Propiedad. Doctrina Social Cristiana.
 

1. Cristianismo y propiedad. Dado que la Revelación (v.) cristiana se dirige primariamente a la formación de la conciencia de los hombres y no a la concreta definición de sus mutuas relaciones, es lógico que en ella no se encuentre una exposición directa sobre el derecho de p.; lo que encontramos son más bien los principios humanos y religiosos con que el hombre debe ilustrar y enriquecer sus planteamientos jurídicos y sociales. De todas formas, hay que señalar que la S. E. va clarificando poco a poco sus exigencias sobre el derecho de propiedad. Después de la muerte del último Apóstol el Magisterio de la Iglesia ha ido precisando y actualizando la doctrina gracias a la ayuda del Espíritu Santo y a la experiencia acumulada a lo largo de los siglos.
El ambiente social del A. T. es el de una sociedad teocrática que todo lo refiere a Dios y en la cual, por tanto, la p. tiene un sentido muy particular: «Esta tierra es mía», declara Yahwéh (Lev 25,23). El hombre es un administrador de sus posesiones, que debe utilizar sobre todo para dar culto a Yahwéh y para ayudar a los pobres, así como para mantenerse a sí mismo y a su familia. Dentro de este sentido teocéntrico -que, a pesar de todo, es más ascético y espiritual que público y socialla p. privada es un hecho. El Decálogo es prueba suficiente: «No robarás. No desearás la casa de tu prójimo..., ni nada de cuanto le pertenece» (Ex 20,15-17). Lo mismo ocurre con la insistencia de los escritores sagrados acerca del pago de las deudas justas, del salario de los obreros, etc.
En el N. T. desaparece el ambiente teocrático que ha privado en el A. T.; Jesucristo, en su predicación, manifiesta que no ha venido a constituir un pueblo sociológico, sino a revelar al hombre su llamada a la vida divina y a librarlo del pecado. Es lógico por eso que no encontremos en sus palabras enseñanzas detenidas sobre la estructura de la sociedad humana, etc. No obstante, la predicación de Cristo incide fuertemente en ello, ya que, al darnos a conocer nuestro destino eterno, nos manifiesta el espíritu con que debemos vivir la realidad presente. En el tema que nos ocupa se advierte en la predicación de Jesús un reconocimiento de la realidad de la p., unido a la insistencia en la virtud cristiana del desprendimiento. Su doctrina podría resumirse, desde nuestro actual punto de vista, en cuatro puntos concretos: a) la posesión y el uso de los bienes no es mala: «digno es el operario de su mantenimiento» (Mt 10,10); b) el cristiano debe usar de sus bienes con moderación, desprendimiento y espíritu de servicio a los demás: «quien tenga dos túnicas parta con el que no tiene, y el que tiene alimentos, haga igual» (Le 3,11); c) hay que evitar de forma especial el amontonamiento inmoderado de riquezas y el paralelo abuso de poder: «así será el que atesora para sí, y no es rico para Dios» (Le 12,21); d) si todos los cristianos han de vivir la sobriedad cristiana, en ocasiones eso podrá llegar hasta un desprendimiento total y absoluto: «si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres» (Mi 19,21).
Entre los primeros cristianos se dieron algunos ejemplos de comunidad de bienes (cfr. Act 4,32 ss.), pero esta conducta no se convirtió nunca en regla general. Así lo demuestra la exhortación de S. Pablo a los Corintios: «Si alguno tiene hambre coma en su casa, a fin de no reunirnos para vuestra condenación» (1 Cor 11,34). Se trató más bien de excepciones, y la experiencia aconsejó su supresión.
La Tradición de la Iglesia desarrolló en seguida estos primeros principios de la ascética cristiana: la p. privada es legítima, pero el cristiano debe estar muy atento a no apegarse a ella, a no perder de vista que todo lo humano está orientado al orden sobrenatural. No en balde la Iglesia ha de luchar, durante estos primeros siglos de vida, con la interpretación romanista del derecho de p., concebido como derecho absoluto no sólo de usar y disfrutar, sino de abusar. Por esta razón hay que saber interpretar ascética y no jurídicamente las duras palabras que muchos padres de la Iglesia lanzan contra la p. privadá y que, en realidad, se refieren a su abuso. Dice, por ej., en este sentido S. Juan Crisóstomo: «No digan: gasto de lo que es mío, gozo de lo que es mío. No: no gozan de lo que es suyo sino a lo que pertenece a otro (...) Estos bienes no le pertenecen: le pertenecen en común con su semejante, tal como el cielo, la tierra y todo lo demás» (Homilía 10). Desde nuestra perspectiva actual son más fáciles de comprender otras formulaciones que se dirigen más explícitamente a la formación de las actitudes del cristiano. He aquí una frase bien clara de S. Basilio: «El mandato de Dios no nos enseña que hayamos de rechazar y huir de los bienes como si fueran malos, sino que los administremos (...) Quien se condena, no se condena en absoluto porque tuviera, sino porque sintió torcidamente de lo que tenía o no usó bien de ello» (Regula brevis, interr. XCII). En la misma línea se expresa también Lactancio al decir, criticando el comunismo platónico, «la justicia no se encuentra en las cosas exteriores, ni siquiera en el cuerpo, sino en el corazón del hombre. Por ello, quien busque la igualdad humana no debe suprimir el matrimonio y las posesiones, sino la arrogancia, la soberbia, el orgullo, a fin de que los nobles y poderosos reconozcan su igualdad con los indigentes» (Institutiones Divinas, 3,22).
Ya en la Edad Media, S. Tomás estudia, con su conocida profundidad, el tema del derecho de propiedad. Para él, la p. en general es de derecho natural primario; pero su concreción pertenece al derecho positivo, que precisa y concreta los grandes principios del derecho natural (cfr. Sum. Th. 2-2 q66). Durante toda la Edad Media, e incluso durante el Renacimiento, el tratamiento del tema de la p. por parte de la Iglesia se polariza en buena parte en la obligación que tienen todos los hombres de poner sus bienes a disposición del prójimo para aliviar las abundantes situaciones de pobreza que se están produciendo. Los cambios económicos producidos en esa época y en la posterior revolución industrial dan origen a desarrollos y acentos nuevos entre los que cabe mencionar los diversos tratados de teología moral de los s. XVI y siguientes, que dedican amplio espacio al tema del comercio, del préstamo a interés, de la usura, etc.; y el Magisterio pontificio sobre temas sociales a partir de fines del s. XIX, del que trataremos en los apartados siguientes.

2. El derecho natural y la propiedad. El fundamento de la p. privada se encuentra en el derecho natural (v.): la p. privada es una exigencia inseparable de la naturaleza humana. Dentro de la admisión de ese principio, cabe distinguir en los autores cristianos dos líneas: por un lado, los que opinan que la p. privada es propia de la naturaleza caída; por otro, los que creen que también habría sido coherente con la naturaleza en estado de gracia, y que, por tanto, pudo darse en el Paraíso (v.) original. Los primeros -entre los que se cuenta a S. Gregorio de Nisa, S. Juan Crisóstomo, S. Tomás de Aquino, etc- admiten que en el Paraíso hubiese sido posible una comunidad de bienes que no habría ofrecido inconvenientes prácticos debido a la innata inclinación del hombre al bien. Como es natural, esta línea de pensamiento viene a coincidir con la opinión de que la p. privada es sólo de derecho natural secundario -al que a veces denominan ius gentium-, que fue hecho necesario por el pecado original (v. PECADO III. B). Otros autores -Francisco Suárez, entre ellos- opinan que incluso la naturaleza en estado de gracia debería haber contado con la p. privada, ya que ésta pertenece absolutamente al derecho natural primario.
En cualquier caso, por encima de estas divergencias de matiz, queda clara la completa unanimidad de todos los autores en la necesidad que la naturaleza humana -por lo menos después del pecado original- tiene de la p. privada, que constituye, por tanto, uno de los atributos esenciales de la persona humana y de la sociedad. El Magisterio de la Iglesia ha sido tajante al sancionar el carácter natural de la p. privada. León XIII en la Ene. Rerum novarum (1891) señala que el derecho a la p. privada es un «derecho que dio la naturaleza a todo hombre». En la Ene. Quadragesimo anno (1931), Pío XI recuerda también que el derecho a la p. «fue otorgado por la naturaleza, o sea por el mismo Creador a los hombres». Pío XII insiste concretamente en el valor positivo y dinámico de la p., a la que presenta como esta preocupación de la Iglesia: estructura social básica (AAS, 49, 1957, 15) y garantía de la libertad humana (AAS 35, 1943, 17). Los posteriores documentos de Juan XXIII (Ene. Mater el magistra, 1961), Concilio Vaticano II (Const. Gaudium el spes) y Pablo VI (Ene. Populorum prcgressio, 1967) reiteran los mismos principios desarrollándolos y aplicándolos a situaciones nuevas, como es la de los pueblos subdesarrollados (v. SUBDESARROLLO), que ocupan en la sociedad de mediados del s. xx un puesto parecido al que en el siglo pasado ocuparon los primeros proletarios (v. PROLETARIADO) de la sociedad industrial.
En todos estos documentos se pueden espigar muchos argumentos que muestran el carácter natural y la necesidad de la p. privada. Los resumimos aquí siguiendo el esquema de H&ffner (o. c. en bibl., 219-224). Distingue entre cinco razones positivas y cinco negativas. Las cinco primeras son: la p. privada respalda la dignidad del hombre y le proporciona independencia y autonomía; delimita competencias y responsabilidades individuales dentro de la sociedad; satisface la necesidad humana de seguridad y previsión, especialmente importante para la estabilidad y desarrollo de la familia; constituye un instrumento de contacto constructivo entre todos los hombres y los pueblos; y capacita al hombre para vivir positivamente la sobriedad y el desprendimiento cristiano. Las cinco razones negativas estriban en que la ausencia de p. privada:llevaría a la pereza y a la desgana en el trabajo; conduciría al desorden y a la confusión dentro de la sociedad; daría pie a la discordia entre los individuos; produciría grandes tentaciones de abuso de poder en los encargados de administrar las propiedades comunes; y, por fin, amenazaría gravemente la independencia y la iniciativa individuales, que se verían entonces privadas de su instrumento fundamental de acción.
León XIII, en la Rerum novarum, había hecho ya un inteligente resumen de los tres fundamentos esenciales de la p., que ha evocado constantemente el Magisterio de la Iglesia: la persona, la familia y la sociedad, puesto que -explica el Pontífice- en cada una de estas tres instancias, la p. se erige en celador de libertad; en promotor de la disposición al trabajo y a la paz; y en garantía de la seguridad cara al futuro (Actae Leonis Papae, 11, 99-107).

3. Criterios reguladores de la propiedad. A la vista de lo dicho en los dos apartados anteriores está claro cuál deba ser el criterio regulador fundamental de la p.: el individuo debe disfrutar de sus posesiones teniendo presente no sólo a su propia persona sino a su familia y a los demás hombres, dentro del debido respeto a la sociedad en que está inserto; es decir, con la conciencia de que los bienes terrenos no son nunca un objetivo en sí mismos sino un instrumento para la propia perfección espiritual y para el servicio a los demás hombres. Este criterio de fondo tiene dos vertientes concretas y ricas en contenido:
a) La llamada función social de la p., tema polémico desde principios del s. xix, por cuanto es uno de los puntos claves de litigio entre las formas liberales y socializantes de la sociedad. Los planteamientos individualistas afirmaban que el derecho de p. era ilimitado y absoluto, lo que implicaba la legitimación de las actitudes egoístas y, en la práctica, conducía a colocar en situación extremadamente precaria a grandes masas de la población. Tanto los tratadistas cristianos, como el Magisterio pontificio, rechazaron repetida y fuertemente esa idea anticristiana, propugnando «el derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes» (enc. Laborem exercens, n.° 14); es así que «sobre toda propiedad grava una hipoteca social» (Juan Pablo II, Mensaje a la Iglesia de Latinoamérica, Madrid 1979). Pero a la vez -y aquí el pensamiento cristiano se enfrenta con el colectivismo- la reacción frente al individualismo no debe llegar a una negación de la p. que, en realidad, conduce al totalitarismo (v.).
Se trata, pues, de garantizar legalmente un uso del derecho de p. que esté ordenada al bien común y de facilitar el acceso a la p. al mayor número posible de ciudadanos. Hóffner (o. c. en bibl.) señala seis formas más comunes de propiedad en la sociedad moderna, a las cuales deberían tener acceso, por lo menos parcial, todos los hombres: sueldo o salario seguro; útiles domésticos; ahorro; seguridad social; casa; participación en las fuentes de capital. Para ello el Estado debe adoptar una política fiscal justa, y especialmente respetuosa con las familias de ingresos modestos. También tiene una especial importancia el principio de subsidiariedad (v.) del que habló Juan XXIII en la Ene. Mater el magistra: «La ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones públicas sólo es lícita cuando la exige una manifiesta y objetiva necesidad del bien común, y se excluye el peligro de que la propiedad privada se reduzca en exceso, o, lo que sería aún peor, se la suprima completamente» (n° 117).
b) El sentido cristiano en la administración de la propiedad, y que añade unos valores muy específicos al simple sentido social del que hemos hablado en los párrafos precedentes. Este sentido cristiano tiene múltiples manifestaciones, que se pueden resumir en la permanente conciencia de una jerarquía de valores en que el servicio a Dios y a los demás está por encima del servicio a nuestros intereses. El cristiano, por tanto, no puede dejarse agobiar por las preocupaciones económicas, por la tentación de usar a los demás en favor de sus intereses, de abusar de su poder para enriquecerse todavía más a costa del prójimo, etc. Desde un punto de vista positivo, el cristiano debe utilizar sus bienes para dar a todos los que le rodean una existencia digna, que les haga más fácil el cumplimiento de las obligaciones que tienen con Dios y con la sociedad; para desprenderse de una parte adecuada de ellos -y no sólo de lo que buenamente le sobre- para practicar la limosna y para participar en el mantenimiento de la Iglesia y en las obras de caridad en general. En suma, y aunque jurídicamente sea dueño absoluto de sus bienes, el cristiano deberá sentirse -ante Dios- más administrador que propietario.

4. La función de la autoridad pública en torno a la propiedad. De acuerdo con lo ya expuesto, puede esta función resumirse así: fomento claro y decidido de la p. garantizando su existencia y su ejercicio socialmente orientado. Prácticamente todos los Papas contemporáneos, desde León XIII, han dejado oír su voz para criticar el sistema jurídico liberal por lo que tiene de «observador imparcial» de una realidad que a menudo no es justa y que requiere, por tanto, uná labor positiva de defensa de los ciudadanos menos favorecidos. Juan XXIII decía, por ej., en la Mater et magistra: «No basta afirmar que el hombre tiene un derecho natural de la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, si, al mismo tiempo, no se procura con toda energía que se extienda a todas las clases sociales el ejercicio de este derecho». Igualmente constantes y claras son las intervenciones denunciando una socialización entendida como estatización o colectivización total que coarte la iniciativa privada y acabe así negando la libertad.
La formulación concreta de esta política de fomento de la p. dependerá de las diversas circunstancias, y admite soluciones variables, siempre que se eviten los escollos del individualismo (v.) y del colectivismo. que ni siquiera pueden justificarse en nombre de la corrección de abusos reales. Al contrario, la existencia de estas situaciones irregulares ha de llevar a nuevos estudios y a nuevas normas jurídicas que vayan acercando cada vez más a la sociedad a una convivencia social lo más justa posible. En concreto, en la actualidad, se pueden reconocer cinco problemas sociales que afectan gravemente al tema de la p. y que exigen un amplio y positivo estudio por parte de las autoridades: el primero es el que viene dado por el creciente número de personas que dependen económicamente de otras porque no trabajan autónomamente; el segundo, consecuencia de éste, es el de la seguridad social de todos estos asalariados, tema que afortunadamente ha recibido ya una enorme atención pública en la mayoría de los países; en tercer lugar nos encontramos con el difícil tema de la p. colectiva y del control de los medios de producción, ampliamente tratado ya en las encíclicas sociales; en cuarto lugar, y como consecuencia de los aspectos anteriores, nos encontramos con la necesidad de fomentar la participación de todos los ciudadanos en la p. de estos grandes medios de producción, que además -en el caso de los trabajadores por cuenta ajena- puede convertirse en un importante medio de seguridad cara al futuro; por último, y ya a nivel internacional, el de las relaciones entre países con distinto nivel de desarrollo.

V. t.: JUSTICIA; RIQUEZA; SALARIO; SEGURIDAD SOCIAL; AHORRO; DERECHOS DEL HOMBRE.


F. MARTINELL GIFRE.
 

BIBL.: R. SIERRA BRAVO, Doctrina social y económica de los Padres de la Iglesia, Colección general de textos y documentos, Madrid 1967; A. DE ARÍN DE ORMAZÁBAL, Doctrina social católica, 3 ed. Zaragoza 1966; C. VELA, Doctrina social posconciliar, Madrid 1968; J. L. GUTIÉRREZ GARCÍA, Propiedad, en Conceptos fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, 3, Madrid 1971, 514-534; J HOFFNER, Doctrina social cristiana, Madrid 1964; J. MESSNER, Ética social, política y económica a la luz del derecho natural, Madrid 1967; G. VAN GESTEL, La doctrina social de la Iglesia, Barcelona 1959; F. CHALLAYE, Historia de la propiedad, Barcelona 1952; B. CHARRETON, La propriété dans les messages pontificaux, París 1945.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991