Unción de los Enfermos, Sacramento de la
I. Teología.
La U. de los e. -llamada también Extremaunción- es uno de los siete sacramentos
(v.) de la Iglesia. Puede ser definida como el sacramento en virtud del cual el
cristiano que se encuentra aquejado por la enfermedad recibe, por obra de la
unción con óleo y la oración del sacerdote, la gracia de Dios para la salud
sobrenatural de su alma y, si le conviene para su destino eterno, también la
salud del cuerpo.
1. La Unción de los enfermos en la Sagrada
Escritura. Para una comprensión adecuada de este sacramento, conviene partir de
lo que la Biblia nos dice sobre la enfermedad. En la S. E. la enfermedad (v.)
aparece relacionada con la realidad de un mundo en pecado y ligada a la muerte,
constatación fundamental de la contingencia: estar enfermo supone comprobar la
precariedad de nuestro existir, y es, pues, de algún modo, una noticia o anuncio
de la muerte. La enseñanza bíblica sobre la enfermedad está por eso muy
relacíonada con la consideración de las realidades escatológicas. La enfermedad
es vista como pena y pena debida por el pecado. Algunas personas -quizá porque
no alcanzaban una visión del más allá de la muerte plena y adecuada y tendían a
colocar el premio y el castigo de las acciones en esta vida- consideraban que la
enfermedad constituía un castigo por los pecados personales; de la persistencia
de esta idea en algunos estratos de la conciencia popular nos da testimonio el
mismo Evangelio (Io 9,3). Jesucristo enseñaba claramente que la enfermedad es
una atadura de Satanás (Lc 13,16), pero no como consecuencia de pecados
personales precisamente, sino como la presencia y el dominio del mal en un mundo
que, desde la prevaricación de Adán, está bajo el signo del pecado.
A la luz de estas reflexiones cobran todo su valor de signo las curaciones
efectuadas por Jesús: la curación de los enfermos es uno de los signos
mesiánicos, y así lo recuerda el mismo Cristo (Mt 11,3-5). Cuando Jesús sana a
un enfermo lo hace, ciertamente, por una actitud compasiva;. también como
manifestación de la autenticidad de su misión. Pero a la vez hay en ello una
señal mesiánica. Jesús viene a curar en raíz el origen mismo del mal: el pecado,
y lo da a conocer curando sus consecuencias. La curación del paralítico es, a
este punto, particularmente significativa: «Confía, hijo, tus pecados te son
perdonados», le dice al enfermo. Y cuando surge entonces la malévola
murmuración: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra de
redimir los pecados: Levántate -dijo entonces al paralítico-, toma tu camilla y
vete a tu casa» (Mt 9,2-6). La curación exterior manifiesta una acción más
profunda, más radical, es un signo del mundo nuevo en el que «no habrá más
muerte, ni luto, ni clamor, ni pena» (Apc 21,4). El vencimiento de la enfermedad
significa la victoria sobre la manifestación de un mundo en pecado. De ahí que
los Apóstoles, al recibir la misión de anunciar el Evangelio, reciban también la
de prolongar estos gestos cargados de significación salvífica: «Curad a los
enfermos... y decidles: El Reino de Dios está cerca de vosotros» (Lc 10,9). Ya
en vida misma de Jesús los Apóstoles, enviados de dos en dos, «ungiendo a muchos
enfermos con aceite, los curaban» (Mc 6,13).
En este contexto se sitúa el sacramento de la Unción de los enfermos. En la
epístola de Santiago (5,13-16) se nos habla de una acción de la Iglesia sobre
los enfermos, realizada mediante el gesto de la unción. Hay, pues, una semejanza
entre ella y las anteriores mencionadas, pero con una diferencia importante: no
se trata aquí de curaciones carismáticas, sino de una acción habitual, usual de
la Iglesia sobre sus enfermos. El Conc. de Tiento declara que este pasaje de la
Carta de Santiago es la promulgación del sacramento de la nueva ley que estamos
estudiando (Denz.Sch. 1716). Analicémoslo despacio. El Apóstol exhorta a los
cristianos a mantenerse firmes y con paciencia hasta la venida del Señor,
después de insistir en la necesidad de la oración en todas las circunstancias,
en el dolor y en la alegría; se refiere a una situación particular: la
enfermedad. Si alguno está enfermo, dice, no solamente será él quien ore, sino
que «haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren por él, ungiéndolo con
óleo en nombre del Señor. La oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le
aliviará, y le serán perdonados los pecados que hubiese cometido».
Varios datos del texto merecen consideración. Primeramente se trata de una
enfermedad relativamente importante, que impide al enfermo salir de casa, pues
hace llamar a los presbíteros. Los presbíteros acuden, oran sobre el enfermo
(tal vez con una imposición de manos, sugerida por la preposición «sobre») y le
ungen en nombre del Señor (expresión que puede significar que actúan en nombre
de Cristo o que en su oración invocan el nombre del Señor). Esa oración y esa
unción tienen como efectos un alivio del enfermo y un perdón de sus pecados. Nos
hallamos claramente con todas las características de un sacramento: acción
ritual acompañada de la oración -gesto y palabra- y efectos espirituales (perdón
de los pecados) sin que se desdeñen en este caso los corporales (alivio).
2. La Unción de los enfermos según los textos
litúrgicos antiguos. Uno de los lugares teológicos quizá más elocuentes en orden
a clarificar el sentido sacramental del texto de la Epístola de Santiago lo
constituyen los testimonios de carácter litúrgico que poseemos desde la más
remota antigüedad. Según estos testimonios, parece que la primitiva Iglesia, al
menos en algunas regiones de Oriente, reconocía dos usos diferentes de la unción
con el óleo santo: por una parte, una unción de carácter privado que los fieles
realizaban sobre sí mismos movidos de su devoción particular; por otra, la U.
sacramental, realizada por un ministro sagrado.
Se sabe, en efecto, que los fieles acostumbraban ofrecer durante la misa
ampollas de aceite que el sacerdote bendecía y que luego aquéllos se llevaban a
sus casas particulares para ungirse cuando se sentían aquejados de alguna
dolencia o en ocasiones revestidos de alguna dificultad, a fin de obtener la
salud del cuerpo y la protección de Dios contra las asechanzas del demonio. Esta
práctica era corriente entre los cristianos de Siria y de Egipto, como se deduce
del testimonio de las Constituciones Apostólicas (1. 8, c. 29: PG 1,1125) y de
una oración del célebre Eucologio de Serapión (escrito hacia 340) que lleva este
epígrafe: «Oración sobre la ofrenda del óleo y del agua» (A. Hamman-D. Rops,
Oraciones de los primeros cristianos, Madrid 1956, 226, n° 195. Algo semejante
parece indicar también la fórmula de bendición del óleo que hallamos en la
Didascalia, según la traducción latina del códice de Verona (Codex Veronensis
lat., 1. V,53), que se remonta a finales del siglo IV.
Junto a esas unciones de carácter privado, y mucho más extendida que ellas, los
textos nos documentan la U. sacramental de los enfermos. Varios textos
antiquísimos relacionados con la bendición del óleo son interpretados por
eximios exegetas como otros tantos testimonios de esta práctica. Así, Riebartsch
ve una verosímil referencia al óleo de los enfermos empleado en la U.
sacramental de los mismos en un texto considerado por muchos eruditos como parte
integrante del texto original de la Didajé, y, por consiguiente, de la primera
mitad del s. II, que fue descubierto y editado por G. Horner el año 1924 en «Journal
Theol. Studies» (1924), 225-231, con el título de A new Papyrus Fragment of the
Didaché in Coptic. Otros ven parecidas referencias a la U. en un ostrakon griego
de origen siriaco (s. II) editado por F. Lenormant y cuyo texto griego puede
leerse en Monumenta Ecclesiae liturgica, I, n° 2803. Sin embargo, y respetando
las razones en que se apoyan estas afirmaciones, creemos que del análisis de los
textos indicados y de otros parecidos que se aducen, como el canon 222 de los
Cánones de Hipólito, no se puede llegar a conclusiones absolutas e
incontestables en este sentido.
En cambio, donde sin lugar a dudas hallamos un testimonio claramente relacionado
con la U. sacramental de los enfermos es en una segunda fórmula de bendición del
óleo del ya citado Eucologio de Serapión (o. c., 234, n° 207). En esta fórmula,
que lleva por título: «Oración por el óleo de los enfermos», se pide a Dios
Padre que envíe la virtud salvadora de su Unigénito sobre el óleo consagrado «a
fin de que todos los que con él sean ungidos se vean libres por su virtud de
toda enfermedad y dolencia, del poder del demonio y de los espíritus inmundos...
que produzca en ellos, en los ungidos, la gracia y la remisión de los pecados, y
que sea un remedio de vida y salvación, de salud y de integridad para el alma y
para el cuerpo...». Como fácilmente puede verse, aparece aquí con toda claridad
la eficacia sacramental referida a las gracias propias del sacramento de la U.
de los e., a saber: la salud del cuerpo y la gracia santificarte.
En esta misma línea se puede citar otra fórmula de bendición del óleo que
hallamos en el llamado Testamento de Nuestro Señor Jesucristo (1. I, n° 24),
obra escrita en lengua siriaca ca. 475, pero que, según H. Leclercq, recoge
textos litúrgicos que son eco de épocas bastante más antiguas. Dice así: «Tú,
Señor, que curas toda enfermedad y sufrimiento, concede el don de la salud a los
que por tu benevolencia has hecho dignos de tal gracia; envía sobre este óleo,
imagen de tu largueza, el don de tu benéfica misericordia, a fin de que por él
sean aliviados los que sufren, curen los que están enfermos, y sean santificados
los que confiesan tu fe». También aquí se habla con claridad de la salud y de la
santificación, referencias evidentes a la virtud del Sacramento.
A principios del s. v la célebre carta del papa Inocencio I a Decencio, obispo
de Gubio, además de una amplia doctrina a cerca de la naturaleza sacramental de
la U. De los e., nos ofrece datos interesantes respecto de su administración.
Según este documento, tres cosas quedan bien claras: a) el sujeto apto para
recibir la U. son los fieles que padecen enfermedades (fideles egrotantes); b)
el ministro ordinario de esta U. es, por su mismo oficio, el obispo, pero
también los presbíteros pueden administrarla, ya que aquél, dadas sus
ocupaciones, no siempre podrá hacerlo. En caso de necesidad, les está permitido
esto mismo a los simples fieles (sancto oleo chrismatis... omnibus chrístianis
licet in sua aut in suorum necessitate agendum) (Epist. ad Decent.; PL 20, 559);
esta práctica aprobada, o al menos tolerada, en la Iglesia de Roma en el s. v,
pronto debió de extenderse a las Iglesias de Francia y de África, como se deduce
de los testimonos litúrgicos de los s. VI y VII.
Los testimonios de esta época son muy abundantes, y ponen de relieve aspectos de
interés. Así, p. ej., S. Cesáreo de Arlés (s. VI) subraya fuertemente el aspecto
espiritual del perdón de los pecados; S. Beda el Venerable (s. VII) pone el
acento en el rito de la unción, dejando en segundo término la consagración
previa del óleo, etc. El documento, empero, más completo y desarrollado de la
antigüedad respecto de la U. de los e. es el Liber Ordinum (s. VII) de la
Iglesia mozárabe española (editado por M. Ferotin en Monumenta Ecclesiae
liturgica, t. V). En él (n° 25,71-221) hallamos un Ordo ad visitandum vel
perungendum infirmum que reúne una serie de bellísimas antífonas, oraciones y
bendiciones sobre los enfermos de tal expresividad y claridad respecto de la
naturaleza del sacramento de la U. de los e., que no cabe desear un testimonio
más completo y contundente. Según Ferotin, los elementos recogidos de este Ordo
son de una época anterior a la invasión de los bárbaros. A partir del s. VIII
los textos relativos a la U. de los e., su naturaleza y su ritual, se
multiplican al paso que se va abriendo camino una elaboración
teológico-dogmática de la misma. A guisa de ejemplo, y como fuentes, citaremos
la Capitular II de Teodulfo de Orleáns (789) (PL 105,220-222); el Sacramentario
de Saint Rémi de Reims (finales del s. VIII); la colección de Ordines editada
por Marténe (sobre todo los Ordines 1, 2, 3, 4, 6, 8, 9 y 10, todos ellos del s.
IX); el Sacramentario gregoriana de D. Ménard, en el que también hallamos un
ritual de la unción (PL .78,529); y los rituales celtas de Dimna y Mulling (s.
IX) y de Stowe (s. IX-X).
3. El Magisterio eclesiástico y la legislación
litúrgica moderna. Entre las declaraciones del Magisterio deben recordarse la
profesión de fe aprobada por Inocencio III para los valdenses que se
convirtieran (Denz.Sch. 749), el Conc. II de Lyon (ib. 860), el Conc. de
Florencia (ib. 1324-1325) y sobre todo el Conc. de Trento, que, después de haber
definido solemnemente el carácter sacramental de la U. de los e. (ib. 1601), le
dedica un amplio documento. El documento tridentino consta de un proemio y tres
capítulos doctrinales donde se trata de su institución, efectos, ministro y
sujeto de este sacramento (Denz.Sch. 1694-1700); a ello se añaden cuatro cánones
que resumen la doctrina (ib. 1716-1719). El Tridentino utilizó, para designar a
este sacramento, sólo el término «Extrema unción», con el que fue nombrado desde
entonces.
De las épocas posteriores podemos mencionar la condena por S. Pío X de la
proposición modernista según la cual en la Epístola de Santiago no se promulgaba
un sacramento, sino tan sólo se recomendaba una costumbre piadosa (Denz.Sch.
3448), y el CIC, que reafirma la doctrina y la praxis litúrgica precedentes
(cánones 937-947). Como se ha dicho, desde Trento se universaliza la
denominación de este sacramento como Extremaunción; desde mediados del s. xx
para subrayar que el sacramento no está reservado a los moribundos, sino que se
extiende a cualquier enfermo grave, se tiende a modificar la terminología. Ya en
la Enc. Mystici Corporis se utiliza el término «sagrada unción de los enfermos»
(AAS 35, 1943, 202). El Conc. Vaticano II manifiesta su preferencia por este
nombre, ya que, afirma, «no es sólo el sacramento de quienes se encuentran en
los últimos momentos de su vida» (Const. Sacrosanctum Concilium, 73). Las
disposiciones conciliares fueron aplicadas -y en parte ampliadas- por la Const.
Sacram Unctionem infirmorum (30 nov. 72), que promulgó el nuevo Ordo litúrgico
de este sacramento.
4. Síntesis teológica. a) Efectos. La consideración
teológica de la U. de los e. debe centrarse en el hecho de que es, como indica
su nombre, un sacramento de los enfermos. Aquí cobra todo su valor la
perspectiva bíblica de la enfermedad, de la que se ofrecía una síntesis al
comienzo (v. 1). Nos encontramos ante un sacramento que tiene unos efectos
espirituales, pero también otros que dicen relación a la salud corporal. El Conc.
de Trento resume este punto diciendo que «la unción limpia las culpas, si alguna
queda aún por expiar, y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el alma
del enfermo, excitando en él una gran confianza en la divina misericordia, por
la que, reforzado su ánimo, soporta con más facilidad las incomodidades y
dolores de la enfermedad, resiste mejor a las tentaciones del demonio que
‘acecha a su calcañar’ (Gen 3,15), y a veces, cuando conviniere a la salvación
del alma, recobra la salud del cuerpo» (Denz.Sch. 1696). Como ya antes
apuntábamos la tradición primitiva dedicó mucha atención a los efectos
corporales del sacramento; la medieval y posterior se fijó sobre todo en los
espirituales. Conviene en cualquier caso poner de manifiesto su integración, es
decir, tener presente la curación del hombre total que ha sido ganada y merecida
por Cristo y que se nos aplica incoativamente durante esta vida como anticipo de
su aplicación total en la otra por la visión de Dios y la resurrección de los
cuerpos (v. ESCATOLOGÍA).
Precisemos esos puntos, y en primer lugar: ¿en qué sentido y de qué manera puede
hablarse de una sanación corporal como efecto propio de este sacramento? La
vinculación bíblica entre enfermedad y pecado nos hace comprender que la lucha
contra la enfermedad es una lucha contra algo que es signo y manifestación de un
mundo en pecado. La unción sacramental no entraña -al menos habitualmente-
curación carismática, pero ayuda a situarse ante la enfermedad con conciencia de
sus dimensiones profundas. Más aún, el esfuerzo humano por la curación,
realizado a través de la ciencia médica, queda como consagrado y pasa a ser un
testimonio de fe cristiana en la victoria total sobre la enfermedad y la muerte,
esfuerzo que se sabe que no tendrá su eficacia plena ahora -todo hombre debe
conocer la muerte-, pero que no por ello deja de hacer referencia al triunfo
futuro. Y esto no directamente por la actitud del médico -pudiera tratarse de un
médico ateo- sino por la del enfermo, ya que su cuerpo es el campo y el centro
vital donde esta batalla contra la enfermedad se realiza. Las curaciones
milagrosas hechas por Cristo constituían un signo de la plenitud mesiánica
vencedora de todo dolor. La lucha contra la enfermedad realizada por los medios
ordinarios es convertida por la recepción del sacramento de la U. De los e. En
un signo de fe en la victoria mesiánica. Ya Scheeben estableció una conexión
íntima entre el sacramento de la Unción y el de la, Confirmación: la unción es,
decía, como una «consagración para la victoria» (Los misterios del cristianismo,
Barcelona 1953, 610). Aun en el caso de que la curación corporal no se dé,
existe, diríamos, una gracia que hace referencia al cuerpo: la consagración del
estado de enfermedad que el sacramento comporta incorpora al cristiano al
misterio de la cruz, al misterio de Cristo que sufre, pero cuyo sufrimiento es
portador de la victoria de la resurrección.
Pasemos ahora al segundo efecto: la curación del alma, el perdón de los pecados
del que hablan tanto la Epístola de Santiago como los textos litúrgicos. La
teología medieval dedicó particular atención a este efecto. En el Suplemento a
la Suma Teológica de S. Tomás, leemos que «la extremaunción viene a constituir
una curación o medicación espiritual», consistente sobre todo en cobrar fuerzas
contra la «debilidad o ineptitud que dejan en nosotros el pecado actual o el
original», lo que se llama también por algunos «reliquias del pecado». Además
«puesto que dicho robustecimiento es producido por la gracia, que es
incompatible con el pecado, consiguientemente, cuando halla algún pecado mortal
o venial, lo borra en cuanto a la culpa, mientras no ponga óbice el que lo
recibe» (q30, a1). Escoto acentuó tanto esta gracia remisiva que concluyó
afirmando la imposibilidad de conceder el sacramento sino a los que ya no pueden
pecar, es decir, a los agonizantes. La escuela tomista, como acabamos de ver,
pone de manifiesta que la gracia de la Unción es primariamente confortativa, y
tiene un valor complementario de la penitencia. Digamos finalmente que la
doctrina católica afirma que el perdón de los pecados graves es solamente per
accidens, ya que, si es posible, debe recibirse previamente el sacramento de la
Penitencia (v.).
Podemos concluir diciendo que el efecto del sacramento es una gracia única
consistente en el alivio y confortación del enfermo, tanto en el plano
espiritual como en el corporal.
b) Sujeto. Un punto es claro: este sacramento está destinado al bautizado
enfermo. Precisemos más. Y digamos en primer lugar que, ordenado el sacramento a
robustecer el alma frente a las reliquias del pecado, supone en todo caso la
capacidad de pecar. De ahí que la edad mínima requerida para la administración
sea, o así al menos es la práctica desde el s. XVII, aquella en que ya hay
capacidad para confesarse; el CIC prescribe que sólo puede administrársele al
bautizado «después del uso de la razón» (can. 940,1).
¿Qué enfermedad se requiere, una enfermedad grave o bastaría una leve? La
doctrina de la Iglesia es clara: «el sacramento de la Unción de los enfermos se
confiere a los que sufren una enfermedad peligrosa» (Const. Sacram Unctionem
infirmorum). En la interpretación de esta doctrina, la teología medieval tendió
hacia una posición muy estricta: ya veíamos la actitud extrema de Escoto; S.
Tomás es en cambio menos rígido (Sum Th-., Suplemento, q32 a2). Esa tendencia
medieval depende, en parte, de que los autores de la época acentuaban mucho, al
tratar de la U. de los e., su carácter de sacramento que prepara para la gloria.
La tendencia actual de la teología, que subraya la consagración del estado de
enfermo como situación privilegiada para dar testimonio de fe en la victoria
final de Cristo sobre el pecado y la muerte, lleva a una interpretación menos
rígida, ya que hace que sobre todo se considere la situación de enfermedad, más
que la de peligro de muerte. Ello no obstante queda claro que debe tratarse de
una enfermedad seria, importante, lo que quiere decir que implique un cierto
peligro de muerte, aunque no sea inminente.
¿Se puede reiterar el sacramento dentro de la misma enfermedad? Parece que la
Iglesia latina admitió la iteración en épocas antiguas, y los sacramentalistas
medievales discutieron mucho sobre la cuestión. Pero a partir del s. XIII se
impuso una sola unción dentro de la misma enfermedad, admitiéndose la iteración
cuando se convalece y se vuelve a caer en una enfermedad que, aun siendo la
misma, podría considerarse nueva. Es ésta la norma de Trento (Denz.Sch. 1698).
En el esquema de Liturgia presentado al Conc. Vaticano II se autorizaba la
repetición de la Unción dentro de una enfermedad prolongada. Pero los Padres
decidieron la supresión de esta autorización, para no entrar en una cuestión
teológica debatida, ya que, si se considera que la Unción supone como una
consagración del estado de enfermo, entonces esta consagración dura mientras
permanece ese estado, con lo que resulta inútil la reiteración del sacramento en
la misma enfermedad. Sin embargo, Paulo VI, en. la Const. Sacram Unctionem
infirmorum, ha establecido que puede ser repetida «siempre que el enfermo,
después de recibida la Unción, se haya restablecido y posteriormente haya
recaída en la enfermedad, o bien si, persistiendo la misma enfermedad, el
peligro se hace más grave.
Según la escuela tomista, para la recepción de la Unción se requiere un acto de
libre albedrío (Sum. Th., Suplemento q32 a3 ad2). Sin embargo, la práctica de la
Iglesia permite conceder el sacramento a los que, privados de su mente, lo
pidieron implícitamente o se supone con verosimilitud que lo hubiesen pedido, y
esto aunque hayan perdido el uso de la razón y de los sentidos.
c) Ministro. Sólo el presbítero administra válidamente este sacramento (Conc. de
Trento, Denz.Sch. 1698; CIC, can. 938; Const. Sacram Unctionem infirmorum). Como
ministro ordinario sólo puede administrarlo lícitamente el párroco, o con
licencia del párroco -y basta que ésta sea razonablemente presunta- cualquier
otro sacerdote.
En la época antigua hubo algún tiempo en que estuvo reservado al Obispo. Como se
ha visto al trazar la historia, consta que en algunos momentos los fieles laicos
llevaban a su casa el óleo consagrado y se lo aplicaban. Algunos teólogos han
negado el valor sacramental de estas unciones. No somos de este parecer, a la
vez que afirmamos claramente que el ministro es sólo el sacerdote. No hay que
olvidar que todas las fuentes de aquellas épocas ponen un fuerte énfasis en la
bendición del óleo, y ésta se efectuaba ;siempre por los ministros
eclesiásticos. La Unción se veía, en suma, como una aplicación del sacramento ya
confeccionado.
Sobre la materia, forma y ritos, v. II.
J.M. LECEA YABAR , RAÚL ARRIETA.
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<> 33 (1932), 73-95 y 114-140 y 39 (1938) 3- 29.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991