Salvación. Teología
 

1. Introducción terminológica y conceptual. S. es la acción de salvar o de liberar de un grave peligro; generalmente de muerte. Se dice que el médico salva al enfermo cuando le cura una enfermedad mortal o le saca de una crisis en la que la vida se tenía en juego. Trasladado el concepto a la teología tiene dos traducciones auténticas: salvar de la muerte del pecado y salvar de la muerte eterna. En el primer caso la s. se llega a tener en este mundo, aunque sin garantía de perpetuidad, puesto que el hombre puede recaer en el pecado y afincarse en él; siempre es una s. que corre el riesgo de poderse perder. La s. en el segundo caso solamente se alcanza en el cielo; y se obtiene con garantía de no perderla nunca. La primera se obtiene con la gracia; la segunda, con la gloria.
Esta s. del mal que es el pecado se predica unas veces de un sujeto común que había caído y estaba necesitado de rehabilitación: el conjunto de los hombres o humanidad. A esta humanidad caída le vino la s. con la venida de Cristo: «el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Le 19,10); y lo salvó mediante el sacrificio redentor (lo 12,32). Por ello la humanidad está en estado de s. desde que la Redención (v.) se consumó. Otras veces se aplica la s. al sujeto concreto e individual que está en pecado. Para esta s. individualizada determinó Dios añadir algo a la venida de su Hijo y a la Redención consumada por El, instituyendo los medios con los que se aplica a cada pecador el valor universal del sacrificio redentor: los sacramentos (v.) y, en su cumbre, la Eucaristía (v.). El Conc. de Trento recuerda que en la cruz se hizo la Redención, y que en la Misa se aplica a los redimidos (Denz.Sch. 1740). Y S. Tomás escribe que «los efectos que la Pasión del Señor hizo en el mundo, los hace en el hombre este sacramento (la Eucaristía)» (Sum. Th. 3 q79 al).
La liberación o s. del mal de la condena eterna se obtiene con la gloria, a la que se llega muriendo con la perseverancia final en la gracia. También tomada la palabra en este sentido se aplica al hombre en su conjunto o como colectividad, que forma en el cielo la Jerusalén celestial (Apc 12), y al hombre individuo, que es Pablo (1 Cor 13,12), Juan (1 lo 3,2) o cualquiera de nosotros, muerto en estado de gracia.
En la s., tanto incoada en la tierra y/o consumada en el cielo, se encuentra un elemento negativo, malo; y otro positivo, bueno. El mal en la primera es el pecado, del que se nos salva; en la segunda es la condena, de la que se nos libra. El bien con el que llega la primera s. es la gracia; el que da la segunda es la gloria. En la economía sobrenatural, en la que nos movemos, es un hecho que en la salvación entran el elemento negativo del que se parte y el positivo al que se llega. De s. puede hablarse aun sin partir de un arranque malo; y así a Adán lo creó Dios en gracia, no partiendo de un estado previo de pecado; y si no hubiera pecado, le hubiera dado la s. de la gloria sin liberarlo de la pena eterna. Pero de hecho, en nuestra economía presente que connota el pecado de Adán, las dos etapas de la s., la terrena y la celeste, llevan implicado el punto de arranque negativo: en la terrena, el pecado, del que nos salva la gracia; en la celeste, la condena, de la que nos salva la gloria.
Los elementos positivos de la s. son gracia y gloria. Pero se debe advertir que la gracia (v.) que salva del pecado no es meramente una gracia que lo borra, que en teología se llama sanante, y con la que el hombre quedaría limpio de sus faltas pero reducido a un estado de perfección natural; y no lo es porque cuando salimos del pecado empezamos a vivir la vida nueva de los hijos de Dios, a la gracia que sana o limpia se añade la que eleva o diviniza, la que en teología se llama elevante. No se trata de dos realidades distintas, sino de una misma realidad con la doble eficacia de limpiar y de elevar (v. Denz.Sch. 1528-1530; Sum. Th. 1-2 gll3 al-2; v. t. JUSTIFICACIÓN). Reflexión semejante debe hacerse sobre la gloria que salva de la condena. Esta gloria no es sólo la liberación de las penas del infierno, acompañada de una felicidad natural y permanente al estilo de las que concibieron los poetas de la gentilidad, sino la introducción en un estado en que la felicidad natural se ve sobrepasada por la visión facial de la esencia divina y por el amor y gozo de la posesión de Dios (V. CIELO).

2. Plan divino de salvación. La s. es obra de Dios. Es Dios quien salva del pecado cuando da la gracia, y quien salva de la condenación cuando da la gloria, si bien, como más adelante recordaremos, quiere Dios que el hombre, beneficiario del plan de s., colabore con Él en esta obra. La obra salvadora es muy compleja, y Dios la ejecuta siguiendo un plan que previamente estableció. S. Tomás habla de un «orden de salvación», al que se ajusta cuanto va sucediendo en el terreno de la naturaleza y en el terreno de la gracia (I Sent. d46 ql al).
El plan salvador se sustancia en los pasos siguientes: a) Creación por Dios de las cosas destinadas al hombre y del hombre que se aprovecha de ellas. El hombre fue creado en estado «de justicia y santidad» (Eph 4,24), y destinado a la gloria. Para alcanzarla lo enriquece Dios con dones naturales y sobrenaturales, haciéndolo a su imagen y semejanza (Gen 1,26). En el plan salvador esta imagen se manifiesta mediante la gracia en la que fue creado, que es una participación de la naturaleza divina (2 Pet 1,4), y que adquiere su máxima perfección cuando se convierte en gloria, donde la semejanza con Dios adquiere su plnitud (1 lo 3,2). b) Permisión por Dios del pecado, que trae consigo la pérdida de la gracia, pérdida que no llevó consigo perder el destino a la gloria y sí la imposibilidad de alcanzarla. Pero no abandonó Dios al hombre en esta trágica situación de tener como destino el cielo y carecer de medios para llegar a él; y decidió rehabilitarlo. c) Entra así Cristo en los planes divinos de salvación. Por Él recibirá el hombre de nuevo la gracia y podrá llegar a la gloria, siendo así Cristo causa de la doble s., ya que de Él vienen la gracia que nos salva del pecado y la gloria que nos salva de la condena.
Quien se beneficia de este plan salvador es el hombre individuo, que es el que se santifica y se salva; pero su santificación y su s. se obtendrán conviviendo en sociedad y perteneciendo a una comunidad. Porque Dios hizo al hombre social por naturaleza, y le conserva esta cualidad cuando lo eleva al orden de la s.: sigue, pues, perteneciendo a una sociedad cuando lo salva con la gracia y cuando lo salva con la gloria. Así expone este plan el Conc. Vaticano II: «El Padre eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina, y, como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios de salvación en atención a Cristo redentor... Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu, y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos» (Lumen gentium, 2).
Dice el texto que esta disposición, o plan de salvación por Cristo, es obra «de la bondad y de la sabiduría de Dios». Es, pues, un plan en el que intervienen las tres divinas Personas que constituyen el misterio trinitario. Las tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, lo ejecutan creándonos, santificándonos y llevándonos a la gloria. Y las tres lo elaboran, porque la elaboración es obra de la sabiduría, atributo apropiado al Verbo, y de la bondad, atributo apropiado al Espíritu Santo. El Verbo actúa en el conocimiento divino ad intra y en el conocimiento divino de lo que se hace en el mundo (Sum. Th. 1 q34 a3). Lo mismo cabe decir del Espíritu Santo; es amor dentro del misterio trinitario, y es amor también relacionado con nosotros (1 q38 al-2). En las acciones de Dios ad extra están presentes los tres. «Las procesiones de las personas, dice S. Tomás, son las razones de la producción de las criaturas, por cuanto las procesiones incluyen los atributos esenciales, que son la ciencia y la voluntad» (1 q45 a6). Con tanto y más motivo serán las procesiones de las Personas la razón de la obra salvadora.

3. El sujeto del plan de salvación. Se dijo ya anteriormente que el sujeto de la s. es el hombre en su doble consideración de colectivo y de individual: es todo el género humano, la humanidad, la que está en estado de s.; y en estado de s. está cada hombre cuando se le va aplicando la gracia redentora, y en el grado en que esta gracia se le aplica.
a) El sujeto colectivo. La humanidad entera estuvo antes de la caída en estado de s., porque para que las transmitiera a toda ella fueron concedidas a Adán la justicia y la santidad primitivas (Eph 4,24). Todo lo perdió, y luego lo ha vuelto a recuperar al ser redimida por Cristo y ser, por tanto, colocada en Él en estado de reparada. La humanidad redimida en Cristo es la protagonista de la historia de la salvación. Esta historia, protagonizada por la humanidad entera, se desarrolla y se vive al dictado de un orden divino, establecido en nuestro favor, que implica: un destino a la gloria; una entrega por parte de Dios de dones naturales y sobrenaturales que se nos dan para llegar a la meta establecida por ese orden y ese destino; y la encarnación de estos dones en la vida de los hombres. De esta historia, en lo que tiene de ordenación y donación, es Dios el actor. Y en lo que tiene de encarnación de ese orden y de aprovechamiento vivido de esos dones, son los hombres, bajo la gracia divina, los protagonistas.
Tres partes bien clasificadas vienen a constituir el complejo teológico de la historia de la salvación. Una, que puede llamarse metahistoria; otra, que llamamos historia, y una tercera que llamaremos parahistoria de la salvación. A la metahistoria de la s. pertenecen el orden divino que regula el desarrollo religioso de la humanidad, la donación o entrega de los dones salvadores y los hechos de los que Dios ha sido único autor: creación, elevación y Redención. La historia se constituye por el desarrollo y vivencia de los dones tal como aparecen en la vida del pueblo de Israel y de la Iglesia, entreverada constantemente de fidelidades y defecciones. A la parahistoria pertenece todo lo natural éticamente aprovechable y lo sobrenatural que se encontraba ya en la gentilidad en los tiempos de Israel y se encuentra ahora en la paganía en los tiempos cristianos; que no era ni es tan abundante ni tan patente como en Israel y como en la Iglesia (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 8 y 16; Nostra aetate, 2). Todo este complejo de elementos constituye la historia protagonizada por el sujeto colectivo de la salvación.
b) El sujeto individual. Es frecuente hablar del alma cuando se habla del sujeto de la gracia y de la gloria; de la primera y de la segunda salvación. El pecado se dice que es la muerte del alma. Y cuando desaparece con la gracia, es el alma la que resucita. Lo mismo sucede cuando se habla de la gloria, que nos da la segunda salvación. Esta manera de expresarnos es correcta si partimos del supuesto de que se utiliza un tropo: por alma en este caso se entiende el hombre todo entero en cuanto ser animado y especial. Es un caso de sinécdoque: se toma la parte por el todo. Es el hombre entero -cuerpo y alma- quien se salva del pecado con la gracia y quien se libera de la condena con la gloria.
Es verdad que el asiento de la gracia es el alma. Se trata de una cualidad espiritual, y el espíritu es el sujeto que la sustenta (Sum. Th. 1-2 gll0 al-2). Pero no la recibe para quedarse con ella sin comunicarla al cuerpo de quien es forma. La gracia llega también al cuerpo a través del alma, y en consecuencia es al todo, al compuesto, al hombre, a quien salva (3 q8 a2). El alma es, por su ser natural, forma sustancial del cuerpo, al que comunica su perfección haciéndolo humano. Y cuando se eleva con la gracia, comunica al cuerpo informado esta nueva perfección, sobrenatural izándolo. Cuando con su virtud natural lo informa, constituye con él un ser: el hombre. Y cuando le comunica la gracia que tiene, se convierten los dos juntos en un nuevo ser: el hombre nuevo o la nueva creatura (2 Cor 5,17; Gal 6,15). En razón de esta unidad de sujeto, formada por el alma y el cuerpo, éste sirve en ocasiones a aquélla de instrumento de pecado y de instrumento de justificación (Rom 6,13). Por eso no es extraño que S. Pablo asegure que también el cuerpo es miembro de Cristo (1 Cor 6,15) y templo del Espíritu Santo (ib 16). El sujeto, pues, de la s. de la muerte del pecado que se realiza con la gracia es todo el hombre.
También es el hombre en su totalidad de alma y cuerpo el sujeto de la segunda salvación. No es el alma sola, sino todo él quien participa de la gloria. Primera y principalmente la participa el alma; luego, y a través de ella, el cuerpo. Primero la participa el alma, porque el cuerpo no se salvará con la gloria hasta que no resucite. El alma llega al cielo antes. Y la participación del `alma es más principal. Su s. en la gloria se realiza por una acción de sus dos potencias, del entendimiento y de la voluntad. El entendimiento conoce la esencia divina, no a través de imágenes y figuras, sino inmediatamente, y tal como es: la visión es directa e inmediata, es la misma esencia divina la que, por ser espiritual, hace en el entendimiento las veces de idea y pone al alma en acto de visión (Denz.Sch. 530). Junto con el entendimiento se pone en acto también la voluntad, que ama a Dios con toda intensidad, uniéndose a Él asimismo sin mediación de criatura alguna; y se goza arcanamente de esta unión. Para prorrumpir en estos actos de conocimiento y de amor recibe el alma la ayuda subjetiva del lumen gloriae, luz que ilumina y que calienta. Con ella quedan las dos potencias capacitadas para esta unión inmediata con Dios. Cuando le llegue el tiempo, también el cuerpo participará de esta segunda salvación. S. Pablo resume esta participación con una palabra: el cuerpo resucitará espiritualizado (1 Cor 15,44). Basándose en la explicación que da S. Pablo en este capítulo de la carta a los corintios y en lo que los Evangelios narran sobre el cuerpo resucitado del Señor, la teología habla de que el cuerpo resucitado tiene una gloria manifestada en cuatro dones: agilidad, sutileza, claridad e inmortalidad (Sum. Th. Supl., gg83-85). El alma, que en su estado natural comunica al cuerpo la perfección humana cuando lo informa, y cuando tiene la gracia se la comunica también, vuelve a hacer lo mismo cuando tiene la gloria. Lo hace sutil, como es ella; y así puede penetrar a través de los obstáculos, como el Señor resucitado penetraba a través de las puertas cerradas. Lo hace ágil, con capacidad de movimiento no obstaculizado por las distancias, a la manera como el Señor resucitado se trasladaba instantáneamente de un lugar a otro, y a la manera como ella, que es espíritu, puede hacerlo también. Lo hace claro y resplandeciente, reflejo de la luz de la gloria de que ella está inundada. Lo hace asimismo incorruptible. No es, por tanto, el alma sola, sino todo el hombre, el sujeto de la segunda s. que se hace con la gloria (V. CIELO; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS).

4. Voluntad universal de salvación. La formulación clásica de esta verdad es de S. Pablo (1 Tim 2,4); pero. la expresan también de otras maneras los profetas, los Evangelios y las epístolas apostólicas. Dios no quiere que muera el pecador, sino que se salve (cfr. Ez 33,11); por haber padecido en la cruz, atrajo a todos a sí (cfr. lo 12,32); Cristo es propiciación por los pecados de todo el mundo (cfr. 1 lo 2,2). Esta verdad, tantas veces y de tantas maneras repetida en la S. E., es fundamental en la dogmática cristiana. La voluntad salvadora universal no es una veleidad ni un simple deseo inoperante. Es una voluntad sincera, en la que van implicados los hechos mediante la donación que Dios no deja de hacer de los medios salvadores. No está, sin embargo, garantizada la eficacia infalible de todos los medios, porque se trata de medios con los que Dios quiere que el hombre libremente coopere, y en ocasiones falla la cooperación, malográndose así la salvación. El Apóstol, al afirmar esta voluntad salvadora divina en 1 Tim, avala su afirmación con dos razones de peso: a priori una; la otra a posteriori (cfr. 1 Tim 2,5-6). Se refiere en primer lugar a la unicidad de Dios, si hubiera muchos dioses podrían distribuirse entre ellos la conducción de los hombres a buen fin; al ser uno solo, su voluntad alcanza a todos. Y añade que ese único Dios ha demostrado su voluntad universal de s. entregando a su Hijo para que llevara a cabo esta s. querida, y entregándolo sin reservas, hasta la muerte.
Algunos autores a lo largo de la historia han minimizado esta universalidad de la voluntad salvadora divina diciendo que se trata de una totalidad moral, en la que siempre caben excepciones; en cuyo caso se podría decir que de hecho algunos habrán quedado excluidos de la voluntad salvadora. Pero no es éste el sentido de la universalidad a la que se refieren S. Pablo y los demás Apóstoles. Dios quiere la s. de todos y la de cada uno (1 lo 2,2).
Esta verdad se enfrenta con hechos que parecen dejarla en entredicho. Si la voluntad de s. es verdadera y sincera y la universalidad se refiere a todos y cada uno de los hombres, ¿cómo se explica que haya tantos a quienes no parece llegar ningún medio que pueda conducirlos a la gracia y luego a la gloria? La pregunta mira principalmente a dos zonas inmensas: una, la de los paganos que viven y mueren sin tener la menor noticia del Evangelio; otra, la de los seres humanos que han fallecido en tierras cristianas, físicamente imposibilitados de recibir la regeneración bautismal, es decir, los niños que mueren antes de nacer. ¿Puede hablarse de una verdadera y sincera voluntad divina de salvar a todos éstos?
Esta dificultad ha hecho que en el campo heterodoxo y también en el de la teología católica aparecieran algunas explicaciones minimizadoras de la amplitud del pensamiento paulino. La voluntad salvadora universal tendría sentido restrictivo; se referiría sólo a todos los pertenecientes a determinados grupos, p. ej., los predestinados; o a gentes que viven en todos los estamentos de la humana sociedad; o a todos en general, pero sin compromiso de descender a cada uno en particular. Explicaciones todas ellas inaceptables para el católico y que las definiciones del Magisterio -especialmente netas desde la época del jansenismo- no permiten sostener (cfr. Denz.Sch. 623,780,2005,2304-2305,3866-3813; Conc. Vaticano ll, Const. Lumen gentium, 16). La teología católica es consciente de la dificultad que surge de los hechos antes recordados; pero responde afirmando que en todos los casos igdicados se han dado y se dan medios suficientes de s., aunque nosotros no los conozcamos con claridad y precisión: el influjo positivo de la Redención llega también a esas personas. Ésta es una verdad firme, aunque -repitámoslo- los medios salvadores que llegan a estas personas sean para nosotros algunos oscuros (los que se refieren a los paganos) o desconocidos (los que se refieren a los niños). Afirmación ésta que quedará más clara en el apartado siguiente.

5. Medios de salvación. Hay medios que conducen a la primera s., a la gracia, que salva de la muerte del pecado. Y medios que conducen a la segunda, a la gloria, que salva de la condena eterna.
Los medios ordinarios para la obtención de la gracia son los sacramentos (v.). Los sacramentos de muertos dan la gracia que borra los pecados: el Bautismo (Mc 16,16) y la Penitencia (lo 20,23). Los otros conservan la gracia de estos dos y dan gracias ulteriores. ¿Cuáles son los medios extraordinarios? Volvemos así al problema de cómo ofrece Dios la s. a los no cristianos. Partiendo de la afirmación de la voluntad salvífica universal de Dios, la teología ha intentado detallar el tema. Ha encontrado al efecto dos caminos practicables. El primero, el poder de excelencia que Cristo tiene sobre los sacramentos (Sum. Th. 3 q64 a3), en virtud del cual la acción benéfica del Señor no está ligada inevitablemente a los sacramentos sino que El, como Señor que es de los mismos, puede causar la gracia sacramental sin el rito del sacramento. El segundo, la gracia actual o la moción divina con la que Dios mueve a los paganos para que realicen los actos éticamente buenos. Nada se hace sin la moción divina, y aunque el pagano haga el bien ético sin ningún conocimiento del mundo de la gracia, puede hacerlo movido por Dios, y Dios no prescinde en sus mociones del fin último que ha señalado a los hombres, que es: en el mundo, la gracia que justifica; y en el cielo, la gloria. Los actos buenos del pagano pueden así tener valor positivo de preparación para el Evangelio, y esto porque se realizan bajo el influjo de una gracia de Dios (Lumen gentium, 16). No de una gracia que santifique todavía, pero sí de una gracia que dispone ya, aunque remotamente, a la justificación. La fidelidad del pagano a ella hará que Dios le dé otra mayor. Y, con una sucesión en cadena de fidelidades, puede llegarle la gracia que lo justificará. De esta ordenación de los actos naturalmente buenos al fin de la s. se hacía ya eco S. Tomás (I Sant., dist. 46 ql al).
Entrevemos así la manera cómo Dios ofrece la s. a los no cristianos: una vía o camino que no tiene la claridad y la eficacia de lo sacramental, pero que otorga las gracias suficientes y hace así la s. real y verdaderamente posible. Pero, ¿qué sucede en el caso de los niños que mueren sin haber recibido el Bautismo? En ellos, en efecto, no se da el caso de una fidelidad a mociones divinas en la práctica del bien ético, porque son incapaces de todo acto humano. La teología ha entrevisto dos soluciones. Por una parte se ha acuñado la doctrina del limbo (v.), es decir, de un estado en el que los niños recibirían la s. de la condena, pero sin ser elevados a la visión beatífica; tendrían, pues, una felicidad natural. De otra, sobre todo por autores modernos, se habla de posibles suplencias divinas, que se enmarcarían dentro del poder de excelencia ya citado antes; cuáles pueden ser estas suplencias permanece en el misterio: la teología viene proponiendo varias, como la suficiencia de la fe de los padres, o el dar un cierto valor sacramental a la muerte prematura, etc., pero hasta hoy ninguna puede recibir una aquiescencia segura. Nos encontramos ante un punto cuya solución desconocemos, frente al que, al estar en juego la s., debemos actuar con seguridad. De ahí la urgencia con que la Iglesia subraya la necesidad de bautizar, y bautizar pronto, a los niños, ya que el Bautismo es el medio seguro de salvación. Se debe, pues, bautizar a todo niño en peligro de muerte, confiando en la misericordia amorosa de Dios para todos aquellos casos a los que no lleguemos, ya que Dios quiere el bien de todos y no dejará de proveer, del modo mejor, a todos.
Hemos hablado hasta ahora sobre todo de la s. del pecado con la gracia justificante que quita la muerte del pecado y que puede llegar por los medios ordinarios o extraordinarios que acabamos de recordar. Viene de Dios, pero, en el adulto, pide la cooperación del hombre que de ella se va a beneficiar: no hay justificación sin intervención de la voluntad, que rechaza el mal y acepta el bien; que se duele del pecado y admite la gracia (Denz.Sch. 1525-1527; Sum. Th. 1-2 gll3 a3-5). Para alcanzar la segunda s. o s. definitiva, que es la gloria, se requiere la perseverancia en la s. primera, es decir, en la gracia santificarte. Nadie va al cielo si no muere en gracia. La gloria es a la gracia lo que el árbol es a la semilla. Es su desarrollo llevado a plenitud. La gracia nos hace hijos de Dios porque con ella participamos de su naturaleza (2 Pet 1,4); y la gloria da la plenitud de esta filiación (lo 3,1-2). Lo que acabamos de decir -necesidad de perseverar en la gracia para salvarse- puede expresarse de otra manera: nadie va al cielo si muere fuera de la Iglesia (v. IGLESIA 111, 1-2). Para entender esta frase conviene recordar que la Iglesia es a la vez una comunidad social y una comunidad de vida divina (Lumen gentium, 8). Quien tiene la gracia -aunque desde un punto de vista externo parezca no estar en relación con la Iglesia-, pertenece invisiblemente a ella en lo que tiene de comunidad de vida, porque es a ella a la que el Señor ha constituido depositaria del tesoro de la Redención. Quien, por tanto, muere en gracia, háyala recibido por los medios ordinarios o por los medios de emergencia ya citados, muere dentro de la Iglesia.

6. Certeza de la salvación. ¿Hasta qué punto puede el hombre tener certeza de que está en estado de salvación? S. Pablo advertía a los corintios del exceso de confianza: «El que crea estar en pie, cuide no caiga» (1 Cor 10,12). En conformidad con este aviso ha sostenido la teología católica que el hombre no puede tener certeza total de su estado de salvación (Sum. Th. 1-2 g133 a5). Lutero (v.), con su peculiar teoría sobre la justificación, replanteó el asunto. La gracia, para él, no es algo que se recibe y se tiene, sino un hecho realizado en el que se cree; no una realidad ontológica que está en -nosotros y nos transforma, sino la Redención hecha por Cristo en nuestro favor, y en la que tenemos confianza. Consecuencia de esto es su afirmación según la cual hay seguridad de poseer la gracia que salva, pues -al no depender la s. de nuestra correspondencia sino sólo de Cristo- podemos estar seguros de que Cristo nos ha redimido. El Conc. de Trento definió la doctrina tradicional asegurando que no se puede tener certeza de fe de poseer la gracia salvadora (Denz.Sch. 1563). La gracia no es sólo lo hecho por Cristo en nuestro favor; es además una realidad ontológica presente en nosotros; y una realidad espiritual, que no se percibe por los sentidos, y que, por ser sobrenatural, no está tampoco al alcance de la sola inteligencia del hombre. De ahí que, si no media una revelación divina, no podamos tener certeza absoluta de que la poseemos.
Pero entre la certeza absoluta, sea de fe o sea científica, y la ignorancia absoluta hay situaciones medias; entre ellas, la certeza moral y la presunción bien fundada. En este sentido se puede decir que el hombre puede alcanzar una prudente certeza moral de vivir en estado de gracia y de llegar así a la consiguiente s. en la gloria. Tal sucederá con quien, poseedor de una conciencia bien formada, lleva una vida de entrega al servicio de Dios y de los demás orientándola con motivos sobrenaturales, y huye constantemente de todo lo que tiene carácter pecaminoso. Es cierto que para llegar a la gloria no basta vivir en gracia, sino poseerla al final de la vida y morir con la perseverancia final. Esta perseverancia es siempre gratuita (Sum. Th. 1-2 8114 a9). Pero es fundadamente presumible que Dios concederá esa perseverancia a quienes se esfuerzan en vivir siempre ajustándose a la ley del Evangelio.
Dios quiere ese estado de relativa incertidumbre, porque con ello se consigue la pervivencia y el ejercicio de la virtud teologal de la esperanza, cuyo objeto es Dios poseído en la gloria, pero en tanto en cuanto su posesión está sujeta a cierta inseguridad y a cierto riesgo. Quitar el riesgo y dar absoluta seguridad sería cambiar la esperanza, que es siempre de un bien futuro, bien fundado pero todavía incierto, con la espera, que es del mismo bien, pero asegurado. La certeza absoluta de núestra salvación personal dificultaría en nosotros la vigilancia y fomentaría la vida fácil y defectuosa y, de esa forma, sería no una ayuda, sino una dificultad. El consejo de S. Pablo a los corintios, «quien cree estar en pie, cuide no caiga», tiene vigencia mientras dura la vida de aquí, y constituye un constante estímulo para la lucha y para fomentar la confianza en Dios y la oración.

7. Número de los que se salvan. Es éste un tema que ha tenido siempre audiencia: va en él nuestro interés personal y el interés que tenemos por lo de Dios, y también algo de curiosidad. La cuestión se la planteó al Señor uno de sus oyentes. «Señor, ¿son pocos los que se salvan? (Lc 13,23). La respuesta fue: «Esforzaos a entrar por la puerta estrecha». Como si dijera: la s. viene de Dios, pero Dios quiere nuestra colaboración; no podéis, pues, estar seguros, sino que habéis de luchar. Cristo nos deja así en la misma incertidumbre que señalábamos en el apartado anterior. Y por las mismas razones: una respuesta categórica, favorable o adversa, dificultaría nuestra actitud y podría haber perjudicado nuestra colaboración a la llamada divina. Si son pocos los que se salvan, tiene uno muchas probabilidades de no encontrarse entre los afortunados; y ante las muchas probabilidades de esa mala fortuna se verá tentado a la desesperanza. Si los que se salvan son muchos, cabrá pensar en la casi seguridad de tener allí la s., con lo que se relajaría el estímulo de portarnos bien para alcanzarla. Cualquiera de las dos respuestas hubieran favorecido la desmoralización. Por eso Cristo no respondió afirmando nada y se limitó a dar un consejo de carácter pastoral: Vivid de suerte que vuestra vida discurra por el camino que lleva a la salvación.
Un análisis del Evangelio puede llevar a profundizar en esa línea. Hay textos en los Evangelios y en la primera carta de S. Pedro que parece favorecer la opinión de que se salvan pocos: los llamados son muchos; los elegidos, pocos (Mt 22,14); la senda que lleva a la perdición es ancha y por ella caminan muchos; la que lleva a la vida es estrecha y por ella caminan pocos (Mt 7,13-14); si el justo apenas se salva, ¿qué será del impío y del pecador? (1 Pet 4,18). El sentido rigorista de estos textos bíblicos se ve avalado por lo que parece constatarse diariamente: a muchos no les han llegado los medios ordinarios de s., y, por tanto, su s. es difícil; y de aquellos a quienes han llegado, son muchos los que no los aprovechan sino que llevan una vida desordenada o al menos superficial. Pero, por otra parte, hay motivos bien fundados para prever una solución optimista al problema planteado. Una análisis detenido de los textos citados muestra que su sentido es más complejo de lo que aparece a primera vista. Así, p. ej., el contexto del primero de ellos (Mt 22,1-13) más bien favorecería un gran optimismo: el Señor llama al banquete y los invitados no acuden; en vista de ello da orden de que salgan los criados a los caminos y llamen a todos cuantos pasen. La sala del banquete se llenó, al pasar revista el anfitrión a sus invitados sólo expulsó a uno. La parábola termina con la frase: «son muchos los llamados y pocos los elegidos». El sentido es: el Señor llamó repetidamente al pueblo de Israel; en vista de que no le oía acudió a la gentilidad, y en ésta vuelca Dios con profusión su gracia. El segundo texto afirma una verdad obvia: son muchos más los que caminan por el camino que lleva a la muerte. Con un criterio de justicia deberían ser más los condenados. Pero precisamente para que los que caminan por el camino malo se pudieran salvar, es para lo que el Señor interpuso su misericordia. El texto de S. Pedro está tomado de los Proverbios (11,31) y se refiere a la suerte del justo y del impío aquí en la tierra. Si al justo que hace un mal aquí se le castiga, ¿no se va a castigar al impío cuando lo hace?
Por lo demás es éste un asunto cuyo resultado depende de la suma de dos cooperaciones: la de Dios, de quien vienen los auxilios salvadores; y la del hombre, que los recibe y los lleva a la práctica. Desde el punto de mira del hombre la perspectiva aparece tenebrosa, ya que la infidelidad y el pecado son un hecho palpable. Pero ya no es tenebrosa la perspectiva si nos colocamos en el punto de vista de Dios, ya que Dios es misericordioso, de modo que justicia y misericordia se mezclan en todas sus obras (Ps 24,10; Iac 2,13). Dios ofrece así a todos, por vías ordinarias o extraordinarias, los medios y la posibilidad de salvación. Ciertamente el hombre es egoísta e infiel y puede rechazar o no aprovechar esos medios. Y así lo hace: de ahí la realidad constante del pecado. Todo eso lo conoce Dios, que lee los corazones y los mira con misericordia. Y así tiene en cuenta nuestra debilidad, o la ignorancia, etc., que a veces aminora nuestra responsabilidad. Y, sobre todo, aun ante la rebeldía más auténticamente grave, obra no con la sola justicia, sino con una misericordia que ha utilizado y utiliza siempre en nuestro favor. La entrega de su Hijo a la muerte por nosotros es prueba fehaciente. No dejará, pues, Dios perder fácilmente lo que tanto le costó. Sumados su voluntad salvadora universal, los medios de s. que da a todos, la Redención hecha por el Hijo, y, como elemento común a todo esto, su misericordia que supera a su justicia, es fundado el optimismo y nos resulta posible enfrentarnos ante la s. con una actitud a la vez comprometida y serena, en la que se unen un saludable temor de nuestra infidelidad y una confianza en el amor de Dios, que nos lleva a levantarnos del pecado y a luchar por perseverar en la fe y en la caridad.

V. t.: REDENCIóN; JESUCRISTO III, 2; IGLESIA III, 1-2; JusTIFICACIóN; BAUTISMO III, 6; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS; CIELO III; SANTIDAD IPIV; ESCATOLOGíA.


E. SAURAS GARCÍA.
 

BIBL.: A. Royo MARíN, Teología de la Salvación, Madrid 1956; M. SCHMAUS, Teología dogmática, t. 3: Dios Redentor, Madrid 1959; O. SEMMELROTH, Salvación, en Conceptos fundamentales de Teología, IV, Madrid 1966, 174-186; E. SAURAS, Miembros del cuerpo místico, en El Cuerpo Místico de Cristo, Madrid 1952; B. CATAO, Salut et rédemption chez saint Thomas d'Aquin, París 1965; L. GETINO, Del gran número de los que se salvan y de la mitigación de las penas eternas, Madrid 1936; L. CAPÉRAN, Le probléme du salut des infidéles, Toulouse 1934; R. LOMBARDI, La salvación de quien no tiene fe, Barcelona 1953; A. SANTOS HERNÁNDEZ, Salvación y paganismo, Santander 1960; N. LóPEZ MARTINEZ, El más allá de los niños, Burgos 1955.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991