Unión con Dios
Introducción. Sin Dios el hombre es impensable (v.
DIOS; HOMBRE III), ya que, como creatura le debe a Él el ser. Pero el hombre no
sólo se funda en Dios, sino que, por su condición de ser inteligente y libre,
está llamado a tomar conciencia de su vinculación existencial al Ser divino. La
razón, la fe, el lumen gloriae (v. CIELO III), son otras tantas posibilidades de
acceso al conocimiento divino.
Impresiona constatar, en la literatura de las religiones no cristianas, la sed
de Dios que atraviesa el corazón del hombre, y que le lleva a buscar su
parentesco con lo divina, expresado a veces con fórmulas menos felices, que
quizá van más allá de lo que en el fondo se quería decir, de algo que resulta en
definitiva inefable. ¿Cuál es el sentido hondo de muchos de los textos de la
literatura pagana? ¿Se les concede un valor ontológico o solamente psicológico y
moral, es decir, se trata de afirmar una realidad objetiva o únicamente una
impresión subjetiva en la línea de la experiencia o de la imitación moral? La
respuesta exigiría un estudio profundo en el que no podemos detenernos (v. los
artículos respectivos sobre las diversas religiones, y voces Como ORACIÓN;
OFRENDA; CULTO; etc.). Baste indicar que para este tema, en las religiones no
cristianas, particular importancia presenta la doctrina de los neoplatónicos
(v.); para ello, v. TEOCRACIA II, 2. En cualquier caso algo debe ser dicho.
Con el cristianismo (v.) entramos en un nuevo y trascendente orden de relaciones
con Dios. Con Cristo se consuma la Revelación (v.) positiva e histórica de Dios
a los hombres, la historia de la Salvación. Revelación que en sus páginas
escritas (Gen 1,26) se abre con una frase que, en el griego de la versión de los
Setenta, ha servido de fundamento a toda la antropología sobrenatural: «Hagamos
al hombre a nuestra imagen (eikon) y a nuestra semejanza» (omoiosis). En el N.
T. encontramos la interpretación suprema de este tema: la imagen de Dios es su
Verbo, que se ha encarnado, para que el hombre sea ahora según la imagen de
Dios, imagen de la imagen (cfr. Io 14,5-11; Rom 8,29; 2 Cor 4,4; Col 1,15; Heb
1,3). Jesucristo es, por tanto, el arquetipo de la imagen de Dios en nosotros.
Así la imagen natural queda elevada, transformada en imagen viva, filial (Gal
3,26; 4,5 ss.). Hijos en el Hijo (Io 14,15-26; Rom 5,5; 8,11-17; 1 Cor 3,16-17;
6,19; 2 Cor 1,21-22; 6,16; Gal 4,4-7; Rom 8,15-17,26-29; Eph 1,4-6; 2,18; Io
20,17 ss.).
Transformación que la intervención maravillosa de Dios por el Bautismo realiza
inicialmente en el hombre. Una modelación que seguirá perfeccionándose hasta
consumarse en la visión asimiladora, que le hace partícipe de la misma
inmortalidad de Dios (1 Cor 13,12; 1 Io 3,1-2).
Por ello el hombre vive, se mueve, existe en Dios (Act 17,28), participa
sencillamente de la naturaleza divina (2 Pet 1,4). No es éste el lugar para
profundizar sobre el misterio (v. GRACIA SOBRENATURAL). Misterio que los Padres
griegos no dudaron en llamar deificación, divinización del hombre. Los Padres
latinos (S. León, S. Agustín...), más que de, divinización hablaron de filiación
divina (v.). Pero todos coinciden en la vocación sobrenatural de la naturaleza
humana (imagen, semejanza), deteriorada por el pecado y que la Encarnación del
Verbo restaura. Restauración que se aplica a los hombres en la Iglesia por los
sacramentos (v.) y que les lleva hacia la unión consumada e inmortal con Dios en
la visión y caridad abisales del Mismo. La escolástica hablará más de la
teología de la gracia que de la teología de la divinización.
Síntesis teológica. A la luz de las palabras de la
S. E. y de los Padres podemos presentar en apretada síntesis una visión
teológica de esa unión del hombre con Dios.
a) Presencia de inmensidad y presencia de gracia. Existe la presencia y unión de
Dios que la escolástica llamó de inmensidad, y que no es más que la de la acción
eficiente creadora de Dios dando el ser y el existir a todos los seres. Éstos
consisten en Él. Su existencia, limitada por su esencia, es efecto de la
presencia dinámica de Dios. Causalidad que es al mismo tiempo ejemplar (la
huella de Dios en general; en el hombre, la imagen en el pobre y limitado
espejo). Pero Dios ha querido para el hombre otra presencia y unión suyas, que,
supuesta la anterior, reviste otro carácter: es su presencia paternal,
vivificante. Por ella Dios se da al hombre causando eficientemente en él una
nueva vida que es participación de la suya. Por esta acción doblemente creadora
Dios llega a la entraña misma del ser del hombre en su totalidad, y es así
intimísimo al mismo, en cuanto creatura y en cuanto hijo. De suyo la causalidad
eficiente pone a su efecto fuera de sí misma, por eso la alteridad se impone,
pero en este caso la inmediatez y la unión son penetrantes; de lo contrario el
hombre se hundiría en la nada. Pero además, la causalidad ejemplar, que ya en el
plano natural se daba, ahora en el sobrenatural se hace vital. Por eso vivifica,
asimila, une. Como un molde vivo que imprimiese su forma a un elemento líquido,
forma que se perdería en el mismo momento en que se separase del mismo. Dios,
vida y caridad increada, sella al hombre, unido vitalmente a él, y le asimila,
le asemeja a Él, produce en él esa imagen y semejanza suya, la caridad creada,
que es forma intrínseca del hombre, pero efecto de la divina; y dependiendo
totalmente de la unión vital con aquélla.
b) Unión con Dios y vida trinitaria. No es de nuestra incumbencia en este
artículo estudiar cómo esa unión es con el Dios Uno y Trino, cómo la proyección
trinitaria se da en ella (V. GRACIA SOBRENATURAL; TRINIDAD). Lo que importa
subrayar es: 1) Que esa unión se hace por, con y en Jesucristo, imagen visible
del Dios invisible. Sin Cristo no hay unión posible, ya que en los planes
divinos Cristo es el mediador indispensable; la unión del hombre con Dios es
siempre cristiana. 2) Que es Dios quien hace esa unión vital. Para eso dio
capacidad (potencia obediencial) al hombre. Y Él, gracia increada, es el que se
da, para que así pueda haber luego gracia creada, santificante o divinizante.
Así pensó la teología griega. La escolástica gustó más decir que la gracia
creada exigía la increada: correctamente entendido es igual. 3) Como Dios es
caridad, darse es dar caridad. Y ese darse es una llamada al hombre para que
responda con una respuesta de caridad, que para eso la presencia divina produce
caridad creada en el alma.
c) Crecimiento en la unión. En ese abrazo de Dios y de él está todo el secreto
de lo que llamamos santidad (v.), de la perfección (v.) relativa del hombre.
Vivir en la caridad, crecer en la caridad, apretar el abrazo, la unión por
consiguiente. La caridad divino-humana es el lazo; es, sí se quiere, la vida, la
identificación posible con Dios. Es también algo en lo que el hombre, si es fiel
a la gracia, puede y debe incesantemente progresar. Por eso en ese caminar hacia
una perfección cada día más alta, todo está en vivir cada vez mejor en caridad,
y, como consecuencia práctica, en identificar su voluntad con el querer divino;
según la fórmula clásica de muchos autores espirituales, en una docilidad activa
y pasiva cada vez mayor a las luces y mociones del Espíritu Santo. La unión es
el amor (V. VOLUNTAD DE DIOS).
Claro está que esta unión se da, elementalmente, desde el primer momento en que
el hombre vive en gracia de Dios. Y que no se rompe si no es por el pecado
mortal. Que siempre más o menos aumenta según la caridad (v.) va creciendo en el
hombre. Pero cuando esa caridad va siendo dominante, y va informando con su
aliento más vivamente toda la actividad del mismo, de tal modo que elícita o
imperadamente todo lo dirige y lo anima, cuando la docilidad a los deseos de
Dios generosamente florece por consiguiente en su vida, entonces la vida del
hombre puede clasificarse en el grado o estado llamado de perfectos, que si se
quiere puede identificarse también con la vía unitiva (v. VÍAS DE LA VIDA
INTERIOR).
Entendámonos: no es que haya un momento en la vida espiritual en que ya no se
pueda progresar. «Estado» no significa aquí estático: es ir llegando a esa etapa
espiritual en que los obstáculos a la invasión de la caridad están vencidos, y
la entrega al Señor se vive abundosamente. Pensar, como algunos seudomísticos lo
hicieron a lo largo de todos los tiempos (v. GNOSTICISMO; MESALIANOS;
MANIQUEÍSMO; CÁTAROS; QUIETISMO; etc.), que haya personas en este mundo que por
privilegio especial o por algún rito misterioso queden establecidas en estado
perfecto, es sencillamente ridículo. Ni siquiera el privilegio llamado de
confirmación en gracia significa otra cosa que una promesa de ayudas externas a
fin de que no se consienta en el pecado, pero permaneciendo siempre la
posibilidad intrínseca de pecar. Privilegio que, por otra parte, fuera del caso
extraordinario de María (y quizá S. José, S. Juan Bautista, los Apóstoles...),
será muy difícil en ningún personaje concreto poder asegurar.
Perfectos aquí no quiere, pues, decir otra cosa que almas fervientes, en las
cuales no se dan pecados, ni graves ni veniales deliberados (a no ser
rarísimamente), ni defectos o imperfecciones habituales conocidos que, al menos,
no trate de superar. Y en las cuales, positivamente, hay afán sincero y decidido
de crecer en caridad hacia Dios y hacia los hombres. Con una vida de referencia
contemplativa hacia Dios que empapa toda su actividad, con toda la abnegación y
sacrificio personal que eso supone. Pero que siempre pueden ser más santas, más
perfectas, que siempre deben contar con el dolor, con la contrición (v.).
d) Estado o vía unitiva. Entonces se puede hablar de unión, de «vía unitiva» de
manera eminente y especial, porque la unión es más alta y apretada. Es ese «alto
estado de perfección que aquí llamamos unión del alma con Dios» (S. Juan de la
Cruz, Subida, argum.), y que el santo Doctor ha cantado en su Cántico y en su
Llama. Unión que es, moralmente hablando, firme y estable, como en un matrimonio
(matrimonio espiritual), que es fuerte y transformante, que es esencial y
permanente en la sustancia del alma, y actual y psicológicamente más o menos
registrable cuando el alma aviva su llama en la fe, en la esperanza y el amor:
«porque, aunque está el alma siempre en este alto estado de matrimonio después
que Dios le ha puesto en él, no, empero, siempre en actual unión según las
dichas potencias, aunque según la sustancia del alma sí. Pero en esta unión
sustancial del alma se unen muy frecuentemente también las potencias y beben en
esta bodega. Pues cuando ahora dice el alma cuando salía, no se entiende que de
la unión esencial o sustancial que tiene el alma ya, que es el estado dicho,
sino de la unión de las potencias, la cual no es continua en esta vida»
(Cántico, 1ª red., c. 17). Unión hasta el extremo que «el alma, unida y
transformada en Dios, aspira en Dios a Dios, la misma aspiración divina que
Dios, estando en ella, aspira en sí mismo a ella...». «Y no hay que maravillar
que el alma pueda una cosa tan alta; porque, dado que Dios la haga merced que
llegue a estar deiforme y unida en la Santísima Trinidad, en que ella se hace
Dios por participación, ¿qué cosa tan increíble es que obre ella su obra de
entendimiento, noticia y amor en la Trinidad juntamente con ella como la misma
Trinidad, por modo participado, obrándolo Dios en la misma alma?» (ib. c. 34).
Unión en el amor llameante, de tal modo que «así le amará tanto como es amada de
Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que él a
ella le ama, que es el Espíritu Santo» (ib. c. 37). Unión inefable, de
inmediatez, «toque de sustancias desnudas» (ib. c. 32), dentro de la noche de la
fe, pero que se ilumina con la cercanía de la visión, donde la fe y la esperanza
desaparecerán, pero adonde llega y se consuma la caridad, que hace de Dios y el
hombre como una sola llama de amor viva (V. MÍSTICA; CONTEMPLACIÓN).
V. t.: CARIDAD III; CIELO III; DIOS IV, 8; MÍSTICA II; VÍAS DE LA VIDA INTERIOR.
B. JIMÉNEZ DUQUE.
BIBL.: GUILLERMO DE SANTO TEODORICO, Epist. ad
fratres de Monte Dei, lib. 2, cap. 2 y 3: PL 184,318-342; E. DES PLACES, J. H.
DALMAIS, G. BARDY, etc., Divinisation, en Dictionnaire de Spiritualité, III,
París 1957, 1370-1459; D. BARTHÉLEMY, Dieu et son image, París 1963; L.
CILLERUELO, Historia de la imagen de Dios, «Archivo Teológico Agustiniano»
(1966) 3-37; J. CORDERO, La imagen de la Trinidad en el justo según S. Tomás,
«La Ciencia Tomista» (1966) 3-86; J. DE GUIBERT, Theologia Spiritualis, 4 ed.
Roma 1952, 308 ss., B. JIMÉNEZ DUQUE, Teología de la mística, Madrid 1963, 222
ss.; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Madrid 1964, 303 ss.; A.
TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, París 1930, 820 ss.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991