Sacerdocio. Espiritualidad del sacerdote
 

1. Introducción. Todos los miembros del Pueblo de Dios participan por igual en la misión única de la Iglesia. Es ésta una verdad firmemente enraizada en la doctrina católica, que ha recibido especial realce en el Conc. Vaticano II. La misión de la Iglesia forma un todo único, que puede, sin embargo, desglosarse en varios aspectos: «la Iglesia ha sido instituida con el fin de que; extendiendo por toda la tierra el reino de Cristo para gloria de Dios Padre, haga partícipes de la redención salvadora
a todos los hombres, y a través de ellos el mundo se ordene realmente a Cristo» (Decr. Apostolicam actuositatem, 2). Podemos aquí distinguir tres facetas de esta misión de extender por todo el mundo el reino de Cristo: a) hacer que todos los hombres participen de la Redención (aspecto misionero de la Iglesia); b) conseguir que los fieles crezcan en la vida divina que se les comunica por su incorporación a Cristo en el seno de la Iglesia (llamada universal a la santidad); c) hacer que, a través de la presencia cristiana en las cuestiones de orden temporal -tarea que específicamente compete a los laicos en lo que se refiere a su realización-, la creación entera se ordene a Dios (consecratio mundi) (v. IGLESIA III, 3). Esta misión única de la Iglesia y común a todos sus miembros se lleva a cabo a través de la diversidad de ministerios, de tal manera que cada uno desempeñe la función específica que le compete. Unidad de misión y diversidad de funciones: de este modo todos los fieles encuentran en el cumplimiento de su tarea concreta el modo de participar en la misión de la Iglesia.
Las reflexiones que venimos apuntando parecen necesarias para encuadrar el tema específico de la espiritualidad del sacerdocio. En efecto, la espiritualidad no puede considerarse como algo sobreañadido a la función eclesial del sacerdote, sino que ha de ser vista como una faceta de esa misión: la que hace referencia a la santidad personal y a los medios necesarios para alcanzarla. No puede entenderse una espiritualidad genuinamente sacerdotal que no dimane de la función eclesial encomendada al sacerdote: expresándonos con frase gráfica, podemos decir que la espiritualidad (v.) es la proyección de la función eclesial en la vida personal del miembro del Pueblo de Dios (v. LAICOS II). En el caso concreto del s. la espiritualidad vendrá dada por las exigencias íntimas de la consagración recibida en virtud del sacramento del Orden (v.) y por el cumplimiento del ministerio a que destina este sacramento: no se tratará, por tanto, de una adaptación más o menos artificiosa y extrínseca de los llamados consejos evangélicos (v.), característicos del estado religioso, y de sus peculiares exigencias ascéticas a la vida sacerdotal, sino de descubrir la riqueza de vida que se contiene en la consagración (v.) y ministerio propios del sacerdote, buscando en y a través de este ministerio la santificación personal. «Así el ideal de la santidad, único y común a todos los cristianos, es accesible a través de los distintos estados o géneros de vida, sin salirse de ellos, porque son otros tantos caminos que nos llevan al Señor: basta cumplir, en cada estado y oficio, los deberes que el propio estado y el propio trabajo imponen» (1. Escrivá de Balaguer, Carta, Roma 2 feb. 1945).

2. Consagración y misión sacerdotal. «Cristo fue santificado o consagrado por el Padre y enviado al mundo... de modo semejante los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo...» (Decr. Presbyterorum ordinis, 12): el sacerdote es hombre de Dios, en virtud de la consagración sacramental y hombre enviado a los hombres para realizar una misión específica; se nos presentan así dos dimensiones del ser sacerdotal: relación con Dios, cuya gloria deben buscar en todos los actos de su vida y ministerio, y, a la vez, relación con los hombres, en una función de servicio, para que ellos a su vez glorifiquen a Dios (cfr. Presbyterorurn ordinis, 2). El cumplimiento de este ministerio lleva al sacerdote a predicar abundantemente la palabra de Dios, celebrar los sacramentos de la fe y dirigir a todos los fieles en la realización de las exigencias provenientes de la función eclesial propia de cada uno, tarea que alcanza su culminación en el Sacrificio Eucarístico. De esta manera, el sacerdote realiza, mediante su ministerio, los tres aspectos de la misión única de la Iglesia señalados más arriba: el aspecto misionero, procurando que el Evangelio de Jesucristo llegue a todos los hombres; la consecratio mundi, proporcionando adecuadamente los auxilios espirituales a los miembros laicos del Pueblo de Dios, para que éstos puedan realizar con eficacia su tarea específica de dirigir y ordenar a Dios las realidades temporales; y, finalmente, la santidad personal, como consecuencia del perfecto cumplimiento de la tarea a la que vocacionalmente ha sido llamado por Dios.
La espiritualidad del s. no es sino una consecuencia de lo que anteriormente hemos expuesto. El sacerdote debe sentirse impulsado a buscar su propia santidad a través de la realización cada vez más perfecta del propio ministerio, en su doble e inseparable proyección de búsqueda de la gloria de Dios y servicio de los hombres. Es verdad que la gracia de Dios puede realizar su obra salvífica a través de ministros indignos, pero no es menos cierto que, de ordinario, Dios se manifiesta a través de aquellos que viven en estrecha unión con Jesucristo y pueden decir con San Pablo: «No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20; cfr. Presbyterorum ordinis, 12).
Por eso, el sacerdote ha de sentir la necesidad de recibir en sí mismo la palabra de Dios, buscando en todo momento acomodarse a sus exigencias. Su condición de instrumento en la administración de los Sacramentos le ha de llevar a identificarse cada vez más con Jesucristo, sobre todo en el ofrecimiento de sí mismo al celebrar la Santa Misa (v.), que ha de ser centro y raíz de su vida. Finalmente, la tarea de dirigir al Pueblo de Dios exige que el sacerdote se haga todo para todos (cfr. 1 Cor 9,22), entregándose generosamente al servicio de sus hermanos con total olvido de sí mismo, en una práctica continua de la caridad pastoral.

3. Unión del sacerdote con los demás fieles. La unidad de misión que hay en la Iglesia exige que el sacerdote viva su ministerio en unión con los demás miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Comunión jerárquica en primer lugar con el Romano Pontífice, con los demás miembros del Cuerpo Episcopal y, de un modo más concreto, con el propio Obispo: comunión que desemboca en una obediencia voluntaria, activa e inteligente, llena de iniciativas y, a la vez, de sumisión, que no puede reducirse a la aceptación pasiva de los mandatos recibidos, sino que debe tender a la unión de voluntad con quien hace cabeza, sabiéndose copartícipe de una misma tarea. Adquiere así su dimensión propia la obediencia sacerdotal, enraizada en una postura de búsqueda continua de la voluntad de Dios, manifestada a través de los acontecimientos de la existencia diaria y en la unión con quienes han sido puestos para regir la Iglesia (v. IGLESIA II, 6: Comunión eclesiástica).
Unión también -fraternidad basada especialmente en la común participación del único Sacerdocio de Jesucristocon los demás sacerdotes, y, sobre todo, con aquellos que forman parte de un mismo Presbyterium diocesano. Esta fraternidad se traducirá en una mutua ayuda para que pueda cada uno cumplir más eficazmente la tarea que le ha sido encomendada y nadie se sienta solo en su ministerio y en la lucha por alcanzar la santidad.
Unión, finalmente, con todos los demás fieles, buscando servirles en todo momento, a través de la predicación abundante de la palabra de Dios, la administración de los Sacramentos y la tarea pastoral de orientar a cada uno hacia el cumplimiento de lo que Dios le pide, sabiendo a la vez respetar el ámbito legítimo de la libertad personal de todo laico en el desempeño de su misión en la Iglesia y en el mundo (cfr. J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 4 ed. Madrid 1970, 17-54).

4. Exigencias espirituales del ministerio sacerdotal. De lo anteriormente expuesto brotan una serie de consecuencias que se refieren a la vida espiritual del sacerdote y que trataremos de exponer brevemente en sus líneas generales. En primer lugar, el sacerdote, llamado a desempeñar un ministerio en la Iglesia, es un hombre entresacado de entre los hombres (cfr. Heb 5,1). Por eso, ha de procurar vivir -como todos los demás hombres- las virtudes (v.) humanas, fundamento de las sobrenaturales: fortaleza (v.), constancia (v. PERSEVERANCIA), sinceridad (v.), lealtad (v.), amor a la libertad (v.) propia y a la ajena, con la consiguiente responsabilidad (v.), etc.
Ha de saberse además el sacerdote instrumento en manos de Dios para cumplir una función que debe realizar en unión con los otros miembros de la Iglesia. De aquí nacerá la humildad (v.) profunda de saber que toda su eficacia viene de Dios, y de confiar también -respetando el campo de acción propio de cada uno- en los demás fieles que con él participan en la común tarea de extender el Reino de Dios.
Esta misma consideración puede aplicarse al celibato (v.) sacerdotal, condición necesaria en la Iglesia de rito latino para la recepción del Orden sagrado: por su vocación, el sacerdote está llamado a unirse a Dios, sin dividir su corazón ni entregarlo a otros amores -nobles y santos por otra parte: es más, camino vocacional para muchos cristianos- con el fin de darse enteramente al servicio de los demás, apartando de sí, en un acto de renuncia gozosa y llena de fecundidad, todo lo que, en su caso, sería un impedimento para la total disponibilidad y entrega de sí mismo que le exige la caridad pastoral.
Hemos glosado brevemente algunas virtudes necesarias para el cumplimiento eficaz de la función sacerdotal, mostrando siempre que no son un elemento añadido al ministerio propiamente sacerdotal, sino que brotan del mismo como exigencias naturales y quedan matizadas en su ejercicio por la misión peculiar que en la Iglesia se encomienda al sacerdote. Aunque podríamos seguir recorriendo otras virtudes, para mostrar su entronque con el ministerio sacerdotal, parecen suficientes las consideraciones que acabamos de exponer, y pasamos a considerar otro aspecto de las exigencias espirituales del sacerdocio: la vida de piedad personal.
Esta vida de piedad (v.), que brota del ministerio y se proyecta en el mismo, necesita un alimento continuo, que el sacerdote encontrará sobre todo buscando la unión con Jesucristo (v. JESUCRISTO v) en la Eucaristía (v.) y en la Palabra (v.) de Dios. Es necesario también que el sacerdote, siguiendo el impulso del Espíritu Santo, sepa incorporar a su vida la frecuente recepción del Sacramento de la Penitencia (v.); el amor tierno y filial a la Virgen María (v.), Madre de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote; las prácticas de piedad a la Santísima Eucaristía; los días de retiro (v.) y la dirección espiritual (v.); la oración (v.) mental y vocal, etc. (cfr. Presbyterorum ordinis, 18).
No podemos dejar de mencionar aquí otro aspecto exigido por el cumplimiento eficaz del ministerio sacerdotal: la necesidad del estudio constante de la ciencia sagrada, con el fin de profundizar cada vez más en el conocimiento personal del misterio de Dios y poder también dar la formación conveniente -a través de la predicación y el trato personal -a todos los hombres, tanto a los fieles como a los que se encuentran lejos de la Iglesia.
Terminamos mencionando un tema, que, en nuestra opinión, ha de tener gran fecundidad para una profundización intensa en la espiritualidad del sacerdote: las asociaciones sacerdotales, que tantos frutos han dado hasta ahora y que parecen llamadas a desempeñar en el futuro un papel de gran importancia en la vida y en el ministerio de los sacerdotes seculares. De ellas dice el Conc. Vaticano II: «Han de ser tenidas en mucho y se deben promover diligentemente las asociaciones que, con estatutos reconocidos por la autoridad eclesiástica competente, fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio de su ministerio, a través de una ordenación de vida conveniente y de la mutua ayuda fraterna (Presbyterorutn ordinis, 8).

V. t.: PRESBíTERO.


ÁLVARO DEL PORTILLO.
 

BIBL.: J. ESCRIVA DE BALAGUER, Conversaciones, 4 ed. Madrid 1970; íD, Sacerdote para la eternidad (Homilía), Madrid 1973; C. SPICQ, Espiritualidad sacerdotal según S. Pablo, Bilbao 1954; R. GARRIGOU-LAGRANGE, La santificación del sacerdote, Madrid 1953; L. BOUYER, Le sens de la vie sacerdotale, París 1960; B. JIMÉNEz DUQUE, Espiritualidad sacerdotal, «Rev. de Espiritualidad», 19 (1960) 5-38, 191-213; J. LécUYER, Le sacerdoce dans le mystére du Christ, París 1957; R. SPIAZZI, Il Decreto sul ministero e la vita sacerdotale, Turín 1967 (aunque insiste todavía en la aplicación de los consejos evangélicos a la vida sacerdotal); G. THILS, Naturaleza y espiritualidad del sacerdote diocesano, Buenos Aires 1947; F. SUÁREZ, El sacerdote y su ministerio, 2 ed. Madrid 1970; Á. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970; íD, La nuova missione del clero, «L'Osservatore della Domenica» (no especial dedicado al Conc. Vaticano II), Roma 1966, 106 ss.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991