Teología III. Método y Partes de la Teología.
1. Visión general del método teológico. 2.
Determinación de los «credenda». 3. Búsqueda del «intellectus fidei». 4. Juicio
sapiencial sobre la entera realidad. 5. Unidad y partes de la Teología.
1. Visión general del método teológico.
La descripción de las fuentes de la T. (v. II) nos
presenta el trabajo teológico como el esfuerzo que realiza el cristiano por
captar todo lo que dice la Revelación y por penetrar en ella, empleando al
efecto todas las virtualidades de su razón y sirviéndose de una amplia gama de
ciencias auxiliares que van desde la Filología y la Historia hasta la Filosofía,
según un programa esbozado ya por Orígenes (cfr. S. Gregorio el Taumaturgo,
Discurso de despedida o Panegírico de Orígenes: PG 10,1049-1104) y S. Agustín
(De doctrina christiana: PL 34,15), y retomado, completado y matizado en uno u
otro sentido, y con mayor o menor acierto, por todos los intentos intelectuales
que se han sucedido a lo largo de la historia cristiana.
Es relativamente frecuente exponer el proceder teológico distinguiendo en él dos
etapas, que, usando términos acuñados a partir del s. XVI, se suelen designar
como T. positiva y T. especulativa. Se entiende por T. positiva (a veces llamada
también T. histórica) el estudio de las S. E., los documentos del Magisterio de
la Iglesia y los testimonios de la Tradición para, sobre esa base, exponer con
precisión el contenido de la Revelación divina. La T. positiva así entendida
puede proceder tantosegún un método sincrónico como diacrónico, es decir,
considerar el conjunto de las enseñanzas que se encuentran en una determinada
fuente -uno o varios libros de la S. E., un Concilio, un Padre de la Iglesia,
etc-, o bien estudiar el desarrollo histórico de la expresión de una verdad,
tanto en su manifestación por Dios a lo largo del A. y del N. T., como su
posterior transmisión y declaración por la Iglesia, y su explicación por Padres,
Doctores y teólogos. Se designa, en cambio, como T. especulativa (a veces
llamada también T. escolástica y T. sistemática) el intento de profundizar en
las verdades reveladas, mostrando su inteligibilidad, así como la conexión y
armonía que reina entre ellas, sirviéndose para ese fin de todos los auxilios
que ofrece el conocimiento humano, y especialmente la Filosofía.
La distinción entre esas dos etapas del trabajo teológico es clara y
profundamente real -el teólogo necesita centrar en unos momentos su atención en
las fuentes a fin de determinar con claridad su contenido, y en otras esforzarse
por penetrar en la verdad que ha percibido-; pero es fundamental no separarlas:
T. positiva y T. especulativa no son dos teologías distintas, sino dos etapas de
un mismo proceso; más aún, dos etapas inseparables e interdependientes que se
alternan en un movimiento que procede, por así decir, en forma de espiral, ya
que la reflexión especulativa y el estudio de las fuentes se alimentan e
impulsan el uno al otro. La T. positiva es en efecto T. y no simplemente
historia de los dogmas y de la Tradición: se ocupa ciertamente de hechos y
documentos históricos, pero viendo en ellos no simples testimonios de un pasado
que se intenta reconstruir, sino mediaciones de una palabra divina que se aspira
a conocer cada vez mejor; los estudia, pues, con método histórico y alcanzando
resultados historiográficamente válidos, pero con una preocupación última que no
es la del historiador, sino la del teólogo; es, pues, positiva por su método,
pero especulativa por su intención. La T. especulativa, a su vez, no consiste en
proyectar la luz de la Filosofía sobre una materia de por sí opaca y amorfa,
sino al contrario, en captar la inteligibilidad intrínseca a la verdad revelada.
La inteligencia del contenido de la fe comienza con la fe misma -e incluso
antes, con la primera recepción de la predicación cristiana-, y se desarrolla
gracias a un constante mantenerse del hombre a la escucha de la palabra divina.
En suma, el teólogo, en su proceder científico, no es un historiador al que
luego sucede un filósofo, sino un teólogo -es decir, alguien que quiere
comprender la palabra que Dios ha dirigido a los hombres- desde el principio
hasta el fin de su itinerario. Unión con las fuentes, conocimiento filosófico,
reflexión personal están íntimamente fundidas en un único movimiento que es el
que da lugar a la Teología. Separar unos de otros esos diversos momentos
equivaldría a destruirlos: una T. positiva que no estuviera animada del afán de
contemplar la verdad divina se convertiría en erudición vacía de sustancia, si
es que no degenera en historicismo; una T. especulativa que no procediera en
conexión vital con las fuentes se perdería en logicismos o en disquisiciones
bizantinas, si es que no sucumbe a la tentación de racionalizar la fe. En ese
sentido, la misma terminología T. positiva-T. especulativa, que puede evocar la
idea de dos especializaciones teológicas separables entre sí, quizá no sea del
todo acertada: resultaría tal vez preferible hablar de momento positivo y
momento especulativo en el proceder teológico, o cualquier otra expresión
análoga.
2. Determinación de los «credenda».
a. Características de esta etapa del trabajo teológico. Buscando el teólogo una
profundización en la fe de la Iglesia, depositaria de la Revelación divina, debe
comenzar su trabajo reconociendo qué es lo que la Iglesia cree. El primer
momento del trabajo teológico consiste, pues, en un análisis de la predicación
de la Iglesia encaminado a poner de relieve las diversas afirmaciones que en esa
predicación se contienen, así como el grado de firmeza y autoridad con que la
Iglesia las propone.
En esta etapa de su trabajo, el teólogo argumenta única y exclusivamente por vía
de autoridad: siendo los misterios cristianos realidades sobrenaturales que
trascienden las fuerzas cognoscitivas de la razón humana, la única vía de acceso
a ellos es la Revelación tal y como es conservada en la Iglesia (cfr. Sum. Th. 1
ql a8 in c y ad2). En ese argumentar ex auctoritate el teólogo procede además de
acuerdo con el orden de las fuentes que antes señalábamos (v. II, 2). En otras
palabras:a) En aquellos casos en que el Magisterio eclesiástico ha declarado
definitiva y autoritativamente, bien por una definición solemne, bien por una
concordancia de su enseñanza ordinaria y universal, que una doctrina pertenece
al depósito de la Revelación, el teólogo, consciente de la infalibilidad de la
Iglesia, debe afirmarla y recibirla sin más, es decir, sin necesidad de recurrir
a las otras fuentes. Ello, obviamente, no obsta a la lectura y estudio de las
fuentes bíblicas, patrísticas o litúrgicas -al contrario, debe acudirse a
ellas-, pero no con la actitud del que aspira a cerciorarse de si una verdad
está o no revelada -de ello no cabe dudar después de las intervenciones
magistrales-, sino con la de quien, estando ya cierto de una verdad, aspira a
percibir aspectos o matices que puedan contribuir a su conocimiento y
explicación.
b) Pero no todo lo que se contiene en la enseñanza cristiana es afirmado con ese
grado de firmeza e irreformabilidad y, en estos casos, el teólogo puede acudir a
las otras fuentes no ya para completar matices, etc., sino para establecer si
dichas afirmaciones deben considerarse definitivamente como partes integrantes
del depósito revelado: porque se afirmen formalmente en la S. E., porque exista
un consentimiento unánime de los Padres y Doctores, porque estén implícitas en
una perenne praxis de la Iglesia, porque las recoja y enseñe la Liturgia, etc.
Es ésta una de las vías a través de las cuales el trabajo teológico ha
contribuido a lo largo de la historia a una formulación más explícita del dogma
(V. FE IV, D).
b. Notas y censuras teológicas. La tarea que hemos descrito conduce a una
enumeración o elenco de proposiciones, estableciendo a la vez el grado de
autoridad con que la Iglesia garantiza la verdad de lo en ellas afirmado. Se
conocen con el nombre de notas teológicas las calificaciones que suelen
utilizarse para designar el grado de certeza que cabe atribuir a una determinada
afirmación, o también -en el caso de notas negativas o censuras- la intensidad o
radicalidad con que se aparta de la verdad revelada. El card. Próspero
Lambertini (después Benedicto XIV) en su obra De servorum Dei beatif icatione et
beatorum canonizatione (1734-38) trazó, resumiendo los usos precedentes, una
lista de esasnotas y censuras, que con algunas modificaciones o con diferencias
de matiz en el alcance concedido a algunas de ellas, ha sido seguida
posteriormente. Recogemos a continuación las principales:1) De fe; nota usada
para designar a aquellas proposiciones que pertenecen al depósito revelado; en
ocasiones se precisa más distinguiendo entre proposiciones de fe divina y
proposiciones de fe divina y católica, según que estén contenidas en la
Revelación o, estando contenidas, hayan sido además propuestas como tales por el
Magisterio de la Iglesia (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, Denz.Sch.
3011). Negativamente, se califica o censura como herética a una proposición que
se opone directamente a un dogma.
2) Próxima a la fe y Tealógicamente cierta; notas empleadas para designar a
aquellas proposiciones que, según opinión casi universal de los teólogos, están
formalmente contenidas en el depósito de la Revelación, o están de tal modo
vinculadas con alguna faceta de lo revelado que su verdad parece claramente
asegurada, ya que no se ve como puede negarse la una sin negar a la vez la otra.
Negativamente, encontramos las censuras Próxima a la herejía y Errónea.
3) Sentencia común; nota usada para calificar a aquellas doctrinas que son
defendidas comúnmente por los teólogos y autores católicos como verdaderas y en
conexión con lo revelado, pero sin afirmarlas con la misma fuerza que a las
mencionadas en el epígrafe anterior. Negativamente se censura como Temeraria a
una afirmación que contradice sin razones suficientes una sentencia común.
4) Doctrina segura, esta nota sirve para designar una doctrina que puede ser
enseñada sin temor, ya que concuerda con la doctrina cristiana en general, ha
dado pruebas de no dañar, sino al contrario, promover la recta praxis y piedad
cristianas, etc. Negativamente se califica como doctrina no segura o doctrina
que no puede enseñarse con seguridad a aquellas teorías de las que se teme que
sean erróneas o que puedan producir efectos perniciosos, y que, por tanto, se
prohibe difundir de manera indiscriminada, si bien no se excluye que se continúe
investigando sobre ellas.
c. Defensa sapiencial de los principios. Hasta ahora hemos tenido presente a la
T. en cuanto ciencia, es decir, en cuanto saber ordenado a profundizar en la
inteligibilidad de lo revelado; pero no debe olvidarse que es también sabiduría
y que, en cuanto tal, puede volver sobre sus principios a fin de defenderlos (v.
I, 8). Las funciones que, a este respecto, desempeña la T. pueden resumirse en
las siguientes (cfr. Sum. Th. 1 ql a8):1) Poner de manifiesto la racionalidad y
la legitimidad de la fe en la vida humana y su valor como fuente de verdadero y
propio conocimiento, así como la credibilidad de la Revelación cristiana. Es
decir, demostrar los preámbulos y la credibilidad de la fe.
2) Defender al Magisterio de eventuales críticas que puedan dirigírsele respecto
a su relación con la predicación apostólica, mostrando como lo predicado por la
Iglesia se encuentra efectivamente contenido en las fuentes de la Revelación.
3) Argumentar frente al que niega algún artículo de la fe, pero pretende
mantener los otros, a fin de hacerle comprender la íntima trabazón que hay entre
ellos, y, por tanto, como, afirmado uno, deben afirmarse todos.
4) Analizar los argumentos que puedan presentarse contra las verdades de fe, a
fin de hacer ver su inconsistencia, poniendo así de relieve que los afirmaciones
de la Revelación, si bien no son evidentes, no son en modo alguno
contradictorias.
5) Presentar razones de congruencia que, si bien no demuestran la verdad de lo
revelado (cfr. Sum.. Th. 1 q32 al ad2), hacen ver la íntima conexión que, dentro
de su trascendencia, guardan con respecto a lo que naturalmente sabemos,
ofreciendo así un poderoso motivo de credibilidad.
3. Búsqueda del «intellectus fidei».
Es ésta la tarea más propia y específicamente
teológica, dentro de la cual podemos distinguir dos momentos, por lo demás
íntimamente relacionados: manifestación de la inteligibilidad de las verdades
reveladas; sistematización u ordenación de las mismas.
a. Manifestación de la inteligibilidad de las verdades reveladas. Habiendo
determinado cuáles son las verdades que integran el depósito revelado, el
teólogo aspira a comprenderlas y explicarlas: cierto de que es verdad lo que la
fe afirma, desea conocer quomodo sit verum, cómo es verdad (S. Tomás,
Quaestiones quodlibetales, quodlibetLim IV, q9 a3), es decir, ir haciendo que la
inteligibilidad, la luz presente en la verdad afirmada se vaya difundiendo en la
inteligencia hasta penetrarla por entero. Para ese fin el teólogo acude a
diversas vías de argumentación, estudio y reflexión; elencamos a continuación
algunas de las principales:1) Perfilar el sentido de los términos y nociones que
nos ofrece la Revelación misma tal y como ha sido consignada en los libros
inspirados por Dios, poniendo de relieve su coherencia interna y su riqueza. En
suma, recoger los datos de la Exégesis (v.) bíblica, intentando llegar a una
exposición orgánica y ordenada de la Revelación contenida bien en alguno o
algunos de los libros sagrados, bien en la entera Biblia. A esta parte del
trabajo teológico se la suele denominar T. bíblica (v.).
2) Considerar las etapas a través de las cuales Dios ha revelado una verdad, o a
través de las cuales la Iglesia ha desarrollado su declaración -en los casos,
obviamente, en que se haya dado un tal desarrollo histórico- a fin de captar la
luz que de ahí se desprende: existe, en efecto, una lógica interna a la
Pedagogía que Dios ha seguido en su Revelación o al orden con que la Iglesia ha
formulado su dogma, que ayuda a la comprensión de la verdad misma.
3) Desarrollar las tipologías presentes en las S. E. recogidas y ampliadas
después por la Tradición y la Liturgia, según el aforismo: «todo el Antiguo
Testamento habla de Cristo; todo lo que se dice de Cristo se continúa en la
Iglesia y en el cristiano». Lo que conduce no sólo a una intensificación de la
piedad, haciendo sentir el valor actual del Evangelio, sino también a una
intelección más a fondo de su mensaje. Baste pensar, por ej., en la tipología de
la Pascua (v.), que nos demuestra el nexo entre la Pascua judía, la muerte y la
resurrección de Cristo como nueva Pascua, y la Sagrada Eucaristía, Pascua de la
Iglesia, en la que se actualiza el Sacrificio de Cristo y se anuncia la Pascua
definitiva de los cielos.
4) Intentar comprender los motivos de las acciones divinas, es decir, la lógica
que sigue Dios en su obra, a fin de profundizar de esa forma en la comprensión
del sentido de su designio. Es a ello a lo que se dirigen los llamados
argumentos de conveniencia: conveniencia de la Encarnación (Sum. Th. 3 ql al),
de la Pasión (ib. 3q46 al-35), del número septenario de los sacramentos (ib. 3
q65 al), etc. En ocasiones los motivos o conveniencias de la acción divina nos
constan por la misma Revelación, en otros casos están sugeridos por la
experiencia humana; de ahí que su valor y alcance sea muy variado.
5) Éxpresar lo que la Revelación nos transmite mediante metáforas, imágenes o
símbolos, en conceptos y definiciones precisas que nos ayuden a captar el
alcance exacto de lo que la metáfora dice. Así, p. ej., preguntarse: ¿qué
significa exactamente la expresión Reino de Dios o la de Cuerpo de Cristo?, ¿qué
alcance tiene la alegoría de la vid y los sarmientos?, etc.
6) Hacer comprender algo de la verdad revelada desarrollando las analogías que
nos ofrece la propia Revelación o acudiendo a otras tomadas de nuestra
experiencia natural. El ejemplo más clásico de este modo de proceder es el
seguido por S. Agustín en su De Trinitate, hasta culminar en la analogía entre
las procesiones trinitarias y las operaciones de intelección y volición. Esta
vía teológica puede proceder tanto por la vía de analogías simples, de carácter
más bien descriptivo, como por la de analogías más elaboradas, que hacen
comprender de algún modo la naturaleza íntima de la verdad revelada y que
implican el intento de profundizar en ella con la ayuda de nociones provenientes
del conocimiento natural de orden científico-filosófico: profundización en el
misterio trinitario basándose en una metafísica de la persona; en la doctrina
sacramentaria acudiendo a una metafísica del signo y de la causalidad; en la
comprensión de la fe, la esperanza y la caridad con la ayuda de lo que la
filosofía y la fenomenología nos dicen sobre el hombre.
7) Iluminar una verdad poniendo de manifiesto los múltiples y diversos vínculos
que guarda con el resto de las verdades que integran la Revelación, así como con
las verdades que naturalmente conocemos y el fin al que toda la realidad se
ordena: la glorificación de Dios y la salvación del hombre. Es el modo de
proceder especialmente subrayado por el Conc. Vaticano I (Const. Dei Filius:
Denz.Sch. 3016), y el que más se aproxima a la segunda de las dimensiones que,
como decíamos al principio, cabe descubrir en el trabajo teológico: la búsqueda
de una ordenación de lo revelado (v. b).
8) Explicitar las virtualidades de una verdad revelada deduciendo lo que
lógicamente se deriva de ella. En esta tarea de discurrir o deducir el teólogo
concluye a veces alcanzando, por otra vía, una verdad que estaba ya
explícitamente afirmada en alguna de las fuentes; el raciocinio no es, sin
embargo, inútil, puesto que enriquece nuestro conocimiento, al hacernos percibir
el nexo interno que une entre sí a dos verdades reveladas (un ejemplo
clásicamente alegado por los medievales para justificar el uso de la razón en
orden a lo revelado, ya que está tomado de las mismas S. E., es la argumentación
de S. Pablo en 1 Cor 15 con respecto a la resurrección de Cristo y la
resurrección final). Otras veces, se puede llegar a una verdad que no esté
explícitamente revelada, lo que supone un enriquecimiento en nuestro
conocimiento del dogma por la vía de percibir todo lo que implica. En esta labor
deductiva el teólogo puede partir o de dos premisas reveladas o de una premisa
revelada y otra de razón; en este segundo caso nos encontramos ante lo que suele
llamarse conclusión teológica en sentido estricto.
Cerremos esta enumeración con dos observaciones generales:a) En este esfuerzo de
intelección, en el que se entremezclan lo positivo y lo especulativo,
expresiones reveladas o inspiradas y aportaciones de la razón humana, el teólogo
no debe perder de vista ni un momento que su trabajo debe estar dirigido por la
analogía de la fe, y ser además consciente de la trascendencia y libertad de
Dios. No olvidar en suma que las analogías y argumentaciones humanas no agotan
los misterios revelados, aunque ayudan a entrever su riqueza; que los argumentos
de conveniencia conducen a comprender algo de la lógica de Dios, pero
precisamente haciéndonos entender que no es la lógica de la necesidad, sino la
de una libertad y un amor que van más allá de lo debido, en una sobreabundancia
de gracia (cfr. Rom. 5,15-21), etc. En una palabra; que no se trata de encerrar
la palabra de Dios en nuestros conceptos, sino al contrario, de abrir la
inteligencia humana a «la profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la
ciencia de Dios» (Rom 11,33).
b) Como resultado de su estudio y reflexión, el teólogo puede no sólo recordar y
repetir lo antiguo, sino también llegar a explicaciones y afirmaciones que
supongan una nueva profundización en la comprensión de lo revelado. El criterio
para discernir si son auténticas profundizaciones es su continuidad con la
doctrina precedente «en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma
sentencia», según la famosa frase de S. Vicente de Lerins (Commonitorium primum,
cap. 23: PL 50,668; cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz.Sch. 3020).
Esa necesidad de confrontar los resultados de su esfuerzo con la doctrina
revelada implica además que el teólogo deba desarrollar su trabajo atento a las
decisiones del Magisterio, único intérprete auténtico del depósito de la
Revelación, acogiendo sus eventuales decisiones no como límites o cortapisas a
su libertad de investigación, sino como lo que realmente son: luces que le
ayudan a conocer la verdad y a evitar el error. Sobre la prudencia con que, dada
la íntima unión que existe entre el pensamiento y su expresión verbal, hay que
proceder en la introducción de nuevas terminologías, así como sobre la firmeza
de las expresiones consagradas por el Magisterio, cfr. los criterios recordados
por Pío XII en la Enc. Humanis generis (Denz.Sch. 3881-3883) y por Paulo VI en
la Enc. Mysterium fi dei (AAS, 57, 1965, 776-778).
b. Ordenación o sistematización de las verdades reveladas. El depósito revelado
(v. FE III, A) no es un conglomerado de verdades extrañas o ajenas entre sí,
sino un mensaje dotado de una profunda unidad. Dios, en la historia de la
salvación, no ha obrado al acaso, sino según un designio regido por su
Sabiduría. La T. alcanza, pues, su culmen precisamente cuando está en
condiciones no sólo de explicar cada verdad, sino de exponer la entera doctrina
revelada siguiendo un orden que refleje el orden que existe de hecho en el
conocer y el obrar de Dios. No en vano S. Tomás, en un texto capital del
comentario al De Trinitate de Boecio (proemio, q2 a2), hace consistir el
carácter de ciencia propio de la T. precisamente en su capacidad de ordenar y
jerarquizar las diversas verdades relacionándolas con los artículos de la fe, es
decir, con las afirmaciones centrales del creer cristiano.
Las sistematizaciones teológicas intentadas a lo largo de la historia han sido
muchas y variadas, según las perspectivas adoptadas: diversos Padres griegos
exponen la fe distinguiendo entre la economía, o narración de los beneficios de
Dios, y T., o consideración de la Trinidad y la Encarnación; S. Tomás se inspira
en Dionisio Aeropagita y su visión de la creación como el proceso por el que las
criaturas salen de Dios para volver a Él; Pedro Lombardo, en la distinción
agustiniana entre rest et signa, considerando toda la realidad según que estemos
llamados a gozar o a usar de ella; diversos autores medievales, especialmente
franciscanos, articulan su exposición en torno a la visión del Christus totus,
posición renovada en el s. XX por Emile Mersch (v.) y algunos otros; en el s.
XIX, y a raíz del movimiento romántico, algunos buscan el principio organizador
de la T. en la idea bíblica de Reino de Dios o en la de historia de la
salvación, etc. Más que detenernos en la valoración de esos diversos intentos,
preferimos hacer unas advertencias generales:1) La tendencia a una T. entendida
como esfuerzo de ordenación o sistematización de la verdad revelada es algo
connatural al pensar cristiano en cuanto pensamiento de un hombre situado en una
economía escatológica o de consumación, es decir, en la que Dios ha pronunciado
ya su palabra definitiva, revelándose y revelándonos el sentido último de sus
designios. Ciertamente -y no está de más advertirlo- la historia aún no ha
terminado, el Reino definitivo aún no existe en plenitud, y por eso la T. debe
abrirse no sólo a la contemplación, sino también a la acción, a las obras en las
que se manifiesta el amor a Dios y con las que se va edificando la ciudad de los
santos destinada a durar por toda la eternidad; pero la verdad radical de las
cosas nos ha sido ya comunicada por Dios y es por tanto necesario que nos
volvamos hacia su palabra conscientes de su definitividad. En ese sentido -como
señala Eric Peterson, en un artículo sugerente, aunque necesitado de revisión en
algún punto (o. c. en bibl.)- mientras la expresión más típica del pensar judío,
situado ante una Revelación aún no consumada, era la profecía por la que se
suscita el anhelo de la palabra definitiva, las actitudes connaturales al pensar
cristiano son la exégesis alegórica, que funde en una palabra única el A y el N.
T., y la T., que habla de Dios y de las cosas según esa visión unitaria que Dios
mismo, al revelarse, ha hecho posible.
De hecho si bien es en la Escolástica medieval cuando la tendencia a la
sistematización teológica se manifiesta con más fuerza, los intentos en esa
línea son tan antiguos como la T. misma: desde el inicio los autores cristianos
han advertido que para reflejar la riqueza de la palabra pronunciada por Dios no
bastaba con narrar la historia de las intervenciones de Dios, glosando las
palabras divinas según el orden con que Él las había dicho, sino que era
necesario exponerlas, no sólo partiendo desde su palabra última sino según el
orden que tienen en el propio conocer divino, del que El, por su gracia, nos
había hecho participar. Es decir, que no bastaba con comentar las S. E., sino
que era necesario intentar una sistematización teológica. Así. S. Ireneo (v.)
construye su Adversus haereses en torno a la visión del designio divino en
cuanto ordenado a la recapitulación de todas las cosas en Cristo; Orígenes (v.)
intenta en su De principüs (o Sobre los fundamentos) una primera exposición
sintética de las verdades fundamentales de la fe cristiana, etcétera. La noción
tomista de la T. como ciencia subalternada a la ciencia de Dios y de los
bienaventurados, en la que se anticipa de algún modo el conocer de la visión
beatífica (v. I, 7), no es otra cosa que la expresión técnicamente acabada de
esta realidad sentida desde los comienzos por el pensamiento cristiano.
2) Al hablar de sistematización u ordenación de la doctrina revelada se hace
referencia, como es obvio, no al intento de someter la Revelación a un esquema u
orden exterior a ella, sino, al contrario, al de poner de manifiesto el orden
que de hecho reina en la realidad tal y coma la palabra divina nos la da a
conocer. Por lo demás ese orden no está sólo implícito en la palabra revelada
tal y como llega a nosotros, sino, en gran parte, ya explicitado, tanto en los
mismos escritos apostólicos, que nos ofrecen diversas exposiciones sintéticas de
la fe, como en los símbolos o profesiones de fe promulgados por la Iglesia (V.
FE II), en las exposiciones catequéticas, etc. El teólogo, presuponiendo todo
eso, lo prolonga ordenando todos los recursos de su razón a la explicitación de
las líneas de fuerza que unen entre sí a lo revelado. Digamos también que si en
todo su trabajo el teólogo debe tener presente la trascendencia divina, ello es
especialmente importante cuando aborda un intento de síntesis. La
sistematización teológica no puede presentarse nunca como algo cerrado. El
teólogo no sólo debe estar abierto a toda verdad, aunque en algún momento no
advierta su relación con otras partes del dogma o incluso se le presente en
aparente contraste con ellas, y rechazar, por tanto, toda tentación de limar las
exigencias del dogma, sino que debe ser consciente de los límites de su propio
intento: ninguna sistematización teológica puede, en efecto, agotar la riqueza
de la verdad revelada. Por eso en toda la exposición que precede hemos empleado
los términos sistematización, ordenación o síntesis, dejando aparte de manera
consciente la palabra sistema. Aunque esta palabra puede ser usada en muchos
sentidos, queríamos evitar toda confusión con pretensiones de tipo racionalista
y más específicamente hegeliano, es decir, con la noción de sistema ideológico
entendido como esquema de ideas que intenta absorber exhaustivamente la
realidad.
3) Aunque las sistematizaciones teológicas pueden ser muchas, según la
perspectiva inmediata que adopten o la faceta o aspecto de la verdad revelada
sobre la que se centren, todas deben coincidir, para ser legítimas, en su
perspectiva última: es decir, deben ser teocéntricas. Esta cuestión fue
discutida entre 1930 y 1950 con motivo de algunas propuestas de sistematización
cristocéntricas, y a partir de 1960 con ocasión de los intentos de promover un
giro antropológico de la Teología. Digamos, pues, que si bien ciertamente Cristo
es punto focal de toda la T., ya que en Él ha querido Dios recapitular todas las
cosas, no es el punto último de referencia, puesto que Cristo mismo es
inteligible sólo como Dios; y que si bien la T. habla del hombre -y
radicalmente, ya que la palabra que Dios nos ha dirigido es una palabra de
salvación-, lo hace para poner de manifiesto su dependencia absoluta con
respecto a Dios y su ordenación a Él. La riqueza de la verdad revelada hace que
sean posibles diversas sistematizaciones, pero todas ellas conducen en última
instancia a una sola cosa: poner de manifiesto la centralidad de Dios cualquiera
que sea la materia que consideremos o la perspectiva desde la que nos situemos.
Para una valoración más detenida de los sistemas teológicos, V. TEOLOGÍA
DOGMÁTICA I, 3.
4. Juicio sapiencial sobre la entera realidad.
Las tareas y objetivos descritos en los apartados
anteriores resumen la labor de la T. en cuanto ciencia, es decir, en cuanto
intento de comprender la verdad revelada; pero la T., siendo ciencia desde las
causas últimas -Dios,Creador y Salvador-, es también sabiduría. De ahí que su
itinerario no se limite a lo anterior, sino que se prolongue a fin de poner de
manifiesto el lugar que los diversos aspectos de la realidad creada ocupan en el
centro del plan divino. Lo que a su vez implica: a) Juzgar sobre el sentido de
las diversas actividades humanas, mostrando cuál es la finalidad a que deben
ordenarse de acuerdo con su destino sobrenatural al que el hombre ha sido
llamado, es decir, estructurar una jerarquía cristiana de valores. b) Juzgar a
las diversas ciencias humanas, prestándoles una ayuda tanto por la vía
-formalmente negativa, aunque positiva en su sustancia- de rechazar como falsa
cualquier afirmación que contradiga la verdad que ella posee, como por la de
facilitar el camino del científico, iluminándole desde una luz superior, acerca
de nociones de algún modo comunes, etc.
Dos observaciones pueden contribuir a precisar el alcance de este momento del
proceder teológico:a) La T. no puede constituirse como ciencia única que asuma y
haga inútil todo otro saber, y menos aún absorber a nivel de ciencia las
apreciaciones situacionales, desconociendo así las reales condiciones del
conocer humano. Por eso su juicio sapiencial debe ejercerse reconociendo y
respetando la autonomía epistemológica de los distintos saberes humanos; puede
en suma juzgar sobre el lugar que a cada saber le corresponde en el conjunto del
existir humano, y, eventualmente, señalar errores en los que un determinado
saber haya podido incidir, pero sin entrometerse en el proceder del saber mismo:
«su misión -escribe S. Tomás- no es demostrar los principios de las otras
ciencias, sino sólo juzgar de ellas» (Sum. Th. 1 ql a6 ad2). Análogamente, y por
lo que se refiere no ya a las ciencias sino a las actividades humanas, podrá
juzgar desde la perspectiva del bien moral las decisiones y comportamientos y,
en su caso, denunciar la tentación de idolatría que está implícita en todo
intento de absolutizar cualquier realidad intrahistórica o terrena, pero deberá
a la vez respetar la legítima autonomía de opción y decisión que en el actuar
histórico le corresponde a cada persona (cfr. Conc. Vaticano li, Const. Gaudium
et spes, 36 y 41-43). La T. debe, en definitiva, ser consciente tanto de su
dignidad como de sus límites y, por tanto, proceder en diálogo con las diversas
ciencias y saberes y con conocimiento de las peculiaridades del decidir y del
obrar humanos.
b) El momento sapiencial es importante en la T., pero posterior al científico,
en el que se fundamenta. Aunque no se aplique sólo a este punta, cabe recordar
aquí lo que responde S. Tomás a la cuestión sobre si la T. es saber especulativo
o práctico: es -contesta- ambas cosas, ya que participa de la unidad del saber
divino, pero -añade- es más especulativo que práctico, ya que «trata de las
cosas divinas con preferencia a los actos humanos, de los que sólo se ocupa en
cuanto que por ellos se encamina el hombre al perfecto conocimiento de Dios, en
el cual consiste su felicidad eterna» (Sum. Th. 1 q1 a5). En otras palabras, el
saber teológico no sólo ordena todas las cosas a Dios, sino que se ocupa ante
todo y sobre todo de Dios mismo. Un desplazamiento de la atención, una
inversión, aunque sólo fuera práctica, de esa jerarquía desnaturalizaría el
proceder teológico y lo empobrecería en todas sus partes, también en las morales
y sapienciales.
5. Unidad y partes de la Teología.
La T., ocupándose de Dios y de la realidad en cuanto
ordenada a Él y procediendo bajo la luz de la propia palabra divina, goza de una
unidad superior a cualquier otra ciencia, ya que participa en cierto modo de la
unidad del saber de Dios. La limitación de la inteligencia humana, que no es
capaz de captar en un solo acto toda la riqueza de la palabra divina, hace que
la atención deba centrarse en uno y otro aspecto y que, consiguientemente, la T.
se estructure en partes o especialidades. Las divisiones más importantes son:a)
Por razón del método la T. se divide en T. positiva y T. especulativa. Sobre
sentido y límites de esta distinción, v. I, a; para un mayor análisis de esa
parte del trabajo positivo que se denomina T. bíblica, ver la voz
correspondiente.
b) Por razón de la materia la T. se divide en T. dogmática, que estudia la
Revelación en cuanto a su contenido especulativo; T. moral, que la estudia en
cuanto norma de los actos humanos; T. espiritual, que considera la vida
cristiana desde la perspectiva del crecimiento en la caridad; y la T. pastoral,
que estudia la actividad pastoral de la Iglesia y más concretamente los
criterios que deben regir la acción de quienes participan en la función de
Cristo como pastor. Las cuatro disciplinas mencionadas se integran dentro de la
T. como ciencia; desarrollando en cambio la dimensión sapiencial del saber
teológico encontramos la T. fundamental, que considera la Revelación y la fe en
cuanto fundamentos de toda la Teología. Consideración aparte merece la T.
bíblica (v.).
Todas las partes integrantes de la T. que acabamos de mencionar tienen voz
propia en esta Enciclopedia. Limitémonos aquí a insistir en la unidad de la T.:
una diversificación de disciplinas y especializaciones es necesaria -gracias a
ella pueden sumarse esfuerzos contribuyendo así al progreso común-, pero debe
vivirse sin olvidar el vínculo intrínseco que une entre sí a todos y a cada uno
de los momentos del trabajo teológico y a todas y cada una de las facetas o
perspectivas desde las que puede ser considerada y estudiada la Revelación. Si
la especialización degenerara en separación o fragmentación, dejaría de ser
fecunda.
J. L. ILLANES MAESTRE.
BIBL.: J. ALDAMA, Problemas de metodología teológica
moderna, Madrid 1941; C. BERTI, Methodologiae theologicae elementa, Roma 1955;
G. CAMPs, Bases de una metodología teológica, Montserrat (Barcelona) 1944; C.
COLOMBO, La Metodología y la sistematización teológica, Barcelona 1961; T. DEMAN,
Composantes de la théologie, «Rey. de Sciences philosophiques et théologiques»
28 (1939) 386-434; C. DUMONT, La rétlexion sur la méthode théologique, «Nouvelle
Rev. Théologique» 83 (1961) 1034-50 y 84 (1962) 17-35; R. GUELLUY, L'évolution
des méthodes théologiques á Louvain, d'Erasme á lansenius, «Rev. d'Histoire
Ecclésiastique» 37 (1941) 32-144; G. LAFONT, Estructura y método en la «Suma
Teológica» de S. Tomás de Aquino, Madrid 1964; J. SALAVERRI, Algunos problemas
sobre metodología teológica, «Estudios eclesiásticos» 36 (1961) 283-302; G.
SOEHNGEN, Der Weg der abendlándischen Theologie. Grundgendanken zu eine
Theologie des «Weges», Munich 1959; J. SOLANO, El conocimiento y el método
teológico, «Estudios Eclesiásticos» 18 (1944) 217-32; T. TSHIBANGU, Théologie
pasitive et théologie spéculative, Lovaina 1965; así como las obras citadas en
bibl. de la voz TEOLOGíA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991