RECOGIMIENTO
Etimológicamente procede del latín recolligere, que significa volver a juntar lo
separado, restablecer un orden perdido. En la vida espiritual la palabra r. se
refiere a un estado peculiar de dominio de sí, que el hombre alcanza con la
ayuda de la gracia sobrenatural (v.) y con su esfuerzo personal. Es una cualidad
del alma, un hábito, que facilita a la naturaleza humana -dañada por el pecado
original- actuar según la armonía en que fue creada por Dios. «En el estado de
justicia original la razón dominaba las fuerzas interiores del alma y, al mismo
tiempo, ella estaba sometida a Dios. Pero esa justicia original desapareció por
el pecado de origen; y, como consecuencia lógica, todas esas fuerzas han quedado
disgregadas» (S. Tomás de Aquino, In ep. II ad Cor. 6,3), buscando su propio
fin. Desde entonces el alma tiende a derramarse por los sentidos y a perder la
orientación a Dios.
Gracias al r. las facultades se reagrupan bajo el gobierno de la voluntad
(v.), que de nuevo las endereza hacia el Señor, en quien la inteligencia
descubre el fin último de toda la creación. El r. es, de este modo, un hábito
por el que la voluntad fuerza a los sentidos y apetitos, manteniéndolos en los
límites de su autoridad, con un dominio que, sin embargo, nunca llega a ser
absoluto, «porque los sentidos y pensamientos del corazón del hombre están
inclinados al mal desde su mocedad» (Gen 8,21). Se trata en realidad de un
gobierno, de un dominio político (cfr. S. Tomás, Sum. Th., 1-2, ql7, a7), es
decir, de la acción educadora y ordenadora que la voluntad ejerce sobre ellos,
en función del fin del hombre.
Alcanzar esa unidad profunda supone necesariamente lucha ascética (v.),
una constante negación de la ley delpecado, que está inserta en la naturaleza
humana y se opone a la ley del espíritu y de la gracia (cfr. Rom 7,23). Por eso
la vida cristiana es una pelea contra las propias pasiones. Los escritos de S.
Pablo se refieren muchas veces a esa lucha interior con imágenes tomadas de la
vida deportiva y militar, y el mismo Jesucristo lo afirmó durante su vida
terrena: «el reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que se la hacen
a sí mismos son los que lo arrebatan» (Mt 11,12).
Dios, sin embargo, no deja que el hombre se enfrente solo en esa lucha
contra el desorden del pecado. Además de las gracias actuales, ayudas concretas
con que le socorre en cada momento, concede a los cristianos la gracia
santificante y las virtudes (v.) teologales infusas, que son principio de vida
sobrenatural (v. ORGANISMO SOBRENATURAL). Por eso, el r. no es una simple
negación de los impulsos desordenados, sino que tiene una dimensión positiva de
gran importancia: es una virtud por la que las potencias y apetitos se ponen al
servicio y cooperan con la acción de Dios en el alma a través de los hábitos
sobrenaturales infusos. La entera actividad del cristiano adquiere así unidad y
sentido, coherencia con su dignidad de hijo de Dios.
De ahí que el r. sea una actitud permanente del alma y no dependa de modos
de vida o espiritual idades concretas. Es patrimonio de todos los fieles, porque
su necesidad se deriva de aquel mandato que Cristo dirigió a todos los hombres:
«sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt
5,48; v. PERFECCIÓN; SANTIDAD). Para mantener a raya el desorden de las
potencias y sentidos, para dirigirlos al fin sobrenatural, el cristiano no
necesita retraerse de las cosas de la tierra, aislarse de los afanes nobles del
mundo y de la relación con los demás hombres, sus iguales. El r. es compatible
con cualquier actividad humana recta, por absorbente que sea, especialmente con
el trabajo; basta que cada uno se esfuerce en buscar al Señor en todas sus
cosas, haciéndolas por amor a El. «Cuando de dos cosas una es razón de la otra,
la ocupación del alma en una no impide ni disminuye la ocupación en la otra... Y
como Dios es aprehendido por los santos como la razón de todo cuanto hacen o
conocen, su ocupación en percibir las cosas sensibles o en contemplar o hacer
cualquiera otra cosa, en nada les impide la divina contemplación, ni viceversa»
(S. Tomás, Sum. Th. Suppl. q82, a3, ad4).
Precisamente todo el esfuerzo ascético que lleva consigo el r. se orienta
y tiene como fin esa contemplación: el diálogo constante con la Trinidad
Beatísima, que inhabita por la gracia en el alma del cristiano. Esta
manifestación del amor de Dios, que se da en plenitud a la criatura, exige de
ella una correspondencia proporcionada, es decir, una entrega semejante en
cuanto a la totalidad: «Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con
toda tu alma, y con toda tu mente» (Mt 22,37), dice el primer mandamiento del
Decálogo. En el amor, en la entrega a Dios, el r. alcanza su perfección última.
Todos los actos de las potencias y sentidos adquieren en este contexto una
dimensión trascendente e inefable: no son simplemente acciones ordenadas y
coherentes con la dignidad del cristiano, sino que tienen su origen inmediato en
el amor a Dios y son fruto de la unión entre la criatura y el Creador. Entonces
el alma vive como cautiva: quiere con el mismo querer de Dios y conoce con
sabiduría divina. «Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro
de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra
condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios como el
hierro atraído por la fuerza del imán... `Os libraré de la cautividad estéis
donde estéis' (ler 29,14). Nos libramos de la esclavitud con la oración: nos
sabemos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en un cántico de
amor, que empuja a desear no apartarse de Dios. Un nuevo modo de pisar la
tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Recordando a tantos
escritores castellanos del quinientos, quizá nos gustará paladear por nuestra
cuenta: ¡que vivo porque no vivo: que es Cristo quien vive en mí! » (cfr. Gal,
2,20)» (J. Escrivá de Balaguer, Homilía Hacia la santidad, Madrid 1973, 25-26).
Entre los medios para alcanzar el r. hay que colocar en primer término la
frecuencia de los sacramentos (v.) que, por institución divina, son cauce de la
gracia santificante y punto de partida de la vida sobrenatural.
La oración (v.) mental y vocal -medio por el que también nos llega la
gracia- centra todas las potencias y sentidos en Dios, como objeto inmediato de
contemplación (v.). Por eso adquieren en ella el orden y la sensibilidad
necesarios para encontrarle después en las realidades de la vida. «No sólo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios» (Mt
4,4): la oración y el trato con el Señor en la Eucaristía (v.) son requisitos
indispensables para vivir vida sobrenatural.
Junto a los sacramentos y a la oración, debe buscarse la mortificación
(v.) interior y de los sentidos, para mantener nuestras facultades bajo el
control eficaz de la voluntad. La mortificación tiene además un sentido
enormemente positivo: es esa negación de la ley del pecado que sojuzga a la
persona y lo que la permite alcanzar, más tarde, el trato constante con Dios.
Por último es muy conveniente buscar momentos de silencio exterior a lo
largo del día. La quietud exterior facilita la concentración de todas las
potencias en un objeto bien determinado y favorece la acción de la voluntad
sobre las demás facultades, creando un ambiente adecuado para tener en marcha la
vida interior.
V. t.: CONTEMPLACIÓN; PAZ INTERIOR; PRESENCIA DE Dios; UNIÓN CON DIOS.
BIBL.: S. TOmÁS DE AQOINO, Summa Theologica, 1-2 q16-17; 2-2 8180, a2 y a7, ad2; T. DE KEMPIS, Imitación de Cristo, II, cap. 1, 5, 8; III, cap. 1, 2, 31, 38, 44; S. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo; S. FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1944; A. TANQUEREY, Compendio de ascética y Mística, París 1930; F. W. FABER, Progreso del alma en la vida espiritual, 5 ed. Madrid 1952.
J. E. MIRALBELL GUERÍN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991