Teología
III. Método y Partes de la Teología.
 

1. Visión general del método teológico. 2. Determinación de los «credenda». 3. Búsqueda del «intellectus fidei». 4. Juicio sapiencial sobre la entera realidad. 5. Unidad y partes de la Teología.

1. Visión general del método teológico.

La descripción de las fuentes de la T. (v. II) nos presenta el trabajo teológico como el esfuerzo que realiza el cristiano por captar todo lo que dice la Revelación y por penetrar en ella, empleando al efecto todas las virtualidades de su razón y sirviéndose de una amplia gama de ciencias auxiliares que van desde la Filología y la Historia hasta la Filosofía, según un programa esbozado ya por Orígenes (cfr. S. Gregorio el Taumaturgo, Discurso de despedida o Panegírico de Orígenes: PG 10,1049-1104) y S. Agustín (De doctrina christiana: PL 34,15), y retomado, completado y matizado en uno u otro sentido, y con mayor o menor acierto, por todos los intentos intelectuales que se han sucedido a lo largo de la historia cristiana.

Es relativamente frecuente exponer el proceder teológico distinguiendo en él dos etapas, que, usando términos acuñados a partir del s. XVI, se suelen designar como T. positiva y T. especulativa. Se entiende por T. positiva (a veces llamada también T. histórica) el estudio de las S. E., los documentos del Magisterio de la Iglesia y los testimonios de la Tradición para, sobre esa base, exponer con precisión el contenido de la Revelación divina. La T. positiva así entendida puede proceder tantosegún un método sincrónico como diacrónico, es decir, considerar el conjunto de las enseñanzas que se encuentran en una determinada fuente -uno o varios libros de la S. E., un Concilio, un Padre de la Iglesia, etc-, o bien estudiar el desarrollo histórico de la expresión de una verdad, tanto en su manifestación por Dios a lo largo del A. y del N. T., como su posterior transmisión y declaración por la Iglesia, y su explicación por Padres, Doctores y teólogos. Se designa, en cambio, como T. especulativa (a veces llamada también T. escolástica y T. sistemática) el intento de profundizar en las verdades reveladas, mostrando su inteligibilidad, así como la conexión y armonía que reina entre ellas, sirviéndose para ese fin de todos los auxilios que ofrece el conocimiento humano, y especialmente la Filosofía.

La distinción entre esas dos etapas del trabajo teológico es clara y profundamente real -el teólogo necesita centrar en unos momentos su atención en las fuentes a fin de determinar con claridad su contenido, y en otras esforzarse por penetrar en la verdad que ha percibido-; pero es fundamental no separarlas: T. positiva y T. especulativa no son dos teologías distintas, sino dos etapas de un mismo proceso; más aún, dos etapas inseparables e interdependientes que se alternan en un movimiento que procede, por así decir, en forma de espiral, ya que la reflexión especulativa y el estudio de las fuentes se alimentan e impulsan el uno al otro. La T. positiva es en efecto T. y no simplemente historia de los dogmas y de la Tradición: se ocupa ciertamente de hechos y documentos históricos, pero viendo en ellos no simples testimonios de un pasado que se intenta reconstruir, sino mediaciones de una palabra divina que se aspira a conocer cada vez mejor; los estudia, pues, con método histórico y alcanzando resultados historiográficamente válidos, pero con una preocupación última que no es la del historiador, sino la del teólogo; es, pues, positiva por su método, pero especulativa por su intención. La T. especulativa, a su vez, no consiste en proyectar la luz de la Filosofía sobre una materia de por sí opaca y amorfa, sino al contrario, en captar la inteligibilidad intrínseca a la verdad revelada. La inteligencia del contenido de la fe comienza con la fe misma -e incluso antes, con la primera recepción de la predicación cristiana-, y se desarrolla gracias a un constante mantenerse del hombre a la escucha de la palabra divina.

En suma, el teólogo, en su proceder científico, no es un historiador al que luego sucede un filósofo, sino un teólogo -es decir, alguien que quiere comprender la palabra que Dios ha dirigido a los hombres- desde el principio hasta el fin de su itinerario. Unión con las fuentes, conocimiento filosófico, reflexión personal están íntimamente fundidas en un único movimiento que es el que da lugar a la Teología. Separar unos de otros esos diversos momentos equivaldría a destruirlos: una T. positiva que no estuviera animada del afán de contemplar la verdad divina se convertiría en erudición vacía de sustancia, si es que no degenera en historicismo; una T. especulativa que no procediera en conexión vital con las fuentes se perdería en logicismos o en disquisiciones bizantinas, si es que no sucumbe a la tentación de racionalizar la fe. En ese sentido, la misma terminología T. positiva-T. especulativa, que puede evocar la idea de dos especializaciones teológicas separables entre sí, quizá no sea del todo acertada: resultaría tal vez preferible hablar de momento positivo y momento especulativo en el proceder teológico, o cualquier otra expresión análoga.

2. Determinación de los «credenda».

a. Características de esta etapa del trabajo teológico. Buscando el teólogo una profundización en la fe de la Iglesia, depositaria de la Revelación divina, debe comenzar su trabajo reconociendo qué es lo que la Iglesia cree. El primer momento del trabajo teológico consiste, pues, en un análisis de la predicación de la Iglesia encaminado a poner de relieve las diversas afirmaciones que en esa predicación se contienen, así como el grado de firmeza y autoridad con que la Iglesia las propone.

En esta etapa de su trabajo, el teólogo argumenta única y exclusivamente por vía de autoridad: siendo los misterios cristianos realidades sobrenaturales que trascienden las fuerzas cognoscitivas de la razón humana, la única vía de acceso a ellos es la Revelación tal y como es conservada en la Iglesia (cfr. Sum. Th. 1 ql a8 in c y ad2). En ese argumentar ex auctoritate el teólogo procede además de acuerdo con el orden de las fuentes que antes señalábamos (v. II, 2). En otras palabras:a) En aquellos casos en que el Magisterio eclesiástico ha declarado definitiva y autoritativamente, bien por una definición solemne, bien por una concordancia de su enseñanza ordinaria y universal, que una doctrina pertenece al depósito de la Revelación, el teólogo, consciente de la infalibilidad de la Iglesia, debe afirmarla y recibirla sin más, es decir, sin necesidad de recurrir a las otras fuentes. Ello, obviamente, no obsta a la lectura y estudio de las fuentes bíblicas, patrísticas o litúrgicas -al contrario, debe acudirse a ellas-, pero no con la actitud del que aspira a cerciorarse de si una verdad está o no revelada -de ello no cabe dudar después de las intervenciones magistrales-, sino con la de quien, estando ya cierto de una verdad, aspira a percibir aspectos o matices que puedan contribuir a su conocimiento y explicación.

b) Pero no todo lo que se contiene en la enseñanza cristiana es afirmado con ese grado de firmeza e irreformabilidad y, en estos casos, el teólogo puede acudir a las otras fuentes no ya para completar matices, etc., sino para establecer si dichas afirmaciones deben considerarse definitivamente como partes integrantes del depósito revelado: porque se afirmen formalmente en la S. E., porque exista un consentimiento unánime de los Padres y Doctores, porque estén implícitas en una perenne praxis de la Iglesia, porque las recoja y enseñe la Liturgia, etc. Es ésta una de las vías a través de las cuales el trabajo teológico ha contribuido a lo largo de la historia a una formulación más explícita del dogma (V. FE IV, D).

b. Notas y censuras teológicas. La tarea que hemos descrito conduce a una enumeración o elenco de proposiciones, estableciendo a la vez el grado de autoridad con que la Iglesia garantiza la verdad de lo en ellas afirmado. Se conocen con el nombre de notas teológicas las calificaciones que suelen utilizarse para designar el grado de certeza que cabe atribuir a una determinada afirmación, o también -en el caso de notas negativas o censuras- la intensidad o radicalidad con que se aparta de la verdad revelada. El card. Próspero Lambertini (después Benedicto XIV) en su obra De servorum Dei beatif icatione et beatorum canonizatione (1734-38) trazó, resumiendo los usos precedentes, una lista de esasnotas y censuras, que con algunas modificaciones o con diferencias de matiz en el alcance concedido a algunas de ellas, ha sido seguida posteriormente. Recogemos a continuación las principales:1) De fe; nota usada para designar a aquellas proposiciones que pertenecen al depósito revelado; en ocasiones se precisa más distinguiendo entre proposiciones de fe divina y proposiciones de fe divina y católica, según que estén contenidas en la Revelación o, estando contenidas, hayan sido además propuestas como tales por el Magisterio de la Iglesia (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, Denz.Sch. 3011). Negativamente, se califica o censura como herética a una proposición que se opone directamente a un dogma.

2) Próxima a la fe y Tealógicamente cierta; notas empleadas para designar a aquellas proposiciones que, según opinión casi universal de los teólogos, están formalmente contenidas en el depósito de la Revelación, o están de tal modo vinculadas con alguna faceta de lo revelado que su verdad parece claramente asegurada, ya que no se ve como puede negarse la una sin negar a la vez la otra. Negativamente, encontramos las censuras Próxima a la herejía y Errónea.

3) Sentencia común; nota usada para calificar a aquellas doctrinas que son defendidas comúnmente por los teólogos y autores católicos como verdaderas y en conexión con lo revelado, pero sin afirmarlas con la misma fuerza que a las mencionadas en el epígrafe anterior. Negativamente se censura como Temeraria a una afirmación que contradice sin razones suficientes una sentencia común.

4) Doctrina segura, esta nota sirve para designar una doctrina que puede ser enseñada sin temor, ya que concuerda con la doctrina cristiana en general, ha dado pruebas de no dañar, sino al contrario, promover la recta praxis y piedad cristianas, etc. Negativamente se califica como doctrina no segura o doctrina que no puede enseñarse con seguridad a aquellas teorías de las que se teme que sean erróneas o que puedan producir efectos perniciosos, y que, por tanto, se prohibe difundir de manera indiscriminada, si bien no se excluye que se continúe investigando sobre ellas.

c. Defensa sapiencial de los principios. Hasta ahora hemos tenido presente a la T. en cuanto ciencia, es decir, en cuanto saber ordenado a profundizar en la inteligibilidad de lo revelado; pero no debe olvidarse que es también sabiduría y que, en cuanto tal, puede volver sobre sus principios a fin de defenderlos (v. I, 8). Las funciones que, a este respecto, desempeña la T. pueden resumirse en las siguientes (cfr. Sum. Th. 1 ql a8):1) Poner de manifiesto la racionalidad y la legitimidad de la fe en la vida humana y su valor como fuente de verdadero y propio conocimiento, así como la credibilidad de la Revelación cristiana. Es decir, demostrar los preámbulos y la credibilidad de la fe.

2) Defender al Magisterio de eventuales críticas que puedan dirigírsele respecto a su relación con la predicación apostólica, mostrando como lo predicado por la Iglesia se encuentra efectivamente contenido en las fuentes de la Revelación.

3) Argumentar frente al que niega algún artículo de la fe, pero pretende mantener los otros, a fin de hacerle comprender la íntima trabazón que hay entre ellos, y, por tanto, como, afirmado uno, deben afirmarse todos.

4) Analizar los argumentos que puedan presentarse contra las verdades de fe, a fin de hacer ver su inconsistencia, poniendo así de relieve que los afirmaciones de la Revelación, si bien no son evidentes, no son en modo alguno contradictorias.

5) Presentar razones de congruencia que, si bien no demuestran la verdad de lo revelado (cfr. Sum.. Th. 1 q32 al ad2), hacen ver la íntima conexión que, dentro de su trascendencia, guardan con respecto a lo que naturalmente sabemos, ofreciendo así un poderoso motivo de credibilidad.

3. Búsqueda del «intellectus fidei».

Es ésta la tarea más propia y específicamente teológica, dentro de la cual podemos distinguir dos momentos, por lo demás íntimamente relacionados: manifestación de la inteligibilidad de las verdades reveladas; sistematización u ordenación de las mismas.

a. Manifestación de la inteligibilidad de las verdades reveladas. Habiendo determinado cuáles son las verdades que integran el depósito revelado, el teólogo aspira a comprenderlas y explicarlas: cierto de que es verdad lo que la fe afirma, desea conocer quomodo sit verum, cómo es verdad (S. Tomás, Quaestiones quodlibetales, quodlibetLim IV, q9 a3), es decir, ir haciendo que la inteligibilidad, la luz presente en la verdad afirmada se vaya difundiendo en la inteligencia hasta penetrarla por entero. Para ese fin el teólogo acude a diversas vías de argumentación, estudio y reflexión; elencamos a continuación algunas de las principales:1) Perfilar el sentido de los términos y nociones que nos ofrece la Revelación misma tal y como ha sido consignada en los libros inspirados por Dios, poniendo de relieve su coherencia interna y su riqueza. En suma, recoger los datos de la Exégesis (v.) bíblica, intentando llegar a una exposición orgánica y ordenada de la Revelación contenida bien en alguno o algunos de los libros sagrados, bien en la entera Biblia. A esta parte del trabajo teológico se la suele denominar T. bíblica (v.).

2) Considerar las etapas a través de las cuales Dios ha revelado una verdad, o a través de las cuales la Iglesia ha desarrollado su declaración -en los casos, obviamente, en que se haya dado un tal desarrollo histórico- a fin de captar la luz que de ahí se desprende: existe, en efecto, una lógica interna a la Pedagogía que Dios ha seguido en su Revelación o al orden con que la Iglesia ha formulado su dogma, que ayuda a la comprensión de la verdad misma.

3) Desarrollar las tipologías presentes en las S. E. recogidas y ampliadas después por la Tradición y la Liturgia, según el aforismo: «todo el Antiguo Testamento habla de Cristo; todo lo que se dice de Cristo se continúa en la Iglesia y en el cristiano». Lo que conduce no sólo a una intensificación de la piedad, haciendo sentir el valor actual del Evangelio, sino también a una intelección más a fondo de su mensaje. Baste pensar, por ej., en la tipología de la Pascua (v.), que nos demuestra el nexo entre la Pascua judía, la muerte y la resurrección de Cristo como nueva Pascua, y la Sagrada Eucaristía, Pascua de la Iglesia, en la que se actualiza el Sacrificio de Cristo y se anuncia la Pascua definitiva de los cielos.

4) Intentar comprender los motivos de las acciones divinas, es decir, la lógica que sigue Dios en su obra, a fin de profundizar de esa forma en la comprensión del sentido de su designio. Es a ello a lo que se dirigen los llamados argumentos de conveniencia: conveniencia de la Encarnación (Sum. Th. 3 ql al), de la Pasión (ib. 3q46 al-35), del número septenario de los sacramentos (ib. 3 q65 al), etc. En ocasiones los motivos o conveniencias de la acción divina nos constan por la misma Revelación, en otros casos están sugeridos por la experiencia humana; de ahí que su valor y alcance sea muy variado.

5) Éxpresar lo que la Revelación nos transmite mediante metáforas, imágenes o símbolos, en conceptos y definiciones precisas que nos ayuden a captar el alcance exacto de lo que la metáfora dice. Así, p. ej., preguntarse: ¿qué significa exactamente la expresión Reino de Dios o la de Cuerpo de Cristo?, ¿qué alcance tiene la alegoría de la vid y los sarmientos?, etc.

6) Hacer comprender algo de la verdad revelada desarrollando las analogías que nos ofrece la propia Revelación o acudiendo a otras tomadas de nuestra experiencia natural. El ejemplo más clásico de este modo de proceder es el seguido por S. Agustín en su De Trinitate, hasta culminar en la analogía entre las procesiones trinitarias y las operaciones de intelección y volición. Esta vía teológica puede proceder tanto por la vía de analogías simples, de carácter más bien descriptivo, como por la de analogías más elaboradas, que hacen comprender de algún modo la naturaleza íntima de la verdad revelada y que implican el intento de profundizar en ella con la ayuda de nociones provenientes del conocimiento natural de orden científico-filosófico: profundización en el misterio trinitario basándose en una metafísica de la persona; en la doctrina sacramentaria acudiendo a una metafísica del signo y de la causalidad; en la comprensión de la fe, la esperanza y la caridad con la ayuda de lo que la filosofía y la fenomenología nos dicen sobre el hombre.

7) Iluminar una verdad poniendo de manifiesto los múltiples y diversos vínculos que guarda con el resto de las verdades que integran la Revelación, así como con las verdades que naturalmente conocemos y el fin al que toda la realidad se ordena: la glorificación de Dios y la salvación del hombre. Es el modo de proceder especialmente subrayado por el Conc. Vaticano I (Const. Dei Filius: Denz.Sch. 3016), y el que más se aproxima a la segunda de las dimensiones que, como decíamos al principio, cabe descubrir en el trabajo teológico: la búsqueda de una ordenación de lo revelado (v. b).

8) Explicitar las virtualidades de una verdad revelada deduciendo lo que lógicamente se deriva de ella. En esta tarea de discurrir o deducir el teólogo concluye a veces alcanzando, por otra vía, una verdad que estaba ya explícitamente afirmada en alguna de las fuentes; el raciocinio no es, sin embargo, inútil, puesto que enriquece nuestro conocimiento, al hacernos percibir el nexo interno que une entre sí a dos verdades reveladas (un ejemplo clásicamente alegado por los medievales para justificar el uso de la razón en orden a lo revelado, ya que está tomado de las mismas S. E., es la argumentación de S. Pablo en 1 Cor 15 con respecto a la resurrección de Cristo y la resurrección final). Otras veces, se puede llegar a una verdad que no esté explícitamente revelada, lo que supone un enriquecimiento en nuestro conocimiento del dogma por la vía de percibir todo lo que implica. En esta labor deductiva el teólogo puede partir o de dos premisas reveladas o de una premisa revelada y otra de razón; en este segundo caso nos encontramos ante lo que suele llamarse conclusión teológica en sentido estricto.

Cerremos esta enumeración con dos observaciones generales:a) En este esfuerzo de intelección, en el que se entremezclan lo positivo y lo especulativo, expresiones reveladas o inspiradas y aportaciones de la razón humana, el teólogo no debe perder de vista ni un momento que su trabajo debe estar dirigido por la analogía de la fe, y ser además consciente de la trascendencia y libertad de Dios. No olvidar en suma que las analogías y argumentaciones humanas no agotan los misterios revelados, aunque ayudan a entrever su riqueza; que los argumentos de conveniencia conducen a comprender algo de la lógica de Dios, pero precisamente haciéndonos entender que no es la lógica de la necesidad, sino la de una libertad y un amor que van más allá de lo debido, en una sobreabundancia de gracia (cfr. Rom. 5,15-21), etc. En una palabra; que no se trata de encerrar la palabra de Dios en nuestros conceptos, sino al contrario, de abrir la inteligencia humana a «la profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios» (Rom 11,33).

b) Como resultado de su estudio y reflexión, el teólogo puede no sólo recordar y repetir lo antiguo, sino también llegar a explicaciones y afirmaciones que supongan una nueva profundización en la comprensión de lo revelado. El criterio para discernir si son auténticas profundizaciones es su continuidad con la doctrina precedente «en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia», según la famosa frase de S. Vicente de Lerins (Commonitorium primum, cap. 23: PL 50,668; cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz.Sch. 3020). Esa necesidad de confrontar los resultados de su esfuerzo con la doctrina revelada implica además que el teólogo deba desarrollar su trabajo atento a las decisiones del Magisterio, único intérprete auténtico del depósito de la Revelación, acogiendo sus eventuales decisiones no como límites o cortapisas a su libertad de investigación, sino como lo que realmente son: luces que le ayudan a conocer la verdad y a evitar el error. Sobre la prudencia con que, dada la íntima unión que existe entre el pensamiento y su expresión verbal, hay que proceder en la introducción de nuevas terminologías, así como sobre la firmeza de las expresiones consagradas por el Magisterio, cfr. los criterios recordados por Pío XII en la Enc. Humanis generis (Denz.Sch. 3881-3883) y por Paulo VI en la Enc. Mysterium fi dei (AAS, 57, 1965, 776-778).

b. Ordenación o sistematización de las verdades reveladas. El depósito revelado (v. FE III, A) no es un conglomerado de verdades extrañas o ajenas entre sí, sino un mensaje dotado de una profunda unidad. Dios, en la historia de la salvación, no ha obrado al acaso, sino según un designio regido por su Sabiduría. La T. alcanza, pues, su culmen precisamente cuando está en condiciones no sólo de explicar cada verdad, sino de exponer la entera doctrina revelada siguiendo un orden que refleje el orden que existe de hecho en el conocer y el obrar de Dios. No en vano S. Tomás, en un texto capital del comentario al De Trinitate de Boecio (proemio, q2 a2), hace consistir el carácter de ciencia propio de la T. precisamente en su capacidad de ordenar y jerarquizar las diversas verdades relacionándolas con los artículos de la fe, es decir, con las afirmaciones centrales del creer cristiano.

Las sistematizaciones teológicas intentadas a lo largo de la historia han sido muchas y variadas, según las perspectivas adoptadas: diversos Padres griegos exponen la fe distinguiendo entre la economía, o narración de los beneficios de Dios, y T., o consideración de la Trinidad y la Encarnación; S. Tomás se inspira en Dionisio Aeropagita y su visión de la creación como el proceso por el que las criaturas salen de Dios para volver a Él; Pedro Lombardo, en la distinción agustiniana entre rest et signa, considerando toda la realidad según que estemos llamados a gozar o a usar de ella; diversos autores medievales, especialmente franciscanos, articulan su exposición en torno a la visión del Christus totus, posición renovada en el s. XX por Emile Mersch (v.) y algunos otros; en el s. XIX, y a raíz del movimiento romántico, algunos buscan el principio organizador de la T. en la idea bíblica de Reino de Dios o en la de historia de la salvación, etc. Más que detenernos en la valoración de esos diversos intentos, preferimos hacer unas advertencias generales:1) La tendencia a una T. entendida como esfuerzo de ordenación o sistematización de la verdad revelada es algo connatural al pensar cristiano en cuanto pensamiento de un hombre situado en una economía escatológica o de consumación, es decir, en la que Dios ha pronunciado ya su palabra definitiva, revelándose y revelándonos el sentido último de sus designios. Ciertamente -y no está de más advertirlo- la historia aún no ha terminado, el Reino definitivo aún no existe en plenitud, y por eso la T. debe abrirse no sólo a la contemplación, sino también a la acción, a las obras en las que se manifiesta el amor a Dios y con las que se va edificando la ciudad de los santos destinada a durar por toda la eternidad; pero la verdad radical de las cosas nos ha sido ya comunicada por Dios y es por tanto necesario que nos volvamos hacia su palabra conscientes de su definitividad. En ese sentido -como señala Eric Peterson, en un artículo sugerente, aunque necesitado de revisión en algún punto (o. c. en bibl.)- mientras la expresión más típica del pensar judío, situado ante una Revelación aún no consumada, era la profecía por la que se suscita el anhelo de la palabra definitiva, las actitudes connaturales al pensar cristiano son la exégesis alegórica, que funde en una palabra única el A y el N. T., y la T., que habla de Dios y de las cosas según esa visión unitaria que Dios mismo, al revelarse, ha hecho posible.

De hecho si bien es en la Escolástica medieval cuando la tendencia a la sistematización teológica se manifiesta con más fuerza, los intentos en esa línea son tan antiguos como la T. misma: desde el inicio los autores cristianos han advertido que para reflejar la riqueza de la palabra pronunciada por Dios no bastaba con narrar la historia de las intervenciones de Dios, glosando las palabras divinas según el orden con que Él las había dicho, sino que era necesario exponerlas, no sólo partiendo desde su palabra última sino según el orden que tienen en el propio conocer divino, del que El, por su gracia, nos había hecho participar. Es decir, que no bastaba con comentar las S. E., sino que era necesario intentar una sistematización teológica. Así. S. Ireneo (v.) construye su Adversus haereses en torno a la visión del designio divino en cuanto ordenado a la recapitulación de todas las cosas en Cristo; Orígenes (v.) intenta en su De principüs (o Sobre los fundamentos) una primera exposición sintética de las verdades fundamentales de la fe cristiana, etcétera. La noción tomista de la T. como ciencia subalternada a la ciencia de Dios y de los bienaventurados, en la que se anticipa de algún modo el conocer de la visión beatífica (v. I, 7), no es otra cosa que la expresión técnicamente acabada de esta realidad sentida desde los comienzos por el pensamiento cristiano.

2) Al hablar de sistematización u ordenación de la doctrina revelada se hace referencia, como es obvio, no al intento de someter la Revelación a un esquema u orden exterior a ella, sino, al contrario, al de poner de manifiesto el orden que de hecho reina en la realidad tal y coma la palabra divina nos la da a conocer. Por lo demás ese orden no está sólo implícito en la palabra revelada tal y como llega a nosotros, sino, en gran parte, ya explicitado, tanto en los mismos escritos apostólicos, que nos ofrecen diversas exposiciones sintéticas de la fe, como en los símbolos o profesiones de fe promulgados por la Iglesia (V. FE II), en las exposiciones catequéticas, etc. El teólogo, presuponiendo todo eso, lo prolonga ordenando todos los recursos de su razón a la explicitación de las líneas de fuerza que unen entre sí a lo revelado. Digamos también que si en todo su trabajo el teólogo debe tener presente la trascendencia divina, ello es especialmente importante cuando aborda un intento de síntesis. La sistematización teológica no puede presentarse nunca como algo cerrado. El teólogo no sólo debe estar abierto a toda verdad, aunque en algún momento no advierta su relación con otras partes del dogma o incluso se le presente en aparente contraste con ellas, y rechazar, por tanto, toda tentación de limar las exigencias del dogma, sino que debe ser consciente de los límites de su propio intento: ninguna sistematización teológica puede, en efecto, agotar la riqueza de la verdad revelada. Por eso en toda la exposición que precede hemos empleado los términos sistematización, ordenación o síntesis, dejando aparte de manera consciente la palabra sistema. Aunque esta palabra puede ser usada en muchos sentidos, queríamos evitar toda confusión con pretensiones de tipo racionalista y más específicamente hegeliano, es decir, con la noción de sistema ideológico entendido como esquema de ideas que intenta absorber exhaustivamente la realidad.

3) Aunque las sistematizaciones teológicas pueden ser muchas, según la perspectiva inmediata que adopten o la faceta o aspecto de la verdad revelada sobre la que se centren, todas deben coincidir, para ser legítimas, en su perspectiva última: es decir, deben ser teocéntricas. Esta cuestión fue discutida entre 1930 y 1950 con motivo de algunas propuestas de sistematización cristocéntricas, y a partir de 1960 con ocasión de los intentos de promover un giro antropológico de la Teología. Digamos, pues, que si bien ciertamente Cristo es punto focal de toda la T., ya que en Él ha querido Dios recapitular todas las cosas, no es el punto último de referencia, puesto que Cristo mismo es inteligible sólo como Dios; y que si bien la T. habla del hombre -y radicalmente, ya que la palabra que Dios nos ha dirigido es una palabra de salvación-, lo hace para poner de manifiesto su dependencia absoluta con respecto a Dios y su ordenación a Él. La riqueza de la verdad revelada hace que sean posibles diversas sistematizaciones, pero todas ellas conducen en última instancia a una sola cosa: poner de manifiesto la centralidad de Dios cualquiera que sea la materia que consideremos o la perspectiva desde la que nos situemos. Para una valoración más detenida de los sistemas teológicos, V. TEOLOGÍA DOGMÁTICA I, 3.

4. Juicio sapiencial sobre la entera realidad.

Las tareas y objetivos descritos en los apartados anteriores resumen la labor de la T. en cuanto ciencia, es decir, en cuanto intento de comprender la verdad revelada; pero la T., siendo ciencia desde las causas últimas -Dios,Creador y Salvador-, es también sabiduría. De ahí que su itinerario no se limite a lo anterior, sino que se prolongue a fin de poner de manifiesto el lugar que los diversos aspectos de la realidad creada ocupan en el centro del plan divino. Lo que a su vez implica: a) Juzgar sobre el sentido de las diversas actividades humanas, mostrando cuál es la finalidad a que deben ordenarse de acuerdo con su destino sobrenatural al que el hombre ha sido llamado, es decir, estructurar una jerarquía cristiana de valores. b) Juzgar a las diversas ciencias humanas, prestándoles una ayuda tanto por la vía -formalmente negativa, aunque positiva en su sustancia- de rechazar como falsa cualquier afirmación que contradiga la verdad que ella posee, como por la de facilitar el camino del científico, iluminándole desde una luz superior, acerca de nociones de algún modo comunes, etc.

Dos observaciones pueden contribuir a precisar el alcance de este momento del proceder teológico:a) La T. no puede constituirse como ciencia única que asuma y haga inútil todo otro saber, y menos aún absorber a nivel de ciencia las apreciaciones situacionales, desconociendo así las reales condiciones del conocer humano. Por eso su juicio sapiencial debe ejercerse reconociendo y respetando la autonomía epistemológica de los distintos saberes humanos; puede en suma juzgar sobre el lugar que a cada saber le corresponde en el conjunto del existir humano, y, eventualmente, señalar errores en los que un determinado saber haya podido incidir, pero sin entrometerse en el proceder del saber mismo: «su misión -escribe S. Tomás- no es demostrar los principios de las otras ciencias, sino sólo juzgar de ellas» (Sum. Th. 1 ql a6 ad2). Análogamente, y por lo que se refiere no ya a las ciencias sino a las actividades humanas, podrá juzgar desde la perspectiva del bien moral las decisiones y comportamientos y, en su caso, denunciar la tentación de idolatría que está implícita en todo intento de absolutizar cualquier realidad intrahistórica o terrena, pero deberá a la vez respetar la legítima autonomía de opción y decisión que en el actuar histórico le corresponde a cada persona (cfr. Conc. Vaticano li, Const. Gaudium et spes, 36 y 41-43). La T. debe, en definitiva, ser consciente tanto de su dignidad como de sus límites y, por tanto, proceder en diálogo con las diversas ciencias y saberes y con conocimiento de las peculiaridades del decidir y del obrar humanos.

b) El momento sapiencial es importante en la T., pero posterior al científico, en el que se fundamenta. Aunque no se aplique sólo a este punta, cabe recordar aquí lo que responde S. Tomás a la cuestión sobre si la T. es saber especulativo o práctico: es -contesta- ambas cosas, ya que participa de la unidad del saber divino, pero -añade- es más especulativo que práctico, ya que «trata de las cosas divinas con preferencia a los actos humanos, de los que sólo se ocupa en cuanto que por ellos se encamina el hombre al perfecto conocimiento de Dios, en el cual consiste su felicidad eterna» (Sum. Th. 1 q1 a5). En otras palabras, el saber teológico no sólo ordena todas las cosas a Dios, sino que se ocupa ante todo y sobre todo de Dios mismo. Un desplazamiento de la atención, una inversión, aunque sólo fuera práctica, de esa jerarquía desnaturalizaría el proceder teológico y lo empobrecería en todas sus partes, también en las morales y sapienciales.

5. Unidad y partes de la Teología.

La T., ocupándose de Dios y de la realidad en cuanto ordenada a Él y procediendo bajo la luz de la propia palabra divina, goza de una unidad superior a cualquier otra ciencia, ya que participa en cierto modo de la unidad del saber de Dios. La limitación de la inteligencia humana, que no es capaz de captar en un solo acto toda la riqueza de la palabra divina, hace que la atención deba centrarse en uno y otro aspecto y que, consiguientemente, la T. se estructure en partes o especialidades. Las divisiones más importantes son:a) Por razón del método la T. se divide en T. positiva y T. especulativa. Sobre sentido y límites de esta distinción, v. I, a; para un mayor análisis de esa parte del trabajo positivo que se denomina T. bíblica, ver la voz correspondiente.

b) Por razón de la materia la T. se divide en T. dogmática, que estudia la Revelación en cuanto a su contenido especulativo; T. moral, que la estudia en cuanto norma de los actos humanos; T. espiritual, que considera la vida cristiana desde la perspectiva del crecimiento en la caridad; y la T. pastoral, que estudia la actividad pastoral de la Iglesia y más concretamente los criterios que deben regir la acción de quienes participan en la función de Cristo como pastor. Las cuatro disciplinas mencionadas se integran dentro de la T. como ciencia; desarrollando en cambio la dimensión sapiencial del saber teológico encontramos la T. fundamental, que considera la Revelación y la fe en cuanto fundamentos de toda la Teología. Consideración aparte merece la T. bíblica (v.).

Todas las partes integrantes de la T. que acabamos de mencionar tienen voz propia en esta Enciclopedia. Limitémonos aquí a insistir en la unidad de la T.: una diversificación de disciplinas y especializaciones es necesaria -gracias a ella pueden sumarse esfuerzos contribuyendo así al progreso común-, pero debe vivirse sin olvidar el vínculo intrínseco que une entre sí a todos y a cada uno de los momentos del trabajo teológico y a todas y cada una de las facetas o perspectivas desde las que puede ser considerada y estudiada la Revelación. Si la especialización degenerara en separación o fragmentación, dejaría de ser fecunda.


J. L. ILLANES MAESTRE.
 

BIBL.: J. ALDAMA, Problemas de metodología teológica moderna, Madrid 1941; C. BERTI, Methodologiae theologicae elementa, Roma 1955; G. CAMPs, Bases de una metodología teológica, Montserrat (Barcelona) 1944; C. COLOMBO, La Metodología y la sistematización teológica, Barcelona 1961; T. DEMAN, Composantes de la théologie, «Rey. de Sciences philosophiques et théologiques» 28 (1939) 386-434; C. DUMONT, La rétlexion sur la méthode théologique, «Nouvelle Rev. Théologique» 83 (1961) 1034-50 y 84 (1962) 17-35; R. GUELLUY, L'évolution des méthodes théologiques á Louvain, d'Erasme á lansenius, «Rev. d'Histoire Ecclésiastique» 37 (1941) 32-144; G. LAFONT, Estructura y método en la «Suma Teológica» de S. Tomás de Aquino, Madrid 1964; J. SALAVERRI, Algunos problemas sobre metodología teológica, «Estudios eclesiásticos» 36 (1961) 283-302; G. SOEHNGEN, Der Weg der abendlándischen Theologie. Grundgendanken zu eine Theologie des «Weges», Munich 1959; J. SOLANO, El conocimiento y el método teológico, «Estudios Eclesiásticos» 18 (1944) 217-32; T. TSHIBANGU, Théologie pasitive et théologie spéculative, Lovaina 1965; así como las obras citadas en bibl. de la voz TEOLOGíA.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991