Religión IV. Teología Moral
 

Habiendo ya estudiado (v. III) la valoración que, desde una perspectiva cristiana, cabe hacer del fenómeno religioso en su conjunto, nos corresponde ahora considerar el lugar que la religiosidad ocupa en el vivir cristiano. La teología ha desarrollado ordinariamente este tema analizando la virtud de la r., a la que ha incluido entre las virtudes morales, colocándola por consiguiente bajo la luz e inspiración de las virtudes teologales.
La virtud de la religión: concepto. Se la define como la virtud que inclina a rendir a Dios el respeto, el honor y el culto debidos (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q81 a5). En el cristiano esa virtud se fundamenta en la automanifestación de Dios como Creador y Salvador (V. REVELACIÓN). La conducta religiosa del cristiano encuentra su modelo perfectísimo en Jesucristo, que ofreció su vida al Padre para redimir a todos los hombres y conquistarles la adopción de hijos de Dios. Cristo, en cuanto hombre, es el modelo de conducta religiosa, y sólo unidos a Él podemos cumplir dignamente nuestros deberes religiosos para con Dios. A su oración y a su sacrificio de Cruz se deben unir nuestros actos religiosos, que forman así parte de su acción y gesto sacerdotal. El cristiano, incorporado a Cristo por el Bautismo (v.), participando sacramentalmente de su muerte y resurrección, ofrece con su vida un culto espiritual a Dios. Por eso, si bien la r. puede ser clasificada como una virtud moral, especial, parte potencial de la justicia, en sentido amplio es virtud general, que comprende a todas las virtudes teologales y morales; en esta acepción, S. Tomás declara que la r. posee preferencia sobre todas las demás virtudes y se identifica con la santidad (Sum. Th. 2-2 q81 a6-8). La virtud de la r. es fruto de la gracia bautismal que habilita a la criatura a dirigirse al Padre con un amor filial de adoración (V.), glorificación (V. GLORIA DE DIOS) y agradecimiento. La santidad cristiana no se reduce a sus aspectos cultuales; es además perfección moral: «os ruego encarecidamente por la misericordia de Dios que le ofrezcáis vuestros cuerpos como una hostia viva, santa y agradable a sus ojos, que es el culto racional que debéis ofrecerle...» (Rom 12,1 ss.). Por esta razón en el cristianismo la vida moral no se concibe separada de la r. y del culto que dan un particular significado a todos los actos humanos, en cuanto deben orientarse a Dios y reconocer de alguna manera la Majestad divina, observando concretamente todas las leyes del orden de la Creación y de la Redención.
Naturaleza y objeto. Dios es causa y fin de todas las cosas, el hombre es criatura suya hecha a su imagen y semejanza. La vida entera debe estar informada por la actitud religiosa, de modo que toda ella dé la gloria debida a Dios. De aquí derivan la humildad, la existencia de actos especiales de r. y el deseo de servir a Dios en sus criaturas haciendo de ello un comportamiento religioso. En efecto, el amor. activo del prójimo (diakonia, servicio) es también un elemento importante de la r., cuando se la considera a ésta en toda su amplitud; «la religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo» (Iac 1,27). Como es obvio, eso no excluye, sino que implica y exige, la existencia de actos directa y específicamente dirigidos a Dios (oración, culto, etc.): son precisamente esos actos los que, al unirnos a Dios, dan sentido radical a nuestra vida, y fundamentan todo el resto de nuestro actuar. Es, pues, absolutamente injustificado el antagonismo que algunos pretenden encontrar entre actitud religiosa o teologal y servicio a los hombres, como si la primera fuera alienante. La realidad es muy distinta: el hombre está ordenado a Dios, y debe, por tanto, manifestarle su adoración y su amor, y, al hacerlo, se sitúa en la postura adecuada y encuentra el fundamento último de su servicio -más aún, de su amor- a los demás hombres.
S. Tomás ha explicado certeramente la relación entre los actos específicos de r. dirigidos directamente a Dios y la influencia de la actitud religiosa en toda la vida, distinguiendo entre los actos elícitos de la virtud de la r., es decir, los que ésta produce de modo propio e inmediato y por los que el hombre se ordena directamente y sólo a Dios (como el sacrificio, la adoración y otros similares), y los imperados, producidos por virtudes sujetas al dominio de la r. y que ella ordena al honor divino, ya que la virtud que tiene por objeto el fin puede imperar las virtudes que versan sobre los medios. Según esto, «visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones» son actos imperados de la religión y elícitos de la misericordia; «preservarse de la corrupción de este siglo» igualmente es acto imperado de la religión y elícito de la templanza (Sum. Th. 2-2 q81 a4).
En sentido estricto la palabra r. significa un servicio y honor a Dios, a quien tenemos que vincularnos como a principio indefectible y fin último. Más concretamente la r. versa sobre lo relativo al culto (v.), entendiendo por tal la sumisión interna y externa que el hombre debe a la excelencia de la Trinidad divina: cualquiera sea el modo de su ejercicio, el culto es siempre una confesión de la santidad de Dios Creador y Padre nuestro. Se comprende así por qué la r. es virtud relacionada con la justicia (según S. Tomás, parte potencial suya), ya que ordena las relaciones de un sujeto a otro y concretamente de un sujeto (el hombre) con respecto a Dios, de quien se reconoce como deudor, a la vez que proclama su Señorío y confiesa la imposibilidad en que se encuentra de corresponder a sus dones, ya que todo cuanto tiene y puede hacer le viene de Él. Siendo imposible saldar nuestra deuda con Dios, o lo que es mejor, igualar su amor, el acto religioso más perfecto es por eso la acción de gracias.
Colocando S. Tomás la r. dentro de la justicia (v.) ha seguido una tradición moral helenística, sirviéndose de ella para hacer resplandecer con claridad la naturaleza de nuestra condición deudora frente a Dios y subrayando algunas características psicológicas importantes de la vida religiosa de todos los hombres. A la vez ha superado ese cuadro, situándolo en el contexto del reconocimiento de un Dios creador y providente, que ama al hombre hasta elevarlo gratuitamente a su amistad y que lo llama a relaciones personales e íntimas con Él. La relación entre la r. y las virtudes teologales queda así patente: «las virtudes teologales pueden imperar a la virtud de la religión, cuyos actos se ordenan a Dios. He aquí por qué S. Agustín dice que a Dios se le da culto con la fe, la esperanza y la caridad» (Sum.- Th. 2-2 q81 a5). Esas virtudes teologales tienen por objeto al mismo Dios en quien creemos y esperamos y a quien amamos; en ellas se fundamenta la virtud cristiana de la r., que, teniendo en ellas su presupuesto (ib. 2-2 q82 a5; g101 a3), se ocupa del culto (ib. 2-2 q81 a5), manifestación exterior de la vida teologal. En ese sentido, aunque en la r. reverberan la fe, la esperanza y la caridad, ella no tiene por objeto inmediato el último fin (Dios), sino los medios visibles (externos) e invisibles (internos) de honrarlo.
Actos. Los actos de la virtud de la r. (actos de culto) pueden ser internos y externos. Los internos se limitan a las facultades interiores espirituales (inteligencia y voluntad); de ahí surgen la oración y la devoción que, aunque ambas también pueden tener manifestaciones externas, radican en la disposición interior. Los actos externos son los que se llevan a cabo con las facultades exteriores. La r. debe ser ante todo interior («los verdaderos adoradores adorarán a Dios en espíritu y en verdad», lo 4,23); los actos externos deben ser expresión y símbolo de la actitud interior. Una religiosidad externa, sin actitud interior de sometimiento a Dios, quedaría vacía de significado y sería señal de hipocresía. Pero esto no significa que los actos externos sean superfluos, sino que deben ser expresión de aquella actitud interior de sometimiento a Dios. Por lo demás, dada la naturaleza del hombre, lo interior tiende a traducirse en palabras, en obras, en gestos, en actitudes, y éstos son los actos externos de la virtud (v. CULTO 11, 2). De modo que la manifestación exterior y comunitaria de la r. se impone por la naturaleza corporal y social del hombre.
Se consideran actos internos la devoción (v.) y la oración (v.); y externos, la adoración (v.), el sacrificio (v.), el voto (v.), el juramento (v.) y la promesa (v.). Se habla también de actos ordinarios: oración, cumplimiento de los mandamientos (v.) de Dios y de la Iglesia, etc., y extraordinarios: voto, promesa, juramento.
Entre todos ellos sobresale la Santa Misa (v.), sacrificio de alabanza, agradecimiento, impetración y propiciación que la Iglesia, identificada con Cristo e invocando al Espíritu Santo, eleva a Dios Padre. El Sacrificio de la Nueva Ley, la Santa Misa, transforma toda la existencia cristiana en un himno de alabanza al Creador y Redentor nuestro, y redunda por eso en todo el ordinario vivir. La Misa bien vivida es el mejor medio para que la r. no quede reducida a un fenómeno marginal de la vida humana, sino que se manifieste en la totalidad del comportamiento.
Pecados. El pecado más grave contra la r. es no reconocer la total y esencial dependencia de Dios, renegando la propia condición de criatura y viviendo como si Dios no existiera o no tuviera ninguna autoridad en el gobierno y Providencia del mundo (v. ATEÍSMO). El hombre se pone a sí mismo, a sus obras o a alguna otra criatura como razón última de todas las cosas o punto al cual referir sus actos y con quien relacionarse; cae así en la idolatría (v.), tantas veces denunciada en la S. E. Un pecado al que cabe calificar de por exceso -o más exactamente de mala orientación del sentimiento religiosoes la superstición (v.), y dentro de ella, en primer lugar, la magia (v.); la r. degenera en superstición y magia cuando se multiplican ilimitadamente los actos religiosos, cuando se dilata sin necesidad el tiempo y espacio sacro, transformándose todo esto de medio en fin. En el comportamiento mágico no se busca a Dios; las actos «religiosos» no acercan a una vida de unión con la divinidad y no se obedece a su voluntad, sino que más bien se intenta influir, someter y capturar a Dios, queriendo disponer arbitrariamente de la potencia divina. Frecuentemente la magia va unida a una conducta poco moral. La magia que se practica con la intención de perjudicar al prójimo se llama maleficio. Otras formas de superstición son: el espiritismo (v.), la adivinación (v.), la creencia en augurios o señales de mala suerte, etc.
Otros pecados contra la r. son: la blasfemia (v.), la simonía (v.) y el sacrilegio (v.), y en líneas generales la irreligiosidad. Hay también que mencionar los pecados consistentes en la omisión de los actos de culto prescritos y de la santificación de las fiestas (v.) o la ausencia de vida de oración y de piedad (v.), sea porque se niegue su necesidad y eficacia, sea porque sin negarla se deje inactiva la vida divina comenzada con el Bautismo; en ambos casos la vida teologal sufre, la fe no se vivifica, apenas se siente el deseo de la venida del Señor, y no se manifiesta algún amor a Dios.
Conviene recordar, finalmente, los pecados que derivan de no respetar el debido orden y jerarquía de los actos religiosos, no distinguiendo bien la infinita distancia que separa el culto que se da a Dios, uno y trino (latría), y el que se da a la Virgen y a los santos (hiperdulía y dulía); entre el culto debido a Dios y la caridad con el prójimo. Cuando la solidaridad hacia el prójimo llega hasta el punto de ignorar las relaciones directas con Dios, la r. se desvanece y se incurre en el error al que se ha dado en denominar como «horizontalismo»: es decir, situarse en un horizonte exclusivamente plano y terreno, olvidando la dependencia constante con respecto a Dios.

V. t.: CULTO II.


MIGUEL ÁNGEL PELÁEZ.
 

BIBL.: S. TOMÁS, Suma teológica, 2-2 q80-109; E. AMANN, Religion (vertu), en DTC 141, 2306-12; G. MAUSBACH, Teología Moral Católica, II, Pamplona 1971, 237 ss.; G. THILS, Santidad cristiana, 4 ed. Salamanca 1965, 364-377; A. Guzzo, La Religione, Turín 1964; O. LOTTIN, L'áme du Culte, la vertu de la Religion, Lovaina 1920; ío, La détinition classique de la vertu de religion, «Ephemerides theologicae lovanienses» 24 (1948) 333-353; C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia, Madrid 1959.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991