia los designios de Dios se van precisando. Por encima de las ruinas y pecados de Israel, la elección divina salvará siempre a una porción o resto, que será semilla y germen de un nuevo Israel (cfr. Is 6,13; Zach 3,8). En la segunda parte de Isaías es fuertemente subrayado el poder de Dios capaz de hacer surgir un pueblo nuevo plenamente entregado a su servicio, y, como resumen y centro de esa acción divina, Yahwéh presenta una figura singular; el Siervo (v.) de Yahwéh: «He aquí a mi siervo, a quien sostengo yo; mi elegido, en quien se complace mi alma» (Is 42,12).
c) Cristo y la vocación del cristiano. En los escritos neotestamentarios se muestra cómo toda esa tradición conduce a Cristo, en quien culmina la elección de Dios. En dos escenas especialmente importantes, el bautismo (Mc 1,8) y la transfiguración (Lc 9,35), las palabras de Dios Padre evocan los anuncios de Isaías sobre el Siervo de Dios, y nos atestiguan que Jesús de Nazareth es realmente la plenitud de. las promesas divinas. Jesús es, pues, el único que merece el nombre de Elegido, es la piedra angular, escogida por Dios, y fuera de la cual no hay salvación sino ruina (cfr. Act 4,11-12; 1 Pet 4, 4-5); porque la elección de Jesús antecede a toda otra elección, ya que fue escogido antes de las generaciones, antes de la constitución del mundo, para que todo encontrara en Él su consistencia y su sentido (cfr. Eph 1,3 ss.; Col 1,13 ss.). El concentrarse de la elección en Cristo va acompañado de la profundización en el sentido espiritual de las promesas y de la revelación de la universalidad del decreto salvador. En Cristo son bendecidas todas las naciones, se ha roto el muro que separaba a judíos y gentiles, puesto que lo único 'que vale es la nueva creación o regeneración por la fe (cfr. Gal 6,15) y Dios «quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4).
La v. del cristiano, de la que son tipo la llamada de los Apóstoles que se nos narra al comienzo de los Evangelios, presupone toda esa realidad. La v. es ante todo llamada a la fe, a reconocer a Cristo, y, por tanto, llamada a la Iglesia o comunidad de los fieles (cfr. Col 3,12). De hecho, el uso' que los diversos escritos hacen de los términos llamado o elegido, muestra que son prácticamente equivalentes al de discípulo o cristiano (cfr. 1 Cor 1,2; 1 Pet 1,1; 2 Tim 2,10; Heb 3,1; etc.).
La llamada o v. es don de Dios (cfr. 2 Tim 1,9), gracia salvadora, consecuencia de la elección por la que Dios Padre nos hace participar de Cristo. Hemos sido elegidos en Cristo, escribe S. Pablo (cfr. Eph 1,4). Y S. Pedro, en un texto que resume tal vez la primitiva catequesis bautismal, une fuertemente el tema de la elección al de la confesión trinitaria: «Elegidos según la presencia de Dios Padre, en la santificación del Espíritu, para la obediencia y la aspersión de la sangre de Jesucristo» (1 Pet 1,2; cfr. 2 Thes 2,13-14). De ahí que la v. sea vista como comienzo de un itinerario cuyo término es el reino de los cielos; es decir, la perspectiva escatológica da su sentido último a la llamada, y fundamenta, por tanto, la esperanza: «Rogamos por vosotros, para que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y con toda eficacia cumpla todo su bondadoso beneplácito y la obra de vuestra fe» (2 Thes 1,11). S. Pablo nos da un acabado resumen de esta perspectiva en el conocido texto de la epístola a los romanos: «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que según sus designios son llamados. Porque a los que antes conoció, a ésos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénita entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también llamó; y a los que llamó, a ésos los justificó; y a los que justificó, a ésos también los glorificó» (Rom 8,28-30). El cristiano vive de esperanza, pero de una esperanza fundamentada en la certeza de la bondad divina.
d) Vocación, santidad y apostolado. La conciencia de la elección, que la v. trae consigo, debe manifestarse en un cambio radical en el modo de vivir del cristiano, que ha de sentir la importancia del don de la fe y arrojar lejos de sí todo lo que sea indigno de la santidad de Dios. Entre los muchos textos apostólicos que fundan las exigencias éticas a partir de la idea de v. y de la consiguiente presencia en nosotros de las fuerzas de Cristo,, quizá ninguno más tajante que el dirigido a los cristianos de Éfeso: «Así, pues, os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados» (Eph 4,1; cfr. 1 Pet 3,9). Viviendo así, haciendo de toda la vida un acto de fidelidad a Dios y de cumplimiento de su voluntad, concretada especialmente en el mandamiento supremo del amor, el cristiano conoce que ha sido verdaderamente trasladado de la muerte a la vida (1 lo 3,14); y, por otra parte, manifiesta a los demás hombres el signo distintivo de los discípulos de Cristo (lo 13,35). La mayor parte de los textos neotestamentarios en los que aparece la palabra v. -o el verbo llamar-, se refieren a los temas señalados (fe, perseverancia, novedad de vida); con mucha menos frecuencia está relacionada con la idea de misión. Un caso importante se exceptúa: la v. del Apóstol, que es siempre concebida como una llamada para la misión de anunciará Cristo. «Pablo, siervo de Cristo Jesús -reza el encabezamiento de la Epístola a los romanos-, llamado al apostolado, elegido para predicar el Evangelio de Dios» (Rom 1,1). Sería un error concluir de ahí, que la S. E. distingue entre una v. a la predicación, propia de los Apóstoles, y una v. a la santificación, propia de los demás cristianos. El deber de anunciar a Cristo incumbe a todos los cristianos, que han de estar siempre prontos para dar razón de su esperanza a todo el que se la pidiere (cfr. Pet 3,15; 1 Tim 6,1 ss.; 1 Pet 2,11 ss.).
En realidad, los escritos apostólicos nunca consideran al cristiano como un individuo aislado, sino que lo ven siempre como miembro de la Iglesia y participando, por tanto, en la misión que la Iglesia ha recibido de continuar la misión de Cristo y de anunciar la salvación a todas las tierras y a todos los tiempos (v. APOSTOLADO).

2. La vocación como definición cristiana del hombre. a} Voluntad divina y verdad del hombre. Los textos que hemos citado nos llevan a reconocer que toda explicación que quiera dar razón de los hechos debe partir de la consideración de la voluntad de Dios (v.). Y esa voluntad divina es un designio, un plan, que se manifiesta en determinaciones concretas. Todas las manifestaciones de la voluntad de Dios a lo largo de la historia bíblica contribuyen a perfilar el sentido de los planes divinos, pero al mismo tiempo cada una de ellas tiene un contenido preciso, regula un acontecimiento particular. La v. puede ser definida como el acto por el que Dios da a conocer a un hombre su voluntad con respecto a él. Presupone por tanto, en su origen, una decisión divina; como con secuencia inmediata, un cambio de vida del llamado, e cumplimiento de esa voluntad divina; y, como término el Reino de salvación hacia el que Dios ordena la historia entera.
La v. se nos aparece así con toda su riqueza, como e fenómeno central de la vida humana. Es digno de notarse que el Conc. Vaticano II, al intentar perfilar en la Const Gaudium et spes la respuesta cristiana que esclarece e misterio del hombre, lo haya hecho acudiendo precisamente a la idea de v.: «La fe alumbra con luz nueva todas las cosas y pone de manifiesto el propósito d Dios con respecto a la vocación integral del hombre» (n° 11). Es necesario dar a estas expresiones toda s fuerza; es decir, entender por v. no meramente una serie de cualidades, posibilidades, metas, etc., que de algún modo enmarcan la condición y situación humanas, sino como realidad radical que constituye al hombre. Como decía S. Anselmo -comentando las palabras «el que obra la verdad, viene a la luz» (lo 3,21)-, la verdad del hombre consiste precisamente en realizar el ser para el que Dios le ha llamado, en conformar la propia voluntad con la de Dios (cfr. De veritate, cap. 4: PL 158, 471-472). Porque Dios es Aquel que llama (cfr. Rom 9, 11; Gal 5,8), y llamando constituye a las cosas en su propio ser: «Dios, que da la vida a los muertos, y llama a lo que es, lo mismo que a lo que no es» (Rom 4,17). Los decretos de Dios son justos, dice repetidas veces el texto sagrado, para indicar no que esos decretos han de ser declarados aceptables con respecto a una norma supuesta como superior y trascendente, sino, al contrario, que esos decretos son la fuente de la justicia y tienen en sí su propia explicación y justificación.
El hombre se define así por la llamada. Cada hombre es aquello para lo que Dios le ha creado. La vida humana no tiene otro sentido que el ir conociendo y realizando libremente esa voluntad divina. Podemos citar aquí los textos bíblicos que introducen una tensión entre v. y elección, considerando a ésta no como el inicio, sino como el término de aquella: así el texto de Mat 22,14, «muchos son los llamados y pocos los escogidos», o la recomendación de S. Pedro: «hermanos, procurar asegurar vuestra vocación y elección» (2 Pet 1,10). El hombre se realiza o se pierde, según que cumpla en su vida el designio concreto que sobre él tiene Dios; el cristiano alcanzará o no el fin al que ha sido llamado, según que sea o no fiel al don de la fe que, en el bautismo, le hace miembro de la Iglesia. De ahí la importancia que el tema de la perseverancia (v.) tiene en la S. E.
b) Dinámica de la vocación. La v. es, pues, una realidad continuada, que constituye el sustrato de toda la existencia, y que está íntimamente relacionada con la fe, con la que forma una unidad. Según una expresión de J. Escrivá de Balaguer «es una visión nueva de la vida; es como si se encendiera una luz dentro de nosotros» (Carta, Madrid, 9 en. 1932). Podemos definirla como una iluminación sobre el sentido de la existencia y sobre el valor de las cosas y sucesos que constituyen su trama. O también como la revelación que Dios hace al hombre del sentido de su existencia personal. En la v. el hombre, de una manera definitiva, se conoce a sí mismo, conoce al mundo, y conoce a Dios, y es el punto de referencia a partir del cual juzga todas las situaciones por las que vaya atravesando la vida. Completando estos datos, podemos decir que la v. es: 1) una llamada a conocer a Dios, a profundizar en su misterio y en su voluntad salvadora, a reconocerle como fuente de la vida y como término del caminar; es, pues, una invitación a entrar en la intimidad divina y al trato personal, al diálogo, a la oración; 2) una llamada a reconocer a Dios en Cristo, y por tanto, a hacer de Cristo el centro de la propia existencia, a seguirle encontrando en Él la norma de toda actuación y decisión personales (v. JESUCRISTO v); 3) una llamada a reconocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, es decir, como seres con un valor en sí, objeto del amor de Dios y, por tanto, acreedores a nuestro propio amor; y por tanto, una llamada a superar de manera radical el egoísmo para e vivir la fraternidad; 4) la conciencia de que todo eso se ha de realizar de una manera concreta en la propia vida, según las condiciones en las que Dios ha colocado a cada uno y la misión que personalmente le corresponde desarrollar, para servir así al deáignio divino de salvación.
Podría expresar esa misma realidad afirmando que la v. es dinámica: que no es algo meramente dado, sino realidad que se encarna en la vida y que se precisa con la vida misma. Todo acontecimiento es llamada, invitación que Dios dirige al hombre para que reaccione manifestando el amor de Cristo de la manera que el momento lo exija. Cada situación va perfilando la vida del hombre y manifestando, por tanto, su v.; de manera que se puede decir que la v. de un hombre, aquello para lo que Dios lo ha creado, es algo que sólo se dará a conocer plenamente en el momento en que se consume la existencia temporal v se entre en la eternidad. Reducir la v. a un proceso psicológico sería, por tanto, un grave error; eso no quita, sin embargo, que la dimensión psicológica exista, y que debamos hablar de que en toda vida habrá algunos momentos privilegiados en los cuales el hombre toma especialmente conciencia de su posición frente a Dios y, por tanto, frente al mundo y a la misión en él a que Dios le destina. Esos momentos privilegiados, de los que depende el curso posterior de la existencia y a los que vuelven constantemente la memoria y el corazón para recuperar el sentido del existir, tienen una importancia decisiva, y se explica que los tratadistas clásicos hayan tendido a fijar en ellos la palabra v., definiéndola como el proceso por el que el hombre reconoce su lugar en el mundo. Ese uso es en sí legítimo e incluso necesario, siempre que no se olvide todo el trasfondo que supone.
Es oportuno además estar precavidos frente a un peligro en tal modo de proceder: la tendencia a identificar la idea de v. con la de fenómeno extraordinario. Si se quieren analizar las características psicológicas del proceso vocacional, es hasta cierto punto inevitable que la atención sea atraída por aquellos casos en que se presenta con un relieve más acusado y hasta cierto punto sorprendente. Pero si se olvida que eso es sólo un método de estudio, se puede llegar a pensar que toda v. se caracteriza por una ruptura violenta con la vida precedente, o que sólo hay v. cuando estamos situados frente a una llamada a un estado distinto del normal (es decir, al sacerdocio o al estado religioso, y negar, por tanto la existencia de v. laicales). En realidad, una persona puede tomar conciencia de su v. en un momento de especial tensión y crisis, y, por tanto, con la experiencia de una ruptura violenta; pero puede seguir también el camino de una profundización progresiva en ciertos datos, de una valoración cada vez más adecuada de las propias inclinaciones y de la forma como las van orientando los sucesivos acontecimientos, etc. Si Saulo de
Tarso y su caída en el camino de Damasco pueden constituir un modelo de la primera posibilidad, S. José puede serlo de la segunda, ya que la voluntad de Dios con respecto a él se le va revelando poco a poco y con ocasión de diversos sucesos.

3. Unidad y diversidad de vocaciones cristianas. La perspectiva desde la que, siguiendo la S. E., hemos considerado la v., es decir, la de la concreción y realización del designio de Dios, nos lleva de manera muy directa a considerar el problema de la diversidad de vocación. El tema fue ya afrontado en la misma época apostólica, especialmente por S. Pablo: «Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos» (1 Cor 12,4-6; cfr. el resto del capítulo, y Rom 12,3 ss., y Eph 4,7 ss.). Diversidad y unidad aparecen claramente unidas en todos esos textos apostólicos, como dependientes ambas de una misma fuente: el misterio o plan divino que, siendo en sí único, da origen a una multiplicidad de dones, misiones y tareas. Todas ellas están, por tanto, unificadas en el fin: «la común utilidad» (1 Cor 12,7), «la edificación del Cuerpo de Cristo» (Eph 4,7). Esa unidad de fin no quita, sin embargo, la más amplia variedad existencial, dependiente de los carismas (v.) recibidos, de los oficios llamados a cumplir, del lugar que se ocupe en la estructura social, eclesial, etc.
Esta realidad ha dado origen a un sentido derivado, pero muy común, de la palabra vocación. De por sí, y tal será siempre su significación fundamental, indica la llamada que Dios dirige a un hombre: es, por tanto, algo individual y concreto. En la medida en que esa llamada revela al hombre la voluntad de Dios y le da a conocer su posición en el mundo, lo coloca en relación con instituciones, ambientes, tareas, etc., a las que le destina. De ahí que se hable también de v. usando la palabra con un sentido institucional, como cuando decimos v. sacerdotal, v. laical, v. a una orden religiosa o a una asociación de otro tipo, etc. Es obvio que aquí la palabra no indica ya el acto divino de llamar, sino que designa tareas o realidades sociales a las que se puede ser llamado.
Esta perspectiva ayuda a contemplar el tema de la v., evitando caer en el individualismo y recordándonos que la vida cristiana es por su misma esencia eclesial. Una teología de la v. que no se sitúe en un contexto eclesiológico corre el grave riesgo de perder su propio objeto, puesto que, coma ya veíamos, toda v. particular se sitúa en el interior de la v. de la Iglesia, enviada a las naciones. Pero, además, al situarnos en este plano, se nos hace más fácil advertir una realidad de gran importancia: el valor vocacional de toda situación cristiana. De ahí el interés de la innovación introducida por la Const. Lumen gentium, del Conc. Vaticano II, al afrontar el tema de la Iglesia partiendo no de la consideración de unos poderes confiados a algunos cristianos, sino más bien del Pueblo de Dios visto en su conjunto, para distinguir luego según los diversos oficios, funciones, poderes o estados. Es decir, no hay en la Iglesia personas que sean meramente pasivas, sino que todas participan, cada una a su modo, de la común misión: «Hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión», como resume con fórmula gráfica el Decr. Apostolicam actuositatem, n° 2 (cfr. A. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 1969).
La distinción entre v. sacerdotal, v. religiosa y v. laical, tal como se usa recientemente, pretende reflejar y dar firmeza terminológica a esa realidad. Con bastante frecuencia, y hasta época muy reciente, los tratadistas solían limitarse a hablar de v. sacerdotal y de v. religiosa, dando por supuesto -al menos implícitamente- que sólo había v. propiamente dicha con respecto a esas categorías eclesiales, mientras que los demás cristianos permanecían en un estado común e indiferenciado. Diversos movimientos espirituales, y paralelamente los estudios teológicos, han ido cada vez más poniendo de manifiesto lo insuficiente de una tal presentación del tema, .hasta llevar al reconocimiento de la plenitud eclesial de la condición del laicado. Todo ello debía necesariamente conducir al uso de la expresión v. laical (que encontramos recogida en el Conc. Vaticano II; p. ej., Lumen gentium, 12 y 35; Apostolican actuositatem, 4). Se trata, en suma, de hacer ver que los laicos (v.) son plenamente miembros de la Iglesia, y que participan de la misión común de una manera que les es propia y no por simple delegación o imitación de la que corresponde a religiosos o sacerdotes. (Para una mayor explicitación del tema y para un comentario sobre los rasgos y valores que se- manifiestan en cada una de esas diversas situaciones, V. ESPIRITUALIDAD Y ESPIRITUALIDADES II; LAICOS II; SACERDOCIO v; RELIGIOSOS). La consideración de la v. laical tiene además una consecuencia de gran valor teológico. Transcurriendo la vida laical en el seno de la sociedad civil y de las realidades temporales, la afirmación de que esa vida tiene un valor vocacional arrastra consigo la aceptación de que toda la realidad humana no es ajena a los cristianos, ni mero ambiente en el que se está, sino realidad plenamente asumida en los planos divinos; como ha dicho J. Escrivá de Balaguer, «la vocación humana es una parte, y una parte importante de nuestra vocación divina» (Carta, Roma, 15 oct. 1948).
Para concluir parece oportuno advertir que todo intento de distinguir y tipificar la v. -en el sentido institucional de la palabra- debe hacerse a partir de una perspectiva eclesiológica. Las distinciones hechas por algunos autores entre v. creacionales y v. redentoras, o v. de renuncia y v. de_ realización, me parecen poco acertadas, y llevan de manera más o menos directa a desconocer algunos de los datos fundamentales que acabamos de comentar. Ciertamente cada una de las diversas situaciones cristianas pone especialmente de relieve determinados valores, pero en realidad todas y cada una de ellas presuponen el misterio de Cristo en toda su integridad (Creación, pecado y Redención; Cruz y Resurrección), y se ordenan a la realización del designio fundamental en el que toda la historia humana encuentra su sentido: la realización de la salvación, la edificación del Reino de los Cielos.

4. Discernimiento de la propia vacación y obligación de seguirla. Lo que antes decíamos sobre la trascendencia de la v. con respecto a un proceso psicológico concreto (susceptible de manifestarse de muchas maneras), hace que se deba ser muy parco al intentar dar normas o reglas para discernir las vocaciones. Podemos limitarnos a reseñar los elementos tradicionalmente mencionados: a) la existencia de una experiencia interior, de un eco en la propia conciencia de la llamada divina, manifestado por un sentirse atraído hacia un cierto camino o modo de vivir o hacia una cierta tarea; b) esa experiencia no debe ser entendida como un fenómeno sensible o de especial densidad psicológica, sino que puede consistir muchas veces -e incluso se podría decir que de ordinario- en la percepción de un valor o de un ideal y en 1 rectitud de intención con que se aspira a realizar un determinado servicio; c) en aquellas v. que suponen 1 participación en algún oficio público o jerárquico, o la adscripción a una determinada institución se requiere además, como signo que traduce y hace reconocer 1 llamada divina, la conformidad de la autoridad pastora correspondiente (pueden verse los textos pontificios recogidos por L. Rayas¡ y L. Sempé -o. c., en bibl.-, los que pueden añadirse Paulo VI, Exhort. 5 mayo 1965).
¿Qué obligación existe de seguir la v. divina, supuesto que haya llegado a ser claramente conocida? Es ésta una cuestión ampliamente debatida por los moralistas sobre todo en la época de la casuística. Admitiendo qué' existe una obligación en sentido amplio, los autores se dividen al precisar si es o no bajo pena de pecado. Los que afirman que hay una obligación en sentido pleno -entre los que se encuentra S. Alfonso María de Ligorio (cfr. sus Avisos sobre la vocación religiosa, en La vocación religiosa, Madrid 1950)- lo hacen poniendo d relieve que la negativa a seguir la propia v. implica, más o menos claramente, quebrantar el mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas, así como rechazar dones y gracias divinos. Los que sostienen que no existe obligación bajo pena de pecado, argumentan a partir de la distinción entre mandamientos y consejos evangélicos (v.), insistiendo en que no debe imponerse tal obligación más que cuando consta con absoluta claridad: lo contrario -dicen- es exponer las conciencias a una situación de angustia contraria al espíritu cristiano.
Sin entrar en todos los matices de la cuestión digamos solamente que ante la gracia (v.) el cristiano no puede situarse como si fuese un bien útil, cuyas ventajas sopesa o valora indiferentemente, sino ante Dios, que llama, y, por tanto, con toda la seriedad y responsabilidad, alegría y agradecimiento, que de ahí se derivan. Nadie, aunque haya rechazado la gracia divina, debe desesperar de la salvación, pues Dios no abandona al hombre, sino que, misericordiosamente, le ofrece constantemente ocasiones de conversión (v.) y de crecimiento. Pero, a la vez, nadie debe abusar temerariamente de la misericordia (v.) divina, sino, al contrario, sentirse urgido a corresponder al amor divino con el propio. Por eso -como ha escrito J. L. Soria (o. c. en bibl., 36-37)- la perspectiva del pecado no es la más adecuada para meditar sobre la respuesta a la propia v.: «Más que hablar de pecado o de falta de pecado, que a veces puede ser un modo algo egoísta de considerar las cosas, parece preferible hablar de amor y de falta de amor. El discernimiento de la responsabilidad ante la propia vocación se ha de hacer delante del Sagrario o delante de un Crucifijo».


J. L. ILLANES MAESTRE.
 

V. t.: ELECCIÓN DIVINA; FIDELIDAD; VOLUNTAD DE DIOS. BIBL.: W. BIEDER, Die Berulung in N. T., Zurich 1961; G. GREGANTI, La vocazione individuale nel N. T., Roma 1969; J. DE FRAINE, Vocazione ed elezione nella Bibbia, Roma 1968; D. WIEDERKEHR, Die Theologie der Berufunt in den Paulusbrielen, Friburgo (Suiza) 1963; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vocación cristiana, en Es Cristo que pasa, 8 ed. Madrid 1974, n9 1-11; J. L. SORIA, La vocación, Madrid 1972; L. SEMPÉ, Vocation, en DTC XV,3148-3181; Soeur St. JEANNE D'ARC, Le mystére de la Vocation, «La Vie Spirituelleu 414 (1956), 167-186; P. PALAZZINI, Vocazione, en Dizionario di Teología morale, 2 ed. Roma 1957, 1548-1551; L. RAVASI, Fontes et bibliographia de vocazione religiosa et sacerdotali, Roma 1961; M. BELLET, Vocation et liberté, París 1963; R. ZAVALLONI, Studi psicopedagogici sulla vocazione, Brescia 1961; A. NABAIS, La vocación a la luz de la psicología, Bilbao 1959.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991