Signo y Significación. Sagrada Escritura
En su diálogo con los hombres, Dios utiliza todos
los medios de expresión. Algunos son propios y únicos de su Omnipotencia, como
los milagros, o como determinadas inspiraciones o movimientos interiores, por
los que puede comunicarse a un hombre sin necesidad de palabras ni de otros s.
(para la inspiración bíblica, p. ej., v. BIBLIA III). Pero Dios también utiliza
todos los recursos que el ingenio humano ha conseguido para comunicarse con los
demás; entre esos medios están los s. de todas clases. Muchas veces las palabras
no agotan todo el contenido del pensamiento y se hace preciso recurrir a otros
s., o a símbolos que en una cosa manifiestan lo que queremos decir. En el
lenguaje de Dios hay multitud de s. por los que se comunica con los hombres.
Para los que tienen el corazón limpio toda la creación es un gran s. de Dios.
Pero hay s. ante los que es fácil rehuir el significado. Por eso Dios es a veces
terrible en el uso de sus s., siendo entonces una obcecación y ceguera el no
querer comprender su significado.
1. Dios y el signo. S., en hebreo ót y en griego sémeion, es una palabra que se
usa frecuentemente en la Biblia. Está estrechamente ligada al prodigio, al hecho
milagroso; pero su contenido religioso rebasa el mero desafío de las leyes de la
naturaleza. Su función primordial radica en que sirve como medio de comunicación
adaptado a la inteligencia de los hombres. Por eso hay s. que no son prodigios.
Así la circuncisión (v.) es señal o s. de la Alianza entre Yahwéh y Abraham (Gen
17,11). También el sábado (v.) es puesto como señal perpetua para los hijos de
Israel, «porque en seis días hizo Yahwéh el cielo y la tierra y el séptimo
descansó» (Ex 31,17). Otras veces el hombre mismo viene a ser señal de lo que
Dios quiere decir: «Isaías lo hizo así, y andaba desnudo y descalzo». «Entonces
dijo Yahwéh: Así como mi siervo Isaías anda desnudo y descalzo hace tres años
(señal y presagio contra Egipto y contra Etiopía), así el rey de Asiria a los
prisioneros de Egipto y a los cautivos de Etiopía, jóvenes y viejos, los
conducirá desnudos y descalzos y con las posaderas descubiertas, vergüenza para
Egipto» (Is 20,3).
El lenguaje de la Biblia es con frecuencia fuertemente expresivo, de gran
plasticidad. En él, el s. no solamente significa sino que actúa. «En efecto, a
diferencia del helenismo platónico para el que no es posible el encuentro entre
la imagen y la realidad porque se sitúan en planos paralelos, el pensamiento
hebreo no admite la separación entre el mundo material y el mundo del espíritu,
surgido el uno y el otro del pensamiento y de la voluntad de Dios. Dios puede a
su arbitrio establecer una comunicación entre ellos. Puede incluso hacer que la
realidad contenga y realice lo que significa» (P. M. de la Croix, o. c. en
bibliografía, 37).
El s. sella con lo divino al hombre, a las cosas o a las palabras. Es la
garantía que ratifica la autenticidad del enviado. Moisés (v.) teme volver de
nuevo a intervenir en la vida del pueblo hebreo, no le harán caso; y Dios le
entrega tres s. que le darán autoridad en el desempeño de su misión (Ex 4,1-5).
Los prodigios, en cuanto señales, suelen llevar consigo la explicación por parte
del enviado de Dios (1 Reg 18,27-36). Esta subordinación como prueba divina es
lo que distingue al s. de la magia (Ex 7,12). Por eso en el A. T. hay dos
momentos en los que se prodigan de modo especial' los s.: en la promulgación de
la antigua Alianza con Moisés y en su restauración en tiempos de Elías y Eliseo,
y en el N. T., cuando Cristo, como nuevo Moisés, promulga la Alianza nueva con
su pueblo. Fases de la historia de la salvación en que la asistencia protectora
de Dios se hace más necesariamente sensible.
Es cierto que no sólo los milagros (v.) sirven a Dios como s., pero
ordinariamente, queriendo respetar la libertad humana que Él mismo ha creado, es
el medio más eficaz que Dios usa para manifestarse a los hombres. Estos s.
revelan su poder, su gloria, su trascendencia y santidad (Ex 15,1.7.11; Num
14,22; Ps 77,14; Lev 10,3). El pueblo posexílico exclama con Sirac: «renueva los
prodigios y repite los portentos...» (Eccli 36,5). El Mesías (v.) es consciente
de que su misión ha de ser ratificada con el cumplimiento de las profecías (v.).
El evangelista Mateo salpica constantemente sus textos con referencias,
explícitas o tácitas, del A. T. Narra cómo responde Jesús a la embajada del
Bautista que le pregunta si es Él el que ha de venir: «Id y contar a luan lo que
habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan...» (Mt 11,4-5). El milagro
ratifica su poder de perdonar pecados (Me 2,10), atestigua su misión (Me 1, 44;
5,43, 7,36), su poder sobre el sábado (Me 3,4), su autoridad de enviado del
Padre lo 10,36). Él mismo se impone como el s. primero y sólo necesario (lo
20,23). No podemos aislar los s. de la palabra de Cristo, aquéllos confirman a
ésta, y ésta sirve de criterio para discernir los s. (Mc 13,22; Mt 7,22).
Estos s. son por otro lado el principio de los bienes mesiánicos, como las arras
de los esponsales de Cristo con su Iglesia. Jesús, lleno de misericordia por el
dolor de los hombres, hace retroceder la enfermedad, la muerte, la hostilidad de
la naturaleza frente al hombre (Le 7,13; Mt 20,34). En el caso de los
endemoniados, sobre todo, es cuando los clamores de la victoria de Cristo sobre
Satán comienzan a resonar de modo especial. Ya en el desierto el enemigo había
sido derrotado. Cristo apelará a este s. como prueba de que está presente el
Reino de Dios (v.) (Mt 12,28). El caso de la liberación de un endemoniado es la
señal de que Jesús es el más fuerte (Le 11,22).
El salmista canta los prodigios maravillosos de Yahwéh. Todos ellos son la señal
evidente del gran amor de Dios (Ps 145,9). Cristo en la cruz será el s.
definitivo de este inmenso e incomprensible amor (lo 3,16), la nueva serpiente
levantada como s. eficaz para que todo el que la mire con ojos de fe sea salvo
(lo 3,14; Le 23,42-43). Jesucristo, Verbo encarnado, es el s. máximo del amor de
Dios; su humanidad es hecha s. de la divinidad, de modo que en Él s. y
significado máximamente unidos.
2. El hombre ante el signo. Dios se manifiesta a través de los s., es un paso
más en su afán de acercarse a los hombres, de mostrarles su infinito amor. Y
ante esta actitud divina los hombres reaccionan de diversas maneras.
El que acepta la iniciativa divina cree en Dios al contemplar el signo. En Él
confía, en Él espera. El padre de los creyentes es Abraham. Él creyó contra toda
esperanza en la palabra de Yahwéh; él emprendió la loca aventura de abandonar a
los suyos en seguimiento de aquel Dios invisible que le llamaba, esperando,
confiado, que Sara en su vejez y esterilidad le diera un hijo (Gen 15,6; Rom
4,18-22). El s. anima a los hombres en sus relaciones con Dios, siendo como la
señal anticipada de la ayuda indudable del Altísimo. María, la Madre de Jesús,
viene a ser también modelo de los creyentes, aceptando humilde el mensaje
angélico (Le 1,45). Ante el s. es necesaria una actitud abierta y confiada para
poder interpretarlo. Sólo los sencillos comprenderán, los de corazón limpio (Mt
11,25; 5,8).
Ante el s. también se puede adoptar una postura de obcecación y ceguera que
impida entrar la luz en el alma. Dios se quejará de que su pueblo no le crea a
pesar de los s. que ha realizado en su presencia: «¿Hasta cuándo me ultrajará
este pueblo? ¿Hasta cuándo me negará la fe, después de todos los prodigios que
he hecho en medio de ellos?» (Num 14,11). Israel en el desierto tienta
continuamente a Yahwéh, es un pueblo de dura cerviz; esa actitud de orgullo y de
cerrazón va a repetirse ante la nueva teofanía de Dios en el Verbo encarnado (lo
5,36). Hay momentos en los que también Cristo se lamenta amargamente de la
incredulidad de los judíos: « ¡Generación incrédula! , ¿hasta cuándo os he de
soportar?» (Me 9,19). El orgullo les impide ver (lo 5,16; 7, 49.52), el espíritu
de celotipia (lo 12,11). Muchos han visto en esta cerrazón obstinada a la
revelación de Cristo el pecado contra el Espíritu Santo, el único que no se
perdona (Mt 12,32). Tienen el corazón endurecido, reclaman los s. para tentar a
Jesús (Mt 16,1), su disposición es la misma de Satanás frente a Cristo en el
desierto (Mt 4). Ellos atribuirán al mismo demonio el triunfo de Jesús sobre los
endemoniados (Me 3,22). Los s. son indescifrables para ellos. «Esta generación
mala y adúltera pide un signo, y no le será dado otro signo que el del profeta
Jonás» (Mt 12,39). También la resurrección (v.) de Jesús, el s. máximo de su
manifestación como Dios, será mal interpretado. Ante el poder del Mesías sobre
la muerte, la única solución es hacerle desaparecer porque «hace muchos signos y
el pueblo se va tras él» (lo 11,47). Ellos, que sabían leer en los colores del
atardecer, no eran capaces de distinguir los s. de los tiempos (Mt 16, 12-13).
Pero la actitud de rebeldía ante los s. de Dios tiene consecuencias terribles.
Simón dice a María: «he aquí que este niño está destinado para ser caída y
resurgimiento de muchos en Israel; será signo de contradicción...» (Le 2,34).
El apóstol y evangelista San Juan, después de muchos años de contemplación y de
vida en la Iglesia, expone hondamente el significado de la vida de Cristo, el
«signo» del Padre («tanto amó Dios al mundo que le dio su único Hijo»: lo 2,16).
Ya desde el comienzo alude a la nueva creación: En arjé, «En el principio», son
las mismas palabras con que comienza el Génesis. Y lo mismo que el relato de la
primera creación (v.), el de la segunda se inicia con una semana. Día primero en
1,19; día segundo en 1,29; tercero en 1,35; cuarto en 1,23; luego tres días en
2,1. En este séptimo día «dio Jesús principio a sus milagros, manifestó su
gloria y creyeron en Él sus discípulos» (lo 2,11). El número siete, de gran
valor simbólico en el lenguaje bíblico (v. NÚMERO II), es usado con frecuencia
en la narración joannea. Así Juan selecciona el relato de siete milagros: en las
bodas de Caná (2,1-11), la curación del hijo del cortesano (4,47-54), la del
paralítico (5,1-15), la multiplicación de los panes y de los peces (6,1-15), la
marcha sobre las aguas (6,16-21), la curación del ciego de nacimiento (9,1-41) y
la resurrección de Lázaro (11,1-46). Los testimonios son también siete: el del
Bautista (1,29-36), el de los discípulos (1-2), el del Padre (5,37), el del Hijo
(8,14), el de sus obras (5,36), el de la Escritura (5,39) y del Espíritu (1,33;
15,26). Del mismo modo selecciona siete declaraciones que Cristo hace de sí
mismo: Yo soy la Luz del mundo (9,5), yo soy la Puerta (10,7), yo soy el Buen
Pastor (10,11), yo soy la Resurrección (11,25), yo soy el Camino, la Verdad y
Vida (14,6), yo soy la verdadera Vid (15,1).
Juan, en el alto vuelo de su contemplación, ve en el momento de la crucifixión
de Jesús la hora de la exaltación, el momento de la glorificación suprema. Por
eso, a diferencia de los sinópticos, evita todo lo que de humillante puede haber
en ese momento, o no se entretiene en ello; no dirá nada de las burlas y
desprecios de la soldadesca; de los ultrajes que se infieren a Cristo sólo nos
hablará de las bofetadas, que más que burla son actos de repulsa. La parte
central de la narración está en el pretorio; esta sección (18,28-19,16) está
construida con un mimo especial. Son siete escenas divididas por las entradas y
salidas de Pilatos, y construidas en un perfecto chiasrno, construcción
literaria semita que narra en círculos concéntricos y deja en el centro lo más
importante del relato. Así en 19,1-3, parte central, se corona al rey y se le
saluda como tal. La pasión en Juan es una marcha triunfal de Cristo hacia el
trono de la cruz, primer paso ascensional en el camino glorioso hacia el Padre.
Así muestra cómo el Verbo hecho carne y crucificado es el «signo» escogido por
Dios desde toda la eternidad para la salvación de los hombres, y más que «signo»
es la misma salvación.
Los s. en el Evangelio de San Juan suelen ir acompañados de un largo discurso
que los explica mostrando diversos aspectos del poder de Cristo. Con los s.
Jesús purifica (2,6), perdona (5,14), vivifica (6,35), ilumina (9,5), resucita
(11,25). Los milagros son dados por el Padre al Hijo (5,36), manifestándose la
íntima unidad que existe entre ellos (5,17; 10,37; 14,9). Por eso el que ve al
Hijo ve al Padre (14,9), elevándose a sí a una alta contemplación trinitaria.
Cuando Cristo sube a los cielos enviará al Espíritu Santo, que transformará a
los Apóstoles hasta lanzarlos con brío a difundir el Reino por toda la tierra.
La profecía de Joel se cumple (Act 2,12.16) y los prodigios y señales, los s. de
Dios omnipotente, se repiten avalando las palabras de los heraldos del Reino.
Los s. tendrán un doble valor salvífico y apologético, serán el medio para
distinguir los verdaderos de los falsos Apóstoles (Act 8,9,24; 13,4-12). El
Espíritu actuará impetuoso a través de ellos (1 Thes 1,5; 1 Cor 2,4; Rom 15,19).
En 2 Cor 12,12 Pablo afirma que lo característico del apóstol, el s. que debe
acompañarle, está en «la paciencia constante, señales, prodigios y milagros».
Pero todos esos prodigios deben estar subordinados a la edificación de la casa
de Dios, a la enseñanza, a la proclamación del mensaje de salvación (1 Cor
12,28).
Y por encima de todos los carismas, de todos los s., está el de la caridad (v.),
sin la cual todo es como nada (1 Cor 13). Al fin y al cabo será el gran s. que
distinguirá a los verdaderos discípulos de Cristo (lo 13,35). Ese amor que une
será la señal, el s. eficaz que, al lograr unir a todos en uno, hará que el
mundo crea en Cristo como enviado del Padre.
VA.: MILAGRO; SACRAMENTOS; SIMBOLISMO RELIGIOSO I1; TEOFANíA II.
A. GARCÍA-MORENO.
BIBL.: E. MASURE, Le passage du visible á Pinvisible: le signe, París 1953; M.
BUDER, Stationen des Glaubens, Wiesbaden 1956, 20-26; G. SOHNGEN, Wunderseichen
und Glaube, Die Einheilt in der Theologie, Munich 1952, 265-285; P. M. DE LA
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NOGUERA, El milagro, Barcelona 1915; L. MONDEN, El milagro, signo de salud,
Barcelona 1963; V. MARCOZZI, El Milagro, Barcelona 1965; A. LANG, Teología
fundamental, I, Madrid 1966, 261-316; y la de SIMBOLISMO RELIGIOSO II.