SINCERIDAD


Definición. En sentido amplio, la s. se identifica con la veracidad (v.), virtud por la que el hombre se manifiesta al exterior en palabras y hechos tal como es interiormente, según lo exigen las relaciones humanas (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 8109 a3 ad3). El recto orden de las cosas exige efectivamente que las palabras y acciones sean conformes a la realidad que expresan, como el signo se adecua a la cosa significada: esto es función de la veracidad, que establece tal conformidad, por lo que se considera una virtud especial (ib. a2). En esta significación, la s. es parte de la justicia (v.): el carácter social del hombre hace que éste deba a los demás cuanto es necesario para la conservación de la sociedad; ahora bien, es necesario para tal convivencia humana dar mutuo crédito a las palabras y creer que nos dicen la verdad; y en este sentido la virtud de la s. tiene cierta razón de «debido» o de justicia (cfr. ib.).
     
      Llevando al plano sobrenatural estas exigencias, Cristo enseña que la manifestación por parte del hombre de sus propias ideas o pensamientos se haga según verdad: «Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no; que lo que pasa de esto, de mal principio proviene» (Mt 5,37). Naturalmente, esta manifestación está regulada por la virtud de la prudencia (v.), que indicará en cada caso el cómo y el cuándo, sin confundir la s. con la ingenuidad imprudente o con la doblez (v. DISCRECIÓN). Esta s. es particularmente necesaria cuando se trate de manifestar la verdad de la fe ante los demás hombres, cuando el hombre deba dar testimonio de su fe con hechos o con palabras; no cabe entonces una prudencia humana que busque eludir la obligación del cristiano de confesar su fe: en este caso, la virtud sobrenatural tiene unas exigencias divinas que no pueden soslayarse con razones humanas, ni siquiera ante las perspectivas de un acto heroico que llegue hasta el martirio: «a todo aquel que me reconociere y confesare delante de los hombres, yo también le reconoceré delante de mi Padre, que está en los cielos. Mas a quien me negare delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 10,32-33).
     
      Sin embargo, en el lenguaje ascético, se habla de s. en un sentido más restringido, refiriéndose a la veracidad y autenticidad del hombre en sus íntimas y personales relaciones con Dios, que pasan a través de un justo y objetivo conocimiento propio (v. HUMILDAD). Es sincero el hombre que conociendo su condición, sus cualidades y defectos, los reconoce en su verdadera entidad y se comporta consecuentemente: cualidades recibidas de Dios, limitaciones de la condición humana y miseria propia procedente del pecado original y de los pecados personales; reconocimiento que no desconoce tampoco la gracia recibida de Dios, y que le lleva a buscar con más intensidad su dependencia y necesidad de Dios. En este sentido, se habla de una s. de vida, que presupone y se apoya en esta virtud como la principal cualidad de la conciencia (v.), testimonio íntimo de la propia conducta, de la que el hombre ha de responder ante Dios: «porque toda nuestra gloria consiste en el testimonio que nos da la conciencia, de haber procedido en este mundo con sencillez de corazón, y sinceridad delante de Dios» (2 Cor 1,12).
     
      Importancia. El hombre ha sido creado a imagen v semejanza de Dios, con capacidad para conocer y amar a su Creador, y ha sido constituido por Dios señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios. Por Revelación divina sabemos también que el hombre caído ha sido redimido por Cristo, que le llamó a un fin más alto, haciéndolo hijo de Dios. Cristo es «el Camino, la Verdad y la Vida», que vino a «dar testimonio de la verdad», y libró a los hombres de la esclavitud del pecado y del demonio, «padre de la mentira» (cfr. lo 8,31 ss.); Él dice: «si perseveráis en mi doctrina, seréis discípulos míos, y conoceréis la verdad: y la verdad os hará libres» (lo 8,31-32). Luego toda la vida del hombre debe estar orientada por la búsqueda sincera de esta doctrina de Cristo, del orden querido por Dios para llegar al fin; orden que está en la ley natural y en la Ley evangélica. Todo el conjunto de normas morales son, pues, medios necesarios, y en consecuencia obligatorios, para que la criatura humana pueda alcanzar su auténtico fin. Su obligatoriedad nace de unas relaciones objetivas, reales, establecidas por la Sabiduría y Providencia divinas.
     
      Sin embargo, esas leyes no se imponen al hombre directa y externamente, con la fuerza de lo irresistible, como una coacción: Dios quiere que le obedezcamos no como animales irracionales, sino como seres inteligentes, que gozan de una voluntad libre regalada por su Creador. La obligatoriedad de la norma moral llega al hombre a través de su conciencia, que descubre y discierne en concreto la bondad o maldad de las cosas, señala un deber objetivo a nuestra conducta subjetiva, hace que nos sintamos obligados a poner o a evitar una determinada acción. Por esta razón, es imprescindible que la primera cualidad de la conciencia sea la veracidad, la s.: debe reflejar efectivamente en cada caso los planes divinos para el hombre; esta s. le lleva en primer lugar a conocer la ley moral -ley natural y Ley evangélica-, confiada a su Iglesia en depósito para que la custodie, declare e interprete sin posibilidad de error, de modo que lo tengamos siempre como guía segura e infalible para conocer la voluntad de Dios; y juntamente, la s. se dirige al objetivo conocimiento de las propias acciones, para que se acomoden a esa ley moral, y eventualmente para enderezarlas cuando sea necesario.
     
      En el caso de que la acción humana no esté de acuerdo con la Voluntad de Dios, el hombre tiene también medios eficaces para rectificarla: la contrición (v.) y el sacramento de la Penitencia (v.). Dios, que conoce la debilidad humana, ha previsto los medios para subsanarla, pero exige siempre una actitud de s.: «si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos, y no hay verdad en nosotros. Pero si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es él, para perdonárnoslos y lavarnos de toda iniquidad. Si dijéramos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso,- y su palabra no está en nosotros» (I lo 1,8-10). En la Confesión, la s. es tan vital que si el hombre no reconoce objetivamente su culpa no puede recibir la gracia; no es, pues, una actitud ante una persona, el confesor, sino ante el mismo Dios, en cuyo nombre actúa el sacerdote: la posición contraria sería tan estéril como la del que «acudiendo a la consulta del médico para ser curado, perdiera el juicio y la conciencia de a qué ha ido, y mostrase los miembros sanos ocultando los enfermos. Dios -sigue S. Agustín- es quien debe vendar las heridas, no tú; porque si tú, por vergüenza, quieres ocultarlas con vendajes, no te curará el médico. Has de dejar que sea el médico el que te cure y vende las heridas, porque él las cubre con medicamento. Mientras que con el vendaje del médico las llagas se curan, con el vendaje del enfermo se ocultan. ¿Y a quién las ocultas? Al que conoce todas las cosas» (Enarr. in Ps 31,2,12).
     
      Y, finalmente, podemos decir que esta virtud es particularmente importante para quien desea llevar una dirección espiritual (v.) eficaz. Precisamente, un aspecto central de esta práctica cristiana será la de ayudar al interesado a descubrir sus propias disposiciones interiores con plena s., superando los obstáculos que directa o indirectamente el hombre pone a conocerse tal como es (cfr. J. Escrivá de Balaguer, Camino, 27 ed. Madrid 1973, n° 64 y 65).
     
      Formación de la sinceridad. Dada su importancia, el cristiano debe esforzarse para adquirir esta virtud paso a paso, con la ayuda de la gracia y con el ejercicio personal necesario. Pero no es una tarea fácil: para juzgar rectamente de la moralidad de nuestras acciones no basta tener doctrina, es necesario aplicarla rectamente a las circunstancias particulares. Y aquí, en la valoración moral de una acción entran en juego otros elementos de diversa índole. Es posible poseer toda la ciencia, ser un docto tratadista de moral en abstracto, y en cambio, cuando entra en juego la propia vida y hay que cargar con las consecuencias prácticas de aquella doctrina, eludirlas, no por falta de luz sino de virtudes morales, que den la fuerza necesaria. No hay que olvidar que el pecado original -aun perdonado por el Bautismo- y los pecados personales dejan en el hombre la tendencia a ver las cosas propias según las disposiciones morales, con lo que se dificulta el objetivo conocimiento propio.
     
      La raíz de esta actitud está en la soberbia (v.), origen del pecado original y de todo pecado personal, que actúa en una doble dirección: de una parte, al hombre le resulta difícil someterse a Dios, reconocer su dependencia y las exigencias que ésta comporta; y de otra, le resulta aún más trabajoso reconocer que ha obrado mal y rectificar. Ciertamente puede decirse que «sólo Dios es veraz y mentiroso todo hombre» (Rom 3,4). Si esta actitud de soberbia se extiende, las dificultades originarias toman cuerpo en nuevas disposiciones morales, que hacen cada vez más difícil la objetividad consigo mismo: el alma que no quiere reconocer sus faltas, ante la discordancia entre sus acciones y una determinada norma, busca la excusa de sus errores, la autojustificación; y si persiste en ese camino, llega a la ceguera, a la obnubilación interior, y con ella a la sordera: no quiere escuchar, porque eso también obligaría a rectificar. «No quisiera que ignoraseis, hermanos míos -dice S. Bernardo-, de qué modo se baja o, por mejor decir, se cae en estos caminos. El primer escalón es el disimulo de la propia flaqueza, de la propia iniquidad y del propio fracaso, cuando, perdonándose el hombre a sí mismo, autoconsolándose, se engaña. El segundo escalón es la ignorancia de sí, porque después de que en el primer grado cosió el despreciable vestido de hojas para cubrirse, ¿qué más lógico que no ver sus llagas, especialmente si las ha tapado con el solo fin de no poderlas ver? De esto se sigue que, ulteriormente, aunque se las descubra otro, defienda con tozudez que no son llagas, dejando que su corazón se abandone a palabras engañosas para buscar excusas a sus pecados» (In Ps. XC serm., II,8). La obnubilación de la conciencia hace posible la justificación de ulteriores disposiciones y actos malos, hasta hacerse con una moral subjetiva donde caben todas las aberraciones, y con la que se quiere incluso convencer a otros para sentirse más seguro en la propia actitud.
     
      Es, pues, necesaria una actitud de humildad (v.) para crecer en el propio conocimiento con s.: «Bienaventurados los que pueden decir con verdad: `nuestra gloria es el testimonio de nuestra conciencia'. Pero eso no lo puede decir sino el humilde... El arrogante y soberbio... no puede engañar ni evadir el juicio del que escudriña las entrañas y los corazones, puesto que de Dios nadie se puede burlar» (S. Bernardo, De las costumbres y oficios de los obispos. 6,21). Esto se logra, de un lado, a través de un, periódico examen de conciencia (v.), en el que no sólo se vean en su justo valor las propias acciones, sino que sea ocasión para purificación de la conciencia de cara a Dios, por medio de la contrición. Y juntamente, será de gran utilidad la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, en el que el alma debe encontrarse personalmente con Dios en actitud de plena s., para buscar no sólo el perdón sino la fortaleza y luces nuevas para progresar en la virtud: «La profundidad del pozo de la miseria humana es grande -dice S. Agustín-; y si alguno cayera allí, cae en un abismo. Sin embargo, si desde ese estado confiesa a Dios sus pecados, el pozo no cerrará su boca sobre él... Hermanos, hemos de temer esto grandemente... Desdeñada la confesión, no habrá lugar para la misericordia» (Enarr. in Ps. 68,1,19).
     
      Todo esto explica también que para lograr la plena s. con Dios sea de gran utilidad la práctica de la dirección espiritual, como ya se dijo: si nadie es buen juez en propia causa, es lógico que el cristiano busque la ayuda de una persona, con experiencia y con gracia especial de Dios para ayudar a las almas, que le vaya descubriendo los repliegues interiores en los que él solo se escondería con facilidad. De donde se deduce igualmente que en la educación y formación de los jóvenes ocupe un lugar importante la formación de esta virtud a través de una acción constante de claridad y objetividad de los padres y de los educadores.
     
      Buscar la verdad con una conciencia pura y amar la verdad en la vida puede presentarse como un programa duro, inalcanzable a las fuerzas humanas. Por eso, la aspiración a la s. de vida ha de cimentarse en la gracia divina, que eleva al hombre a un nuevo plano de vida: sin sorprenderse de que aflore en él la resistencia a la verdad y al crecimiento de la vida sobrenatural, se asienta en la fe, en la convicción firme de que es Cristo quienle llama a recorrer este camino: «Padre santo, santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, también yo los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo: para que ellos sean también santificados en la verdad» (lo 17,17-19).
     
     

V. t.: VERACIDAD; SENCILLEZ; MENTIRA; RESTRICCIÓN MENTAL. BIBL.: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 2-2 gq109113; J. MAUSBACH, G. ERMECKE, Teología Moral Católica, III, Pamplona 1974, 602-620; A. Royo MARÍN, Teología de la perfección cristiana, Madrid 1955; J. ORLANDIS, El espíritu de verdad, Madrid 1961; J. A. GARCÍA-PRIETO, Sinceridad de vida, Madrid 1972; R. JOLIVET, Essai sur le probléme et les conditions de la sincérité, Lyon-París 1951.

 

I. J. DE CELAYA Y URRUTIA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991