Teologia. Naturaleza de la Teologia
1. La palabra «teología». 2. Objeto de la Teología. 3. Teología, Fe y Filosofía.
4. Presupuestos de la Teología. 5. Funciones de la Teología. 6. Teología, Fe y
vida cristiana. 7. La Teología como ciencia. 8. La Teología como sabiduría.
En términos generales se entiende por T. la exposición metódica y estructurada
del contenido de la fe cristiana, es decir, de la doctrina revelada. Más
técnicamente se la puede definir: a) genéticamente, como aquella actividad por
la que el cristiano, que ha aceptado por la fe la Revelación divina, se
esfuerza, mediante el estudio y el análisis racional, en comprender hondamente
la verdad creída y, a su luz, juzgar de la entera realidad. En palabras de
Newmann, «un ejercicio del intelecto con respecto a los credenda de la
Revelación» (El asentimiento religioso, Barcelona 1960, 148); o, más
exactamente, una « fides discursum rationis assumens», acto por eJ que una
inteligencia creyente asume toda su capacidad cognoscitiva a fin de profundizar
en lo que por la fe cree y explicitar todas sus virtualidades; b)
terminativamente, como el resultado de esa actividad, es decir, una exposición
estructurada y orgánica del contenido de la Revelación, poniendo de relieve su
íntima unidad y explicitando sus riquezas y virtualidades; en suma, un
«conocimiento desarrollado de la fe» (M. J. Scheeben, Handbuch der Katholischen
Dogmatik, Friburgo de B. 1873, n° 957), una «explicatio fidei» (S. Tomás, Sum.
Th. 2-2 q5 a4).
1. La palabra «teología».
a) Uso precristiano. Etimológicamente, t. proviene del
griego, y significa palabra, enseñanza, doctrina sobre Dios. El primero en
haberla utilizado parece haber sido Platón (República, 3779a5), que la aplica a
los poetas como autores de mitos sobre la naturaleza y la génesis de los dioses
y de las potencias sobrehumanas, y, por tanto, como antecesores y precedentes de
los filósofos que buscan la verdad contenida en los mitos. Aristóteles la usa
también en ese sentido, y así califica como teólogos a Hesíodo y Homero en
cuanto creadores de mitos (Metafísica, A 938b29; B 1000a9). En otros lugares la
emplea con un sentido distinto, aunque relacionado con la naturaleza del intento
filosófico que hereda de Platón; así habla de «teología filosófica» para
referirse al estudio del ente en cuanto fundado en el ser o desde sus causas
últimas, es decir, como equivalente a lo que también denomina «filosofía
primera» (Metafísica, E 1026a19; K 1064b3). Uniendo esas acepciones, y
completándolas con la referencia a la función social de la religión y del culto,
los pensadores estoicos llegaron a la distinción entre tres teologías, de que
habla Varrón: la t. mítica, propia de las leyendas poéticas sobre los dioses; la
t. física, propia de los filósofos que se ocupan de determinar la verdadera
naturaleza (fysis) de los dioses; la t. política, propia de los legisladores,
que atienden al culto público tributado por la ciudad-estado (Antiquitates rerum
humanarum et divinarum, citado por S. Agustín, De Civitate Dei, lib. 6, cap.
5-10).
El uso que los autores grecorromanos hicieron de la voz t. pone de relieve los
límites de su conocimiento de Dios, cuya personalidad y trascendencia no
llegaron nunca a captar de modo pleno. De ahí que oscilen entre una religiosidad
sincera, pero vinculada en gran parte al mito, por lo que la t. o saber sobre
Dios tiende a confundirse con una explicación de la génesis del universo,
degenerando así en teogonía; y una filosofía que, en principio, no niega la
religión, sino que la presupone y aspira a ir a su raíz, pero que, no elevándose
tampoco a una acabada conciencia de la trascendencia divina, está constantemente
expuesta a desembocar en una racionalización atea del saber religioso,
reduciendo el Dios vivo del que hablan las religiones a la condición de mera ley
inmanente al universo.
b) Sentido cristiano. El panorama cambia radicalmente con la venida del
cristianismo, que, de una parte, trae consigo un conocimiento neto y claro de la
personalidad de Dios y de su trascendencia sobre el mundo, criatura suya, y, de
otra, anuncia nuestra elevación sobrenatural (v.) a participar en la propia vida
divina. En el orden epistemológico, del anuncio cristiano se derivan dos
consecuencias fundamentales:1) Una facilitación del saber filosófico, al que se
le revela el término al que debe dirigirse. El reconocimiento de Dios como
Creador implica, en efecto, la advertencia de la absoluta dependencia con que la
entera realidad se encuentra con respecto a Él; sólo en Dios y desde Él, puede
obtenerse un conocimiento pleno de la realidad. Resulta así patente que la
Filosofía (v.), como saber que aspira a fundar al hombre en la verdad, alcanzará
su término y su perfección cuando dirija la mente humana al descubrimiento de la
verdad de Dios, del que el universo procede y hacia el que el hombre debe
encaminarse por el conocimiento y el amor.
2) La manifestación de la posibilidad da un saber de tipo nuevo: aquel
precisamente que nos es dado por la palabra que Dios nos ha dirigido, cuando
abriéndonos a ella, dejamos que su verdad ilumine por entero la inteligencia. Es
a este saber al que la tradición cristiana designa con el nombre de T., dando
así un fuerte giro semántico al vocablo, ya que ahora no significa, como ocurría
en el mundo griego, una palabra o logos humano sobre Dios, sino más bien una
participación del hombre en el logos divino, es decir, en el conocimiento que
Dios tiene de Sí mismo y de toda realidad. La T. es, como dice S. Tomás, una
huella, una impresión o trasunto de la ciencia divina («impressio divinae
scientiae»: Sum. Th. 1 ql a3 ad2), hecho posible por la comunicación que Dios ha
hecho de sí en la Revelación.
Si bien la T., en cuanto realidad, ha existido siempre en la Iglesia, ya que es
un desarrollo espontáneo de la Revelación, la aplicación a esa realidad del
nombre con que hoy la designamos es muy posterior. Ello se explica fácilmente si
recordamos que la voz t. estaba, en el griego precristiano, ligada fuertemente
al mito: su uso indiscriminado se hubiera prestado a inducir a confusión sobre
la naturaleza de la fe cristiana. De ahí que su recepción sea lenta y vaya
acompañada de una progresiva decantación. :'En algunos textos primitivos (p. ej.,
Atenágoras, Legación en favor de los cristianos, 10) se la emplea todavía en un
sentido muy próximo al precristiano (enseñanza sobre las potencias
sobrehumanas): se designa, en efecto, bajo ese título la enseñanza evangélica
sobre Dios y sobre los ángeles; pero pronto pasa a ser referida única y
exclusivamente a Dios, recogiendo así, también en el aspecto terminológico, la
radical distinción entre Creador y creaturas, consustancial al dogma cristiano.
Aun así, continúa apareciendo raras veces, haciéndose más frecuente sólo cuando
el paganismo entra en plena decadencia, es decir, a partir del s. iv.
Dos son los usos fundamentales que, en esa época, hacen los Padres de este
término. De una parte, durante la polémica antiarriana, acuden a él para
significar el conocimiento de Dios y especialmente el de los misterios de la
Trinidad y la Encarnación; forma de hablar que es reflejo de una exposición de
la catequesis cristiana en la que la «economía» o narración del proceso
histórico de la obra redentora y salvadora de Dios se prolonga con la «teología»
o parte de la enseñanza cristiana encaminada a poner de relieve la realidad del
Dios Uno y Trino que, en la «economía», se manifiesta y comunica a los hombres
(así se expresan S. Atanasio, Eusebio de Cesarea, etc.). De otra parte, los
autores de origen monástico se sirven del término t. para indicar un
conocimiento de Dios de orden místico-espiritual. Aunque este segundo
significado se mantiene a lo largo de la historia (y así lo encontramos, p. ej.,
en S. Teresa de Jesús, que habla con frecuencia de la oración como «mística
teología»), fue el primero el que históricamente predominó, aunque sufriendo una
modificación o ampliación, anticipada en algunos textos de Dionisio Aeropagita,
pero realizada definitivamente por los escolásticos medievales y sus seguidores.
Fue así como la palabra t. pasó a significar el estudio o la exposición no ya de
una parte del dogma cristiano (la referente a la Trinidad y a Cristo), sino la
de la totalidad del mismo, es decir, como se llegó a la acepción moderna del
término a la que corresponden las afirmaciones que antes hacíamos.
2. Objeto de la Teología.
Para definir un hábito es tradicional señalar los
objetos que lo especifican: el objeto material, o realidad de la que se ocupa;
el objeto formal quod, o aspecto que se considera en esa realidad; y el objeto
formal quo, o luz intelectual bajo la que el objeto es considerado. ¿Cuáles son
en el caso de la Teología?a) Objeto material. Siendo la T. una explicación del
contenido de la Revelación, encaminada a poner de relieve su inteligibilidad y
manifestar todas sus virtualidades, su objeto es el mismo que el de la
Revelación (v.), es decir, Dios y su designio salvador, y, consiguientemente, la
entera realidad en cuanto gobernada por ese designio divino. Esta descripción
del objeto de la T. ha suscitado algunas dificultades, por pensar que si se pone
el acento en la universalidad del objeto sobre el que versa (la entera
realidad), se acaba poniendo en juego su unidad; mientras que si, en cambio, se
insiste en la centralidad que en ella tiene la referencia a Dios, parece que no
se presta atención suficiente a la singularidad de los seres creados, al detalle
de la historia de la salvación, etc. Tanto el uno como el otro temor nacen de
olvidar que Dios no es un ser, aunque supremo, entre seres, sino el Ser por
esencia de quien toda la realidad creada recibe su ser por participación. Por
eso Dios, conociéndose a sí mismo, conoce todo lo creado en cuanto dependiente
de Él (Sum. Th. 1 q14 a5-8 y 11); y la T., huella o participación de la ciencia
divina, conociendo a Dios según lo que Él nos manifiesta de Sí mismo en su
palabra, conoce perfectamente en Él y desde Él la entera realidad creada. Y así,
la T., siendo estrictamente teocéntrica -en ella, dice S. Buenaventura, todo es
reconducido a Dios como a su principio (III IV Sententiarum, lib. 1, proemio, ql;
ed. Quaracchi, t. 6)-, y tratando principalmente de Dios (Sum. Th. 1 ql a3 adl;
a7 III ad2), se extiende también a las criaturas, en cuanto dicen orden a Dios
como a su principio y su fin, lo que es conocerlas desde lo que radicalmente las
funda y define.
b) Objeto formal «quod». En la Suma Teológica (1 ql a7), S. Tomás escribe que en
la T. todo es considerado sub ratione Dei; los comentaristas posteriores han
prolongado esa frase, completándola a la luz de otros textos tomistas, para
decir que en la T. se habla de Dios -y de la realidad creada por relación a Él-
sub ratione Deitatis, es decir, bajo la razón de Deidad, de lo que es propio de
Dios. En otras palabras, mientras la Filosofía (v.) alcanza a Dios sólo en
cuanto causa de los seres creados, y, por tanto, habla de Él según aquello que
de Él ha sido participado a las criaturas, la T., partiendo de la
autocomunicación de Sí que Dios libremente nos ha otorgado, habla de Dios en
cuanto Dios, es decir, según su vida íntima, según lo que le es propio y
exclusivo y a lo que tenemos acceso sólo porque Él se ha dignado libremente
revelarlo y comunicarlo (cfr. Mt 11,27; lo 1,18; 1 Cor 2,9-11). La T., en suma,
habla de Dios en su vida trinitaria, y de la creación en cuanto que ordenada
libremente por Dios a la comunicación de esa vida a ángeles y hombres.
c) Objeto formal «quo». La T. nace como efecto de una fe que asume el discurso o
proceder de la razón. Su luz no es, pues, inmediatamente, la luz divinamente
infundida de la fe; pero tampoco la mera luz de la razón (lo que nos conduciría
a la concepción racionalista, según la cual corresponde a la Filosofía juzgar de
lo revelado); sino una razón guiada por la fe («ratio manuducta per fidem»: S.
Tomás, In I Sententiarum, prol. a3 so13); una razón ilustrada, esclarecida, por
la fe («ratio f idei illustrata»: Conc. Vaticano 1, Const. Dei Filius, cap. 4:
Denz.Sch. 3019). En otras palabras, una razón que sabe la verdad de lo creído y
que, dirigida por esa verdad, se lanza a la busca de una mayor intelección.
3. Teología, Fe y Filosofía.
a) Teología y Fe. La fórmula que, a nuestro juicio,
expresa mejor las relaciones y diferencias entre fe y T. es la acuñada por la
escolástica basándose en el «crede ut intelligas» agustiniano, según la cual la
fe versa sobre los contenidos de la Revelación ut credibilia, como creíbles,
mientras que la T. versa sobre ellos ut intelligibilia, como inteligibles, es
decir, como susceptibles de una comprensión cada vez mayor (cfr. S.
Buenaventura, In IV Sententiarum, lib. 1, proemio, ql; S. Tomás, Quaestiones
quodlibetales, Quodlibetum, 4, q9 a3). Lo propio de la fe es asentir a una
verdad en cuanto digna de ser creída, ya que está atestiguada por Dios; lo
propio de la T., analizarla poniendo de relieve toda la riqueza que contiene. La
luz o motivo formal de la fe es la autoridad de Dios que revela; la de la T., la
percepción por la razón de la inteligibilidad de lo creído.
Algunos autores explican las relaciones y diferencias entre fe y T. diciendo que
la primera tiene por luz la Revelación formal y explícita, mientras que la
segunda está guiada por la Revelación virtual o implícita; es decir, definen la
T. como el hábito por el que el creyente afirma una conclusión al percibir, con
la luz de su razón, que está pasivamente contenida en una verdad formalmente
revelada. Conciben así a la T. como una ciencia de conclusiones. Esta
explicación pone acertadamente de relieve que la T. presupone la fe y se basa en
ella; ofrece, sin embargo, el inconveniente de nodar razón de todo el trabajo
teológico, que no siempre se ordena a deducir conclusiones, sino que procede
también explicando una verdad de fe mediante analogías, defendiéndola de los que
la niegan, etc. Corre además el riesgo -al menos en algunas de sus
formulacionesde presentar el trabajo teológico como un incesante buscar
conclusiones nuevas, desfigurando, por un reduccionismo del concepto de T., su
verdadero sentido. Consideramos por eso preferible atenernos a la formulación
mencionada en primer lugar.
b) Teología y Filosofía. Por lo que se refiere a la comparación entre T. y
Filosofía es necesario, ante todo, deshacer un equívoco: la comparación debe
establecerse no entre la T. y esa parte de la Filosofía a la que se designa con
los nombres de Teodicea (v.) o T. natural (o sea, el estudio filosófico de la
realidad de Dios), sino entre la T. y la Filosofía en su integridad, ya que la
T., como hemos visto, se ocupa de toda la realidad en cuanto que ordenada a Dios
como a su principio y fin, y, por tanto, cubre el entero campo de la Filosofía.
En otras palabras, Filosofía y T. se relacionan entre sí como los saberes
supremos de orden natural y sobrenatural, respectivamente. La Filosofía,
siguiendo el orden del conocer natural, parte de lo sensible, de modo que no se
refiere a Dios desde el inicio, sino sólo en un determinado momento de su
proceder, aunque ciertamente el decisivo y culminante; la T., basada en la
palabra divina recibida en la fe, parte de lo que Dios ha revelado de sí mismo
para conocerlo a Él y a toda la realidad como venida de Él, de modo que la
referencia a Dios es constitutiva desde el primer instante de su proceder. La
Filosofía va de las criaturas al Creador, conocido como causa de los seres; la
T. -imitando el orden de la ciencia divina- va del Creador a las criaturas,
conocidas como creadas por Dios y ordenadas, las espirituales, a gozar de Él. La
Filosofía procede con la luz de la razón natural, y restringe su campo a las
verdades alcanzables por esa razón; la T. procede con la luz de la razón elevada
o ilustrada por la fe, y se extiende no sólo a las verdades naturales, sino
también a otras que nos trascienden pero que Dios nos ha comunicado. La
Filosofía es, pues, saber supremo sólo en su orden, la T. lo es de modo total y
absoluto.
4. Presupuestos de la Teología.
La determinación de la naturaleza y
características de la T. ha dado origen a numerosos debates a lo largo de la
historia; en realidad, sin embargo, esos debates suelen versar no tanto sobre la
T. en sí misma, sino sobre cuestiones que la preceden. En líneas generales cabe
decir que una adecuada comprensión de lo que la T. es puede alcanzarse sólo si
se ha reconocido previamente: a) la capacidad de la inteligencia humana para
conocer la realidad de las cosas y, consiguientemente, para elevarse a partir de
ahí a un conocimiento verdadero y auténtico, aunque analógico, de Dios; b) la
trascendencia de Dios, al que podemos conocer, pero cuya riqueza insondable no
puede ser nunca agotada por nuestra mente; más aún, cuya vida íntima nos es
naturalmente inaccesible, ya que nuestro conocimiento natural alcanza a Dios a
partir de las criaturas, y, por tanto, como causa de los seres creados y no en
su misma deidad; c) la posibilidad -manifestada por el mismo hecho de la Revelaciónde que Dios nos haga partícipes, mediante una elevación gratuita e
indebida, de su intimidad; d) el valor noético de la Revelación y de la fe en
cuanto transmisión y recepción de un conocimiento; más aún, su irreductibilidad
al conocimiento natural y a la Filosofía, ya que lo que en ellas se comunica y
recibe es un saber que trasciende a las naturales fuerzas humanas; e) la
legi,timidad, más aún la necesidad, del uso de la capacidad analítica y
discursiva de la razón humana para penetrar en la comprensión de la verdad
recibida en la fe.
Cualquier desviación en esos puntos arrastra consigo una deformación de la T., o
incluso su misma negación. Una descripción y análisis detallado de todas las
posibilidades a ese respecto nos obligaría a extendernos demasiado; limitémonos,
pues, a las que derivan de dos cuestiones cruciales: el valor noético de la
Revelación y la fe; la legitimidad del uso de la razón en el vivir religioso. El
desconocimiento del primero trae consigo la negación de la T.; el del segundo,
su debilitación o empobrecimiento.
a. Valor noético de la Revelación y de la fe. La comprensión de la T. en cuanto
proceso intelectual encaminado a la plena captación de la verdad que la fe hace
posible, depende ante todo del reconocimiento del valor de la fe en cuanto
fuente de conocimiento irreductible a la razón. Dos errores la destruyen de
raíz: el racionalismo y el agnosticismo.
El racionalismo (v.), al no admitir más fuente de certeza que la evidencia del
objeto, niega la fe como conocimiento o, en el mejor de los casos, la admite
sólo como expresión de una etapa infantil e ingenua de la humanidad. Tanto en un
caso como en el otro, la T. es negada, ya que, desde esas premisas, carece de
sentido una actividad de la inteligencia basada en la fe; el progreso del
espíritu es en efecto identificado con la Filosofía, entendida como actividad
que disuelve la fe, bien mostrando su falsedad, bien asumiendo su posible verdad
a un nivel más alto -el de la racionabilidadque la supera y hace inútil, es
decir, procediendo a su asunción-abolición en el sentido hegeliano (v. HEGEL).
El agnosticismo (v.), al postular la incognoscibilidad de lo real y encerrar al
hombre en el círculo de sus representaciones mentales, no deja lugar -a menos de
refugiarse en un fideísmo (v.)- para una Revelación y una fe entendidas como
transmisión y recepción de un conocimiento sobre la realidad extramental; de ahí
que conduzca o a negarlas de plano, o a admitirlas, pero concibiéndolas como un
encuentro de orden arracional o irracional con lo incognoscible. En este último
caso es posible que se continúe hablando de T., pero dando a la palabra un
significado distinto del que le atribuye la tradición cristiana: se entiende en
efecto por ella bien el acto por el que el creyente expresa en conceptos su
experiencia de fe, expresión que -dadas las premisasno tiene un valor noético y
significativo, sino sólo evocador y simbólico; bien la actividad posterior por
la que se someten a crítica las precedentes expresiones de la fe, para
destruirlas y dar paso a formulaciones nuevas que sirvan mejor, en las nuevas
circunstancias culturales, a esa experiencia de lo incognoscible en que se ha
hecho consistir la vida religiosa. En el primer caso, la T. es concebida como
momento constitutivo de la misma Revelación, y no ya como actividad de la
inteligencia posterior a la aceptación de lo revelado; en el segundo, es
presentada como crítica del lenguaje religioso encaminada a poner de relieve su
absoluta inadecuación al misterio, y, por tanto, su accidentalidad y mutabilidad
radicales. Estamos ante la noción de T. propia del protestantismo liberal (v.),
del modernismo (v.) y de sus reediciones posteriores (cfr. Pío X, Ene. Pascendi:
Denz. Sch. 3475-3487; Pío XII, Ene. Humani generis: Denz. Sch. 3882; Paulo VI,
Declaración Mysterium Ecclesiae, n° 5: AAS 65, 1973, 398-404).
Yendo a la raíz de las desviaciones cuya trayectoria acabamos de trazar, podemos
decir que todo gira en torno a la comprensión de la verdadera naturaleza del
conocimiento humano, y especialmente en torno al reconocimiento , de la
capacidad humana para conocer a Dios. En este campo, como en otros muchos, la
verdad se presenta como una cumbre entre dos errores antitéticos: sostener que
la inteligencia humana puede agotar de manera absoluta la verdad de los seres y
del Ser (racionalismo), lo que lógicamente conduce a negar la trascendencia
divina, cayendo en el panteísmo o en el ateísmo; afirmar que la razón humana no
alcanza la verdad de las cosas, lo que, por otra vía, conduce también al
ateísmo, ya que, aunque en este supuesto se pueda hablar de un «más allá de la
razón», de un «misterio», al presentarlo como absolutamente incognoscible, se lo
identifica prácticamente con la nada. Frente a esas dos metafísicas y
gnoseologías deficientes, el dogma católico afirma que el hombre es capaz de
conocer la verdad tanto de los seres creados como del Ser (Dios), pero no de
agotarla, ya que esa verdad es inconmensurable por una inteligencia limitada
como es la humana.
En resumen, y centrándonos en el punto capital, Dios excede a la inteligencia
humana (de ahí el error del racionalismo), pero no porque sea incognoscible (de
ahí el error del agnosticismo), sino porque es infinito mientras que nuestra
inteligencia es limitada y no puede, por tanto, agotar su infinita
inteligibilidad, sino sólo asomarse a ella. En otras palabras, hay
trascendencia, excedencia, entre Dios y el hombre, pero no heterogeneidad: el
hombre está capacitado naturalmente para conocer a Dios, más aún, ordenado a Él,
de modo que sin conocerlo no puede alcanzar su fin, y creciendo en su
conocimiento, crece en perfección. Mientras esto no se comprende, todo el
edificio de la verdad cristiana está en peligro, y consiguientemente también la
T.; cuando se ha entendido, se advierte el inmenso don que supone la gratuita
Revelación por parte de Dios de su propia intimidad, y la fuerza con que el
hombre al que esa Revelación alcanza se siente impulsado a profundizar en la
verdad que ella le comunica con su inteligencia toda entera, es decir, tanto por
la vía de la oración como por la del estudio, en espera de la perfecta visión
que Dios mismo nos promete en los cielos.
b. Razón humana y fe religiosa. 1) Planteamiento de la cuestión. Admitiendo en
principio todos los presupuestos metafísicos y gnoseológicos que acabamos de
mencionar, puede, no obstante, darse una actitud que si bien no niega la T.
impide su pleno desarrollo. Nos referimos concretamente a la posición de quienes
con la preocupación de defender la pureza del vivir religioso, han mirado con
desconfianza la actuación de la razón con respecto a la verdad de fe. Si Dios,
al dirigirse a nosotros, no sólo ha suplido las deficiencias de nuestra
naturaleza, sino que nos ha comunicado su vida y sus designios, ¿por qué
detenerse en el análisis y el estudio?; ¿no se corre con ello el riesgo de
dejarse llevar por una curiosidad inútil que distrae de lo que realmente
importa: la contemplación amorosa de la verdad creída y su traducción en obras
inspiradas por la caridad?; y, lo que es peor aún, ¿no se acaba por esa vía
situándose frente a la verdad revelada con un espíritu crítico ajeno al respeto
religioso con que debe ser escuchada la palabra divina? Como consecuencia, los
autores que se mueven en esta línea propugnan una T. entendida como una
exposición sencilla, ceñida al texto bíblico, de la doctrina revelada, sin
detenerse en especulaciones intelectuales, sino más bien orientando al lector
hacia la oración contemplativa o hacia una vida moral cristianamente inspirada.
Manifestaciones de esta actitud pueden encontrarse a lo largo de toda la época
patrística, y, de modo más decidido, en las discusiones entre dialécticos y
antidialécticos durante los inicios de la Escolástica (v.), así como en las
disputas sobre los fines y métodos de la T. surgidas en los s. XV y XVI (los
capítulos iniciales de la Imitación de Cristo de Kempis, v., y el humanismo de
Erasmo de Rotterdam, v., son muy significativos al respecto). En esa línea están
también varios de los autores que, entre 1930 y 1940, auspiciaron una «teología
kerigmática» o de la predicación como distinta de la especulativa o sistemática;
así como algunos de los que, sobre todo a partir de 1960, han propuesto la
reducción de la T. a descripción de la historia salutis, o historia de la
salvación.
En muchas de las observaciones que hacen los autores a que acabamos de
referirnos, así como en las críticas que dirigen a excesos de la dialéctica o de
la escolástica, hay ciertamente un punto de verdad, y de una verdad importante:
no es en el ejercicio de la capacidad analítica y demostrativa de la razón donde
está la perfección y el bien radical del hombre, sino en la contemplación y el
amor; puede por eso darse una manera de ejercitar la razón y de cultivar la
ciencia que aliene al hombre de lo que radicalmente vale. Es, sin embargo, vital
no equivocarse en cuanto al blanco hacia el que esas observaciones y críticas
deben ser dirigidas, a fin de no confundir un mal uso de la razón con la razón
misma, en cuyo caso se desembocaría en una posición expuesta a graves males.
2) La razón en la vida de la inteligencia. ¿En qué consiste ese mal uso de la
razón al que acabamos de referirnos y qué es necesario develar para que se
reconozca con plenitud la legitimidad de la intervención de la razón en T. y se
esté atento frente a sus desviaciones? Intentemos explicarlo acudiendo al
análisis tomista del conocer humano tal y como se expresa en su distinción entre
intellectus y ratio (cfr. Sum. Th. 1 q79 a8; 2-2 q49 a5 ad2, etc.): la mente
humana comienza su vivir con un acto de inteligencia, con una percepción de la
verdad que se le ofrece como evidente; siendo limitada, no agota en una sola
intuición toda la luz incluida en la verdad que se le presenta, y necesita, por
consiguiente, prolongarse como razón, es decir, como capacidad de análisis y
demostración que va explicitando la verdad contenida en las premisas; ese
proceso analítico y demostrador, racional en una palabra, termina en un nuevo
acto de inteligencia, en una percepción de la verdad en la que descansa la
mente. La razón en cuanto capacidad de raciocinio y análisis no es, en suma, la
sustancia del conocer, sino su instrumento. La perfección del conocimiento no
está ni en analizar ni en demostrar, sino en ver; si analizamos y demostramos es
porque no vemos, y lo hacemos sostenidos por el deseo de ver con toda la
profundidad que resulte posible a nuestra inteligencia. Digamos más, puesto que
la realidad a la que el conocer nos abre es una realidad que, en última
instancia, es personal -los demás y Dios- y, por tanto, merecedora de amor, el
término al que en definitiva se ordena el conocer no es dominar un objeto, sino
unir el sujeto cognoscente con la realidad conocida en un acto contemplativo que
incluye en sí el amor, la entrega de la propia persona en una comunicación
interpersonal.
Otro dato debe ser tenido en cuenta para completar nuestro análisis: el hombre
no está anclado todavía definitivamente en la fuente del vivir, Dios, y por eso
se encuentra en una situación concupiscente, expuesto a adulterar los bienes que
posee. Todo crecimiento humano es, por eso, ambivalente; también el crecimiento
en el orden intelectual: los hábitos intelectuales dan, en efecto, a conocer la
verdad, pero no producen por sí solos la actitud existencial que de ese
conocimiento deriva; no son, pues, virtudes en sentido pleno (cfr. Sum. Th. 1-2
q57 al). Es el hombre con sus decisiones voluntarias quien gobierna su propio
vivir. En sus manos está -volviendo al punto que nos ocupa- ordenar la razón a
aquello para lo que está hecha: la consecución de la verdad y, en ella y por
ella, del amor; o, en cambio, apartarla de su fin, recrearse en un razonar
buscado por sí mismo, iniciando así una inversión que puede traer consigo
enormes consecuencias, ya que si, en un principio, puede ser sólo manifestación
de una actitud egocéntrica que lleva a colocar la satisfacción de la curiosidad
o el placer de la búsqueda por encima de la ordenación a la verdad, puede,
radicalizándose, dar origen a una filosofía materialista y atea: es, en efecto,
un mundo compuesto de sólo cosas el único que puede satisfacer a una
inteligencia que se concibe a sí misma como razón meramente analítica y
raciocinadora.
Tales son los datos del problema, que nos muestran, de una parte, la necesidad
ineludible de un ejercicio de la razón para un desarrollo adecuado de la vida de
la inteligencia; y, de otra, la necesidad de una ética de la razón, de una
intervención de la voluntad que regule la vida de la razón evitando sus
desviaciones existenciales. La confrontación entre esas dos afirmaciones impone
una conclusión: la regulación de la razón no puede consistir en aherrojarla o
atrofiarla -con ello se atrofiaría a la vez la entera inteligencia y se
contribuiría a mantener en pie una falsa oposición entre razón y vida, en lugar
de promover su conciliación en la verdad-, sino en usarla según virtud, en
fundarla en la verdad de las cosas, librándola de la alienación que implica la
caída en una actividad meramente raciocinante y situándola en el contexto que le
es propio: el de una inteligencia ordenada al momento contemplativo, y en la
que, por tanto, el razonar está informado por el sentido de la riqueza del ser,
de la hondura de lo personal, de la trascendencia de Dios; es decir, por la
humildad, el respeto, la reverencia, la adoración y el amor, ya que son ésas las
actitudes adecuadas a la verdad de las cosas: sólo en un ambiente de respeto
mutuo cabe la comunicación entre personas; sólo en la adoración cabe la unión
entre el hombre y Dios.
3) Razón y piedad en la Teología. Todo lo cual, en términos de T., conduce a
reconocer:a) La legitimidad del recurso a la capacidad analítica y raciocinante
de la inteligencia con vistas a profundizar en la comprensión de la verdad
revelada; más aún, su necesidad: dada la limitación de nuestra inteligencia no
nos es posible percibir toda la riqueza de lo manifestado por Dios, sino pasando
a través del análisis y del razonamiento. Cohibir la T., con todo lo que implica
de recurso a la razón, es condenarse a no captar todas las implicaciones
intelectuales y metafísicas de la Revelación, y, por tanto, exponer la vida de
oración a caer en el sentimentalismo, la moral a degenerar en moralismo, la
pastoral a reducirse a pragmatismo...; y, más radicalmente, exponer la propia
comprensión cristiana a ser influida por filosofías opuestas en realidad a ella.
Es lo que advirtieron claramente los Padres griegos cuando señalaron que no
bastaba con narrar la economía, los beneficios de Dios, sino que era necesario
desarrollar la teología, es decir, poner de manifiesto la verdad de ese Dios
cuyos beneficios recibimos. Y es lo que, a lo largo de los siglos, ha sostenido
el esfuerzo de los grandes maestros y doctores: no era por curiosidad humana, ni
por olvido de las realidades centrales del vivir cristiano, sino al contrario,
para servirlas por lo que han cultivado y desarrollado la Teología.
b) La necesidad de que el teólogo esté advertido frente a la tentación que le
amenaza de encerrarse en su propio proceder racional, en lugar de ordenarlo a lo
que, por su naturaleza, tiende: un crecimiento en la vida contemplativa y un
compromiso más radical con las exigencias cristianas. Ciertamente en su proceder
racional se ocupa principalmente de Dios, pero ello no le exime por sí solo de
peligro, ya que trata de Dios, pero no lo ve, sino que lo conoce por el
intermedio de la palabra reveladora, de frases y proposiciones que nos lo dan a
conocer, pero que no son xrl mismo; de modo que, al centrar su atención en los
enunciados de la fe, en la palabra dicha por Dios -y así lo requiere la
naturaleza misma de su intento- corre el riesgo de dejar en un segundo plano a
Aquel que dice esa palabra y la entrega a la que llama. El teólogo, en suma,
tiene necesidad, y necesidad estricta, de vida de oración, de trato piadoso y
filial con Dios, de participación afectiva en el servicio y amor cristiano a los
otros. Va en ello no sólo la armonía de su vivir como cristiano, sino también la
hondura de su mismo teologizar: una T. separada de su ambiente natural -la
oración contemplativa y la participación en la vida y el apostolado de la
Iglesiaestá como privada de savia, y degenera inevitablemente en logicismo y
juego de palabras. Por eso si antes decíamos que no se sirve a la fe
despreciando a la razón y, consiguientemente, cohibiendo la labor teológica,
añadamos ahora que tampoco se la sirve con una exaltación indiscriminada de la
misma. Lo que la naturaleza de las cosas pide es reconocer el valor y la
grandeza de la T., pero advirtiendo a la vez sus reales condiciones de
ejercicio, situándola, por consiguiente, en el contexto religioso que,
protegiéndola de falsos intelectualismos, le permite desarrollarse de manera
adecuada, y llevar a la fe hasta esa hondura en la posesión intelectual de su
objeto que sólo a través de ella puede alcanzarse.
Para un ulterior desarrollo del tema por lo que se refiere al uso en T. de
nociones filosóficas, v. II, 3; v. t.: RAZÓN II; REVELACIÓN IV.
5. Funciones de la Teología.
Ante todo una observación de orden negativo: la T. ni puede demostrar las
verdades de fe ni aspira a ello. Lo que debemos a la Revelación no es el haber
conocido más fácilmente verdades que, de por sí, eran accesibles a las fuerzas
de la razón natural, sino el tener acceso a realidades que, siendo del orden de
la vida íntima de Dios, trascienden a todo lo creado, y que, por tanto, ni nos
son inmediatamente evidentes, ni podemos demostrarlas por reducción a una
evidencia anterior (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz. Sch.
3005,3028). Un más allá de la fe se obtiene sólo, con la gracia de Dios, en la
visión beatífica; pretender alcanzarlo durante la vida presente, sea por la vía
de la experiencia vital, sea por la vía de la demostración -como pretendió el
semirracionalismo de Hermes (v.) y Günther (v.)- es dar muestras de no haber
captado por entero lo que el cristianismo dice de sí mismo. En otras palabras,
la fe noes un punto de partida que resulta superado por el posterior progreso
del teologizar, sino un fundamento que se mantiene a lo largo del entero
proceder del teólogo: la T. se encuentra con respecto a la fe en una situación
de dependencia que no es meramente genéticohistórica, sino constitutiva (cfr. J.
L. Illanes, o. c. en bibl., 433-435).
¿En qué consiste, pues, positivamente esa aplicación de la razón a la fe de la
que nace la Teología? Tengamos presente que si bien la fe trasciende a la razón,
no la contradice. De ahí que la razón pueda preparar el camino hacia la fe
conociendo y demostrando los llamados preambula fidei, es decir, aquellos hechos
y verdades de los que depende la fe en cuanto acto razonable (existencia de
Dios, realidad de los milagros y demás signos de credibilidad, etc.); y,
recibida ya la fe, intentar comprender mejor las verdades creídas y defenderlas
de las objeciones que puedan dirigirse contra ellas (cfr. S. Tomás, In Boetii de
Trinitate, proemio q2 a3; la misma doctrina en el Conc. Vaticano I, Const. Dei
Filius: Denz. Sch. 3009,3015-3016). Glosando estos dos últimos puntos, que son
los que corresponden a la T. propiamente dicha, podemos decir que las funciones
de la T. son: a) recoger las verdades de la fe, poniendo de manifiesto todos los
aspectos y matices que sobre ellas nos testifican la S. E., la Tradición, el
Magisterio, etc.; b) considerar cada verdad revelada a fin de penetrar en su
sentido, explicarla por medio de analógías y comparaciones, etc.; c) reflexionar
sobre las verdades de la fe en su conjunto, con la intención de captar su
armonía y unidad, es decir, relacionarlas unas con otras de manera que se ponga
de manifiesto el nexo que las une y la inteligencia las posea a modo de un todo
ordenado y estructurado; d) analizar críticamente las objeciones que se hayan
podido presentar contra las verdades de fe para poner de manifiesto su error o
vaciedad; e) considerar, partiendo desde la fe, las diversas ciencias y ámbitos
en que se estructuran el saber y el vivir humanos, a fin de juzgar de ellos de
acuerdo con el saber radical sobre las cosas que nos da la Revelación. Las tres
primeras funciones pertenecen a la T. en cuanto ciencia (v. 7); las dos últimas,
a la T. en cuanto sabiduría (v. 8).
6. Teología, Fe y vida cristiana.
¿Qué lugar ocupa esa profundización intelectual en el contenido de la fe, a la
que llamamos T., en el conjunto del vivir cristiano? Ya algo ha sido dicho
precedentemente; completémoslo mediante cuatro afirmaciones sucesivas.
a) La Teología es un desarrollo natural de la fe y un signo de la intensidad en
el creer. El creyente, que en el acto de fe ha prestado su asentimiento a la
verdad que la autoridad divina testimonia, se siente movido, en virtud del mismo
impulso que le llevó a creer, a procurar conocer cada vez mejor la verdad a la
que ha prestado asentimiento: «ansiamos -escribe S. Agustín- comprender y
entender mejor lo que hemos creído» (cfr. De Trinitate, 4,1; 15,27,40; 15,28,51:
PL 42,961,1096 y 1098). De ahí esa «fides quaerens intellectum», de que habla S.
Anselmo (Proslogium, proemio), esa fe que busca la inteligencia de lo creído, o,
más exactamente, que aspira a pasar de las primeras comprensiones -las que
precedieron o acompañaron al primer o a los primeros actos de fe- a otras de
algún modo más plenas y perfectas.
Precisando más ese momento genético de la T., podemos decir que en su raíz se
encuentra un hecho funda mental: la excedencia o trascendencia de la verdad
creída sobre la inteligencia humana. El creyente se ve así llevado,
inevitablemente, hacia una de estas dos direcciones: si su fe es remisa o
vacilante, experimentará la tentación de buscar razones humanas que le faciliten
la fe, y, en última instancia, de disolver la fe en razón; si, en cambio, su fe
es firme, amará la verdad creída, y procurará comprenderla bien, sirviéndose
para ello de cuantas luces pueda encontrar (cfr. Sum. Th. 2-2 q2 al0). La
ausencia de T., es decir, de un esfuerzo por profundizar, en la medida de la
personal capacidad, en lo creído, es, por eso, señal de una insuficiente
intensidad en el asentimiento dado a la palabra divina, o de un error en la
comprensión de la naturaleza de la fe, que bloquea lo que sería el movimiento
espontáneo de la inteligencia. La presencia de la T. es, en cambio, un signo de
la intensidad en el creer y un homenaje a la verdad de la fe. Es porque cree
firmemente en la verdad de lo que Dios le ha revelado por lo que el creyente
vuelve sobre ello en busca de una comprensión cada vez mayor y,
consiguientemente, de una mayor irradiación de la verdad creída en su
inteligencia y en su vida entera. De ahí que S. Tomás llegue a comparar el
mérito de los doctores al de los mártires, ya que así como estos últimos
perseveraron en la fe aun en medio de la persecución, los primeros no vacilaron
ante las razones alegadas contra la fe por filósofos y herejes, antes bien,
usaron de su razón para defenderla y manifestar la sinrazón de lo que contra
ella se alegaba (cfr. Sum. Th. 2-2 q2 a10 ad3 y 1 ql a8).
De esa profunda relación que existe entre teologizar y afirmación de la verdad
de lo creído, deriva que sin fe no pueda hacerse T. en el sentido auténtico del
término. Ciertamente, es posible que un no creyente comprenda el sentido de las
palabras de la predicación cristiana e incluso capte la conexión que reina entre
una y otra verdad revelada o alguna de las consecuencias que de ellas derivan
(la fe versa sobre realidades que trascienden a la razón, pero que no son
irracionales, sino verdaderas), pero de ahí a la T. hay un profundo trecho.
Razonar sin fe sobre lo afirmado en la Revelación no es T., sino una actividad
raciocinante ejercida sobre afirmaciones que no se aceptan plenamente como
verdaderas; algo, pues, carente de sustancia, al menos de sustancia teológica.
Más aún, abocado al error: el hombre está hecho para la verdad y busca
irremisiblemente lo absoluto; por eso, si no acepta la verdad de la fe, acabará
o desentendiéndose de lo que la Revelación afirma, o interpretándolo
reductivamente para acomodarlo a lo naturalmente cognoscible o a lo que su
fantasía haya postulado como absoluto. La fe -dice Tomás de Aquino- es quasi
habitus theologiae, como el hábito, alma o espíritu de la T. (In Boetii De
Trinitate, q5 a4 ad8); de la fe recibe la T. sus principios y su impulso vital.
b) La Teología no descubre el contenido de la le ni pretende agotar su
inteligibilidad. Situándonos en el nivel propio de la T., es decir, en el de la
comprensión de la verdad creída, conviene señalar que su esfuerzo se encuentra
enmarcado por dos datos fundamentales:1) Genéticamente, la T. no parte de un
desconocimiento de lo revelado, sino de una posesión de lo revelado en la fe,
que no es un movimiento ciego, sino un asentir a lo que se conoce. Digamos más,
la comprensión de lo revelado alcanzada por el cristiano en el momento de creer
no agota ciertamente la inteligibilidad de locreído -y por ello puede darse ese
desarrollo que es la T.-, pero abarca todos sus elementos sustanciales. La fe
del cristiano singular se mide, en efecto, por la fe de la Iglesia (v.), y ésta
ha sido dotada por Dios con el don de la indefectibilidad; su predicación en
todos y cada uno de los momentos de la historia recoge la predicación de los
Apóstoles en su integridad, sin que pueda caer en olvido ningún elemento
esencial. Pueden, pues, darse casos anómalos -recepción insuficiente de
catequesis, etc.-, pero, si atendemos a la normalidad del existir cristiano, hay
que afirmar que entre el cristiano que acaba de recibir la fe y aquel que ha
desarrollado su conocer elevándolo a T. no hay ruptura, sino continuidad, y eso
no sólo desde el punto de vista de la actitud, sino también desde el de los
contenidos: el teólogo no es alguien que alcanza una doctrina esotérica
desconocida para el común de los fieles, sino alguien que percibe más matices, y
que está en condiciones de explicar más fácilmente lo que todo fiel cree y vive.
Señalemos, por lo demás, que siendo la T. un movimiento natural y espontáneo en
el vivir creyente se da de hecho en todo cristiano: la meditación sencilla y a
veces incluso implícita sobre el contenido de la fe, inseparable de toda
existencia cristiana auténtica, y la dedicación estable -digamos profesional- al
estudio y explicación del mensaje revelado no son dos actividades distintas,
sino dos grados o niveles de una misma realidad.
2) Terminativamente, la T. no alcanza ni puede alcanzar una comprehensión total
de la verdad revelada, es decir, no puede agotar su inteligibilidad: la
trascendencia de la verdad revelada sobre la razón implica no sólo el que no
podemos tener acceso por nuestras solas fuerzas naturales, sino que, una vez
conocida, no podemos abarcarla por entero (Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius:
Denz. Sch. 3016). La vida divina, de la que la Revelación nos habla, es
insondable, inabarcable por el hombre; de ahí que, como dice S. Tomás, si bien
el hombre debe interrogarse sobre Dios, peca si actúa movido por presunción, es
decir, «si escruta las cosas divinas como alguien que tiene derecho a
comprenderlas perfectamente» (In Boetii De Trinitate, proemio, q2 al). En
verdad, una tal actitud implica no sólo desconocer la trascendencia de Dios y,
por ello, negarle el honor debido y exponerse a una caída en el ateísmo, sino
olvidar a la vez la naturaleza contemplativa de la inteligencia, concibiéndola
no como apertura al ser, sino como capacidad de dominio. Es eso lo que explica
que la percepción de algo que nos trasciende sea sentida como limitación y
humillación, y se intente, mediante un esfuerzo racional, desvanecer toda
trascendencia. Quien, en cambio, ha percibido la verdad de las cosas, es decir,
quien ha reconocido el proceder de la inteligencia como conocimiento que funda
el amor, no se siente en modo alguno humillado al percibir la trascendencia
divina, sino, al contrario, exaltado al comprobar la inmensidad del don que Dios
nos ha hecho llamándonos a su intimidad. En suma, si la T. presupone, como
fundamento, la fe, se abre, en su culmen, a la contemplación, sin la que el
impulso que llevó a teologizar quedaría truncado e incompleto.
c) La Teología no absorbe la totalidad del vivir cristiano. El conocer teológico
es un conocer al modo de ciencia; de una ciencia peculiar, que participa de
algún modo de la perfección del saber divino, pero que participa de ello a modo
humano y, por tanto, conceptual y abstractivo, con todas las limitaciones que de
ahí derivan, y la consiguiente necesidad de que la completen otras dimensiones
del conocer y del vivir. La T., en efecto, no sólo debe abrirse, de una parte, a
la contemplación amorosa de Dios y, consiguientemente, al amor de los demás tal
y coma Dios los ama, y, de otra, a la decisión prudencial de la voluntad por la
que las diversas acciones son ordenadas de acuerda con ese amor, sino que -y
éste es el punto-, aunque esté ordenada a todo ello, no lo produce por sí misma.
Y eso por dos razones: en primer lugar, porque, como ya decíamos (v. 3,b), es un
hábito intelectual, es decir, un hábito que perfecciona al hombre, pero no por
entero; es decir, un hábito que hace conocer, pero que no produce por sí solo la
actitud vital que de ese conocimiento deriva; en segundo lugar, porque es un
conocer desde la perspectiva del destino y significado último de los seres y, en
cuanto tal -y dada la limitación de nuestra inteligencia-, no nos hace poseer un
conocimiento detallado de su naturaleza.
La T. debe ser, pues, completada, en primer lugar, por la voluntad que ordena la
vida entera hacia el amor de Dios y de los demás conocidos tal y como nos los
revela la palabra divina; y, en segundo lugar, por las diversas ciencias humanas
y los juicios y apreciaciones prudenciales que, integrando la luz de fondo
proyectada por la T. mediante un saber sobre la naturaleza concreta de los seres
y una valoración de la coyuntura situacional, permiten llegar a una decisión
adecuada a la realidad de las cosas. Del primer tema nos hemos ocupado ya
precedentemente. Por lo que se refiere al segundo, limitémonos a añadir que si
un desconocimiento de la primacía que a la T. le corresponde en la jerarquía de
las ciencias conduciría a la ruptura de la unidad del vivir cristiano, un
absolutismo teológico mal entendido llevaría a desconocer la realidad de las
causas segundas y a atropellar la naturaleza concreta de los seres. Tanto de una
manera como de otra se sería infiel a la T. misma, ya qye a ella le corresponde
precisamente mostrar cómo cada' ser recibe de Dios aquello que le constituye y
es gobernado y dirigido por Dios hacia su fin, no de una manera violenta, sino
de acuerdo con su naturaleza propia y con los dones que El, libremente, haya
querido otorgarle (v. II, 2, c).
d) La Teología refuerza la vida creyente. La T. ocupa un lugar subordinado en el
conjunto de la existencia cristiana; pero no es algo marginal o irrelevante de
lo que pudiera prescindirse sin consecuencia alguna, sino una realidad requerida
para la perfección de la vida creyente: no en vano S. Tomás, preciso siempre en
su lenguaje, califica de «huella de la ciencia divina» no a la simple fe, sino a
la T., es decir, a aquella fe que posee su contenido captando, en cuanto le es
posible, su inteligibilidad y percibiendo la íntima armonía que reina entre
todas sus partes. Precisamente porque, como decíamos al principio, la
inteligencia humana, dada su limitación, no capta de una manera intuitiva toda
la riqueza de la verdad, sino que debe proceder por medio de la consideración,
del estudio, del esfuerzo, una fe que no engendrara T. se encontraría, tanto a
nivel personal como colectivo, en situación precaria, ya que, de una parte, no
conseguiría informar plenamente la vida humana, y, de otra, estaría expuesta a
ser herida-por las objeciones y dificultades que otras personas, o la existencia
misma, pudieran plantear.
De la T. depende que se alcance unidad y jerarquía en la vida intelectual,
estableciendo un orden entre las verdades de fe y, en dependencia de ellas,
entre todoslos saberes humanos; que se esté en condiciones de «dar razón de la
propia esperanza» (1 Pet 3,13) y de educar y auxiliar la fe de los otros; que se
edifique. sobre fundamento sólido la propia piedad, evitando esas «devociones a
bobas» que criticaba Teresa de Jesús (Libro de la vida, cap. 13, n° 16); que se
adquiera una connaturalización de la mente con la verdad cristiana, de manera
que resulte hacedero afrontar serena y eficazmente cuestiones nuevas, etc. En
definitiva, la Iglesia encuentra en la T. uno de los auxiliares fundamentales
para la explicitación y formulación de sus dogmas y para la evangelización de
las diversas culturas y pueblos; y cada cristiano le debe la asimilación
personal en profundidad de la predicación que la Iglesia le dirige y que él con
su fe acepta.
No olvidemos, por otra parte (v. 4, b), que si bien la T. refuerza el vivir
cristiano, ese vivir constituye el ambiente en el que ella misma puede
desarrollarse adecuadamente. Digamos por eso, a modo de resumen de todo este
apartado, que la perfección del existir cristiano requiere unir piedad de niños
y doctrina de teólogos (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 8 ed. Madrid
1974, n° 10): una piedad sin T. está abocada a un devocionalismo sentimental y,
en última instancia, subjetivista; una T. sin piedad reseca el alma cayendo en
un intelectualismo vacío. Y, análogamente, unir cultivo de la inteligencia y
afán de almas: una actividad pastoral, un apostolado no alimentado por la T.
está expuesto a degenerar en el activismo o en la superficialidad; una T. que no
esté acompañada por la preocupación por acercar a los demás a Dios, acaba
reducida a una técnica carente de verdadera sustancia.
7. La Teología como ciencia.
a. Planteamiento general. A lo largo de las páginas que preceden hemos aplicado
alguna que otra vez a la T. el calificativo de ciencia. Debemos detenernos ahora
para precisar qué alcance damos a ese término. Con la palabra ciencia (v.) se
indica, en líneas generales, un conocimiento perfecto o pleno; los filósofos
griegos, atendiendo a la plenitud que alcanza un conocimiento cuando capta un
objeto percibiendo no sólo su existencia fáctica, sino explicándolo desde su
raíz, la definieron como «conocimiento cierto por las causas»; modernamente,
dando un sentido más amplio a la palabra y fijándose sobre todo en las
exigencias de rigor y método requeridas para la obtención de un conocimiento
estructurado, se la define como una disciplina que, poseyendo un objeto y un
método propios, está en condiciones de analizar una parcela de lo real y llegar
a observaciones y síntesis comunicables. Sin entrar a discutir cuál de esas dos
definiciones es preferible; subrayemos lo que presupone la idea misma de
ciencia: la visión de la mente como una facultad hecha para la verdad, que sólo
se rinde ante lo evidente, que aspira a una comprensión plena y radical de las
cosas. Es éste un punto en el que coincide toda filosofía de las ciencias, tanto
si concluye declarando el carácter ilusorio de una tal pretensión, y cayendo,
por tanto, en el escepticismo (v.), como si sostiene que un tal conocimiento es
alcanzable sólo en el orden de lo experimentable y lo verificable empíricamente,
negando, por tanto, el carácter de ciencia a la Filosofía (v. POSITIVISMO;
NEOPOSITIVISMO); O Si, POniendo de relieve que el conocer humano trasciende lo
sensible para captar el ser, la sustancia, el en sí de las cosas, afirma el
valor científico de la Filosofía como saber que procede por deducción a partir
de evidencias inmediatas (v. CIENCIA I).
Aparece ahora con claridad todo lo que implica aplicar a la T. el calificativo
de ciencia: equivale, en efecto, a afirmar que la verdad que la fe transmite
puede llenar la inteligencia. No es, pues, extraño que le nieguen a la T. el
carácter de ciencia todos aquellos que niegan el valor noético de la fe, tanto
en la línea del racionalismo como en la del agnosticismo (v. 4, a); y que, por
el contrario, el cristiano, apenas se plantea la cuestión, tienda a darle una
respuesta afirmativa: lo contrario sería poner de algún modo en tela de juicio
la luz de la fe, o, al menos, hacer de ella un saber de segundo orden, inferior
a la Filosofía. Sin embargo, ese movimiento espontáneo se ha visto, en repetidas
ocasiones, frenado por indecisiones. Algunas de esas indecisiones son propias de
quienes temen que el recurso a la razón humana destruya la vivencia religiosa;
preocupación a la que ya antes nos referíamos, mostrando el alcance que debía
concedérsele (v. 4, b); no es, pues, necesario detenernos más en ello. Otras
indecisiones provienen, en cambio, de un plano estrictamente epistemológico: la
percepción de la dificultad que supone atribuir el carácter de ciencia a un
saber que, como el teológico, parte de lo no evidente. ¿No es eso, se preguntan,
abusar de la palabra ciencia, dándole un sentido contrario al que tiene en el
ordinario lenguaje humano?, y, más radicalmente, ¿no es exponerse a negar la
ordenación de la inteligencia a la verdad, cayendo así en un irracionalismo o,
al menos, en un voluntarismo? La dificultad es real y, sin embargo, se desvanece
si se consideran despacio las condiciones de ejercicio de la inteligencia
humana. Es mérito de S. Tomás haber clarificado este punto con su doctrina sobre
la T. como ciencia subalternada de la ciencia de Dios y de los bienaventurados,
completando así un camino abierto por toda la tradición precedente (los textos
fundamentales de S. Tomás al respecto son: Sum. Th. 1 ql a2; In Boetü De
Trinitate, proemio, 42 a2 ad5 y ad7; De Veritate, q14 a9 ad3).
Antes de exponer con detalle la doctrina tomista, hagamos una advertencia, a fin
de prevenir un posible equívoco: es totalmente insuficiente, cuando se plantea
la cuestión de valor científico o noético de la T., responder diciendo que la T.
procede con rigor y método, análogamente a como lo hacen las ciencias. Puede, en
efecto, estudiarse metódicamente un conjunto de afirmaciones prescindiendo de su
verdad, más aún, dando por supuesto su carácter ilusorio (piénsese, p. ej., en
un estudio sobre la mitología griega). Una respuesta de ese estilo bastaría,
pues, para justificar una T. entendida como estudio histórico de las ideas
cristianas o como fenomenología de la existencia creyente, abstrayendo, tanto en
un caso como en el otro, de su verdad; pero en modo alguno para justificar la T.
como lo que auténticamente es: un saber que habla de la realidad misma. La T.
parte ciertamente de las afirmaciones de la fe, pero habla no de esas
afirmaciones, sino de la realidad a la que esas afirmaciones se refieren: trata
no de las ideas que los cristianos tienen acerca de Dios, de Cristo, del pecado,
del hombre..., sino de Dios, de Cristo, del pecado, del hombre... en su realidad
misma. Por eso la justificación del carácter de ciencia propio de la T. pasa
necesariamente a través de una clarificación gnoseológica que, en primer lugar y
contra el positivismo, ponga de manifiesto que la inteligencia humana no está
limitada al ámbito de lo empíricamente verificable; y que, en segundo lugar y
contra c1 racionalismo, subraye el valor noético de la fe, tal y como lo hizo la
tradicióncristiana hasta culminar en la doctrina tomista sobre la subalternación.
Dando por supuesto el primer punto, que es más bien un preámbulo de la fe misma,
ocupémonos del segundo.
b. La Teología, ciencia subalternada de la ciencia de Dios. Aristóteles había
advertido que las ciencias humanas están ordenadas y jerarquizadas entre sí, y
que en algunos casos esa jerarquización afecta a lo que funda una ciencia: sus
principios. Es decir, mientras algunas ciencias parten de principios evidentes
para la observación o conocimiento inmediato (o sea, evidentes por sí mismos),
otras, en cambio, proceden de principios no evidentes por sí mismos, sino objeto
de demostración en otra ciencia; hay, pues, ciencias que están esencialmente
subordinadas o subalternadas a otras, a las que se llama subalternantes. Si el
sujeto que cultiva esa ciencia subalternada posee además la ciencia
subalternante, puede reducir las conclusiones de la ciencia subalternada a los
principios de los que parte, y éstos, a su vez, a los de la subalternante, que
son, por hipótesis, evidentes por sí mismos. Su saber se encuentra así en estado
perfecto, ya que reverbera en todo él la luz de la evidencia. Pero puede suceder
que un científico posea sólo la ciencia subalternada, es decir, que, sin
detenerse a comprobar por sí mismo la verdad de lo afirmado por una ciencia
superior (la subalternante), acepte sus conclusiones y a partir de ellas inicie
su trabajo.
Esta forma de obrar implica, obviamente, un acto de fe en virtud del cual se
aceptan como verdaderas, sin comprobarlas, las conclusiones a que ha llegado
quien ha cultivado y desarrollado la ciencia superior. No hay, sin embargo, en
ello nada ilegítimo: la inteligencia humana es limitada y para progresar
necesita apoyarse en el conocer de otros. Por lo demás, aunque ello presupone
ciertamente reconocer nuestra limitación, no rompe la ordenación de la
inteligencia a la verdad. Es claro, en efecto, que, en el caso que estamos ana-.
lizando, la ciencia subalternada se encuentra en un estado imperfecto, ya que,
propiamente hablando, el que la posee no tiene evidencia alguna; mejor dicho,
tiene sólo la evidencia de su modo lógico de proceder, pero no de lo afirmado,
puesto que cuanto afirma lo hace en dependencia de unos principios cuya
evidencia no posee. Pero quien así procede no renuncia en modo alguno a la
verdad, sino al contrario, actúa presuponiendo la verdad de los principios en
que se basa y convencido de que podría vencer la imperfección en que se
encuentra su ciencia si, saltando al nivel de la ciencia subalternante,
verificara los principios de los que ha partido, haciendo así que la luz de las
primeras verdades, evidentes por sí mismas, redundara en todos los niveles de su
saber.
En otras palabras -y la precisión es importante-, una ciencia subalternada que
se encuentra en estado imperfecto -es decir, no unida a la subalternante- es
posible sólo gracias al acto de fe que lleva a aceptar como verdaderas las
conclusiones de la ciencia subalternante, pero a lo que está subalternada no es
al acto de fe, sino a la ciencia superior de cuya verdad vive, y con la que
aspira a estar unida para gozar así de la luz de la evidencia. Porque la
inteligencia humana es limitada no cabe reducir el ámbito de lo verdadero al de
lo evidente para mí; y consiguientemente, hay que admitir la legitimidad de la
fe como fuente de conocimiento. Con lo que, al mismo tiempo, se pone de relieve
el error que implica toda reducción de la fe a lo irracional,ya que en la fe lo
que hace es precisamente reconocer como verdad algo que para el sujeto que cree
no es evidente, pero que es evidente para otro que atestigua su verdad. En suma,
aunque en el proceso del conocer haya intervenciones de la voluntad -y muchas
más de las que a veces se dice-, lo que lo sustenta no es la voluntad, sino la
ordenación de la inteligencia a la verdad y la verdad misma.
Tales son las consideraciones que S. Tomás tiene presentes al abordar la
cuestión del status epistemológico de la T., y que le permiten llegar a las
conclusiones siguientes:1) La T., en cuanto desarrollo ordenado y estructurado
del contenido de la fe, es ciencia en sentido verdadero y propio. Ciertamente no
posee la evidencia de sus principios, pero no porque éstos sean inevidentes en
sí mismos: al contrario, son máximamente evidentes y objeto del conocimiento que
Dios tiene en Sí mismo. De ese conocimiento perfecto hace Dios partícipe al
hombre en la fe, en espera de otorgárselo con mayor plenitud, si es fiel a la
gracia, en la visión beatífica. No hay, pues, obstáculo alguno para reconocer a
la T. carácter de ciencia, análogamente a como se le reconoce a las ciencias
humanas que dependen de otras superiores; en ella reverbera, en efecto, la luz
de esa ciencia perfectísima que es el conocer de Dios y de los bienaventurados.
2) En cuanto ciencia subalternada, poseída por un sujeto que no posee a la vez
la ciencia subalternante, la T. es ciencia real y verdadera, pero en estado
imperfecto: implica, pues, una referencia constante a la ciencia superior a la
que aspira a reducirse. El proceder teológico incluye en su propia esencia la
ordenación a la visión beatífica, en la que se salvaría la imperfección de que
está marcado, y hacia la que el alma, elevada por la gracia divina, tiende desde
lo más hondo de su ser.
c. Peculiaridades de la subalternación teológica. Al resumir la solución dada
por S. Tomás al status epistemológico de la T. hemos dicho que la relación que
hay entre T. y ciencia divina es análoga a la que existe, en el orden de las
ciencias humanas, entre ciencias subalternadas y subalternantes. En efecto,
aunque existe una profunda semejanza entre ambos supuestos, hay también fuertes
diferencias; la aplicación que se realiza de ese esquema no es, pues, unívoca,
sino análoga:1) En primer lugar, porque en el caso de las ciencias humanas,
quien cultiva una ciencia subalternada puede cultivar, si lo desea, la ciencia
subalternante; de modo que, incluso en el caso de que acepte sin verificarlas
las conclusiones de ésta, y realice, por tanto, un acto de fe en quienes la
hubieran desarrollado, subyace siempre en su actitud la conciencia de esa
posibilidad de verificación. Hay, pues, confianza en quien o quienes han
desarrollado la ciencia subalternante, pero no una entrega a ellos; la
aceptación de los resultados de una ciencia no implica por eso necesariamente
una comunión con el científico en cuanto persona. En cambio, el cristiano, que
acepta en la fe la palabra de Dios, está basándose en una verdad que sabe que le
trasciende y a la que podrá acceder sólo en la visión beatífica, es decir, en un
estado al que por naturaleza no tiene derecho alguno, y cuya consecución depende
del don absolutamente gratuito de la gracia; se da, pues, en él una entrega
plena en las manos de Dios. La fe supone unmovimiento de la entera persona hacia
Dios y es, en cuanto tal, inicio de comunión con Dios mismo.
2) En las ciencias humanas, la ciencia subalternada depende de la ciencia
subalternante, pero a la vez se extiende más allá de lo que ésta es capaz: el
hombre no procede en su conocer de manera absoluta deductiva, sino que está
necesitado de constantes vueltas a lo real y, en ocasiones, de vueltas a lo real
que implican nuevas principalidades científicas; así, p. ej., la astronomía, la
óptica, etc., están subalternadas a las matemáticas y a la geometría, pero no
son un desarrollo de la geometría, sino una ciencia diversa. En el conocer de
Dios las cosas cambian, ya que Dios con una ciencia una y única se conoce
plenamente a Sí mismo y la entera realidad creada; y algo análogo hay que decir
de la ciencia de los bienaventurados que, al ver a Dios de manera inmediata y
sin intermedio alguno, conocen en Él todo aquello a lo que la visión de la
divinidad les ordena (Sum. Th. 1 q12 a8-10). Hablar, pues, de la T. como ciencia
subalternada a la ciencia de Dios y de los bienaventurados no es, obviamente,
concebirla como una ciencia gracias a la cual el hombre se extiende a más allá
de donde alcanza la ciencia divina, sino, sencillamente, afirmar que lo que Dios
y los bienaventurados ven el cristiano lo cree y, creyéndolo, vuelve sobre la
verdad recibida en la fe para captarla cada vez con más hondura. Lo que implica
comprender -y éste es el nervio de todas las consideraciones que preceden- que
el ideal o prototipo del conocer es el conocer divino: una participación
perfecta, dentro de la limitación humana, en ese conocer puede darse sólo en la
visión beatífica; fuera de ella caben sólo aproximaciones más o menos
deficientes, aunque cada vez más perfectas, mientras más se aproximen al conocer
de Dios. La T., en cuanto saber subalternado a la ciencia de Dios tal y como nos
ha sido comunicada en la Revelación, tiene una continuidad con el saber divino
radicalmente superior a la que puede alcanzar ninguna ciencia meramente humana:
no sólo es, pues, ciencia, sino que lo es a mayor título que ningún otro saber
de los que son accesibles al hombre durante su peregrinar terreno.
8. La Teología como sabiduría.
a. La Teología como saber supremo. Se conoce con el nombre de sabiduría (v.) a
aquel saber que, conociendo a partir de las últimas causas, está en condiciones
de regular el ámbito sobre el que versa, asignando a cada uno de los elementos
que lo componen su lugar y valor exactos: es, pues, un saber a la vez teórico y
práctico, capaz de gobernar la acción humana (cfr. Sum. Th. 1-2 q57 a2; q66 a5).
Esta capacidad de juzgar sobre las acciones puede tener un doble origen, lo que
da lugar a dos tipos de sabiduría: la de quien juzga movido por inclinación o
instinto, como es el caso de quien, poseyendo un hábito, percibe de modo casi
instintivo lo que conviene a ese hábito, y la de quien juzga en virtud de un
conocimiento científico de la realidad de que se trata (Sum. Th. 1 ql ad3). La
sabiduría por vía de inclinación o connaturalidad confiere la capacidad para
juzgar de manera cierta y rápida sobre las situaciones, pero no otorga, en
cambio, un saber reflejo. La sabiduría por vía de ciencia puede, en cambio: a)
Poner de relieve lo fundado del modo de proceder de la inteligencia humana en su
busca de la verdad y, para ello, volver sobre los principios, no ciertamente
para demostrarlos -el conocimiento humano no se inicia por vía de demostración,
sino por la de la recepción de la verdad-, sino para mostrarlos -es decir,
hacerlos ver- y defendiéndolos frente a posibles críticas poniendo de relieve la
inconsistencia de las mismas. b) Juzgar sobre los saberes inferiores,
estableciendo así una jerarquía entre los conocimientos y las actividades
humanas.
Digamos, finalmente -y con ello terminamos de perfilar eJ concepto-, que si bien
cabe hablar de sabiduría en un orden dado, más propiamente el nombre le
corresponde a aquel saber que versando sobre las causas absolutamente últimas
esté en condiciones de regular la totalidad del existir. Habiendo sido ordenada
la creación a un fin sobrenatural, conocible sólo por Revelación, es claro que
sólo cabe una sabiduría absolutamente suprema a partir de la fe. Esa capacidad
sapiencial se despliega en dos direcciones, de acuerdo con las dos posibilidades
antes señaladas: una sabiduría por modo de inclinación, que es la sabiduría de
los santos, fruto del don del Espíritu Santo (cfr. Sum. Th. 2-2 q45), y una
sabiduría por modo de conocimiento, es decir, por profundización por la vía del
análisis y estructuración del contenido de la fe, que es la Teología (Sum. Th. 1
ql a6).
Sobre la forma como la T. asume las funciones científico-sapienciales volveremos
más adelante (v. III, 2). b. La Teología como saber afectivo. Hemos tenido hasta
ahora presente la noción de sabiduría como saber supremo, pero en la tradición
clásica y después en la cristiana está presente otra noción de sabiduría: la «sapientia
quae dicitur a sapore», la sabiduría que es llamada tal por su sabor; es decir,
la sabiduría como ciencia que no sólo mueve a la inteligencia mostrándole la
verdad, sino también a la voluntad y al afecto presentándole la bondad de lo
verdadero. Diversos Padres de la Iglesia -entre ellos S. Agustín- y autores
medievales -p. ej., S. Bernardo y S. Buenaventura-, así como escritores más
modernos, han enfocado de esta forma su labor intelectual: «esta ciencia
-escribe, p. ej., S. Buenaventura- manifiesta cosas ocultas (la verdad
revelada), pero no se detiene ahí: sino que ordena esa revelación al afecto, al
amor» (In I Sententiarum, proemio, q3 adl). Cuando se practica así la T., el
proceder teológico-científico, o teológico en sentido estricto, se ve doblado -o
completado- con un discurso encaminado a poner de manifiesto la amabilidad de lo
que precedentemente ha sida conocido como verdadero. Un tal modo de actuar es
obviamente legítimo -el conocimiento debe estar abierto al amor a lo conocido-,
si bien con una condición: que la preocupación por la piedad no lleve a forzar
la mano en el rigor con que debe ser servida la verdad; y ello no sólo por
coherencia intelectual, sino como servicio al amor mismo: un amor no fundado en
la verdad es, en efecto, engañoso.
J. L. ILLANES MAESTRE.
BIBL.: Magisterio: GREGORIO IX, Ab Aegyptiis, 7 jul. 1228: Denz.Sch. 824; íD,
Parens scientiarum Parisius, 13 abr. 1231: Chartularium Universitatis
Parisiensis, I, 136 ss. (orientando sobre los límites del recurso a la
filosofía); GREGORIO XVI, Breve Dum acerbissimas, 26 sept. 1835; Denz.Sch.
2738-40 (contra el semirracional¡sino de Hermes); íD, Denz.Sch. 2751-56 (contra
el tradicionalismo de Bautain); Pío IX, Enc. Qui pluribus, 9 nov. 1846: Denz.Sch.
2775-80 (contra los errores racionalistas); íD, Decr. Sagr. Congr. del indice,
12 jun. 1855: Denz.Sch. 2811-14 (contra el tradicionalismo de Bonnetty); íD,
Breve «Eximiam tuam», 15 jun. 1857: Denz.Sch. 2828-31 (contra Günther); íD, Ep.
Gravissimas inter, 11 dic. 1862-: Denz.Sch. 2850-61 (contra Frohschammer); CONO.
VATICANO I, sess. 3«: De fide catholica: Denz.Sch. 3000-45; LEóN XIII, Enc.
Aeterni Patris, 14 ag. 1879: Denz.Sch. 3135-40; S. Pío X, Ene, Pascendi, 8 sept.
1907, Denz. Sch. 3475-3500 (contra el modernismo); Pío XII, Enc. Humani generis,
12 ag. 1950: Denz.Sch. 3875-99; CONO. VATICANO II,Const. Dei Verbum y Decr.
Optatam totiUS; PAULO VI, Carta y alocución con ocasión del Congreso
Internacional sobre la Teología del Conc. Vaticano II: AAS 58 (1966) 877-881 y
889896; íD, Sagr. Congr. para la Educación Católica, Normas para la revisión de
la Const. ap. «Deus Scientiarum Dominus», 20 mayo 1968; íD, Exhort. ap. a los
obispos, 8 dic. 1970: AAS 63 (1971) 97-106; fi), Sagr. Congr. para la Educación
Católica, Doc. sobre la enseñanza de la filosofía en los seminarios, marzo 1472;
íD, Sagr. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, 24 jun.
1973: AAS 65 (1973) 396-408.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991