Religiosos. El estado religioso
1. Planteamiento. En virtud de su misma institución
divina, vige en la Iglesia una unidad e igualdad radical entre todos sus
miembros, a la vez que una diferenciación funcional -sellada ontológicamente por
el sacramento del Orden, en el caso de los clérigos- en lo que se refiere a los
distintos ministerios o tareas eclesiales (V. FIEL).
El plano de la igualdad radical incluye para todos los fieles la común llamada a
la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, así como
también su participación activa -funcionalmente diversa, pero sin diferencia de
grado en cuanto tal participación- en la misión de la Iglesia (v.).
No es posible, por tanto, establecer un criterio de distinción entre los fieles
en razón de una mayor o menor llamada a la sanidad (v.). Tampoco el hecho de
comprometerse a vivir los «consejos» (V.), que tradicionalmente se llaman
evangélicos, es base suficiente para esa distinción, pues la práctica de los
consejos puede realizarse «tanto privadamente como en una condición o estado
sancionados por la Iglesia» (Const. Lumen gentium, 39). El estado religioso se
caracteriza, pues, no por asumir la obligación de vivir los consejos evangélicos
-lo cual puede ser propio de cualquier cristiano-, sino por hacerlo según la
modalidad formal y por el fin peculiar del estado religioso.
Hay que precisar, por tanto, el fin y la misión propia del estado religioso en
la vida de la Iglesia o, en otras palabras, qué es aquello que lo especifica
desde un punto de vista teológico y, en consecuencia, determina también su
reconocimiento en el Derecho de la Iglesia.
Como paso previo, será necesario esbozar, siquiera brevemente, los rasgos
generales de la noción de estado, en su aspecto tanto filosófico y teológico
como jurídico. Antes de seguir adelante, han de hacerse, sin embargo, dos
precisiones de importancia:
a) los estados en la Iglesia -es decir, los estados cardinales: clérigos, laicos
y religiosos- son por su misma naturaleza una condición jurídica, es decir, una
posición jurídica en la Iglesia y ante el Derecho Canónico: cuando se afirma que
en la Iglesia existen estados, es evidente que con ello no se está haciendo
referencia a las cualidades que por naturaleza o por la gracia pertenecen a la
persona, sino a su posición en la sociedad eclesiástica;
b) no puede perderse de vista que la noción de estado tiene su origen en el
campo de la especulación filosófica, y ha sido también desarrollada por la
Teología: de ahí la necesidad de determinar en cada caso el sentido -filosófico,
teológico o jurídico- en que se utiliza el término, pues la transposición
indiscriminada de conceptos de uno a otro ámbito sólo conduce a la confusión.
2. La noción de estado en sus orígenes y en S.
Tomás. Como ya hemos dicho, la noción de estado se enraíza en el pensamiento
filosófico. Platón y Aristóteles consideran el hombre en su individualidad, pero
no encerrada en sí misma, sino en su proyección social, en cuanto que, a través
de su inserción en unos grupos menores -y ya late aquí un principio de
desigualdad impuesto por la naturaleza- se integra dentro de la ciudad o
república.
Sobre esta misma base se edifica la teoría romana sobre la personalidad jurídica
-y nos encontramos ya en el campo del Derecho-, que queda determinada por la
posición del hombre ante los demás hombres (status libertatis), ante la posesión
de la ciudadanía (status civitatis) y en el seno de la propia familia (status
familiae).
Estas breves consideraciones nos permiten ya afirmar que estado significa la
posición concedida a un individuo como consecuencia de la sociabilidad natural;
y esta posición determina su personalidad ante el ordenamiento jurídico, con los
derechos y obligaciones consiguientes. En su aspecto más nuclear, y purificada
de los matices incompatibles con la doctrina cristiana, esta concepción siguió
vigente en la sociedad medieval, que reconoce ciertamente la igualdad entre
todos los hombres redimidos por Jesucristo, pero admite a la vez el
reconocimiento de las diferencias provenientes de las distintas cualidades en
los diversos hombres. Esta desigualdad de cualidades, junto con la idea
fundamental que es sustrato común en el pensamiento de la época sobre la
jerarquía, justifica la diversidad de régimen para las distintas condiciones y
estados sociales.
S. Tomás se encuentra, por tanto, ante una situación de hecho universalmente
admitida. Cuando estudia el tema de los estados, parte de los datos vigentes en
su época y, con ellos, elabora un sistema filosófico-teológico. Hay que tener en
cuenta, sin embargo, que, de una parte, S. Tomás considera el estado en su
sentido filosófico primario, es decir, como posición del hombre en el ámbito
social; y, de otra, que no puede sustraerse a la influencia del Derecho de su
tiempo y de la mentalidad medieval, fuertemente jerarquizada. A pesar de ello,
su noción de estado no hace referencia a la personalidad ante el Derecho. Más
aún: ni siquiera intenta definir o describir qué es un estado, pues presupone la
realidad social existente en su época, y pretende sólo demostrar, desde un punto
de vista filosófico-teológico, «que el estado, por su misma naturaleza, lleva
consigo una condición de libertad o de servidumbre» (éste es el título de la
Suma Teológica, 2-2, gl83, al, donde comienza a tratar el tema).
Del estudio de las q l83 y ss. puede concluirse que, para S. Tomás, el estado es
una diferencia de posición en la sociedad, con un carácter estable, y que lleva
consigo una diversidad que afecta a la capacidad de la persona (libertad o
servidumbre). Par eso, existen sólo dos estados: el de libre y el de siervo,
según la doctrina corriente en su época (cfr., p. ej., las Partidas de Alfonso
X, IV, 23,2). El estado, además, pertenece al plano de la perfección de la
Iglesia, puesto que la perfección es el estado de libertad en lo espiritual,
mientras que el pecado es estado de servidumbre, como lo es también todo aquello
que supone afección a las cosas terrenas. De ahí concluye que en la Iglesia
existen sólo dos estados: el estado de perfección y el estado secular.
Se trata, pues, de una posición propia de la persona, en cuanto que se coloca en
un estado social de servidumbre -secular- o de libertad -perfección- ante el
pecado y el mundo. Evidentemente, no se hace referencia a la mayor o menor
santidad de la persona -secundum id quod interius agitur (Sum. Th. 2-2 g184
a4)-, sino a su posición externa y social con respecto a la realidad teológica
del pecado y del mundo. Esto explica que dos estados jurídicamente diversos,
como son el clerical y el laical, se incluyan teológicamente dentro del patrón
único del estado secular; y que los obispos y los r. constituyan el estado de
perfección.
3. El estado de perfección en S. Tomás. El «estado
de perfección» se adquiere asumiendo de manera perpetua aquello que es propio de
la perfección, con una solemnidad externa. Esto es propio tanto de los r. como
de los obispos. Los primeros se obligan mediante voto (v.) a apartarse de las
cosas seculares, para dedicarse a Dios con mayor libertad, y esto se hace de
modo solemne por la profesión. De la misma manera los obispos se obligan a
aquello que es propio de la perfección al asumir su oficio pastoral, y también
en este caso hay una solemnidad externa: la consagración episcopal (cfr. Sum. Th.
2-2 g184 a5). Los demás fieles -clérigos y laicos- están en el estado secular,
pues no se apartan del mundo.
Hay que notar que, según esta doctrina, el apartamiento del mundo es no sólo un
modo de vida, sino la condición imprescindible para que pueda hablarse de estado
de perfección y la finalidad misma de los votos religiosos (cfr. también 2-2
gl86 a2 ad3; q24 a8; De virtutibus, q2 a10; Contra impugnantes, P. 1, cap. I;
etc.).
Las ideas apuntadas llevan a concluir que S. Tomás no trata de los estados
canónicos o jurídicos, sino que desea mostrar la diversa condición que vige
entre los miembros de la Iglesia desde un punto de vista teológico, apoyándose
para ello en la idea aristotélica acerca de la distinción de los hombres y
empleando la construcción del Derecho Romano sobre los estados, en su versión
medieval. Sin embargo, al entender el estado como una condición social, es
lógico que exija una obligación con efectos sociales.
Parece innegable que esta concepción, junto a aspectos perennes, presenta otros
accesorios, condicionados por las ideas vigentes en la época. En aras de la
claridad, consideramos de gran importancia distinguir unos de otros.
Son perennes los siguientes aspectos:
1° El estado de perfección es una noción teológica, no jurídica: no es sinónimo
de estado canónico, sino que hace referencia a la posición social de la persona
con respecto a la perfección de la Iglesia. No se niega con esto -como veremos
más adelante- que pueda haber un estado canónico llamado precisamente estado de
perfección; pero sí habrá de cuidarse de no trasplantar indebidamente al estado
jurídico elementos que son exclusivos del estado teológico, y viceversa.
2° Esta realidad teológica no se identifica con el estado religioso, puesto que
también los obispos se encuentran en estado de perfección.
3° El estado religioso lleva consigo al menos dos elementos que pertenecen
también al campo jurídico: a) que la obligación de vivir los consejos
evangélicos se adquiera con un cierto grado de solemnidad, es decir, de manera
pública; b) que, por esta profesión, la persona quede segregada de los negocios
y ocupaciones seculares.
Son, en cambio, accidentales los siguientes aspectos: 1° Colocar la raíz de un
estado social en la libertad o servidumbre. Y esto no sólo porque esa diferencia
ha dejado de estar en vigor en la sociedad civil, sino sobre todo porque tal
distinción es inadmisible entre los miembros de la Iglesia, ya que «todos tienen
como condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios» (Const. Lumen
gentium, 9). Cualquier realidad que tienda a liberar al hombre de la servidumbre
del pecado pertenece de por sí a todos los fieles, independientemente de la
misión eclesial propia de cada uno.
2° La afirmación de que cualquier modo de practicar los consejos dados por
Jesucristo a sus discípulos tiende de por sí a apartar del dinamismo de las
realidades temporales. Llevada hasta el extremo, esta postura conduciría a
afirmar que la profesión religiosa es la única forma posible de vivir los
consejos del Evangelio. Es preciso, por tanto, distinguir la práctica efectiva
de los consejos contenidos en el Evangelio, sin excluir ninguno -y esto
pertenece al patrimonio común de todos los fieles-, y, de otra parte, la
profesión pública de los tres consejos llamados evangélicos, en la forma
institucionalizada por la Iglesia.
4. Estado jurídico y misión eclesial. Más de una vez
hemos dicho que los conceptos adquieren distinto contenido en las diversas
ciencias, aunque con frecuencia subsiste una analogía entre ellos. Éste es
precisamente el caso de la noción de estado en el Derecho, que no puede
identificarse sin más con lo que se entiende bajo el mismo término en Teología o
en Filosofía.
El hecho de que un estado se funde en una realidad metajurídica no lleva consigo
que ese estado haya de ser un concepto metajurídico: significa sólo que la
realidad metajurídica ha de ser tenida en cuenta por el Derecho, aunque la
manifestación jurídica no abarque toda su amplitud, sino sólo aquellos aspectos
que tienen una dimensión ante el Derecho. La posición de una persona en la
sociedad se encuadra a veces totalmente en el ordenamiento jurídico, pero puede
también suceder que sólo parcialmente -o incluso en ningún caso- se refleje en
el Derecho. Así, los nobles tuvieron durante una época su estatuto jurídico
peculiar; ahora, en muchos lugares, sólo se les reconoce el derecho de usar su
título nobiliario; y en otros ni siquiera eso, aunque su condición sigue
teniendo una importancia en el ámbito social.
Esta precisión no carece de interés, sobre todo si se tiene en cuenta que la
doctrina canónica -especialmente a partir del s. XVII- fue separándose cada vez
más del Derecho secular, operándose por contraste una simbiosis paulatinamente
acentuada con la Teología, de lo que siguió -junto a ventajas innegables- una
mezcla indiscriminada de conceptos pertenecientes a ambas ciencias, con
detrimento de la necesaria claridad y precisión.
La noción de estado, en Derecho, presupone dos notas que la especifican: a)
afecta a la personalidad considerada en su sentido jurídico; b) lleva consigo
una modalidad, o modo peculiar, en el ámbito personal de la capacidad, facultad
o responsabilidad. Y todo ello, como es lógico, con un carácter de estabilidad.
Esta es la noción que puede aplicarse a los llamados estados canónicos o estados
jurídicos cardinales en el Derecho de la Iglesia: clérigos, laicos y r. Todos
participan de la común condición de fieles (v.) y gozan de unos derechos y
deberes fundamentales, entre los que se incluye la llamada a la santidad
cristiana o perfección de la caridad según la doctrina del Evangelio y la
participación activa en la misión única de la Iglesia (v. SANTIDAD IV; IGLESIA
III, 3).
Esa unidad e igualdad radical de todos los miembros del Pueblo de Dios hace que,
propiamente, exista un solo estado en la Iglesia: el estado del fiel. Sin
embargo, atendiendo a la diversidad de tareas, no hay ningún bautizado que posea
únicamente la condición de fiel, pues todos se encuentran en la situación que
nace de su misión específica en la Iglesia: clérigos, laicos o r. Surgen de aquí
tres condiciones o posiciones de los fieles en la sociedad eclesial, que gozan
cada una de un conjunto propio de derechos y obligaciones -que se añaden a los
que pertenecen a todo fiel- y constituyen los tres estados canónicos cardinales.
Ya que es la misión específica lo que caracteriza a cada estado, examinaremos
seguidamente cuál es esa misión para los religiosos.
5. Naturaleza del estado religioso. En el caso
concreto de los r., una realidad teológico-ascética -cual es el estado de
perfección- llega a adquirir también el carácter de un verdadero y propio estado
jurídico. Y esto es así por la misión eclesial encomendada a los religiosos.
«Al no tener el Pueblo de Dios ciudad permanente en este mundo, sino que busca
la futura, el estado religioso, que deja más libres a sus seguidores de los
cuidados terrenos, manifiesta en mayor medida a todos los creyentes los bienes
celestiales ya presentes en este mundo, da testimonio de la vida nueva y eterna
conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la
gloria del reino celestial. Y este mismo estado imita más de cerca y representa
perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al
venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre y dejó propuesta a los
discípulos que le siguieran. Finalmente, pone de manifiesto, de manera peculiar,
la elevación del Reino de Dios sobre todo lo terreno y sus supremas exigencias;
muestra también a la humanidad entera la maravillosa riqueza de la virtud de
Cristo, que reina, y el poder infinito del Espíritu Santo, que obra maravillas
en su Iglesia» (Const. Lumen gentium, 44).
Es muy conforme a la naturaleza y misión de la Iglesia -Pueblo de Dios
peregrinante, que mira a una meta escatológica y es, por tanto, signo del nuevo
Cielo y de la nueva Tierra- que haya en ella miembros apartados del mundo y del
dinamismo de lo secular, es decir, de lo que se refiere a la construcción de la
ciudad terrena, para constituirse en testimonio viviente del espíritu de las
Bienaventuranzas y en anticipación de la Ciudad futura.
El apartamiento del mundo o liberación de los negocios seculares, que es lo que
da al r. su propio carácter -como atestigua unánimemente toda la tradición
eclesiástica-, queda asumido por la Iglesia como manifestación ante el mundo de
su carácter de signo e instrumento de salvación y de su índole escatológica. La
Iglesia eleva así la vida religiosa a la condición de tarea o ministerio
eclesial de testimonio público; manifiesta a todos los hombres que el Reino de
Dios se encuentra ya presente e incoado en este mundo, da testimonio -como de
algo ya adquirido- de la vida nueva y eterna, preanuncia la resurrección y la
gloria futura y pone de manifiesto la elevación del Reino de Dios sobre las
cosas terrenas. Para que esto se realice, es condición imprescindible que el r.
deje de lado su inserción personal en las estructuras terrenas, es decir,
renuncie a la secularidad, entendida no ya como característica negativa, sino
como condición propia y peculiar de otro estado -el laical: cfr. Const. Lumen
gentium, 31-, y renuncie a ella en aras de otra misión que le compete en la
Iglesia: la de ser testimonio de su realidad escatológica. Y -añade el Conc.
Vaticano II- «nadie ha de pensar que los religiosos, por su consagración, se
hacen extraños a los demás hombres o inútiles para la ciudad terrena. Porque,
aun cuando en algunos casos no estén directamente presentes ante sus coetáneos,
los tienen, sin embargo, presentes de un modo más profundo en las entrañas de
Cristo, y cooperan con ellos espiritualmente para que la edificación de la
ciudad terrena se funde siempre en el Señor y a Él se dirija, no sea que
trabajen en vano los que la construyen» (Const. Lumen gentium, 46). Por eso
también «el estado que se constituye por la profesión de los consejos
evangélicos, aunque no forma parte de la estructura jerárquica de la Iglesia,
pertenece, sin embargo, de manera indiscutible a su vida y santidad» (ib., 44).
Por su profesión, al comprometerse a vivir los consejos evangélicos, el r.
abandona el mundo -la edificación de la ciudad terrena- y se dedica totalmente
al servicio de Dios, ofreciéndose como en holocausto. Se trata, pues, de una
dedicación o consagración, que lleva consigo el destino al cumplimiento de una
misión eclesial. El estado de perfección, con la característica peculiar del
abandono del mundo, se transforma así en el estado religioso, que inicialmente
es una realidad teológico-ascética. El estado religioso, que se traduce en una
dedicación y, por tanto, en una misión eclesial, queda sancionado por la
Iglesia, que no sólo lo ha aprobado, sino que le ha atribuido un carácter
público.
La Iglesia ha elevado ese estado a una condición pública, atribuyéndole el
carácter de dedicación o destino a una misión que se realiza en nombre de la
misma Iglesia. Así, lo que teológicamente es un estado bajo un aspecto jurídico
se traduce en destino o misión que confiere al r. la condición de persona
sagrada. Es por todos admitido que el estado religioso posee estas dos notas
-profesión pública y carácter sagrado de la persona-, y así lo ha proclamado
nuevamente el Conc. Vaticano II: «La Iglesia no sólo eleva con su sanción la
profesión religiosa a la dignidad de estado canónico, sino que la presenta en la
misma acción litúrgica como estado consagrado a Dios. Pues la misma Iglesia, con
la autoridad que le ha sido confiada por Dios, recibe los votos de quienes
emiten la profesión, con la oración pública les obtiene de Dios los auxilios y
la gracia divina, les encomienda a Dios y les imparte una bendición especial,
asociando su oblación al sacrificio eucarístico» (Const. Lumen gentium, 45).
Por eso, el elemento típico del estado religioso es la sanción de la autoridad
eclesiástica. De esta manera, el estado religioso se hace una realidad jurídica,
que puede dividirse en sus partes constitutivas: a) el estado, o caracterización
de la capacidad de obrar y de los derechos y deberes personales; dentro del
estado, por ser el r. persona sagrada, se incluyen hoy los derechos y
obligaciones de los clérigos; b) el oficio o misión eclesial, cuya raíz reside
en la profesión pública de los consejos evangélicos; esta profesión queda
convertida por la Iglesia en misión eclesial, porque en eso consiste
fundamentalmente el destino público recibido por el r. Por ello, la profesión
pública de los consejos evangélicos jurídicamente no es un estado (estado
personal), sino un oficio o misión.
Vemos así cómo lo que filosófica y teológicamente constituye un estado -el
estado de perfección-, desde un punto de vista jurídico adquiere una
consideración distinta: es una misión, destino u oficio eclesial. No hay duda de
que el estado de perfección, tal como lo hemos descrito, es una realidad
jurídica, pero lo es en cuanto oficio, no en cuanto estado en sentido jurídico,
aunque tenga también un aspecto que configura a la personalidad en el Derecho,
de lo cual se origina una caracterización de la capacidad de obrar y del
ejercicio de los derechos personales (o del estado de la persona).
J. L. GUTIÉRREZ GÓMEZ.
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Vatiean II: L'adaptation et la rénovation de la vie religieuse, París 1967 (dir.
J. M. R. TILLARD); S. LEGAssE, L'appel du riche. Contribution á 1'étude des
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991