Virginidad II. Sagrada Escritura
Antiguo Testamento. El pueblo judío consideraba la fecundidad tanto del hombre
como de la mujer, en el recto uso del matrimonio, como una orden divina conforme
al mandato dado por Dios a Adán y Eva: «procread y multiplicaos y henchid la
tierra y sojuzgadla y dominad» (Gen 1,28). Repetidas veces, en las promesas
divinas, Dios prometía la fecundidad coma premio a la fidelidad a su Alianza:
«Si camináis según mis leyes, guardáis mis preceptos y los practicáis... me
volveré hacia vosotros, os haré fructificar y os multiplicaré y afirmaré mi
alianza con vosotros» (Lev 26,3.9) (cfr. Dt 28,1.3-4). En uno de los salmos
graduales, que todo judío ciertamente conocería y cantaba al menos una vez al
año, se menciona, en tonos idílicos, la numerosa prole como fruto de la
bendición de Dios a quien vive en su santo temor: «Dichoso quienquiera que a
Yahwéh temiere... será tu esposa como vid fructífera... y tus hijos cual retoños
de olivo en torno de tu mesa» (Ps 128(127),1.3). El contenido de estos pasajes
dejaba prácticamente en penumbra el ideal de la v., que un día Dios revelaría
abiertamente al mundo.
Los Libros sagrados del A. T. nos narran, no obstante, algunos casos aislados de
continencia voluntaria entre varones. De Elías (v.) y Eliseo (v.) no se menciona
que tuvieran mujer y la tradición los ha considerado vírgenes. Jeremías (v.),
por indicación de Dios, ha de renunciar al matrimonio: su acción sería símbolo
de la ruina de Israel en la que perecerían mujeres e hijos (cfr. ler 16,1-5). S.
Juan Bautista (v.), precursor del Mesías, es modelo de vida continente y
ascética.
En general, sin embargo, el A. T. habla de la v. en otro contexto. O se la
celebra porque la virgen se ha desposado, o se la llora por quedar intacta a
causa de una muerte prematura (cfr. Idc 11,29-40). La v. es alabada por la
belleza y juventud que acompaña a quien la posee, pero no ciertamente como
estado permanente. S. Juan Crisóstomo sintetizaba esta realidad afirmando que
«en el A. T. ni siquiera se nombra la gloria de la virginidad» (Contra Iudaeos
et gentiles...: PG 48,823).
Por otra parte, Dios muestra especial estima por las viudas que no se quisieron
volver a casar y se dedicaron plenamente a su servicio. Judith, muerto su marido
Manases, pasaba su viudez dada a penitencias y prácticas piadosas: Dios la elige
para salvar a su pueblo. La profetisa Ana, quedando viuda, había llegado hasta
los 84 años y no se apartaba del templo sirviendo a Dios con ayunos y oraciones:
tuvo por gloria ver al Mesías (Lc 2,36-38). Un caso parecido lo tenemos en
Débora. Se nota también especial estima a la v. antes del matrimonio: el Sumo
sacerdote sólo podía tomar como mujer
a una doncella: «No viuda, repudiada, deshonrada o prostituta, sino a doncella»
(Lev 21,24). Estos casos preparaban la común estima de la viudez y v. en el N.T.
El sentido de esta Economía de Dios en la Antigua Alianza, donde se alaba la
fecundidad (cfr. S. jerónimo, Ad Eustoquium, n° 21) y se considera como
desgracia la esterilidad, ha sido maravillosamente desvelado por los Santos
Padres. S. Agustín explica que los Patriarcas usaron del bien del matrimonio por
ser necesario para preparar la venida de Cristo: «El Apóstol alaba a esos
hombres que con la propagación de los hijos han servido a la venida de Cristo,
como la oliva fructuosa» (De Virginitate, I,1); «en los primeros tiempos de la
humana progenie, atendiendo -de modo particularísimo a la propagación y
crecimiento del pueblo de Dios, que era el que había de profetizar y de donde
había de nacer el príncipe y Salvador del mundo, hubieron de usar los santos del
bien del matrimonio» (De bono matrimonii, IX,9). Tanto la fecundidad de los
Patriarcas como la de las mujeres estériles que, por intervención milagrosa,
tuvieron hijos tienen un sentido profético: «De ahí que por un profundo designio
de Dios más que según la costumbre de los deseos y goces humanos, mereció ser
alabada la fecundidad de unos y mereció por fecunda la esterilidad de otros» (De
Virginitate, I,1).
S. Juan Crisóstomo da también una razón del porqué se reservó esta excelencia al
N. T., diciendo que es un modo de obrar de la pedagogía divina y alude a una
comparación con lo que sucede con los polluelos: «Después de criarlos la madre
por algún tiempo, los saca del nido; mas si los ve caer faltos de vigor y
fuerzas y necesitados de permanecer aún allí dentro, los deja algunos días más;
no para que estén en el nido perpetuamente, sino para que, bien fortalecidas las
alas y robustecidas por completo sus fuerzas, puedan alzar el vuelo con
seguridad. Así ya desde antiguo nos atraía el Señor hacia el cielo. Cuando,
finalmente, nos nacieron las alas de la virtud al cabo del tiempo, llegándose a
nosotros poco a poco, nos sacó de este domicilio y nos enseñó a volar más alto»
(S. Juan Crisóstomo, De Virginitate, 7: PG 48,545).
Nuevo Testamento. En el plan de la Providencia divina era el Verbo Encarnado
quien nos debía enseñar el valor del don de la virginidad. El Evangelio de S.
Lucas nos narra en trazos delicados la concepción virginal de Jesucristo, por
obra del Espíritu Santo. Dice el Arcángel Gabriel a María: «El Espíritu Santo
descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya
causa el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). S. Mateo
precisa en su Evangelio que todo esto tuvo lugar para que se cumpliera lo
preanunciado por el profeta Isaías acerca del nacimiento virginal del Enmanuel (cfr.
Mt 1,22).
Los Evangelios recogen la respuesta del Señor a S. Pedro, en la que le daba un
motivo más de esperanza por lo que merecía la pena dejar todo para ir en su
seguimiento: «En verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer,
hermanos, padre o hijos por amor de Dios, dejará de recibir mucho más en este
siglo, y la vida eterna en el venidero» (Lc 18,29-30). Con unas palabras más
cargadas de misterio y expectación, pero igualmente explícitas, Jesús enseñó a
los Apóstoles la dignidad y excelencia de la continencia voluntaria -la
virginidad- como consecuencia de un don especial divino.. Después que Cristo
había expuesto de un modo tajante y llano ante los fariseos la indisolubilidad
del matrimonio y los deberes matrimoniales (cfr. Mt 19,3-9), le dijeron sus
discípulos: «Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer es mejor
no casarse» (vers. 10). El Señor, como desvelándoles un sentido que no habían
llegado a penetrar, les hace notar que para comprender y tomar esa resolución se
necesita un don y gracia especial: «No todos son capaces de esta resolución,
sino aquellos a quienes se les ha concedido» (vers. 11) y habla de que si bien
hay quienes se hallan imposibilitados para el matrimonio por defecto de
naturaleza y otros por la malicia y violencia de los hombres, hay quienes se
abstienen del matrimonio espontáneamente, con decisión libre y voluntaria, y por
una razón muy sobrenatural «por amor del reino de los cielos». En la comparación
que Cristo establece dejaba traslucir la necesidad de que la v. para ser
perfecta debía ser perpetua. Eran palabras difíciles de entender: «El que pueda
entender que entienda» (vers. 12); dificultad que se deriva no de la oscuridad
de las palabras, sino de la exigencia radical que comporta la v. y del hecho que
llegar a vivir de esa manera es un don especial de Dios.
La primera Epístola a los Corintios (v.) contiene también muy clara enseñanza
sobre la v., de la que los Padres de la Iglesia se han servido frecuentemente en
sus tratados sobre el tema. Ante una pregunta que le habían hecho los fieles de
Corinto sobre el matrimonio, S. Pablo tomó pie para hablarles de modo amplio y
firme sobre la relación entre el matrimonio y la virginidad. Después de
aclararles -contra algunas corrientes ascéticas que se apartaban de la fe de
Cristo- la licitud del matrimonio y su uso, les manifiesta su deseo de que, a
ser posible, todos viviesen, como él, su celibato perpetuo por Cristo: «Quisiera
yo que todos los hombres fuesen como yo, pero cada uno tiene de Dios su propia
gracia, éste una, aquél otra. Sin embargo, a los no casados y a las viudas les
digo que les es mejor permanecer como yo» (1 Cor 7,7-8). Más adelante expresa
-inspirado por Dios- la predilección que siente por el don de la virginidad.
Dirigiéndose a las vírgenes les da un consejo: «Creo, pues, que por la instante
necesidad, es bueno que el hombre quede así... ¿Está libre de mujer? No busque
mujer. Si te casares, no pecas, y si la doncella se casa, no peca; pero tendréis
así que estar sometidos a la tribulación de la carne, que quisiera yo ahorraros»
(vers. 26-28). Pero no es por un motivo egoísta por el que S. Pablo aconseja la
v. perpetua, sino porque en ese estado se tiene más libertad en el servicio del
reino de los cielos: «Yo os querría libres de cuidados. El célibe se cuida de
las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las
cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido. La mujer no
casada y la doncella sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser
santas en cuerpo y espíritu» (vers. 32-34).
Así se enuncian en la S. E. -a través de S. Pablo- los dos puntos capitales de
la doctrina de la v. comparada al matrimonio: a) considerado en sí, el don de la
v. por el reino de los cielos es más perfecto que el estado matrimonial: «Esto
os digo para vuestra conveniencia, no para tenderos un lazo, sino mirando a lo
que es mejor y os permite uniros más al Señor, libre de impedimentos» (vers.
35); b) la v. es un don que Dios no a todos concede, «cada uno tiene de Dios su
propia gracia» (vers. 7): es un don al que por su excelencia es bueno aspirar y
disponerse a recibirlo o mirar -si Dios no lo concede- con gran aprecio.
En el Apocalipsis se presenta un cuadro radiante de la felicidad de los
bienaventurados. A los seguidores de la Bestia (cap. 13) se oponen los
seguidores del Cordero (Cristo). Ve S. Juan al Cordero sobre el monte Sión y con
él ciento cuarenta y cuatro mil que llevan su nombre: «Éstos son los que no se
mancillaron con mujeres y son vírgenes» (vers. 4). Esta v. es entendida por
algunos autores en sentido físico de integridad corporal. Otros autores piensan
que se refiere a los que se mantuvieron alejados del culto pagano que en la S.
E. es considerado una prostitución y un adulterio. En una u otra interpretación
queda en relieve la alta estima de la v. enseñada en el Apocalipsis.
V. t.: CELIBATO.
M. A. TABET BALADY.
BIBL.: S. JUAN CRISÓSTOMO, Contra Iudaeos et gentiles, quod Christus sit Deus,
7: PG 48,823; ÍD, De Virginitate, 17: PG 48, 533-596; S. AGUSTÍN, De Sancta
Virginitate, en Obras, XII, ed. BAC, Madrid 1954; S. JERÓNIMO, Ep 22 ad
Éustochium, en Obras, ed. BAC, Madrid 1962; íD, Ep 49 Apologeticum ad Pammachium,
ib.; F. PUZO, Virginidad, en Enc. Bibl. 6,1124-1231; U. HOLZMEITER, Historia
aetatís N. T., Roma 1938. 259-262; F. HEINISCH, Teología del Vecchio Testamento,
Roma 1959, 222-223; F. SPADAFORA, Virginidad, en Diccionario bíblico, 2 ed.
Barcelona 1968, 612 ss.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991