SOBERBIA


Etimológicamente deriva del latín superbia, excesiva elevación y grandeza inmoderada del alma. Se la define como «el apetito desordenado de la propia excelencia» (S. Tomás, Sum, Th. 2-2 gl62 a2).
     
      Sagrada Escritura. En el A. T. la s., «odiosa al Señor y a los hombres» (Eccli 10,7), se presenta como ridícula, puesto que el hombre es «polvo y ceniza» (Eccli 10,9). Tiene formas más o menos graves: así el insolente de mirada altiva (Prv 6,17; 21,24); o el rico arrogante que hace ostentación de su lujo (Am 6,8). El grado más alto de s. es aquel que rechaza toda dependencia y pretende ser igual a Dios (Gen 3,5); no gusta de reprensiones (Prv 15,12); le causa horror la humildad (Eccli 13,20) y se ríe de los servidores y de las promesas de Dios (Ps 119,51).
     
      Dios maldice al soberbio y le tiene horror (Ps 119,21). El que está cegado por la s. no puede hallar la sabiduría (Prv 14,6) que lo llama a la conversión (Prv 1,22-28). Hay que eludir el trato con el soberbio: quien lo evita es bienaventurado (Ps 1,1), y quien lo trata se hace semejante a él (Eccli 13,1). El soberbio para enriquecerse no vacila en aplastar al pobre, cuya sangre paga el lujo del rico (Am 8,48; Ier 22,13 ss.). Pero este desprecio del pobre, en definitiva, se hace a Dios mismo. El soberbio recibirá el oportuno castigo de Dios. Así el pueblo de Dios y la ciudad santa de Jerusalén, donde se ha desarrollado la s. (ter 13,9; Ez 7,10), serán castigados también el día de Yahwéh. «En aquel día será abajado el orgullo del hombre, su arrogancia humillada; Yahwéh, él sólo, será exaltado» (Is 2,6-22).
     
      En el N. T. se condenan manifestaciones de s. similares a las que señalamos en el A. T. Así, el presuntuoso de su riqueza (lac 4,16; 1 lo 2,16); el orgulloso hipócrita, que hace todo para ser visto y cuyo corazón está corrompido (Mt 23,5.25-28); el soberbio que se atribuye a sí mismo los beneficios recibidos (Le 18,9-14). También se indica que el Señor «dispersa a los hombres de corazón soberbio» (Le 1,51) por medio de una Virgen humilde (Le 1,48) y de su recién nacido, Cristo Jesús, que tiene por cuna un pesebre (Le 2,11). Igualmente los soberbios serán humillados porque «el que se ensalza será humillado» (Mt 23,12); enseñanza que el Señor ilustra con la parábola de los invitados a las bodas (Le 14,7-11).
     
      Padres, escritores eclesiásticos y autores ascéticos. San Agustín (v.) ha legado una definición de s. que ha venido a ser clásica: «¿Qué es la soberbia sino un apetito de celsitud perversa? La celsitud perversa consiste en abandonar el principio a que el ánimo debe estar unido y hacerse en cierta manera principio para sí y serlo. Esto sucede cuando el espíritu se agrada demasiado a sí mismo, y se agrada demasiado a sí mismo cuando declina el bien inmutable que debe agradarle más que a él a sí mismo» (De civitate Dei, 14,13: PL 41,420). Esta definición subraya inequívocamente la sustitución de Dios por el propio yo, como elemento principal que configuraSOBERBIAla naturaleza singular de la s. (cfr. ib. 19,12: PL 12,639). La s., además, es un pecado especial, que no sólo posee entidad propia, sino que también puede darse en los demás pecados y hasta inficionar las obras virtuosas (De natura et gratia, 29,33: PL 44,263).
     
      Casiano (v.) distingue dos clases de s., según se trate de los principiantes o de los perfectos en la vida espiritual. Así él considera en los primeros la s. carnal, y en los segundos la s. espiritual. La s. espiritual es la que se puede dar en un hombre virtuoso que se atribuya a sí mismo la perfección que tenga, olvidando la ayuda de Dios. La s. carnal es aquella que hace al monje desobediente, áspero, codicioso, etc. Dios castiga la s. y permite que el soberbio caiga en los vicios de la carne, según la enseñanza de S. Pablo en su Epístola a los romanos. Casiano diferencia esta s. de la vanagloria (Collationes 5,10: PL 49,622-624). A diferencia de cualquier otro pecado, la s. se opone directamente a Dios (De coenobiorum institutis 12,7: PL 49,435). Y así como los demás vicios atacan a una sola virtud, a la que se oponen, la s., en cambio, las arruina todas (ib. 3).
     
      S. Gregorio Magno (v.) enseña que la s. es la reina suprema de todo el ejército de los vicios, cuyos jefes son los siete pecados capitales (Moralia 31,45: PL 76, 620623). Enumera cuatro especies de s.; clasificación que luego recogerá S. Tomás: creer que el bien poseído procede de sí mismo; pensar que los dones concedidos gratuitamente por Dios han sido merecidos por el propio beneficiario; jactarse de poseer lo que otros no poseen y, por último, despreciar a los demás (ib. 23,6: PL 76,258). Comenta con acierto las enseñanzas de la Escritura sobre la s. del diablo y la humildad de Jesús (ib. 1,34: PL 76, 748-749). Entre los efectos de la s. destaca la impotencia del soberbio para saborear la dulzura del conocimiento de la verdad (ib 23,17: PL 76,269-270).
     
      S. Isidoro de Sevilla (v.) se ocupa de la s. en las Etimologías (9: PL 82,393). Considera que la gravedad de la s. es superior a la de la lujuria. Todo pecador es orgulloso, desprecia el precepto divino en su pecado; así entiende el pasaje de Eccli 10,15 (Sententiae 2,38: PL 83,639-640).
     
      S. Bernardo (v.) trató el tema en De gradibus humilitatis. No hace un estudio exhaustivo de la s. sino que la estudia en función de la humildad. La humildad conduce al primer grado de la verdad que es el conocimiento de sí mismo; en un segundo paso se alcanza el conocimiento misericordioso del prójimo; y, finalmente, se llega a la pura contemplación de Dios. A sensu contrario la s. es el obstáculo radical de la perfección; por eso, quien desee llegar plenamente a la verdad es necesario que quite el obstáculo de la s. y de este modo ascienda por los 12 grados de la humildad que él enumera (PL 182,949950). También S. Benito (v.), en el cap. VII de su Regla, había enumerado hasta 12 grados de humildad.
     
      Después de S. Tomás, cuya doctrina se expone más adelante, los santos y escritores eclesiásticos suelen recoger su enseñanza; la originalidad de éstos suele estar en la aplicación concreta a la lucha ascética, a la adquisición de la perfección. Así, S. Juan de la Cruz (v.) describe las imperfecciones de los principiantes según los siete pecados capitales. El primero de todos ellos es la s. (Noche oscura, 1,2). La s. espiritual inclina a los principiantes a huir de los maestros que no aprueban su espíritu, y «aún terminan por tenerles aborrecimiento»; a buscar la satisfacción de sus obras espirituales y a la vanidad en el hablar de las mismas. S. Teresa de Jesús (v.) profundiza en la s. espiritual de aquellas personas que van por caminos de contemplación interior y que reciben con disgusto las obras de celo y caridad por las almas. Esto tiene lugar «por un amor propio que aquí se mezcla muy delicado; y así no se deja entender que es querernos más a nosotros que a Dios» (Fundaciones, 5,4).
     
      Fray Luis de Granada (v.) habla de los remedios contra la s., al modo que lo hicieron antes S. Gregorio y S. Tomás, pero añade una consideración interesante: «traer a la memoria tus pecados», incluso los mayores de ellos, y de esta manera «con una ponzoña curarás otra» (Guía de pecadores, 2,4). S. Francisco de Sales (v.) al hablar de la s. oculta enseña que «decimos muchas veces que somos la misma miseria y la escoria del mundo; pero quedaríamos harto burlados si, cogiéndonos la palabra, dijeran en público de nosotros lo mismo que hemos dicho» (Introducción a la vida devota, 3,5). Comenta el pasaje de Is 7,10-12 cuando Acaz rechaza pedir la señal de Yahwéh diciendo: «Afecta tener gran reverencia a Dios y so color de humildad, no quiere aspirar a la gracia con que su divina bondad le convida» (ibJ. Semejante conducta es una forma de s.: rehusar las gracias de Dios.
     
      Naturaleza. Conviene recordar que la s. es un pecado capital (v. PECADO IV, 4). Su capitalidad está en el orden de la intención y en este orden predomina el fin que se trata de lograr. «En todos los bienes temporales, el fin que el hombre busca es poseer cierta perfección o gloria. Por esta vía descubrimos que la soberbia, apetito de la propia excelencia, se pone como principio de todo pecado» (S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q48 a2). Cuando este apetito se desordena, entonces desea inmoderadamente la propia excelencia originándose la s., raíz de otros muchos pecados. La s., como parte de la triple concupiscencia (v.) que señala San Juan (cfr. 1 lo 2,16), es innata en el hombre y se presenta como una tentación sutilísima, el peor de los males que amenazan al hombre en su camino hacia Dios.
     
      La s. a su vez se opone a la humildad (v.) y ésta se encuentra en estrecha relación con la dependencia del hombre a Dios. En la relación de virtudes y vicios que establece Aristóteles en la Ética a Nicómaco, no se menciona ni la s. ni la humildad. La virtud más parecida a la humildad sería la del hombre sófron, moderado. Santo Tomás es consciente de los límites en que se mueve el filósofo estagirita: «Aristóteles no se preocupó de señalar sino las virtudes que se refieren a la vida civil, en que se determina perfectamente la sujeción de unos miembros a otros conforme a la justicia legal. Pero la humildad, como virtud especial, considera principalmente la sujeción del hombre a Dios, en cuyo honor se humilla sometiéndose incluso a otros» (Sum. Th 2-2 g161 al ad5). Así, pues, desde la perspectiva del sometimiento a Dios, se puede comprender mejor el sentido más profundo de la humildad y, por tanto, de la s. como insumisión a Dios, como intento de desligarse de su dependencia. Mientras el humilde refiere y subordina a Dios todas las cosas, el soberbio pretende ser el autor de las cualidades y bienes que posee: «el principio de la soberbia es apartarse del Señor y tener alejado el corazón de su Hacedor» (Eccli 10,12).
     
      Desde la perspectiva de oposición de la s. a la humildad S. Tomás examina las relaciones del hombre con Dios. La reverencia y la sujeción del hombre a Dios son rasgos esenciales de la humildad (ib. 2-2 g161 a2 ad3). Inversamente «la soberbia se opone a la humildad, que busca directamente la sumisión del hombre a Dios, y se opone tratando de suprimir esa sujeción en cuanto se eleva sobre las propias fuerzas y sobre la línea marcada por la ley de Dios» (ib. g162 a5). Desde este punto de arranque se comprende claramente el pecado del soberbio: «La soberbia nos hace despreciar a Dios por no querer someternos a su autoridad y 'a su ley» (ib. g162' a6; cfr. 1-2 q84 a2 ad2). De ahí que la s. se distinga propiamente de cualquier otro pecado. Es cierto que todo pecado encierra un cierto menosprecio de Dios, pero la s. lo tiene de un modo singular. Los demás pecados alejan al hombre de Dios, llevado de la ignorancia, la flaqueza o el apetito de algún otro bien; en cambio la s. lleva a despreciar a Dios por no querer someterse a ta. S. Tomás cita a Casiano: «Si bien todos los vicios nos alejan de Dios, sólo la soberbia se opone a pl» (De coen. inst., 12,7: PL 49,434-435); a ello es debido «la resistencia que Dios ofrece a los soberbios» (Sum. Th. 2-2 8162 a6).
     
      La inteligencia tiene un papel relevante en la génesis de la s., dado que es un juicio falso de la mente lo que condiciona el movimiento desordenado del apetito. Por eso, igual que se puede decir que la humildad es verdad y sinceridad, la s. es mentira y falta de sinceridad (v.). «La razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el «seréis como dioses» (Gen 3,5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios» (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 8 ed. Madrid 1974, n° 6). Pero ello no obsta para que sea en la voluntad y en el apetito donde residen tanto la s. como la humildad. La excelencia, afirma Santo Tomás, es un bien arduo; de ahí que sea en el apetito irascible -tanto en sentido propio, como en el ampliodonde se debe situar la s. (ib. g162 a3).
     
      Clases de soberbia y vicios afines. La clasificación de S. Gregorio, transmitida a través de Pedro Lombardo, llegó a S. Tomás, quien la adopta y hace objeto de una elaboración teológica. El objeto de la s. es la propia excelencia, fuera del margen de la recta razón. Ahora bien, como la excelencia procede de algún bien recibido, podemos considerar este bien desde diferentes puntos de vista: según la posesión del mismo bien, según la causa por la que se posee, o según el modo de poseer.
     
      A medida que sea mayor el bien poseído, mayor será la excelencia, y, en consecuencia, cuando uno se atribuye un mayor bien que el que posee, su apetito tiende desordenadametite a la propia excelencia y cae en la especie de s. que llama S. Gregorio «jactancia de poseer cosas que no se tienen». Si tomamos en consideración la causa, entonces será más excelente poseer un bien por propio derecho que recibido de otro. Esta excelencia puede dar lugar a otras dos clases de s., según considere el hombre el bien recibido como obra propia, o como premio a sus méritos. Es lo que se indica en la clasificación gregoriana como «creerse que los bienes recibidos de Dios los poseemos por derecho propio», o que «al menos los hemos merecido». Finalmente, como es de mayor excelencia poseer un bien de manera singular y propia, de ahí se puede originar una nueva forma de s.: «El desprecio de los demás, con ansia de que todos nos miren a nosotros» (Sum. Th. 2-2 gl62 a4).
     
      Aunque puede decirse que la s. es la madre y raíz de todos los vicios y pecados, hay tres de los que lo es deuna manera específica: la vanagloria, la ambición y la presunción que, sin embargo, se distinguen en ella: La s. no se identifica con la vanagloria (v. VANIDAD), sino que es su causa. La s. busca la propia excelencia, y la vanagloria busca la manifestación de esa excelencia (Sum. Th. 2-2 g162 a8 ad3; cfr. gl32). La s. se distingue de la ambición (v.) -apetito desordenado del honor- por su distinto objeto. El honor difiere de la gloria, ya que por el honor damos testimonio de la excelencia de alguno de una manera absoluta; por otra parte, la gloria es efecto del honor y la alabanza. También conviene diferenciarla de la presunción (v. ESPERANZA), que tiene su origen en la s. pero cuyo objeto es intentar hacer lo que trasciende la capacidad y posibilidades del propio sujeto.
     
      Efectos. «Cuando el orgullo se adueña del alma, no es extraño que detrás, como en una reata, vengan todos los vicios» (J. Escrivá de Balaguer, Humildad (Homilía), Madrid 1973, 11). Madre de todos los vicios, lo es especialmente de la presunción, ambición y vanagloria como ya se dijo. Pero son innumerables, ya que todo pecado tiene su origen en la s., el peor de los males. La s. lleva a convertir equivocadamente la propia persona en el centro del universo (egocentrismo). El egoísmo, amor falso y exagerado de uno mismo, lleva a una verdadera idolatría del «yo», que se erige en medida de las relaciones con todas las demás personas y cosas, en meta de todos los esfuerzos propios. El egoísta sólo obra por intereses personales, que coloca por encima de los bienes eternos y de los de las personas que le rodean, a las que sólo utiliza como instrumentos: todo lo valora para ventaja exclusiva de su autoafirmación; «Amor su¡ usque ad contemptum Dei», amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, dice S. Agustín (De Civitate Dei, 18,28).
     
      La s. dispone a la lujuria (v.); desprecia a los demás llegando incluso a la cólera, porque el soberbio juzga como ofensa toda contrariedad a su propia determinación. El soberbio excluye la misericordia porque considera a los hombres como malos. «El soberbio intenta inútilmente quitar de su solio a Dios, que es misericordioso con todas las criaturas, para acomodarse él, que actúa con entrañas de crueldad» (J. Escrivá de Balaguer, ib.). De ahí que juzgue que los demás sufren justamente, dada su perversa conducta (cfr. Lc 18,11; lo 9,34, etc.). Lleva a la dureza de corazón y a la intransigencia con los demás.
     
      La desobediencia también es fruto de la soberbia. El acto de la desobediencia puede hacerse por desprecio del mismo precepto o por el hecho de estar impuesto por Dios. En el primer caso se peca por desobediencia; por s. en el segundo. Por consiguiente, sería más acertado afirmar que la s. se muestra por actos de desobediencia, que considerar la desobediencia como efecto propio de la soberbia.
     
      También puede darse una relación muy próxima de causa a efecto entre la s. y el pecado de infidelidad. Se desdeña someter la inteligencia al magisterio de Dios y de su Iglesia. La s. impide el conocimiento de la verdad, en cuanto que suprime la causa del mismo. Igual acontece, según S. Tomás, con el conocimiento afectivo, viciado por la s. (ib. gl62 a3 adl). «La infidelidad nace de la soberbia, por la cual el hombre no somete su entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres» (ib. q10 al ad3). Asimismo, hay una relación muy directa de la s. con la mentira y la falta de sinceridad (v.).
     
      Malicia. Fue el pecado de Satanás y de nuestros primeros padres. En su forma completa, como insumisión del hombre para con Dios, es de suyo pecado grave, el más grave de todos los pecados. La razón es la siguiente: en todo pecado hay conversión a un bien finito y una aversión al bien infinito. Así, pues, en virtud de la aversión, la s. es gravísima. En los otros pecados, el hombre se aleja de Dios llevado de la ignorancia, flaqueza o apetito de algún otro bien aparente; en cambio, la s. hace despreciar a Dios por no querer someterse a su autoridad. La s. se dirige inmediatamente contra Dios. La razón de ser el pecado más grave está precisamente en que supera a los demás pecados en la aversión, que es el elemento formal del pecado.
     
      Existe también una s. incompleta en la que la desordenada estima de uno mismo no se opone a la debida sujeción a Dios, como origen y fin de todas las cosas. Constituye generalmente pecado leve, aunque por el incumplimiento de otras obligaciones o por la injuria que se infiere al prójimo puede llegar a pecado grave.
     
      La s. puede agravar la maldad de otros pecados. «Considerando su aspecto de aversión, es el mayor de todos, ya que incluso la infidelidad crece en maldad si procede de desprecio a Dios y no de ignorancia o debilidad» (Sum. Th. 2-2 8162 a6 ad2).
     
      Remedios. En primer lugar el lograr un conocimiento propio (v. EXAMEN DE CONCIENCIA) íntimo y plenamente sincero, que lleva a vivir la virtud de la humildad (v.). A la vez, ayuda a vencer la s. la consideración de la excelencia divina, máxime si se contrasta con la sincera observación de las miserias del hombre (cfr. Eccl 10,9; Is 40,6). Es de gran utilidad la meditación de la humildad vivida por Cristo, «que se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Philp 2,8). De este modo, con la verdadera humildad se vence la s., que constituye una de las tareas morales más importantes y difíciles de la vida cristiana porque la s. se disfraza de los más variados ropajes y trata incluso de arruinar hasta la misma virtud. No es de menor importancia para poder luchar con eficacia contra ella el detectar las manifestaciones ordinarias de s.: «Oímos hablar de soberbia, y quizá nos imaginamos una conducta despótica, avasalladora: grandes ruidos de voces que aclaman y el triunfador que pasa, como un emperador romano, debajo de los altos arcos, con ademán de inclinar la cabeza, porque teme que su frente gloriosa toque eJ blanco mármol.
     
      Seamos realistas: esa soberbia sólo cabe en una loca fantasía. Hemos de luchar contra otras formas más sutiles, más frecuentes: el orgullo de preferir la propia excelencia a la del prójimo, la vanidad en las conversaciones, en los pensamientos y en los gestos; una susceptibilidad casi enfermiza, que se siente ofendida ante palabras y acciones que no significan en modo alguno un agravio» (J. Escrivá de Balaguer, ib.).
     
     

V. t.: AMBICIÓN; HUMILDAD; PECADO; VANIDAD; VICIO. BIBL.: T. DEMAN, Orgueil, en DTC 11,1410-1434; C. ANTOINE, Égoisme, en DTC 4,2224-2230; A. LANZA, P. P'ALAZZINI, Principios de Teología Moral, 11, Madrid 1958, 146-148; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1944, 439448; A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, París 1960, no 43; 143-147; 536-552; D. PRÜMMER, Manuale Theologiae Moralis, I, Barcelona 1960, 283-288; B. BAUR, En la intimidad con Dios, 9 ed. Madrid 1973, cap. VII y XI; S. JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, 5 ed., Madrid 1964, 542-544; LUIS DE GRANADA, Guía de pecadores, 10 ed. Madrid 1957, 492; S. TERESA DE JESÚS, Obras completas, 5 ed. Burgos 1954, 801; S. FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, 12 ed. Madrid 1958, 115117. V. t. bibl. de HUMILDAD.

 

D. RAMOS LISSÓN.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991