Trabajo Humano. Teología
1. El trabajo en la Sagrada Escritura. a) Antiguo
Testamento. A diferencia de lo que, al parecer, sucedió en otras culturas
antiguas, el pueblo judío no ha tenido nunca una actitud despreciativa frente al
trabajo. En la raíz de tal fenómeno se encuentra indudablemente la enseñanza del
Génesis, que describe al hombre creado por Yahwéh en un momento determinado del
proceso de formación del cosmos: «Tomó Yahwéh Dios al hombre y lo puso en el
vergel del Edén, para que lo cultivara y lo guardase» (Gen 2,15). La actividad
humana -que en estos textos bíblicos es descrita con referencia inmediata a la
agricultura- se inserta así en el marco de la actividad divina, como algo
encaminado a producir la perfección de lo creado. Poco antes, en ese mismo
capítulo del Génesis, se hace referencia al momento en el que aún no existían
las plantas y, se añade, a modo de explicación, «no existía hombre para trabajar
el campo» (Gen 2,5); el trabajo es algo necesario para el cumplimiento de la
creación, y, por tanto, pertenece al núcleo mismo del designio creador de Dios.
La acción del hombre es descrita como un dominar la tierra (cfr. Gen 1,26-28;
Gen 9,1-17; Ps 8,7-9; Ps 115, 16; Sap 9,2-3), al que se coloca en clara
dependencia con el hecho de que el hombre sea imagen de Dios: «Creó Dios al
hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó y los
bendijo Dios y díjoles: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla
y dominad sobre los peces del mar ... » (Gen 1, 27-28). Antropológicamente, el
trabajo es, pues, una de las expresiones de la imagen de Dios en el hombre.
En términos morales esta realidad puede ser expresada como obligación de
trabajar, como llamada a la laboriosidad (v.). Así lo hace el mismo texto
bíblico, especialmente en los libros sapienciales, en los que, quizá por
influencia helénica, está unido a la condena de la ociosidad (v. ocio), y a
amplias descripciones de los males que afligen al perezoso, etc.: cfr. Prv
24,30-34; 15,19; Ecc1i 33,25-32; Sap 14,5. Pero es necesario no olvidar todo el
trasfondo antes reseñado para no reducir esa enseñanza a un mero moralismo.
Precisamente entre los textos que más subrayan ese sentido moral se encuentran
varios que lo hacen describiendo la sucesión de los días de la semana, y
poniéndolo, por tanto, en estricto paralelismo con la obra de los seis días, es
decir, con la obra creadora de Dios: cfr. Ex 20,941; 23,12; 31,15; 34,21; 35,2;
Ley 23,3; Dt 5,13.
En el A.T. encontramos una tercera línea que se entrecruza con las anteriores y
las completa: la relación entre el trabajo, el pecado (v.) y el dolor (V. DOLOR
III y iv). El texto fundamental es el conocido pasaje: «Maldita sea la tierra
por tu causa; con fatiga te alimentarás de ella todos los días de tu vida;
espinas y abrojos te germinará y comerás hierba de] campo. Con el sudor de tu
rostro comerás el pan» (Gen 3,17-19). Ecos de esta enseñanza aparecen en algunos
de los textos citados antes (cfr. además Gen 5,28-29; lob 5,7; Lam 31,27; Ecc1i
7,15). Su sentido es claro: en la realidad existencial de la economía de la
salvación el trabajo está unido al esfuerzo y al dolor, y esa presencia del
dolor en el mundo está en íntima relación con el pecado. Es oportuno, sin
embargo, observar que la maldición de Dios recae directamente no sobre el hombre
ni sobre su trabajo, sino sobre la tierra, que «germinará espinas y abrojos». Es
sólo indirectamente como esa maldición afecta al t. h. en cuanto que, al
ejercerse sobre una tierra hostil, se hará difícil y duro.
Una última consideración puede cerrar este resumen de las enseñanzas del A. T.
sobre el trabajo: las afirmaciones sobre la vaciedad del hombre que se encierra
en su propia actividad considerándola autosuficiente y negando a Dios. La idea
aparece ya en los primeros capítulos del Génesis al mostrar cómo los diversos
inventos han sido ocasión del orgullo humano (cfr. Gen 4,17-24). Pueden
relacionarse con esas afirmaciones los frecuentes apóstrofes contra los ídolos
en los que se denuncia la incongruencia implícita en el hecho de que el hombre
se postre ante lo que hicieron sus propias manos (cfr., p.ej., Is 2,20; 31,7;
44,9-20; Ps 113,12-16; 114,8; 134, 15-18). El hombre no está subordinado al
mundo material ni encerrado en un cosmos impersonal, sino colocado ante Dios.
Por eso el trabajo, como toda actividad humana, tiene un carácter ambivalente:
si da ocasión a que el hombre se centre sobre sí mismo, es idolatría; pero si se
realiza según la voluntad de Yahwéh forma parte de los bienes propios del Reino
de Dios: cfr. Is 2,4.
b) El Nuevo Testamento. Entre los aspectos peculiares de la enseñanza del N. T.
sobre el trabajo ocupa un lugar primordial el hecho del trabajo de Cristo: la
Encarnación (v.) ha supuesto la asunción por Dios de las condiciones de una vida
humana, entre ellas el trabajo, y un trabajo profesional: el de un artesano. Ese
hecho trasciende con mucho el mero ejemplo: pertenece al núcleo mismo de la
historicidad de la Encarnación, y muestra la existencia de un nexo profundo
entre Creación y Redención. Como dato aparentemente en sentido contrario, podría
mencionarse el hecho de que jesús pidiera a los Apóstoles (v.) el abandono de la
profesión, pero el estudio de los textos hace ver que la razón de esa exigencia
se encuentra no en una minusvaloración del ordinario vivir humano ni de la
sociedad, sino en el hecho de haber encomendado a esas personas concretas una
tarea nueva: la de predicadores itinerantes del Evangelio.
Para captar todo lo que la revelación neotestamentaria implica con respecto al
trabajo es necesario, por lo demás, no quedarse al nivel de las declaraciones
directassobre el tema sino ir al núcleo mismo de la palabra dicha por Cristo. La
predicación de Cristo no se ordena primariamente a describir unas condiciones
formales de existencia, sino, mucho más radicalmente, a revelar el amor gratuito
de Dios hacia los hombres. Lo característico de la existencia cristiana no se
sitúa al nivel de lo sociológico, sino en un orden más profundo. El cristiano es
una «nueva creación» (Gal 6,15), definida por el vivir para Cristo y en Cristo (cfr.
Rom 14,7-9), y de esa forma para Dios y en Dios. Toda la vida humana está así
dotada de significado teológico y soteriológico. Y ello se aplica, en principio,
a cualquier género de vida: «cada cual en la vocación que fue llamado, en ésta
permanezca» (1 Cor 7,20; cfr. 1 Cor 10,31). El hombre llamado a la fe se
encuentra siempre en unas determinadas condiciones terrenas que en cuanto tales
no definen el ser cristiano, pero que lo integran al ser informadas por el
espíritu de Cristo.
Dos textos en que esa visión general se aplica empleando la palabra trabajo son
1 Thes 4,10-11 y 2 Thes 3,645. El duro apóstrofe -«y quien no quiera trabajar,
tampoco coma»- muestra claramente cómo el Apóstol reprueba todo intento de vivir
a costa de los demás. Su consigna será precisamente la contraria: que cada uno
cumpla su propia misión en beneficio de todos; así recuerda a los de Éfeso:
«aprendisteis a renovaros en el espíritu de vuestra mente y revestiros del
hombre nuevo ... ; por lo cual... el que hurtaba, ya no hurte, antes trabaje,
obrando con sus propias manos el bien, para tener qué compartir con el que
padece necesidad» (Eph 4,23-28). Esta doctrina evidentemente no se restringe al
campo del trabajador manual -el mismo Apóstol que ha escrito que quien no
trabaja no debe comer enseña que el predicador tiene derecho a su alimento (1
Cor 9,14)-, sino que supone una visión general aplicable a toda actividad
humana. Señalemos, por último, que la misión individual que cada hombre recibe
ha de ser injertada en el seno de toda la historia de la salvación (v.), y
tiene, por tanto, como término la instauración del Reino de Dios, que incluye la
regeneración cósmica, el sometimiento a Dios de todas las cosas: cfr., entre
otros innumerables textos, 1 Cor 12 y 13; Rom 12,1-8; Eph 4,716; lo 1,1-17; Eph
1 y 3; Col 1,15-23; Rom 8,18-22; 1 Cor 15 (V. ESCATOLOGíA; MUNDO).
2. La doctrina sobre el trabajo en la Teología cristiana. a) La época
patrística. La predicación cristiana condujo, desde los primeros tiempos, a un
multiplicarse de conversiones en los más variados ámbitos y profesiones del
mundo greco-romano, testimoniando así la capacidad santificadora de la gracia.
En los escritos de algunos Padres y en los primeros esbozos de legislación
canónica aparecen, junto a invitaciones a santificar la propia y personal
vocación, cualquiera que sea, algunos pronunciamientos en virtud de los cuales
se declara incompatible con la fe cristiana una determinada profesión y se
prohíbe su ejercicio. Sería erróneo ver en esas prohibiciones indicios de una
minusvaloración de la actividad humana o de una tendencia larvada a un
apartamiento de la realidad cívica; su origen es otro -la constatación de que
determinadas actividades, al menos en aquellos momentos, implicaban una
participación idolátrica en el culto imperial * la caída en prácticas
inmorales-, y por ello no afectan * temas de fondo. Prueba de ello son las
amplias declaraciones de principio, frecuentes en los autores de la época;
citemos sólo una, bien conocida, de Tertuliano (v.), autor, por lo demás, de
claras tendencias rigoristas: «Somos ayer y ya hemos llenado el orbe y todas
vuestras cosas: las ciudades, las islas, los poblados, las villas, las aldeas,
el ejército, el palacio, el senado, el foro. A vosotros sólo os hemos dejado los
templos» (Apologeticum, 37,4).
Pero, aunque el texto bíblico y el vivir cristiano ofrecieran amplia base para
desarrollar una visión teológica del trabajo, la Teología no se ocupa más que de
una manera refleja de este tema. No faltan declaraciones y afirmaciones sueltas,
e incluso síntesis desde las que hubiera podido intentarse una fecunda
profundización (baste pensar en las amplias visiones cósmicas de algunos Padres
griegos, como S. Gregorio de Nisa o S. Máximo el Confesor, o en la teología de
la historia desarrollada por S. Agustín en su De civitate De¡), pero no
encontramos un estudio directo y detallado. En ello pueden haber influido
diversos factores. En primer lugar, el hecho de que la atención teológica
estuviera absorbida por cuestiones más básicas: los dogmas trinitario y
cristológico, la doctrina sobre la gracia y la justificación... En segundo
lugar, el desarrollo del monaquismo (v.) o, más exactamente, algunas
consecuencias, no necesarias, pero sí acaecidas de hecho, que de ahí se
derivaron. El movimiento monástico llevó a centrar la atención en algunas
cuestiones referentes al trabajo, concretamente movió a considerar hondamente
las relaciones entre trabajo y vida contemplativa. Pero, definiéndose el monje
por su alejamiento del mundo y de las actividades cívicas y seculares para
buscar a Dios en la soledad, se ocupó del trabajo sólo en uno de sus aspectos:
el trabajo manual entendido sobre todo como medio ascético para evitar la
ociosidad. De esa forma la reflexión teológica quedaba encerrada en un ámbito
muy estrecho, más aún, imposibilitada para llegar a resultados completos: una
consideración teológica integral del trabajo tiene que~ partir de una visión
completa del mismo, y, por tanto, implica necesariamente referirse no sólo al
trabajo natural, sino a la división de funciones en la vida humana, la
orientación y sentido de la cultura, etc. No es por eso extraño que uno de los
Padres que tienen una doctrina más desarrollada sobre el trabajo sea
precisamente uno de los más preocupados por poner de manifiesto la llamada a la
santidad de todo cristiano, también de aquellos que viven en medio del mundo: S.
luan Crisóstomo (v.).
b) De la Edad Media a la época moderna. En la Edad Media algunos movimientos
surgidos tanto en torno a la milicia como a las corporaciones de oficios
apuntan, en más de una ocasión, perspectivas de interés. Por su parte, las
grandes síntesis teológicas de la época de las Sumas ofrecían el ámbito adecuado
para una consideración teológica sobre el trabajo. Ello es particularmente
cierto en el caso de S. Tomás de Aquino (v.), una de cuyas preocupaciones
fundamentales fue precisamente la de subrayar la realidad de las causas
segundas, saliendo al paso de todo ocasionalismo (v.) teológico. De hecho, en
sus obras encontramos múltiples afirmaciones de gran importancia: su estudio
sobre el arte como virtud que dirige el facere (hacer, fabricar, producir)
humano (Sum. Th. 1-2 q57); su afirmación según la cual Dios gobierna el mundo
contando con la acción de los seres creados, de manera que el hombre cuando
«impone orden» a las cosas ejerce una «providencia subordínada» (Contra gentes,
3,21), etc. Sin embargo, todo ello no desemboca en una visión espiritual
completa: la idea, de cuño monacal, según la cual las ocupaciones seculares son
un obstáculo a la perfección (v.) cristiana bloquea esas perspectivas teológicas
(S. Tomás recoge esa idea en diversos lugares: De Caritate, al0; Sum. Th. 2-2
q122 a4 ad3, etc.). Señalemos finalmente que la disputa entre monjes y
frailesmendicantes sobre la obligatoriedad o no del trabajo manual (en la que
terciaron tanto S. Tomás como S. Buenaventura) hubiera podido llevar a superar
la estrechez de la identificación entre trabajo y trabajo manual, para dar paso
a una consideración más integral del entrecruzarse y dividirse de las
actividades humanas, pero por desgracia no fue así.
En la época del Humanismo (v.) y del Renacimiento (v.) asistimos a un renovado
interés por el tema del trabajo humano. De una parte, porque diversos humanistas
-p.ej., S. Tomás Moro (Y.) y Erasmo (v.)- manifiestan una acendrada preocupación
por promover un influjo del espíritu cristiano en los ambientes seculares
evitando su confinamiento en los claustros. De otra, porque el espíritu de
investigación y aventura propios de la época da lugar a una nueva actitud vital
con respecto a la actividad humana en cuanto encaminada al dominio del mundo,
que, si bien en algunas ocasiones amenaza con degenerar en un neopaganismo, en
otras se inserta en una auténtica profundización en las perspectivas cristianas.
La crisis de la unidad cristiana provocada por el protestantismo (V. REFORMA
PROTESTANTE) agostó esos desarrollos impidiendo su evolución serena y
fructífera: podemos encontrar en los autores posteriores múltiples
consideraciones acertadas, en uno u otro sentido, pero falta una visión de
conjunto. La teología luterana y la calvinista hablan de las profesiones y del
t.h. (al que Lutero había calificado de «servicio divino»), pero, guiadas por
una concepción del pecado como corrupción total de la naturaleza humana y por
una visión de la predestinación que niega la libertad, no son capaces de
elevarse a una auténtica valoración de la realidad creada. La teología católica
barroca evita ciertamente esos extremos y, en el campo de la filosofía jurídica,
alcanza resultados de gran valor; pero, al dejarse contagiar en algunos momentos
por un ideal aristocrático que despreciaba la técnica y el comercio y, sobre
todo, al dejarse dominar por un espíritu de escuela y por un cierto moralismo,
tampoco consigue llegar a una concepción integral.
c) Situación contemporánea. En la época contemporánea el trabajo se impone como
tema de consideración teológica. En ello influyen, sobre todo, dos factores:1)
Los cambios sociales nacidos de la Revolución industrial (v.), que dan lugar a
una estructuración de la sociedad fuertemente centrada en el trabajo productivo,
y que, al provocar hondos conflictos económico-políticos, motivan una serie de
orientaciones pontificias encaminadas a esclarecer las conciencias cristianas.
En un primer momento, esas intervenciones están muy vinculadas a los problemas
relacionados con el trabajo manual de tipo industrial, pero posteriormente su
horizonte se amplía hasta llegar a poner de manifiesto los presupuestos de una
consideración teológica del trabajo. Para un resumen de esas enseñanzas, v. VI.
2) El desarrollo de movimientos de espiritualidad (v.) ordenados a promover la
búsqueda de la santidad (v.) por parte de los cristianos corrientes, que viven
en medio del mundo, entregados a las ocupaciones seculares, etc. La
espiritualidad laica¡ conduce, de una parte, a subrayar el carácter vocacional
de toda vida cristiana, y a insistir en la necesidad de santificar todos los
elementos que la integran, y, por tanto, también el trabajo. De otra, e
inseparablemente, a poner de manifiesto que el trabajo debe ser entendido en
toda su integridad, es decir, no como mera ocupación de las manos, sino como
tarea que vincula con el mundo y con la ciudad terrena. El trabajo del que una
espiritualidad laical habla es -como ha dicho una de las personalidades a las
que esa espiritualidad más debe, 1. Escrivá de Balaguer (v.)- «el trabajo
profesional con todo lo que trae consigo de deberes de estado, de obligaciones y
de relaciones sociales» (31 mayo 1934). Así, pues, trabajo profesional, que «es
testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación; ocasión
de desarrollo de la propia personalidad; vínculo de unión con los demás seres;
fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la
mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de la humanidad»; y que,
para un cristiano, se presenta además «como participación en la obra creadora de
Dios» y «como realidad redimida y redentora»; un trabajo, en suma, que «no sólo
es el ámbito en que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad
santificable y santificadora» (íd., Es Cristo que pasa, 8 ed. Madrid 1974, n.
47).
3. Líneas centrales de una teología del trabajo. En el trabajo podemos
distinguir dos elementos: a) la actividad humana como tal, y más precisamente
una actividad que supone la realización de algo. El trabajo se distingue de las
actividades en las que el hombre se sitúa ante las cosas contemplándolas o
gozándose en su visión. Esto no quiere decir que el trabajo sea siempre una
actividad transitiva -lo es en muchos casos-, sino que en la actividad inmanente
del hombre, se denominará trabajo la parte que corresponde a la búsqueda de la
verdad, más que el recrearse en la verdad conocida; b) la obra realizada, que
está presente a lo largo de toda la actividad y a la cual esa actividad tiende.
Desde este punto de vista el trabajo connota la dimensión social e histórica del
ser humano, en cuanto que se refiere a una obra que se realiza mediante las
aportaciones solidarias de toda la humanidad.
Es, pues, evidente que proponerse la construcción de una teología del trabajo
supone valorar cristianamente el ideal moderno del homo faber, así como la
Patrística y el Medievo asumieron el ideal del homo sapiens, propio del mundo
greco-romano; o rnás exactamente, mostrar cómo se integran y armonizan ambos
ideales en el interior de la visión cristiana del hombre como ser llamado a la
unión con Dios. Una tal tarea está aún sólo en sus inicios, y presenta
innegables dificultades, que explican que aún no exista ninguna obra definitiva
en ese campo, ni una solución sistemáticamente acabada. Expondremos a
continuación los puntos o líneas que, a nuestro juicio, deberían desarrollarse
con vistas a llegar a una explicación integral del tema.
1) Trabajo y construcción del cosmos. El hombre existe en el mundo, forma parte
de un universo, con el que está íntimamente unido y con cuyo destino es
solidario. La narración del Génesis debe ser recogida en toda su fuerza y
asumida corno punto de partida para el estudio teológico. La visión del cosmos
que nos transmite S. Tomás de Aquino constituye un buen apoyo a este respecto:
lo que da su unidad a lo creado es precisamente la interconexión de las
causalidades; la unidad del cosmos es una unidad de actividad (cfr., p.ej., Sum.
Th. 1 q104 a2 adl). La evolución moderna del trabajo, con su tránsito del
artesano al técnico, contribuye a poner este aspecto aún más de relieve. La
técnica se define precisamente por una racionalización de los métodos de
trabajo, que es producto de un dominio de las leyes de la naturaleza y que se
ordena a una organización cada vez más desarrollada de la vida humana.
Pero si estas reflexiones ayudan a situar al hombre en el cosmos y llevan a
superar un cierto individualismoque durante bastante tiempo ha frenado el
desarrollo de una visión cristiana de la antropología, de por sí solas son
insuficientes. Serían suficientes para una concepción inmanentista, que colocara
en esa socialización --o en su repetición cíclica- el sentido mismo de la
historia; no lo son para quien, como cristiano, sabe que hay un fin absoluto de
los tiempos, y que ese fin será el resultado de la intervención libre de Dios en
la historia. Por lo demás, el mismo análisis de la sociedad actual lleva a
reconocer que la organización del trabajo, con' los fenómenos consiguientes
-automatismo, concentración de poder, etc.-, puede ser una ocasión de alienación
de la persona. Hay, pues, que plantear claramente el problema del fin del
existir humano.
2) Trabajo y vocación. El ansia de absoluto que caracteriza a la persona hace
que sólo en Dios encuentre el hombre la plena satisfacción de sus aspiraciones.
El irrumpir de la acción divina en la historia muestra al hombre su vaciedad,
forzándole a reconocer la limitación de todas sus obras, la radical incapacidad
de todas sus realizaciones, y, por tanto, la necesidad de confiarse al gratuito
y liberal amor de Dios. Esas verdades centrales de la fe cristiana han de
iluminar una teología del trabajo que será eso, teología, en la medida en que
muestre la referencia a Dios que el trabajo incluye; de ahí la radical
insuficiencia de una reflexión sobre el trabajo que no incluya el tema de la
oración (Y.), de la vida contemplativa, o, para decirlo en otros términos, del
ocio (v.) entendido en toda su hondura y no como mero «tiempo libre».
Todo eso, sin embargo, deberá no ser yuxtapuesto al trabajo, sino integrado en
una visión unitaria de la vida humana. Una primera prolongación de las
reflexiones hechas en el apartado anterior permite advertir que el hombre no
tiende hacia Dios como una mónada en el vacío, sino siendo un ser en el cosmos.
La situación terrena, con todo lo que la integra y prolonga, es parte, y parte
esencial, del caminar hacia Dios. Después de hacer referencia a las diversas
situaciones humanas, y de enumerar entre ellas el trabajo, la Const. Lumen
gentium del Conc. Vaticano II concluye: «los fieles cristianos, precisamente por
medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo
con fe de la mano del Padre celestial» (no 41).
El diálogo con Dios no abstrae, pues, de la situación existencial del hombre;
sino que lleva a verla como misión y como ocasión de encuentro con Dios. La
seriedad en el cumplimiento de los propios deberes no es una simple cuestión de
moralidad, sino que tiene un alcance teologal (V. DEBERES DE ESTADO).
Precisamente por eso, en frase sintética del fundador del Opus De¡, la vida del
cristiano llamado por Dios en medio del mundo implica «santificar la profesión,
santificarse en la profesión, santificar con la profesión» (1. Escrivá de
Balaguer, texto de 15 oct. 1948).
Es necesario superar toda contraposición tajante entre vida activa y vida
contemplativa, para advertir con más precisión cómo se hermanan los diversos
componentes de la vida del hombre sobre la tierra. El cristiano se santifica no
a pesar del cumplimiento de la misión que ha recibido durante su existencia
terrena, sino precisamente a través del cumplimiento de esa misión. Y esto es
válido tanto para las misiones o tareas directamente eclesiásticas o formalmente
religiosas, como para toda tarea humana, incluidas las especificadas por un
contenido temporal. En cada vida cristiana las diversas dimensiones que la
componen -misión recibida, trabajo, vida contemplativa, participación en la
comunidad eclesial o en la cívica, etc- deberán fundirse en una unidad que
signifique la plena respuesta a la vocación.
3) Trabajo y escatología. Si el hombre se encamina hacia su fin viviendo con
hondura su existencia terrena, cabe, llegados a este punto, hacerse una nueva
pregunta: ¿qué permanece, después del fin de los tiempos, del resultado del
esfuerzo humano?Una posible respuesta es la del dualismo (v.), para el cual
entre la construcción del mundo y el advenimiento del Reino de Dios (v.) no hay
conexión o continuidad alguna. Esa respuesta quiere encontrar su justificación
intelectual en el deseo de salvar la trascendencia. No parece, sin embargo, que
sea ése el único camino posible. En efecto, reconociendo que el Reino de los
cielos es esencialmente don, y don al que se llega a través de la muerte, se
debe afirmar que, al fin de los tiempos, lo transformado será no un mundo
cualquiera, sino este mundo, es decir, el mundo que ha sido conformado por el
trabajo y el esfuerzo humano; en otras palabras, los nuevos cielos y la nueva
tierra están, aunque oscura e imperfectamente, siendo preparados por el trabajo
humano. De ahí que la Const. Gaudium et spes, después de precisar que «hay que
distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo»,
afirme que «todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo,
después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de
acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha,
iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y
universal» (n1> 39). 14) Trabajo y dolor. El aspecto penitencial del trabajo ha
sido reiteradamente puesto de relieve, a veces en demasía. Esa unilateralidad
debe ser corregida, pero sin caer en la contraria. El carácter penitencial del
trabajo siempre deberá tenerse en cuenta: no sólo porque en la realidad de las
cosas el trabajo connota de hecho esfuerzo y dolor, sino porque va en ello la
fidelidad a la fe cristiana misma. La Redención (v.) supone la Cruz, y el
optimismo cristiano no es el de quien confía en un progreso inmanente del
universo, sino de quien vivificado en Cristo lucha contra las fuerzas del pecado
en espera de la victoria. Una reflexión sobre el trabajo que olvide estos
aspectos no será íntegramente cristiana. Digamos, por ello, uniendo así esta
línea con las anteriores, que el carácter penitencial acompaña al trabajo, pero
no lo define en sí mismo, es algo que perfila su papel en la economía de la
salvación, pero que lo supone ya injertado en ella. De ahí que no deba ser el
punto de arranque de una teología del trabajo, sino una consideración que surge
una vez ésta ya iniciada, análogamente a como la idea de Redención no encabeza
la exposición teológica, sino que viene precedida por las de Creación y
elevación a lo sobrenatural.
4. El trabajo desde la perspectiva de la moralidad. Estando llamado el hombre a
incorporarse activamente con su inteligencia y voluntad al plan divino, la
consideración teológica del trabajo debe prolongarse con el análisis de los
imperativos ético-morales que de ahí derivan. El tema ha sido ya estudiado en
otros lugares de esta Enciclopedia (Moral profesional y Moral social, en MORAL
III, 2 y 3; LABORIOSIDAD; DEBERES DE ESTADO; etc.); nos limitamos por eso aquí a
dar un breve esquema sintético en torno a tres líneas fundamentales:a)
Obligación de trabajar. Es el primero y más básicode los imperativos que, a este
respecto, se dirigen al hombre. Cada persona recibe de Dios unas cualidades y
dotes que no puede dejar inactivos, sino que ha de hacer rendir; ciertamente el
sentido de esas dotes trasciende, en muchos aspectos, el orden del trabajo y del
vivir social, pero no es menos cierto que incide hondamente en él: el hombre es
social por naturaleza. Este tema ha sido en ocasiones deformado históricamente
al haberse restringido el uso de la voz trabajo para aplicarla sólo al trabajo
manual, en cuyo caso resulta obvio que la obligación de trabajar no tendría un
alcance universal. Para entender lo que afirmábamos antes es necesario partir de
la visión amplia del trabajo que precedentemente hemos desarrollado. Afirmar que
existe una obligación universal de trabajar equivale a afirmar que al hombre no
le es lícito adoptar una postura individualista, sino que debe contribuir con
sus fuerzas personales al bien de sus semejantes. Esta obligación universal
resulta cualificada en cada caso según lo que cada sujeto haya recibido, sea de
la sociedad en su conjunto, sea de la propia familia; según la personal vocación
(v.), etc.
b) Obligación de desempeñar adecuadamente la propia tarea profesional. Todo
trabajo implica una serie de exigencias, tanto de dedicación y esfuerzo como de
conocimientos técnicos, que deben ser respetados. El hombre está obligado a una
adecuada realización de su propio trabajo, aportando en él todo aquello para lo
que está capacitado: una abstracta y etérea «buena voluntad» no es suficiente
para el recto obrar moral, sino que éste implica y exige la aplicación a la obra
que ha asumido (V. LABORIOSIDAD). Requisito indispensable para el cumplimiento
de esta obligación es la de poseer la necesaria formación profesional, lo que
obliga no sólo a adquirir la necesaria preparación inicial, sino a desarrollar y
actualizar los conocimientos: «el estudio, la formación profesional que sea, es
obligación grave entre nosotros» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, 23 ed. Madrid
1965, n. 334). Como en todo lo que se relaciona con la justicia (v.), también
aquí puede existir una obligación de restituir o de reparar daños cuando no se
haya realizado el trabajo como se debía o, por falta de la preparación
requerida, se haya causado un perjuicio positivo.
c) Obligación de asumir los deberes y relaciones que integran la tarea laboral.
El trabajo pone en relación al hombre no sólo con la tarea inmediata que
realiza, sino, de una manera o de otra, con otros hombres y, en última
instancia, con la entera sociedad. Cuando se habla de la necesidad de desempeñar
adecuadamente la propia profesión, no se hace, pues, referencia sólo a la mera
realización, aunque sea técnicamente perfecta, de la propia tarea (pensar o
actuar así sería caer en un detallismo o un tecnicismo desviados), sino a la
asunción de las obligaciones de caridad y justicia que surgen de ella.
Obligaciones que pueden situarse en un doble ámbito: interindividual y social.
Trabajar cristianamente supone cumplir con las obligaciones de justicia con
respecto a aquellos de quienes el trabajo depende; respetar fielmente los
derechos, económicos y humanos, de los subordinados y dependientes; más aún,
promover su progreso social; crear al propio alrededor un ambiente de
solidaridad, comprensión y amistad, etc. Y, en un orden más amplio, asumir la
parte de responsabilidad en las cuestiones colectivas: «el trabajo ordinario, en
medio del mundo, os pone en contacto con todos los problemas y preocupaciones de
los hombres... La doctrina católica no impone soluciones concretas, técnicas, a
los problemas temporales; pero sí os pide que tengáis sensibilidad ante esos
problemas humanos, y sentido de responsabilidad para hacerles frente y darles un
desenlace cristiano» (1. Escrivá de Balaguer, texto de 15 oct. 1948; cfr. Cone.
Vaticano II, Const. Gaudiunt et spes, 24,26,30-31, etc.). El hombre debe
trabajar teniendo presente no sólo a sí mismo y a su propia familia, sino al
entero bien de todos los componentes de la sociedad.
Digamos finalmente que los diversos deberes y obligaciones que acabamos de
mencionar no deben ser considerados como una actitud meramente moralista, sino
desde una perspectiva moral integral, que analiza el comportamiento concreto
humano como expresión y realización de la caridad, y, por tanto, como actividad
vivida en un contexto de entrega a los demás y de diálogo con Dios. Es entonces
cuando el desempeño de la propia tarea revela toda su riqueza, de acuerdo con
las perspectivas teológicas que antes apuntábamos.
L. ILLANES MAESTRE.
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París 1959; 1. ORLANDIS, El trabajo en el monacato visigótico, «Scripta
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Tommaso d'Aquino, ib. 4 (1962) 655-701; G. CENACC111, II lavoro nel pensiero di
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Labore, Roma 1961,E. WELTY, Von Sinn und Wert der menschlichen Arbeit,
Heidelberg 1946. Para los aspectos morales v. la bibl. citada en MORAL III, 2 y
3, y en DEBERES DE ESTADO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991