Tentación

 

T., derivado del latín tentatio, tentare, en sentido amplio significa la acción de someter a prueba a alguien, con el objeto de poner de manifiesto sus disposiciones, actitudes o habilidades reales, más allá de lo que puedan sugerir las apariencias. En una acepción más restringida y más corriente, la t. es solicitar al mal, empujar o sugestionar a alguien para que realice una acción moralmente no permitida. A este sentido moral, que por otra parte es eI más usado, se va a referir preferentemente este artículo.

1. Sagrada Escritura. En el A. T. no existe el concepto claro y expreso de t. como incitación al mal. El verbo nissñh, equivalente a tentar, significa someter a examen o probar una cosa. Dios, p. ej., tienta al pueblo que ha elegido para llevar a cabo su plan redentor. Así, «Dios quiso probar a Abraham» (Gen 22,1), y le ordenó sacrificar a su hijo Isaac. Es el paradigma de la prueba de fe, por la que tendrán que pasar, de modos diversos, según narra S. Pablo (Heb 11,1-40), patriarcas, profetas y caudillos de Israel.

Una vez establecida y sellada la Alianza (los 24,1-27), Dios sigue tentando a su pueblo para probar su fidelidad. Les da la tierra prometida, pero, a causa de sus desvíos, deja un resto de cananeos «para tentar a Israel y ver si seguirá o no los caminos de Yahwéh» (Idc 2, 22). Este subseguirse de t. y premios o castigos, que se repite a todo lo largo de la historia de Israel, convierte a la t. en un instrumento pedagógico de los planes de Dios. Los hebreos aprenderán que los justos «serán colmados de bendiciones, porque Dios los tentó y los halló dignos de sí» (Sap 3,5). Esta enseñanza es el tema del libro de Tobías, que narra las sucesivas desgracias del anciano Tobit, el ánimo con que las soporta, y el premio que alcanza: «porque eras agradable a Dios, fue necesario que te probara la tentación» (Tob 12,13). Un argumento similar recoge eJ libro de lob, pero con un nuevo elemento: la figura de Satán, el tentador del paraíso (Gen 3,1). Usando del permiso que obtiene de Dios para herir a Job, Satán espera inducirle a la blasfemia; pero fracasa: «En todo esto no pecó lob con sus labios. Y Yahwéh bendijo las postrimerías de lob más que sus principios» (Job 2,10; 42,12).

Todos los elementos que caracterizan la t. los encontramos en el N. T. Esta no es ya sólo una simple prueba, sino una solicitación al pecado. Por eso, hay' que rezar para no verse expuesto a la t. (Mt 26,41; Lc 22,40.46), pidiendo a Dios Padre que nos sostenga (Mt 6,13; Lc 11,4) para que podamos sobrevivir cuando seamos tentados (Lc 8,13). El Señor permite las t. (1 Cor 10,13), pero no puede ser su autor (Iac 1,13). La t. es obra del diablo (1 Thes 3,5; Act 5,3; 1 Pet 5,8-9), el «inimicus hamo» (Mi 13,28), el maligno (Mi 13,19), que se sirve del mundo (1 lo 5,19) y de la concupiscencia (Iac 1,14). La t., si vence, lleva a la muerte (Iac 1,15); si es derrotada, confiere a su vencedor el derecho a la corona de vida (Iac 1,12). Para las t. de Jesucristo, v. i.

2. Naturaleza y clases. En su sentido más propio y específico, tentar es incitar al mal moral. Es evidente que esta incitación no puede considerarse como una especie de estímulo meramente externo. La t. incluye en sí la posibilidad de la caída por parte del tentado; es decir, una cierta complicidad interior. S. Tomás hace notar que toda t., en último término, procede del amor de algún bien creado, o del temor de un mal contrario, causado por el amor (De Virt. q2 a10 ad4). Bien creado, porque el Bien Supremo no es causa de t.; amor que, en el estado de naturaleza caída, está desordenado, y se identifica con la concupiscencia (v.).

El análisis de la t., trazado por S. Agustín, permite apreciar más en detalle su naturaleza. Se inicia al insinuarse en las potencias cognoscitivas una imagen o pensamiento no recto. El grado de intensidad y exclusividad con que se impone en la conciencia es un índice de la gravedad de la tentación. Sin embargo, mientras la imagen no produzca una resonancia emocional en el sujeto, la t. no constituye un peligro. Es en el momento en que se despierta la tendencia y quiere su satisfacción de un modo desordenado, intentado inducir a la voluntad, cuando la t. entra en su momento dramático. La voluntad puede consentir o no, abandonarse o resistir combatiendo. En este tercera fase se decide si la t. dará lugar al pecado o, al revés, al derecho a una recompensa.

Tradicionalmente, las t. se suelen dividir en graves o leves, atendiendo a la mayor o menor gravedad del pecado a que incitan, y a la fuerza del deseo que despiertan. Una t. grave implica una fuerte solicitación a transgredir una ley moral; una t. leve es la que expone a pecados leves, o la que incita débilmente a cometer un pecado grave. También se distinguen las t. por la virtud concreta a la que se oponen; así se habla de t. contra la caridad, contra la humildad, contra la fe, etc.

A partir de S. Agustín, se utilizó con frecuencia la terminología de t. probationis y t. deceptionis (Epist. 125, 16; De Serm. Dom. in Monte 11,9,34; Sermo 57,9). La primera tendría por fin, no arrastrar al pecado, sino evidenciar las cualidades morales de la persona que la padece, darle ocasión de mejorar mediante el ejercicio de las virtudes, procurarle un medio de santidad y de mérito; de ahí su nombre de t. de prueba simplemente. La t. de seducción o de caída, por el contrario, sería la que directamente incita al mal, para provocar la transgresión de la ley y la muerte. Esta distinción nació para explicar algunos pasajes de la S. E. que hablan de Dios como tentador (Dt 13,3; Gen 22,1; Sap 3,5). Actualmente, resuelto el problema escriturario, la terminologíaTENTACIÓNha caído en desuso. De hecho, la misma t. de seducción sirve para poner de manifiesto la disposición de una persona. S. Tomás subraya que esta manifestación es el efecto que se sigue a cualquier t., sea de prueba o de seducción (Sum. Th. 1 g114 a2).

3. Causas. Por ser la t., en sentido estricto, una incitación al pecado, las causas que directamente la provoquen son malas por definición. La doctrina católica las reduce a tres: el demonio y el mundo, que son externas; la concupiscencia -la carne- que actúa desde el interior de la misma persona. Esta división no quiere decir que, en la práctica, actúen aisladamente; lo normal es lo contrario: que se alíen y combinen para empujar al mal.

Dios no tienta a nadie (lac 1,13); sería contradictorio que la Bondad Suprema pudiera solicitar a transgredir una ley que ha establecido con sabiduría infinita. Cuando la S. E. dice que Dios tienta a Abraham (Gen 22,1) o a su pueblo (Dt 13,3), o simplemente a los justos (Sap 3,5), se trata realmente de una prueba con la que Dios pretende poner de manifiesto ante los demás las virtudes y fidelidad de su siervo. Dios únicamente permite la t., que reportará grandes bienes o grandes males, según sea la libre elección humana, a la que Él mismo asiste con su gracia para que siempre pueda salir vencedora.

La «carne» (v.) -la concupiscencia- es la fuente principal de t., porque es la más próxima, dice S. Tomás (quia proximior est, In 2 Sent. d21 ql a2 ad2), porque reside en el interior de la persona, y los demás enemigos necesitarán de la complicidad de la carne para ejercer su influencia.

Con la palabra mundo (v. MUNDO IV) como fuente de t., no se entiende el conjunto de las cosas materiales. Éstas son reflejo de las perfecciones de Dios, y cuando se tornan ocasión de pecado, es por la concupiscencia desordenada: «pues si tu ojo estuviere sano, todo tu cuerpo será luminoso; pero tu ojo estuviere enfermo, todo tu cuerpo será tenebroso» (Mt 6,22-3; Tit. 1,15). El mundo que incita al mal (S. Agustín, In epist. lo ad Parthos 2,12) son más bien los hombres que odian a Dios (lo 7,7; 15,18), que son ocasión de escándalo (Mt 18,7), porque no conocen otros fines que los terrenos, ni aspiran a otra cosa como no sean los placeres que ofrecen las criaturas.

La t. diabólica es doctrina de fe, afirmada expresamente en la S. E. Es el diablo el que induce a judas a traicionar a su Señor (lo 13,2), el que engaña a Ananías (Act 5,3), el león rugiente pronto a devorar su presa (1 Pet 5,8), el que tiende insidias (Eph 6,11) y lazos (1 Tim 3,7; 6,9) al hombre. Para S. Tomás el oficio propio del diablo es el de tentador (Sum. Th. 1 8114 a2), de modo que cuando un hombre incita a otro al mal se convierte en un ministro del demonio. Sin embargo, rechaza la opinión mantenida por algunos Padres de la Iglesia según la cual el diablo sería la causa de todas las t.: «No todos los pecados se cometen por instigación directa del diablo, sino que algunos provienen del libre albedrío y de la corrupción de la carne» (ib. 1 8114 a3); sólo de un modo indirecto, como causa dispositiva -la corrupción de la carne proviene del pecado original, provocado por el demonio-, puede admitirse que el demonio sea la causa de todo pecado, según dice S. Juan: «El que comete pecado, ése es del diablo, porque el diablo desde el principio peca» (1 lo 3,8).

4. Aspectos morales y ascéticos. La doctrina moral católica sobre la t. se apoya en las definiciones del Magisterioacerca de la concupiscencia (v.). Puede resumirse en los puntos siguientes.

a) La t., como la concupiscencia, en sí misma no es pecado; para que haya responsabilidad moral es preciso el consentimiento voluntario y libre, la aceptación por parte de la voluntad del mal entendido como mal. La cuestión está, por tanto, en determinar si se ha tenido conciencia de la t. y del placer que acompaña -de otro modo no tentaría-, o si se ha consentido o aceptado. Los autores ascéticos suelen dar algunas reglas para determinar -en caso de duda- si hubo consentimiento o no; pero lo cierto es que no es fácil dar indicaciones de aplicación universal. En principio, si hay una disposición habitual de horror al pecado, si ha habido lucha contra la t., si se ha experimentado disgusto ante el mal propuesto, podría considerarse que no ha habido consentimiento. Lo contrario, sin embargo, no siempre es cierto. Hay consentimiento pleno y total, y, por tanto, pecado, cuando se advierte claramente lo que la t. propone como malo y la voluntad lo acepta sin duda, aunque después no llegue al acto y se quede en un mero pensamiento o deseo.

b) La t. misma puede convertirse en pecado, si fue posible evitarla y no se hizo. Es decir, no es lícito ponerse en peligro próximo de pecado (v. PECADO IV, 2) sin una causa proporcionalmente grave; y el que lo hace peca, aunque no sea vencido por la tentación. Es de notar que la culpa no está propiamente en la t., sino en no haberla evitado, lo que en el fondo supone un cierto apegamiento al mal y una lesión de los deberes de la caridad; muchas veces, además, se añade una presunción llena de soberbia, contra la que previene S. Paplo: «El que cree estar en pie, mire no caiga» (1 Cor 10,12). La t. -precisa S. Tomás- no puede desearse por sí misma, puesto que no es útil ni buena si no es per accidens (Sum. Th. 3 q41 a2 ad2).

c) En la medida en que incita al pecado, la t. resta libertad al acto humano y lo hace, por tanto, menos pecaminoso; es decir, cuanto más fuerte es la t., menor responsabilidad existe en el pecado (ib. 1-2 q73 a6; a7 ad2) y, al revés, cuando alguien es empujado por una t. más leve, más gravemente peca (ib. 2-2 8162 a6 adl). Estos principios, sin embargo, no son de fácil aplicación práctica.

d) En la vida del hombre, la t. es un hecho inevitable, pero, aun siendo una incitación al mal, no carece de sentido positivo. En un plano meramente humano, nadie podría conocerse a sí mismo si la t. no le mostrara sus debilidades, sus puntos flacos, la proclividad al mal (S. Agustín, Enarr. in Ps. 60,3). Es, sin embargo, a la luz de la Revelación cristiana y de la llamada del hombre a una vida sobrenatural, como se comprende el sentido pleno de la tentación. Dios, adoptándonos como hijos, nos ha llamado a participar de su naturaleza (2 Pet 1,4), pero ha querido que de algún modo mereciéramos el goce final de ese don: «El labrador ha de fatigarse antes de conseguir los frutos» (2 Tim 2,5-6). La t. hace que la vida del hombre en la tierra sea un combate (lob 7,1), donde, aunque corra el peligro de ser derrotado, cuenta con muchos y más poderosos medios para salir vencedor. Cuanto más fuerte sea la lucha, tanto mayor será la victoria, y superior el premio. Jesucristo mismo ha enseñado a pedir al Padre (Mt 6,13) que no nos deje caer en la t., no que nos las evite, para que se cumpla la promesa paulina: «Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas; antes dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla» (1 Cor 10,13).

e) No hay que olvidar, sin embargo, que la t. per se es mala, y, por tanto, la actitud personal del cristiano ha de ser la de procurar evitarla, con vigilancia y, cuando se presente, resistirla. No basta una actitud pasiva, de mera indiferencia; es necesario rechazarla positivamente. Los moralistas suelen distinguir una resistencia directa -que pone actos contrarios a los que sugiere la t.- y otra indirecta -que sería aplicarse a otros actos, buenos o indiferentes, distintos de la t.-; la aplicación de un modo u otro dependerá de las circunstancias, pero nunca debe faltar una resistencia positiva, que se manifestará en muchos casos en evitar las ocasiones de pecado: «No tengas la cobardía de ser 'valiente': ¡huye! » (J. M. Escrivá de Balaguer, Camino, 27 ed. 1973, n° 132).

Y aquí entran en juego los medios ascéticos sobrenaturales, a los que hay que recurrir, pues la gracia de Dios es la que da la victoria. Medios previos son la guarda de los sentidos, de la imaginación y de la memoria. Medios de siempre: la presencia de Dios, la oración y la frecuencia de Sacramentos, especialmente la S. Eucaristía, y el recurso confiado a la ayuda de la Virgen. En su conjunto, la disposición de lucha ascética (v.).

Dios obtiene grandes bienes de la t., ya que ésta plantea al cristiano la necesidad de purificarse, de luchar decididamente contra sus malas inclinaciones; y, a la vez, es fuente de humildad (v.): impide llenarse de soberbia (v.) por las maravillas que hace el Señor (2 Cor 12,7), empuja a confiar más en Dios, como en un Padre bueno que no defrauda: «Si vosotros siendo malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pida! » (Mt 7,11).

5. La tentación de Dios. Tentar a Dios es un pecado que consiste en que el hombre, con palabras o con hechos, intenta poner a prueba a Dios con el objeto de calibrar su sabiduría, su caridad, o su poder (Sum. Th. 2-2 q97 al). En la S. E. se nos presenta la t. de Dios como un hecho abominable; ora cuando se manifiesta como una falta de confianza en el Señor (Ex 17,1-7; Is 7,12; Idt 8,12-3) o como una intimación a que realice un hecho asombroso (Ex 15,24-5; 16,1-16). El precepto es claro: «No tentarás al Señor tu Dios» (Dt 6,16); y los que lo transgredieron no merecieron entrar en la tierra prometida (Num 14,22-3).

El mismo Jesucristo hubo de soportar con frecuencia las pruebas a las que le sometían los judíos (Mt 19,3; 22,18.35), hasta que les da el signo definitivo de su misión mesiánica: su resurrección (Mt 12,39). Sobre este punto, insiste S. Pablo (1 Cor 1,22), poniendo en guardia también a los cristianos para que eviten caer en el pecado de tentar a Dios (1 Cor 10,9).

Siguiendo a S. Tomás, los moralistas distinguen la t. de Dios expresa o formal, que busca directamente poner a prueba a Dios, y la virtual o material, que carece de esa intención. En ambos casos, se trata de una falta contra la virtud de la religión (v.), es decir, una falta de respeto y reverencia a Dios. La primera, la formal, es pecado siempre mortal, e incluye además una falta de fe y de esperanza. La virtual admite, en cambio, si la materia es leve, el pecado venial, porque el pecado no nace tanto del deseo de someter a Dios a una prueba cuanto de imprudencia y presunción (Sum. Th. 2-2 q97 a3 ad2).

V. t.: CARNE (Religión); CONCUPISCENCIA; DEMONIO; MUNDO IV; PECADO IV, 2; MÉRITO; CONVERSIÓN II, 4.


I. CARRASCO DE PAULA.
 

BIBL.: J. LEAL, La Sagrada Escritura. Nuevo Testamento, I, Madrid 1964, 41-45; F. SPADAFORA, Temi di esegesi, Rovigo 1953, 285-319; R. BROUILLARD, Tentation, en DTC XV,116-127; G. B. GUZZETTI, Tentación y pecado, en Realidad del Pecado, Madrid 1962, 142-157; H. E. LATTANZI, La eterna tentación del Edén, en ib. 124-141; J. MAUSBACH, Teología Moral Católica, I, Pamplona 1971, 493-497; P. POURRAT, La Spiritualité Chrétienne, I, París 1947, 207-217; D. M. PRÜMMER, Manuale Theologiae Moralis, I, 12 ed. Barcelona 1955, 265-268; A. Royo MARK, Teología de la Perfección Cristiana, 3 ed. Madrid 1958, 308315; A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, París 1927, 135-160; 584-596.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991