SAÚL


En hebreo Sa'itl, deseado; griego Saoúl; Vulgata latina Saul. Hubo diversos personajes bíblicos con este nombre, varios del A. T. (cfr. Gen 36,37-38; 1 Par 1,48-49; Gen 46,10; Ex 6,15; 1 Par 6,9), y uno del N. T.: Saúl fue el nombre judío de S. Pablo (v.) al comienzo de su historia (cfr. Act 7,58; 8,1; 9,1). Pero aparte de este último, el más famoso S. de la Biblia es el primer soberano de los israelitas, que reinó probablemente de 1040 a 1010 a. C., nombrado por Samuel (v.), último juez de Israel, a petición del mismo pueblo (1 Sam 8,5).
     
      El personaje. Según el libro 1° de Samuel, S. era de la tribu de Benjamín (v. ISRAEL, TRIBUS DE), hijo de Quis (1 Sam 9,1). Se le presenta como el hombre más alto y bello de Israel (9,2). Encontró a Samuel cuando iba en busca de unas asnas que se habían extraviado, y éste le ungió por indicación de Dios (10). Como señal de su elección Samuel predijo que S. entraría en trance profético, lo cual se cumplió un poco después en Guibeá (10,10). Así fue la primera designación personal de S., percibida por muy pocos, a diferencia de la segunda, que fue pública. Hay una elección de S. por suertes en Mispá (10,17), aunque algunos no lo aceptaron (11,27). Lo que realmente consolidó su popularidad entre el pueblo fue su brillante victoria contra los ammonitas, enemigos de Israel (11,1-11). Al verlo el pueblo se declaró a una en favor de S., y le proclamaron solemnemente como primer monarca en Guilgal (11,12-15). Para que no se quedara en una manifestación popular sin fondo, Samuel pronunció un discurso recordando al pueblo y al nuevo rey sus obligaciones delante de Dios (12,1-25). Esta fidelidad o infidelidad sería piedra de toque para su reinado y el de todos los reyes que le seguirían.
     
      Aparte de la primera proclamación popular, llegó la verdadera prueba para el rey sacado del anonimato: una invasión masiva de los filisteos (v.) contra los israelitas. Gracias al coraje del hijo de S., Jonatán, se consiguió la victoria y toda la fuerza filistea tuvo que huir delante de los israelitas (1 Sam 14,1-23). Sin embargo, a pesar de la gran victoria, S. perdió la gracia de Dios por no haber esperado a Samuel para ofrecer el sacrificio (13,8-15), aunque poco después tuvo otra oportunidad para ser fiel; Samuel le ordenó subir contra los amalecitas y consagrar todo y todos al anatema. Pero S. y su tropa cometieron el gran error de perdonar al rey Agag y lo más escogido de su ganado, destruyendo solamente lo vil y sin valor (15,9).
     
      Samuel, muy a pesar suyo, le anunció su repulsa por parte de Yahwéh porque no había obedecido (15,22-23). Parece que S. pidió perdón sinceramente, pero el texto bíblico da a entender que fue en vano (15,28).
     
      Al llegar a este punto de gloria terrena (S. había vencido a los moabitas, edomitas, filisteos, ammonitas y amalecitas), su caída empezó definitivamente. Samuel fue enviado por Dios a Belén, a la casa de Jesé, de la tribu de Judá, y allí ungió a David (1 Sam 16,1-13). El primer contacto entre S. y David (v.) fue debido a una extraña enfermedad del primero, quedando David encargado de consolarle con música (16,16). Al principio, S. le tuvo afecto, y le hizo su escudero (16,21). Pero después de su victoria sobre Goliat y las repetidas sobre los filisteos, empezó a tenerle envidia, sobre todo por la popularidad que David había adquirido. De hecho la S. E. narra que esta admiración del pueblo llegó a tal punto que, al volver David de la batalla, las mujeres cantaban a coro: «Saúl mató sus millares y David sus miríadas» (18,7). A pesar de la intercesión de Jonatán en favor de David, la envidia de S. llegó hasta el extremo de querer matarle, pero David salió con éxito de todos los peligros que S. le había puesto (18,27), y terminó casándose con su hija Mikal (18,27). Al final, sin embargo, se vio obligado a huir definitivamente (19,11-16). La persecución de S. a David abarca varios capítulos (22-26) y llega a situaciones dramáticas: p. ej., la matanza de sacerdotes inocentes por parte de S. (22,6-23) y la gran misericordia que David le muestra en dos ocasiones donde le podía haber asesinado. En la primera ocasión, S., siempre inestable en sus emociones y reacciones, rompió a llorar, llamó a David hijo suyo, y reconoció que era más justo que él (24,18). En la segunda, cuando David protesta su inocencia, S. reconoce abiertamente su pecado (26,21).
     
      Pero el final para S. se acercaba. Los filisteos en masa invadieron de nuevo a Israel (1 Sam 28,4); S., desesperado, intentó consultar a Samuel, que ya había muerto, a través de una nigromante. En respuesta sólo recibió la sentencia de su propia muerte (28,16-19). Se cumplió la palabra de Samuel, perdiendo S. y sus hijos ante los filisteos en la batalla de Gelboé (31). Viendo S. que todo estaba perdido, se arrojó sobre su propia espada (31,5). Los filisteos le despojaron y colgaron su cuerpo del muro de Bet-San (31,10). Entonces unos valientes de Yabes, la ciudad que S. había salvado al principio de su reinado, tomaron los cuerpos de S. y sus hijos, y los enterraron piadosamente (31,13). Al enterarse David del acontecimiento, entonó una elegía por S. y Jonatán, su amigo íntimo, una de las poesías más conmovedoras del A. T. (2 Sam 1,19-27). Después de un cierto tiempo todas las tribus aclamaron rey a David (2 Sam 5,1).
     
      Es S. una de las figuras más trágicas del A. T.: hombre fundamentalmente bueno, se dejó influir por las circunstancias y su propio carácter inestable. Reconoció sus culpas, pero no fue lo suficientemente obediente para llevar cargo tan exigente: ser rey de Israel. Tal vez lo que más se puede decir de él, y así le llama el Eclesiástico, es que fue el «ungido del Señor» (Eccli 46,19), aunque no llegó al valor de sus dos ilustres contemporáneos, Samuel y David.
     
      Alcance de la monarquía. La transición del estado tribal al monárquico fue lenta en Israel comparado con otros pueblos, pero en tiempos de S. se impuso. Se veía claramente la necesidad práctica de una autoridad central, en especial frente a la continua presión de los filisteos; éstos se habían apoderado del Arca de la Alianza (1 Sam 4,10-11) y destruido Silo (v.), el santuario central de todas las tribus. Las medidas de S. que podemos llamar «gubernamentales» fueron la expulsión de los nigromantes y adivinos (1 Sam 28), y el primer establecimiento de un ejército permanente (1 Sam 14,52). Juzgando por las excavaciones en Gabaá (actualmente Tell-el-Fúl, al norte de Jerusalén), la vida de S. como rey fue sencilla y modesta, comparada con las extravagancias de otros reyes orientales de su tiempo.
     
      Aparte de consideraciones históricas, la institución de la monarquía tendría grandes efectos en la vida religiosa del pueblo: con ella se empezó a ver el cumplimiento de la promesa a Abraham, según la cual todas las naciones serían bendecidas en su descendencia (cfr. Gen 15,5; 17,6). Con un poder unido y extenso, los reyes de Israel venían a cumplirla parcialmente y a anunciar un poder todavía más grande: el del Mesías, que debía surgir de la-estirpe de David. Lo que se aprecia concretamente en la vida de S. es la manera como Dios interviene én la historia de su pueblo, tanto en la elección por suerte como en el rito sagrado de la unción. El rey era el representante de Dios y recibía las bendiciones divinas junto con la misión de gobernar el pueblo. Así no' debía ser considerado como un rival de Dios, sino más bien su reflejo en lá tierra. Sin embargo, a lo largo de los siglos, la mayoría de los reyes apostatarían de Dios y llevarían el pueblo a la idolatría (V. REYES, LIBROS DE LOS).
     
      De hecho la figura del rey en Israel sufrió las condenas de los profetas, no sólo por sus abusos (Is 7,10 ss.; ler 21-22), sino _por su misma institución popular (Os 8,4), que también tuvo seria oposición por parte de Samuel en el principio (cfr. 1 Sam 8,6; 10,17 ss.). Pero si la monarquía, en efecto, se asemejó bastante a la vida del primer monarca, S., o sea, llena de luz y sombra, al final del A. T. la figura del rey se elevó a una esperanza mesiánica y escatológica: el rey, hijo de David, será el rey justo, victorioso y pacífico (Zach 9,9 ss.), que vence definitivamente a los malos (Dan 7,17-27). En el N. T. Jesucristo se manifestará como plenitud de aquella promesa, o en palabras de S. Juan, como «Rey de Reyes y Señor de Señores» (Apc 19,16).
     
      V. t.: ISRAEL, TRIBUS DE; HEBREOS I; DAVID; BELÉN.
     
     

BIBL.: L. ARNALDICH, Libros históricos del Antiguo Testamento, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia Comentada II, Madrid 1961; G. RICIOTTI, Historia de Israel, Barcelona 1945, 276-292; E. POWER y H. McKAY, Los libros históricos y Samuel, en Verbum Dei, I, Barcelona 1956, 672-683; 750-801; W. F. ALBRIGHT, A New Campaign of Excavation at Gibeah of Saul, «Bulletin of the American Schools of Oriental Researchn, 52 (1933) 6-12.

 

MICH.AEL GIESLER.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991